Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 36

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ver llorar á su prima lloraba también, y que la dirigía de cuando en
cuando palabras de consuelo, de las cuales no eran contestadas unas, y
otras ni siquiera oídas.
Hasta el otro cadalso ó tablado entró el ilustre conde de Cangas y
Tineo, ricamente vestido, alta la cabeza y arrogante el paso. Llevaba
rico jubón de raso negro columbino; calzas justas; un bohemio de paño
negro guarnecido del mismo color; manga larga y angosta, con capilla
de buitrón; una jaqueta de raja recamada de oro le cubría apenas el
jubón; cinto tachonado de que pendía una rica limosnera; zapatos de
seda negros, abiertos y acuchillados; un camisón riquísimo de holanda,
labrado, le volvía sobre el pecho y hombros, y un riquísimo collar de
piedras y oro, de que pendía un San Miguel de este precioso metal,
deslumbraba en su pecho al lado de la cruz roja de Calatrava. El manto
de la orden encima completaba su magnífico arreo.
Precedíanle farautes suyos, su estandarte con el escudo de sus armas,
y la caldera de rico-home, y le seguían escuderos, donceles, pajes,
caballeros y gentiles-homes de su casa, vasallos suyos, vestidos todos
de ceremonia y paz como su señor.
Un alto crucifijo de plata reflejaba los rayos del sol á igual
distancia de uno y otro cadalso, enfrente mismo del balconcillo de su
alteza, y detrás de él se veía sentado sobre un banco contiguo ya al
palenque un hombre vestido con un capotón de seda encarnada, y cubierta
la cabeza de una gorra de lo mismo. Un tajo á su lado, y una afilada
cuchilla declaraban aun á los que más de lejos le veían que era Mateo
Sánchez, verdugo de su alteza, pronto á ejecutar á aquel de los dos que
quedase por el combate convencido ó de calumniador ó de reo.
Dispuesta ya la liza en esta forma, que hemos procurado describir todo
lo más fielmente que nos ha sido posible, mandaron los jueces al rey
de armas y farautes dar una grita ó pregón anunciando el combate, que
iba á verificarse en comprobación del juicio de Dios á falta de otras
pruebas, y mandando comparecer á las partes ó á sus campeones.
Presentóse en seguida á la puerta del palenque un caballero, alzada la
visera, que todos reconocieron ser el hidalgo Hernán Pérez de Vadillo:
seguíanle dos pajes con las libreas de Villena, llevando el uno la
lanza y el otro un caballo de respeto. Venía jinete en un soberbio
alazán encubertado con paramentos negros que le llegaban hasta los
corbejones, con cortapisa de martas cebellinas, bordados de muy gruesos
rollos de argentería á manera de chapetas de celada, y por divisa las
armas de don Enrique de Villena. Traía Hernán Pérez vestido sobre
su arnés blanco, como de caballero novel, sin empresa ni mote, un
falso peto de aceituní vellud bellotado, verde brocado, con una uza
de brocado aceituní vellud bellotado azul, calzas de grana italianas,
una caperuza alta de grana, y espuelas de rodete italianas; llevaba
sus arneses de pierna y brazales con hermosa continencia. Su rostro
era el único que estaba en contradicción con la galana apostura de su
arreo. Encendido como la lumbre, lanzaba rayos de sus ojos, y parecía
medir con la vista el espacio del palenque, como si viniera estrecho
á su cólera y su coraje. Tres vueltas dió en derredor con gracia y
gentileza, saludando á cada vuelta él y su caballo al mirador de su
alteza y al conde su señor; dirigiendo, empero, una mirada de desprecio
y de ira, sentimientos que se confundían en la expresión de su
semblante, hacia la víctima infeliz de su propia virtud y generosidad.
Presente ya en la liza el defensor del acusado, requirieron
los farautes por pregón al campeón del acusador por tres veces
consecutivas, el cual no pareciendo, comenzó el oficio de la misa.
Concluida ésta, requirieron de nuevo al acusador; igual silencio
sucedió, sin embargo, al segundo y tercer pregón.
Elvira alzaba de cuando en cuando los ojos al cielo; no se podía
distinguir si le daba gracias por la ausencia de su campeón, que de
ninguna manera hubiera deseado ver entonces allí, ó si lloraba la ya
probable muerte del doncel. Sin creer en ésta, ¿cómo concebir que
caballero tan generoso y enamorado pudiese dejarla en tan amargo trance
desamparada, donde la cuchilla del verdugo esperaba su cabeza si su
campeón no venía?
