Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 32

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meciéndose blandamente en las ondeantes hebras de oro de Belisa, de
Filis, ó de otra cualquiera no menos bella inspiradora. Había además
en la misma cocina, y como si dijéramos ocupando el estrado y sirviendo
de diván, un corpulento arcón que así era de paja como de cebada, y
adonde acudía no pocas veces el mozo de la posada, con detrimento
notable de las ropas de los concurrentes, á los cuales no podía
favorecer gran cosa el polvillo que, al cerner la cebada, del honrado
harnero se desprendía. En días de viento tenía la cocina la singular
ventaja de parecerse al Olimpo, mansión de los dioses, en las densas y
misteriosas nubes que formaba el humo oprimido y rechazado en el cañón
de la chimenea por las corrientes de aire que en la región atmosférica
discurrían.
Cenaban á un lado dos paisanos que parecían, si no del pueblo, por
lo menos de la tierra, y á otra parte solo, enteramente solo, un
individuo muy conocido nuestro y de nuestros lectores, á quien parecía
dedicar mil atenciones el dueño de la posada. Servíale primeramente
en persona, mientras que servía á los demás, ó no los servía, una
robusta Maritornes, que nada tenía que envidiar á la de Cervantes sino
es la pluma de su historiador y cronista. En segundo lugar quitábase
la montera cada vez que aquél le dirigía la palabra, lo cual hacía
éste siempre, preciso es decirlo todo, con aire imperioso, y hablando
como superior á inferior. En tercer lugar reíase á la menor palabra
que decía el forastero. Y en cuarto le había sacado de las provisiones
reservadas de su hostalería unas aceitunas algo aventajadas, y cierto
vino, no precisamente puro, pero en fin, del que tenía menos agua en su
bodega.
El forastero cenaba más bien como un gañán que como un señor; pero,
fuera de esto, era preciso confesar que entre todos los que formaban
aquella escogida reunión no había nadie que tuviese un interior tan
cortesano, ni que más se apartase del tipo primordial del hombre de
la naturaleza, al cual estaban demasiado cerca en honor de la verdad
aquellos sencillos Arjonillanos. De todo el comportamiento del huésped
para con el forastero no era preciso ser un lince para inferir que éste
era hombre que disponía de más que de medianas facultades, y que aquél
se prometía una lucida paga de sus esmeradas y particulares atenciones.
--Traedme más vino, dijo el forastero apurando la primera vasija que á
su derecha había puesto el posadero.
--Como gustéis, dijo éste riéndose, y no tardó un minuto en estar
servido el huésped.--No se bebe mejor, señor caballero, dijo aquél, en
toda la tierra.
--El pan es el que es malo, dijo el viajero.
--¡Ah! sí, señor, como gustéis, muy malo, repuso riéndose
obsequiosamente el hostalero. ¡Ya veis! añadió acercándosele al oído.
Esta semana no se ha cocido en casa todavía, y ha cargado tanta gente
que he tenido que recurrir á un vecino...
--Bien: basta, dijo con tono imperante el huésped.
--¡Eh! ¡eh! como gustéis, repuso el hostalero.
--Parece que el tiempo está bueno, dijo de allí á un rato el que cenaba.
--¡Ah! ¡ah! sí, como gustéis, señor caballero, respondió con sonrisa
agradable el amo.
--¿Tenéis mucha familia?
--¿Eh? sí ¡eh! como gustéis, señor caballero; como gustéis, dijo el
flexible.
--El hombre es categórico, dijo para sí el preguntón; no gusta por lo
visto de quimeras ni de indisponerse con nadie; y volvió á sepultarse
en su distraído cuanto importante y misterioso silencio.
--¿Y vendrá el señor huésped por mucho tiempo? se atrevió á preguntar
el hostalero de allí á un momento, viendo que había caído la
conversación, y creyendo hacer un obsequio á su huésped en renovarla.
--Como gustéis, le contestó secamente el forastero, encargándose á su
vez de que no se diese de baja en el diálogo la muletilla del ventero.
--Yo lo creo, repuso el amo. Vuestra señoría fué de los que llegaron
ayer... prosiguió luchando entre el temor de parecer demasiado
preguntón é indiscreto, y la curiosidad natural de su oficio; de los
que... es decir, de la casa del señor maestre de Calatrava...