Dos largas horas pasaron en tan cruel expectativa. Impacientábase ya
el concurso como si hubiera pagado el dinero por su asiento, y como
si fuese aquélla una función que estuviese ya su alteza obligado
á darle, sólo por el hecho de haber él concebido esperanzas de
presenciarla; circunstancia que prueba que el público de Andújar en
el siglo XV se parecía á los públicos de todas las épocas y países.
Había consentido en recrearse con los furibundos mandobles y reveses
del combate: había contado con una diversión, porque generalmente las
calamidades particulares son diversiones públicas, y la diversión no
llegaba. Comenzaba á levantarse ya un sordo murmullo de descontento y
desaprobación; quién hablaba contra Macías, caballero aleve y descortés
que se había ofrecido al socorro de una dama para faltar después á su
palabra y su fe; quién se indignaba contra Villena achacando á sus
cobardes maleficios la desaparición del pundonoroso doncel.
Habían ganado terreno en este tiempo Nuño y su compañero, portador
de las letras, que según sus propias expresiones le había confiado
Peransúrez para el justicia mayor; ora sirviéndose de la persuasión,
ora de sus codos, habíanse abierto paso poco á poco hasta llegar á
colocarse cerca del tablado de los jueces, dando la vuelta al palenque.
Atraído un faraute á las voces de Nuño, no pudo menos de acudir á ver
qué pretendía aquel palurdo; expúsole entonces el montero cómo tenía
dos palabras que comunicar á su señoría el justicia mayor.
Miróle de alto á bajo el faraute, y como le vió tan malparado,--No es
ocasión, villano, le dijo, de pedir justicia. Id mañana á la audiencia.
--Ved que no es justicia lo que á pedirle vengo, ni son asuntos míos
los que tengo que comunicarle.
--¡Calle el villano! repuso el faraute con enojo. ¿Qué asuntos traerá
él con su señoría, si no es alguna querella contra el tabernero de la
taberna del rincón?
--¡Voto va, señor faraute! replicó el montero al verse tan injustamente
maltratado, que le enseñe yo á hablar antes de mucho...
--¡Favor al rey! gritó el faraute.
--¿Favor al rey? pícaro, contestó el montero montado en cólera, ¿sabes
tú, jabalí del soto más que faraute, que lo que tengo que hablar á su
señoría interesa acaso al mismo combate que debía hoy verificarse, y
vale de seguro más que tú, y todas las bestias feroces de tu especie?
Una carcajada del faraute, y un golpe que con la vara de su insignia
dió al montero, acabaron de indignar á éste, é iba á precipitarse ya
sobre su antagonista, cuando un grandísimo rumor de voces y de aplausos
resonó por toda la plaza.
--¡Dejadnos ver, dejadnos oir! clamaron á un tiempo más de veinte
curiosos de los que hasta entonces se habían entretenido con la disputa
del faraute y del montero. Á esta interrupción inesperada se volvieron
las cabezas de todos hacia el paraje donde sonaba el mayor alboroto.
Un caballero bien montado y armado de todas armas acababa de entrar en
la liza, y dirigiéndose hacia el mariscal del campo, que preguntaba ya
á su alteza si había de procederse á la ejecución de la acusadora, le
hablaba con voz agitada y resuelto continente.
Traía el caballero echada la visera; sus armas negras, el penacho negro
que sobre su reluciente almete ondeaba á la merced del viento, y más
que todo una divisa que en el brazo derecho llevaba ricamente obrada,
y que decía en letras de plata _imposible, venganza_, llamaron la
atención general.--¡Él es! ¡él es! respondieron en el acto mil y mil
voces confusas y repetidas.
--¿Habráse salido Hernando con la suya? dijo el montero á Nuño. ¡Hase
salvado el doncel!
Proseguía, sin embargo, el altercado del caballero y del mariscal:
llegó éste al tablado de los jueces, y después de una corta
explicación, pareció que éstos habían decidido acerca de la duda que
tenía el mariscal.
Grande fué el asombro de don Enrique de Villena, y mayor aún su
indignación.
¿Era posible que Ferrus hubiese dado suelta al encerrado doncel?
Conocióse su turbación en toda la plaza, y hubo de parecer buen agüero
á los que se inclinaban á la parte de la acusadora.
El rostro de Hernán Pérez por el contrario brilló de un resplandor
singular. Afirmóse en los estribos, registró con su vista relumbrante
á su contrario, y dando con el cuento de la lanza en el suelo,
«¡Venganza, sí! clamó: ¡venganza!». Dió en seguida media vuelta á su
caballo, y ocupó el lado izquierdo del palenque en la terrible actitud
ya de acometer.
Otro tanto hizo el recién venido, y tomó de mano de uno de sus dos
pajes una ponderosa lanza.
El rey de armas, acompañado de dos farautes, descendió entonces del
tablado; midieron en seguida el suelo, dividieron el sol, é indicaron
su debido puesto á ambos combatientes.
Dirigiéndose en seguida Hernán Pérez de Vadillo, conducido por el rey
de armas, hacia el crucifijo, y tocándole con la diestra mano, juró
á fe de cristiano y de caballero, por su alma y la vida que iba á
perder acaso en aquel trance, que su demanda era justa y buena, y que
no traía sobre sí ni sobre su caballo armas ocultas, ni yerbas, ni
hechizos, ni piastrón, ni ventaja alguna de las reprobadas por la orden
de caballería; vuelto á su puesto, igual juramento repitió, y en la
misma forma, el caballero de las armas negras, colocándose de nuevo en
seguida al frente de su adversario.
Al ver tan próximos al último trance á entrambos combatientes, no pudo
contenerse por más tiempo Elvira.
--¡Señor! clamó prosternándose con los brazos abiertos y dirigidos en
actitud suplicante hacia el mirador de su alteza, ¡basta! quiero ser
antes calumniadora. ¡Lo soy, señor, lo soy!
Pero en aquel momento la atención de todos se hallaba fijada en los
gallardos combatientes, y una confusa gritería de aplauso y de temor
al mismo tiempo sofocó la débil voz de la acusadora. Desanimada Elvira
enteramente, dejó caer su cabeza sobre el pecho, y enajenada desde
entonces apenas vió ni oyó lo que en torno suyo pasaba.
Al punto los jueces del campo mandaron al rey de armas y al faraute
dar una grida ó pregón que ninguno fuese osado por cosa que sucediese
á ningún caballero á dar voces ó aviso, ó menear mano ni hacer seña,
so pena de que por hablar le cortarían la lengua, y por hacer seña le
cortarían la mano. Sucedióse á este pregón el más profundo silencio,
interrumpido sólo por un ligero murmullo que producía el montero
irritado todavía, profiriendo entre dientes algunos juramentos contra
el faraute; ni atendió al pregón, ni pensaba sino en llevar á cabo la
entrega de sus letras, más bien por terquedad ya que por otra razón
cualquiera. Aplacáronle, sin embargo, algún tanto los que le rodeaban.
Al mismo tiempo mandaron los jueces sonar toda la música de ministriles
con grande estruendo, y en tono rasgado de romper la batalla;
reconoció el rey de armas, acompañado del mariscal, las armas de los
desafiados, y hecha la señal soltaron los farautes la brida del bocado
de los combatientes que tenían cogida gritando á una voz: «Legeres
aller, legeres aller, é fair son deber», según la fórmula provenzal
introducida en duelos singulares, justas y torneos.
Arrancaron al punto los caballeros con las lanzas en los ristres,
arremetiendo uno contra otro con singular furia y denuedo. General
fué la expectativa y el ansia al choque de los combatientes, que se
encontraron entre nubes de polvo en medio de su carrera. Rompieron
entrambos sus lanzas. Hernán Pérez encontró al caballero de las armas
negras en el arandela, desguarneciéndole el guardabrazo derecho, y
éste encontró á Hernán en la bavera del almete. Vacilaron entrambos
caballos de la sacudida, pero repuestos en el mismo instante del súbito
golpe, concluyeron su carrera airosamente. Tomaron los caballeros
lanzas nuevas, y en tres carreras sucesivas no se decidió la ventaja
por ninguna parte. Al fin de la tercera, furioso Hernán Pérez del
poco efecto de las lanzas, quebró la suya contra el suelo, y revolvió
desnudando la espada sobre su contrario, que vista la acción adoptó
igual determinación. No daba Elvira, sumergida en el más profundo
estupor, señal de vida, y mudaba de colores don Enrique de Villena
á cada encuentro, como aquél cuya fortuna dependía del éxito del
combate. Á pesar de las buenas muestras que daba de su persona el novel
caballero, ponían todos por el de lo negro, cuyos altos hechos de armas
anteriores eran demasiado conocidos para osar poner en duda su ventaja.