--Como gustéis, respondió más secamente aún nuestro hombre,
levantándose y soltando en la mesa con desenfado una moneda de oro.
Esta noche dormiré aquí. Me haréis disponer la cama.
--Como gustéis, señor; pero cama, eso no habrá, porque vuesa merced...
--¿No habrá, bellaco? ¿Cómo diablo tengo de gustar entonces?...
--Como gustéis, señor caballero; pero es decir que vuesa merced sabe
que en estas casas...
--En estas casas... ¡voto va! Queréis cenar, y os dicen: Se guisará lo
que traigáis de vuestro repuesto. ¿Queréis dormir? Traeréis cama. ¿Qué
hay, pues, posadero que Dios maldiga, en una posada?
--Lo que gustéis, señor, lo que gustéis... no siendo cosa de comer, ni
de cama, ni cuarto, ni...
--Ni diablos que te lleven.
--Como gustéis, señor: ¡eh! ¡eh! repuso el hostalero sopesando en la
mano la moneda de oro. Lo más, señor caballero, que puedo hacer por vos
si urge...
--¿No me ha de urgir, pícaro?... Mañana por cierto no dormiré aquí;
pero en el castillo parece que están tan provistos como si fuera una
posada. No esperaban á nadie, y hasta mañana... Vamos, hablad: ¿no veis
que escucho? ¡Voto va!
--Como gustéis... podéis dormir en la cama de mi mujer...
--¡Por Santiago! hereje... ¿es tu mujer esa vieja?
--Es decir, señor, que la cama de mi mujer es la misma que la mía:
llámola así porque la trajo ella en dote, y gusto de dar á cada uno lo
que es suyo.
--¡Ah! de ese modo... porque de otro...
--Como gustéis; y nosotros dormiremos como podamos.
--Ea, pues, guiad, que he menester madrugar, y voto va que estoy
cansado.
--Como gustéis, señor caballero. Señores, con perdón de ustedes, añadió
el hostalero echando mano del candil que alumbraba á los que cenaban en
la otra mesa, y atizándole con los dedos: bien pueden vuesas mercedes
cenar á oscuras, porque hoy no hay más que un candil en la casa,
contando con éste.
Dicho esto, echó á andar delante del viajero con su risita y su natural
sumisión, cuidándose poco de lo que quedaban diciendo las gentes de
baja ralea que hospedaba aquella noche en su casa, y á quienes con tan
poco comedimiento había devuelto al caos y á las tinieblas de que el
Hacedor supremo los había sacado al criarlos.
--¿Habéis visto, Peransúrez? dijo al otro uno de los que cenaban.
--He visto, he visto, repuso su comensal; y pluguiera al cielo que
siguiera viendo.
--Decís bien, porque el bueno de Nuño, atraído sin duda por el color de
oro del pelo ensortijado del forastero, nos ha dejado ¡vive Dios! como
solemos quedarnos al fin de los sermones de nuestro buen párroco, es
decir, á oscuras.
--¿Y sabéis quién sea el forastero?
--Nadie nos lo podrá decir mejor que el mismo Nuño, si es que él ve
más claro en ese asunto que nosotros en nuestra cena.
Volvía á este tiempo Nuño, que así sé llamaba el hostalero: después de
restituido el candil á su primitivo lugar, y de haberse excusado lo
mejor que supo con sus huéspedes, comenzó á estregarse las manos con
aire importante y misterioso, como de hombre que sabe raros secretos.
--Ya que habéis tenido por conveniente, señor Nuño, dijo Peransúrez,
llevarnos la luz, que supongo no nos pondréis en cuenta, ¿no nos
podríais dar algunas luces, en cambio de la que nos correspondía,
acerca de ese misterioso personaje que albergáis en vuestro bien
alhajado establecimiento?
--Alhajado, ó no, señores, como gustéis; es el mejor que de esta
especie se conoce, voto á Dios, en muchas leguas á la redonda. Con
respecto al forastero, no acostumbro á revelar...
--Vaya, señor Nuño, eche un trago de lo bueno, y siéntese y hable, que
no nos dió el Señor en su sabiduría la lengua para callar las cosas
que sabemos, dijo el más arriscado: harto trabajo tenemos con haber de
callar por fuerza las que no sabemos. Ése será algún pícaro.