El que más animado parecía era nuestro montero, á quien el coraje había
acabado de acalorar; pero cuando no pudo reprimirse fué cuando después
de un largo rato de incierta lucha rompió Hernán Pérez su espada en el
almete del caballero de las armas negras, quedando desarmado. «¡Á él!
¡á él!», gritó fuera de sí el aventajado de lo negro, que descargando
su acero sobre el indefenso desguarnecióle el brazo, haciéndole una
profunda herida á lo largo de él. Apartó Vadillo su caballo como
buscando una arma nueva, y tratando de evitar el segundo golpe con que
su contrario le amenazaba ya; acción que puso una pequeña suspensión en
el combate, merced á la habilidad con que logró, manejando su bridón,
burlar repetidas veces la intención del enemigo.
Un faraute entre tanto se apoderó del montero, y llevado ante los
jueces del campo, íbasele á imponer la pena que hubiera sufrido á no
haber hecho presente que traía letras para el justicia mayor. Abriólas
éste, y recorriólas rápidamente. No bien las hubo leído, cuando se
alzó en pie para mandar la suspensión del combate. Era tarde ya, sin
embargo. Convencido Vadillo de que podía durar muy poco lucha tan
desigual, decidióse á echar el resto, y asiendo de su hacha de armas
detuvo su caballo y esperó resuelto al contrario, que le acometió
causándole de nuevo otra herida en un costado. Aprovechándose Vadillo
entonces del momento, soltó la brida del caballo, y alzando con ambas
manos el hacha y clamando, «¡Venganza! ¡venganza!», descargó tan
furioso golpe sobre el caballero de las negras armas, sin darle tiempo
de revolver su caballo, que faltándole el almete hízole dar con la
cabeza en el cuello del animal: aturdido de ambos golpes, el caballero
abrió los brazos, separáronse sus piernas del vientre del caballo,
y perdiendo ambos estribos vino al suelo mal parado, «¡Victoria!
¡victoria!», clamaron á un tiempo los circunstantes, sucediendo á la
aclamación el más profundo silencio. Á este tiempo Vadillo, habiendo
echado ya pie á tierra, se precipitó sobre el caído con ánimo de
cortarle la cabeza, idea que llevara á cabo á no detenerle un faraute
que de orden de los jueces dió por concluido el combate. Miró Vadillo
al cielo despechado, y descansó en seguida sobre su hacha de armas, sin
separarse empero de la víctima, y en la misma actitud en que nos pintan
á Hércules sobre su maza. Elvira al oir el grito de victoria alzó los
ojos, vió el éxito del combate, y cerrándolos horrorizada se lanzó
en los brazos de Jaime, ocultando en ellos su cabeza. Don Enrique de
Villena entre tanto ostentaba en su semblante la alegría del triunfo,
que no había esperado conseguir.
Mientras que el justicia mayor había llegado á su alteza seguido
del montero, y le hablaba cosas sin duda del mayor interés, el rey
de armas se adelantó hasta el vencido, y poniéndole un pie sobre el
pecho, y tocándole con su maza: «_¡He aquí_, clamó en voz alta, _he
aquí el juicio de Dios!_ Don Enrique de Villena es inocente. Elvira es
calumniadora. _He aquí el juicio de Dios._»
Un grito de horror resonó por toda la concurrencia, que sabía bien
la suerte que esperaba á Elvira. Efectivamente, según las leyes de
semejantes juicios, la acusadora debía ser en el acto degollada: el
campeón vencido, si había quedado con vida, debía ser desarmado y
desnudado; las diversas piezas de sus armas esparcidas aquí y allí en
el campo de batalla, y permanecer él en tierra hasta que su alteza
declarase si quería ajusticiarlo ó perdonarlo. Sus bienes habían de
ser además confiscados en favor del erario, después de reintegrado el
vencedor de sus costas y perjuicios; y si quedaba muerto, debía ser
entregado al mariscal del campo para ser suspendido por los pies en un
patíbulo.
Disponíanse los archeros á conducir á Elvira al suplicio, estaba ya en
pie el impasible verdugo, y repetía por tercera vez el rey de armas su
grida de _¡he aquí el juicio de Dios!_ cuando se notó que su alteza
hacía señal de suspensión con el pañuelo. Alzado en pie entonces el
justicia mayor, «El combate nada puede probar ni decidir, clamó en alta
voz. La condesa doña María de Albornoz vive, y don Enrique de Villena
es, sin embargo, culpado de felonía, si no de su muerte».