--¡Chitón! dijo el hostalero apurando un vaso. ¡Chitón!
--Dígolo porque en estos tiempos anda el dinero por las nubes, y no se
cogen truchas...
--Como gustéis; ¡pero Dios me libre de que se quite en mi casa la honra
á nadie! Además, yo no suelo tratar de pícaro á un hombre que se ha
cenado en menos de un cuarto de hora media despensa, y que paga... y
que pagará...
--En hora buena, señor Nuño. ¿Y qué nuevas trae de la corte el hombre
honrado que ha cenado media despensa?...
--Que á la hora ésta estará ya la corte en Otordesillas, adonde se
traslada porque nos ha nacido un príncipe...
--¡Oiga! Tendremos mercedes.
--Sí, algún impuesto nuevo para sufragar á los gastos de las funciones,
dijo uno de los huéspedes. ¡Voto va! que para nosotros pecheros...
--Como gustéis, señores; pero mirad que mi casa...
--Voto á la casa, señor Nuño, que hemos de hablar, y no nos habéis de
quitar la conversación como la luz. Á oscuras vemos aquí más claro
que todos los hostaleros encandilados y por encandilar de Castilla y
Andalucía. Vaya, ¿qué más dice el forastero? Echad otro trago, que aún
queda luz en nuestros bolsillos para aclarar más de un punto.
--Parece que su alteza ha decidido que en cuanto llegue á Otordesillas
se reúna el capítulo de Calatrava y elijan maestre.
--¡Voto va! Buena estará la elección, cuando ha elegido ya su alteza.
¿Y á quién, señor, á quién? Á un hechicero más nigromántico que el
mismo Moro del castillo. ¿Y qué se le ha perdido al señor _pelo rojo_
en Arjonilla?
--Más bajo, señores, dijo el pobre hostalero, que necesitaba vivir con
todo el mundo.
--Será de la pandilla que llegó ayer, y que esperó fuera del pueblo á
que anocheciera, sin duda por no enseñar algún punto que traería en las
medias.
--Como gustéis, repuso el hostalero. Lo cierto es que llegaron al
castillo, que pertenece en el día al de Villena: que les fueron
abiertas las puertas; que el maldecido alcaide que le guardaba ha
cedido las llaves al señor pelo rojo, como le llamáis, y que ha venido
á hospedarse aquí, dejando en el castillo á su gente. Con respecto á
ese punto que decís, hay quien asegura que han traído un prisionero...
--¿Un prisionero?
--¡Chitón!
--Vendrá á hacer compañía á la Mora Zelindaja, que anda pidiendo su
esposo á las paredes del castillo desde el tiempo de Abderramén...
--¡Bah!, dijo el otro comensal, ¿vos os creéis también de Moros
encantados?
--¡Chitón, señores, chitón! repuso el hostalero; lo que yo sé deciros
es que no pasaría ni una hora, después de media noche, en el castillo.
Mirad: yo había oído contar á mi abuela muchas veces la historia del
Moro mago, y de la Mora Zelindaja, y del letrero árabe del castillo; y
lo que sé decir es, que nunca le di un novén á mi abuela porque me lo
contase, ni sus padres de ella le dieron una blanca porque le creyese;
lo cual digo para probar que nada se echaba ella en el bolsillo por
la mayor ó menor certeza del caso. Pero como al hombre le tienta el
diablo muchas veces para que dude de las cosas que ve, cuanto más de
las que no ve, ni ha visto, ni verá, yo me tenía mis dudas, pesia á mí.
Y era cierto que hacía ya algún tiempo ni se oían ruidos de noche en el
castillo, ni voz de moro, ni de cristiana; ni...
--Adelante, Nuño, adelante.
--Como gustéis; pero hace cosa de meses comenzó á decirse por el pueblo
que se había oído una noche á deshora rumor de gentes que habían
entrado en el castillo, las cuales gentes no se han visto salir; quién
sabe si serían gentes de estas que se usan: ello es que nadie los vió:
desde entonces ha tornado el run run de las cadenas y de las voces, y
de los espantos nocturnos, y lo que sé decir es, que yo me pasaba una
noche, no hace muchas, por el castillo, porque venía de trabajar la
huerta que tengo más allá: bien sabe Dios ó el diablo que yo me traía
conmigo todas mis dudas; era tarde ya, y oí efectivamente yo mismo una
voz lamentable que decía á grandes gritos: «Esposo, esposo mío». Mirad,
aún se me hiela la sangre en las venas: levanté los ojos, y en una de
las ventanas más altas de la torre, de donde parecían salir las voces,
se veía una luz, pero una luz pálida y blanquecina que andaba de una
parte á otra, y de cuando en cuando parecía ponérsele por delante una
sombra, más larga que una esperanza que no se cumple.
--¿Vos lo visteis? dijo Peransúrez.
--¿No lo creéis? preguntó el hostalero más espantado de la incredulidad
de su huésped que del mismo caso que refería.
--Mirad, contestó Peransúrez, toda mi vida tuve grandes deseos de
conocer á un encantado, y nunca pude ver la cara á ninguno: desde que
fuí monacillo, y sacristán después de la Almudena, tengo ese pío. ¿Sois
hombre, compañero, para apurar esta aventura y ver de hacer una visita
á ese Moro y á esa señora Zelindaja?...
--¿Qué decís? interrumpió Nuño. Como gustéis, pero os suplico que
miréis...
--¡Quite allá, señor hostalero! ¿Qué decís vos, comensal?
--La verdad, señor Peransúrez, contestó su compañero, que en esas
materias... bueno es mirar dos veces...
--Vaya, ya veo yo que vos no servís para caballero andante y
aventurero. ¡Voto va! ¡que no tuviera yo aquí en Arjonilla á mi amigo
Hernando, el montero de su alteza!
--¿Para qué, señor monacillo, y sacristán después de la Almudena, ahora
montero y guardabosques? preguntó Nuño con aire socarrón.
--¿Para qué, voto á tal? Desde que me hicieron guarda de los montes de
esta comarca por su alteza, no he vuelto á emprender una sola aventura
de las que solíamos acometer y vencer en nuestros abriles. Con Hernando
al lado, ya me curaría yo de Moros y malandrines, de encantadas moras
y cristianas. Yo entraría en el castillo, ó quedaríamos en él entrambos
encantados, ó desencantaríamos con la punta de un venablo al mago, y á
cuantos magos nos fuesen echando á las barbas...
--¿Entrar en el castillo decís, eh?... preguntó sonriéndose el
hostalero.
--¿Y por qué no?
--Más fácil sería entrar en vida en el purgatorio, señor monacillo y
sacristán, montero y guardabosques.
--Eso no ¡voto va! que para entrar en el castillo no he menester yo á
Hernando, ni á nadie.
--¿Vos?, preguntó de nuevo el hostalero, soltando la carcajada; aunque
supierais más latín que todos los sacristanes juntos de Andalucía.
--Yo: apostemos, repuso Peransúrez, picado de la risa del amo y de sus
frecuentes alusiones á su sacristanía de la Almudena.
--De buena gana, contestó Nuño.
--Una cántara de vino y media docena de embuchados de jabalí para todos
los presentes, gritó Peransúrez dando una puñada en la mesa, que estuvo
por ella largo rato á pique de zozobrar.
Al llegar aquí la conversación acalorada del montero Peransúrez
acercáronse todos los que en el hogar estaban.
--Señores, sean vuesas mercedes testigos, clamó Peransúrez; Nuño y yo...
--¡Peransúrez!, dijo en voz baja al oído del montero exaltado un hombre
de no muy buena apariencia que había entrado no hacía mucho en el
mesón, y en quien nadie había reparado, tanto por su silencio, como
por hallarse el amo de la venta entretenido en la referida discusión;
¡Peransúrez!
--¿Quién me interrumpe?, gritó Peransúrez, volviéndose precipitadamente
al forastero.
--Oíd, contestó éste apartándole una buena pieza de los circunstantes,
que quedaron chichisveando por lo bajo acerca de la apuesta, y de la
posibilidad de llevarla á cabo, y del valor de Peransúrez, y de la
interrupción del recién venido.--¿Habláis seriamente, seor Peransúrez?,
dijo éste, tapando todavía su rostro con su capotillo pardo.
--¿Cómo si hablo seriamente?, gritó Peransúrez.
--Más bajo, qué importa. ¿Insistís en lo que habéis dicho de aquel
montero vuestro amigo?
--¡Sí insisto, voto va! Cuando yo he dicho una cosa... una vez...