Estas terribles palabras, que repetían los que estaban más cerca á los
que no las habían oído, extendiéndolas como se extienden á lo lejos las
ondas de un estanque donde ha caído una piedra, produjeron la mayor
expectativa en la asamblea, y fueron un rayo para don Enrique.
--¡Todo es perdido, clamó, todo!
--Sí, continuó Diego Stúñiga. La Providencia es justa; ella ha salvado
á la condesa; he aquí sus letras, y presto acaso su llegada á Andujar
confirmará tan alegre nueva.
No bien había acabado de hablar el justicia mayor, se hendió la
multitud, que rodeaba una puerta de la liza, y se vió llegar á rienda
suelta una cabalgata que no tardó en entrar en el palenque.
--¿Es posible? se preguntaban unas á otras mil voces confusas y
atropelladas; ¿es posible? ¡La condesa! ¡la condesa!
Doña María de Albornoz, pálida como la muerte, revestida aún del negro
cendal con que había salido de su prisión, y seguida de Peransúrez, y
de varios armados, se dirigió á apearse ante su alteza, que la recibió
en sus brazos. Don Enrique, confundido, se ocultó entre sus caballeros,
y Elvira, luchando entre la duda y la esperanza, permaneció inmóvil,
ora clavando los ojos con estúpido terror en el cuerpo del vencido, que
yacía en tierra todavía, ora queriendo descifrar si era efectivamente
su antigua amiga la que venía á librarla de la muerte que tanto había
deseado.
Informada la condesa anteriormente por Peransúrez de cuanto había
ocurrido durante su prisión, corrió en seguida á los brazos de Elvira,
que la recibió en ellos con la insensibilidad de una estatua para quien
nada tenía ya interés en el mundo.
Entre tanto, llegando los jueces y el rey de armas al caído,
desenlazáronle el almete: al respirar el aire libre pareció dar señales
de vida, volviendo en sí lentamente. Su alteza, que había bajado de su
balconcillo, se encaminó con toda la corte hacia el sitio que había
sido teatro de la batalla, lleno del más vivo interés por su doncel. La
condesa, no menos animada del celo por su defensor, arrastró á Elvira
hacia el mismo paraje. La sangre que había vertido el caballero por
los oídos y las narices al recibir el golpe de Vadillo, juntamente con
el sudor y el polvo, impedían reconocer sus facciones.
--¿Es muerto? gritó don Enrique el Doliente á los que le
reconocían.--¿Es muerto? preguntó la condesa.--¡Macías! gritó Elvira,
devorando con sus ojos las facciones del caído. _¡Ah, no es él!_
exclamó con frenética alegría, después de un momento de duda. _¡No
es él!_ y se dejó caer en los brazos de la condesa, que la cubría de
cariñosos besos.
Efectivamente, limpióse el rostro del vencido: era el generoso don Luis
Guzmán. Poseyendo la armadura del doncel, que Hernando le había dejado,
se había lanzado á la palestra en contra de Villena, logrando persuadir
al mariscal del campo y á los jueces de la identidad de su persona, sin
quitarse la visera.

* * * * *


CAPÍTULO XXXIX

Yo malo que obré el pecado,
Merecía haber la paga.
Mis ojos sean malditos
Que su hermosura miraran,
Que á no mirarla ellos
Todo este mal se excusaba.
No miréis, justo señor,
Su pecado; pues le paga
El cuerpo que lo tal hizo
Á ella haced librada.
_Rom. del rey Rod._

Luego que Fernán Pérez se hubo repuesto algún tanto de su primer
asombro volvió los ojos hacia su señor y viendo lo mal parado que
estaba entre los suyos, llegóse á él con aire resuelto.
--¿Qué es esto, señor? le dijo. ¿La condesa aquí? ¿y el doncel?
--¿Qué ha de ser, Vadillo? repuso Villena: el infierno todo, que anda
mezclado en mis asuntos. Mi castillo está en manos de traidores. La
fuga es nuestra salvación.