--¡Bueno! ¿Queréis montear con un amigo?
--¿Pero á qué viene?...
--Mirad... dijo el recién llegado desembozándose parte de su cara.
--¿Qué veo?, exclamó Peransúrez, ¿es posible? ¿vos?
--¡Chitón! Me importa no ser conocido.
--Dejad, pues, que cierre mi apuesta... y esperadme...
--No: ciad en la apuesta. El buen montero ha de saber perder una pieza
mediana cuando le importa alcanzar otra mayor. Si queréis entrar en el
castillo y desencantar á esa Mora, nos importa el silencio.
--Pero, ¡y mi honor!
--¡Voto va! por el Real de Manzanares, algún día quedará bien puesto el
honor de vuestro pabellón. En el ínterin ved que nos ojean, y si no nos
hemos de dejar montear, bueno será que no escatimen nuestro rastro. Os
espero fuera y hablaremos largo.
--En buena hora, repuso Peransúrez. Señor Nuño, añadió volviéndose en
seguida á los circunstantes, un negocio urgente me llama. Mañana, si os
parece, cerraremos la apuesta. Dijo, y salió.
--¿No decía yo?, repuso triunfante Nuño; ¿no decía yo? ¡entrar en el
castillo! ¿entrar? Como gustéis, añadió volviéndose hacia la puerta
por donde ya había salido Peransúrez con el desconocido, como gustéis,
seor guardabosques; pero paréceme que haríais mejor en guardar vuestra
lengua para contar esos propósitos á un muñeco de seis años, y vuestro
valor para los raposos del monte.
Una larga carcajada de la concurrencia acogió benévolamente el
chistoso destello de ingenio del triunfante posadero: en vano quiso el
comensal de Peransúrez defender á su amigo citando hechos de valor, y
atrevimientos suyos de bulto y calibre. Quedó por entonces convenido
que el que quisiera beber vino y comer embuchados no debía aguardar
á que entrase Peransúrez en el castillo, cosa reputada tan imposible
realmente, como entrar en vida en el purgatorio, según la feliz
expresión del hostalero, que se repitió de boca en boca, y que hizo
reir á todos á costa del montero, que había abandonado el campo de la
apuesta al enemigo con notable descrédito de su honor y de su buena
fama y reputación.

* * * * *


CAPÍTULO XXXIII

Bien sabedes vos, señora,
Que soy cazador real;
Caza que tengo en la mano
Nunca la puedo dejar.
Tomárala por la mano
Y para un verjel se van.
_Rom. del conde Claros_

--¿Vos, Hernando, en Arjonilla?, dijo Peransúrez en cuanto se vieron
apartados del ventorrillo todo lo que hubieron menester para no ser de
nadie entendidos.--¿Podéis explicarme cómo habéis dejado el lado del
doncel Macías, á quien servíais no ha mucho, si mal no me acuerdo?
--Largo es de contar, amigo Peransúrez, repuso Hernando deteniéndose
en un ribazo enfrente del castillo, desde el cual se descubría todo él
perfectamente.--Pero si no tenéis prisa en este instante, si podéis
atender á la llamada de mi bocina, os referiré cosas que os admiren, y
veréis si tenemos montes y venado en abundancia, lo cual haré con tanto
más gusto, cuanto que me habéis prometido ayudarme en la montería que
me trae á este bendito lugar.
Refirió en seguida el montero Hernando, lo mejor que pudo y supo,
cuanto dejamos en nuestros capítulos anteriores relatado, ó á lo menos
toda la parte que él sabía, que era lo muy bastante para poner al
corriente á cualquiera de los negocios del doncel. Al llegar al punto
donde dejamos nosotros á nuestros héroes al fin de nuestro capítulo
XXXI, prosiguió Hernando en la forma siguiente:
--Habéis de saber, Peransúrez, que desde el ojeo que dieron á mi
amo en el soto de Manzanares aquellos desalmados siervos del conde,
recelábame yo de cuanto nos rodeaba, y habíame propuesto no soltar
la oreja de mi amo el doncel Macías. Cuando llegó, sin embargo, la
nueva del alumbramiento de nuestra señora la reina doña Catalina, un
maldecido sarao hubo de darse. Ni podía entrar yo allí, ni mi leal
Brabonel. Viendo con todo que tardaba ya el doncel en demasía, salí
á explorar el monte, y á ojear los alrededores del alcázar. En ese
tiempo ¡voto va! debió de volver mi amo á nuestra cámara, porque
cuando yo regresé faltaba un tabardo de velarte que primero no llevara
y su espada. Volví á salir, y cansado de no hallarle, ocurrióme, que
acaso fuera de la villa y debajo de las ventanas de Elvira, que dan
sobre la plataforma, podría estar el melancólico caballero tañendo su
laúd, y cantando alguna balada á la señora de sus pensamientos. Dirigí
hacia allá, Peransúrez, mi jauría, y al llegar ¡voto á san Marcos!
hallé rastro. Un ruido extraño me había llamado la atención á alguna
distancia: conforme nos acercábamos Brabonel y yo, habíamos oído
algunas voces confusas, y pasos luego de caballos. Llegamos, y veíase
abierta la reja de la cámara de Elvira. Dos ó tres piedras enormes, y
colocadas una sobre otra, parecían indicar que acababan de servir de
escala á algún atrevido caballero para alcanzar á la reja. Á poco rato
de observación parecióme que andaba alguien en la habitación con una
luz en la mano: ocultéme debajo de la reja lo más arrimado que pude á
la pared: el que era se asomó efectivamente, y al resplandor de la luz
que llevaba en la mano vi relucir en el suelo dos trozos de una espada
rota. ¡Ésta era la osera! dije para mí: no bien se hubo apartado el de
la luz, que no pude ver quién fuese, reconocí los trozos; era la espada
de mi señor. ¿Lo habrían muerto? No, porque estuviera allí su cuerpo,
y porque le hubiera olfateado mi leal Brabonel, y hubiera puesto en
los cielos el aullido. ¿No es verdad, Brabonel? preguntó Hernando á su
hermoso alano, que echado á su izquierda parecía escuchar atentamente
la relación del montero. Al oir esta pregunta, alzóse Brabonel en las
cuatro patas, lamió la mano que le acariciaba, como si quisiese dar á
entender á su dueño que no se equivocaba en el buen juicio que acerca
de su fidelidad acababa de emitir, dió una vuelta en derredor sobre sí
mismo, y volvió á colocarse, poco más ó menos, como estaba antes de la
extraña interpelación. ¡Brabonel! dije entonces á mi alano, el rastro,
el rastro del doncel.
Entendióme el animal, Peransúrez; ¡admirable Brabonel! No bien le hube
dicho aquella breve exhortación, comenzó á olfatear la tierra, y antes
de dos minutos ya se había decidido por una senda. Quise probar, sin
embargo, la certeza de la huella, y aparenté ir por otra, gritando
siempre: «¡El doncel, el doncel!». Viéraisle entonces correr á mí,
echar por la otra, ladrar, aullar, tirarme, en fin, de la ropa con los
dientes. ¡Ah! ¡Brabonel, Brabonel, luz de mis ojos! añadió el montero
abarcando con la mano el hocico del animal, é imprimiendo en él un
beso, más lleno de amor y de cariño que el primero que da un amante al
tierno objeto de su pasión. ¡Brabonel! el que no ha tenido un perro
no sabe lo que es querer y ser querido. ¿Qué sirve la mujer? la mujer
equivoca siempre la senda, la mujer empieza por montear al venado de
casa, y el perro no engaña nunca como la mujer. ¡Brabonel, juntos hemos
vivido, y juntos moriremos!
--¿Y seguisteis la huella? preguntó Peransúrez impaciente por saber el
fin del cuento, que Hernando había interrumpido con tanto placer por
acariciar al animal.
--¿Cómo si la seguí? á pasos precipitados, con toda confianza ya: dos
leguas anduvimos. Allí encontramos un pueblo; tomamos lenguas; el
herrador nos dijo que acababa de pasar una partida de jinetes; que
habían hablado pocas palabras, pero que habían tenido que detenerse
á herrar un caballo desherrado; que caminaban de prisa; que debían
llevar un preso, según las señas, y que habían pronunciado en medio de
su misterio la villa de Arjonilla. ¡Mía es la pieza! dije yo entonces.
Até cabos y dije: «El preso es el doncel, y el que lo prende el conde
de Villena». Efectivamente, el mismo día se había servido su alteza
señalar el día quinceno para el combate que debía tener con el doncel
Macías. ¡Más claro, Peransúrez! Era fuerza, sin embargo, asegurar mis
dudas. ¿Qué hacía yo hasta entonces? y luego quise más fiar de mi brazo
y de mi venablo el logro de mi intento. Volví á Madrid, y supe que la
corte salía al otro día; sabedor de que don Luis Guzmán era el que, por
su posición con Villena, debía interesarse más por mi amo, víme con él
y expúsele mis dudas; declaréle mi intento: aprobó mi idea, y yo le
confié el cuidado de llevar con su menaje á Otordesillas las prendas
de mi amo y mías; entre otras la armadura mejor de Castilla, que si se
perdiera, nunca de ello me consolara; es, al fin, la que tiene mi amo
destinada por su buen temple para el aplazado combate. Armado después
de mi ballesta y dos aguzados venablos, seguido de mi leal Brabonel, y
disfrazado lo mejor que pude, púseme la misma noche en camino.
Ayer parece llegaron ellos. Hoy he llegado yo. He aquí, Peransúrez, la
causa de mi venida. En aquel castillo, no hay duda, está el doncel. He
aquí la presa que habemos menester rastrear. ¿Os acordáis, amigo mío,
de un juglar de don Enrique de Villena, que Dios maldiga, hombre de
pelo crespo y rojo?...
--¿Ferrus? Recuerdo su nombre; pero él...
--Ferrus, pues, está aquí, y ése es el guardián de mi amo. Le he visto
subir á un camaranchón de arriba, cuando yo entraba en la venta. Por
qué duerme en esta encrucijada y no en su osera, eso no lo alcanzo.
Lo que entiendo sólo, Peransúrez, es que ése es el oso que hemos de
montear. ¿Insistís en vuestro ofrecimiento, ahora que sabéis cuánto
motivo puedo tener de guardar silencio y sigilo, y cuán peligrosa sea
la empresa?
--¿Cómo si insisto? Hernando, dijo Peransúrez levantándose del suelo
en que estaban sentados, no es ésta la primera montería en que hemos
andado juntos. Amo el peligro como buen montero, y osos mayores
que ése, amigo mío, me han prestado amistosamente piel para más de
una zamarra. Examinemos, si os parece, la posición del castillo,
discurramos el medio más prudente...
--El medio, Peransúrez, ¡voto va! es esperar aquí á ese perro de
juglar, á esa raposa cobarde y rapaz, y clavarle en tierra con un
venablo, como quien bohorda, más bien que como quien caza. ¿Merece
siquiera los honores de ser comparado con una fiera noble y denodada?
--Guardaos, amigo Hernando, de ejecutar tan descabellado propósito.
Bien veo que seguís necesitando un consejero prudente que temple el
ardor de vuestra imaginación. Mataréis á Ferrus; pero ¿y luego?
--Luego, voto va, luego... Dirigidme, pues, en hora buena. Brabonel y
yo estaremos atentos al ruido de vuestra bocina. Soy yo mejor en verdad
para obedecer que para mandar. Pero voto á Dios que os despachéis
pronto, y nos digáis cuanto antes contra quién he de disparar el
venablo, que se me escapa él solo de las manos, y están ya los dientes
de Brabonel deseando hacer presa en el animal.
--Ea, pues, venid: demos disimuladamente la vuelta al castillo; en
seguida volveremos á Arjonilla: vendréis á tomar un bocado conmigo,
_que el buen montero, riñón cubierto_, y mañana amanecerá Dios, y con
su dedo omnipotente nos señalará el rastro de los malvados.
--Á la buena de Dios, replicó Hernando. ¡Brabonel, Brabonel, vamos!
Guiad vos, Peransúrez, que conocéis la tierra.
Dichas estas palabras comenzaron los dos amigos su exploración, hecha
la cual se retiraron á concertar los medios de introducirse en el
castillo por más guardado que estuviera, y de salvar al doncel, que
presumían hallarse dentro, con no pocos visos y fundamentos de verdad.

* * * * *


CAPÍTULO XXXIV

En una torre fué puesto
Con cadenas á recado.
............................
La condesa entrara dentro
Do está el conde aprisionado.
............................
Ambos hablan en secreto
Y conciertan en celado;
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