Dichas estas palabras, aprovechóse el conde de Cangas de la confusión
general, y salió del palenque con Vadillo, y sus caballeros y vasallos,
antes que pensara nadie en impedírselo; armándose en seguida y montando
precipitadamente á caballo, tomaron á rienda suelta el camino de
Arjonilla donde le pareció al conde que debía hacerse fuerte, y esperar
el sesgo contrario ó favorable que quisiesen tomar las cosas. En el
camino hubo de confesar toda su conducta el intruso maestre á Fernán
Pérez. Á pesar de su nunca desmentida fidelidad, no pudo disimular
éste un gesto de desprecio, hijo de la consideración del carácter
de aquel hombre, imperfecta mezcla de ambición y pusilanimidad. No
creyó, sin embargo, oportuno abrumarle con reconvenciones en la hora
de su desgracia; desesperado de no haber acabado como creía con el
hombre que le había ofendido en lo más delicado de su honor, y cuya
muerte había jurado, suplicó al conde le permitiese adelantarse en
su excelente caballo, para advertir su llegada al castillo y tomar
disposiciones de defensa, según le dijo, pero en realidad con ánimo de
que no se escapase por esta vez á su furor el doncel, si estaba todavía
aprisionado, como debía presumirse de su ausencia en el combate.
Advertida de allí á poco en el palenque la fuga del conde y de los
suyos, fué tal la indignación de su alteza al verse de esta manera
burlado por su mismo pariente, á quien tantos favores había dispensado,
que á pesar de los ruegos de doña María de Albornoz y de Elvira,
pudieron más con él las sugestiones del pérfido judío Abenzarsal. Éste,
para salvarse y no verse arrastrado en la ruina del conde, no halló
otro recurso que cortar el cable que unía su suerte á la del caído
maestre, y como buen palaciego, fué el primero que manifestó la mayor
indignación contra Villena. Despachó, pues, el rey en seguimiento del
conde al justicia mayor con numerosa comitiva de caballeros y hombres
de armas, dándole orden de traerle á su presencia vivo ó muerto, y de
salvar á toda costa al doncel de su venganza si existía en su poder
todavía, como debía sospecharse de las informaciones que dió sobre el
caso Peransúrez.
Deseosa, sin embargo, la generosa condesa de endulzar el rigor de la
ley por una parte, y por otra de cooperar á la libertad del doncel,
que tan noblemente había abrazado su causa desde un principio, y
que por ello se veía en inminente peligro, se decidió á seguir al
justicia mayor á Arjonilla, acompañándola Elvira, Jaime y Peransúrez;
aturdida todavía aquélla con los singulares y opuestos acontecimientos
que por ella habían pasado en aquel día, y fieles los otros dos como
siempre á la generosa empresa que habían abrazado. La impaciencia que
á los cuatro animaba no les permitió esperar á la partida más lenta
del justicia mayor y de su tropa. Llevando además mejores caballos,
ganáronles prontamente la delantera.
En el castillo se había aplacado entre tanto el desorden y la
confusión, producidos por la fuga de la condesa. Ferrus y Rui Pero se
habían cerciorado con satisfacción que sólo uno de los prisioneros
se había escapado. Era, en verdad, el más importante; pero Rui Pero
se puso á la cabeza de unos cuantos hombres armados con no pocas
esperanzas de recobrar á los frailes fugitivos, que habiendo salido
á pie no podían haber andado mucho. Hubieran logrado su intento á no
haber tenido tiempo Peransúrez para llegar á la venta de Ñuño; pero
una vez allí, desnudáronse su disfraz, tomaron consigo unos cuantos
monteros colegas de Peransúrez, y rodeando por el monte y sonando sus
bocinas en son de caza, lograron burlar la vigilancia de los emisarios
de Rui Pero, que buscaban dos frailes franciscanos, y no una compañía
de cazadores. La condesa creyó oportuno avisar de su situación á su
alteza por medio del mismo Ñuño, y de su compañero de viaje, por si se
frustraba su fuga, ó por si no podía llegar á Andújar tan presto como
era su intención, á pesar de la poca distancia que hasta allí había.
Nuestros lectores han visto cómo desempeñó Nuño su comisión, y pueden
figurarse que Rui Pero y los suyos recorrían todavía inútilmente los
alrededores de Arjonilla. Ferrus, poco militar todavía y aturdido
con cuanto le pasaba, no había pensado en relevar las centinelas; y
habiéndose convencido por una rejilla interior de la prisión del
doncel de que existía en su poder, permanecía Hernando en su puesto con
su alano, bien decidido á vender cara su vida si no podía salvar á su
señor: viendo que nadie se acordaba de él, se determinó por último á
abandonar su guarida, y á buscar alguna otra manera de salvar á Macías.
Echó á andar para esto á lo largo de la muralla, calada la visera de
la mala celada que había robado al difunto, y no le costó dificultad
introducirse en lo interior del castillo, que por lo desmantelado
servía de cuartel á los hombres de armas. No osaba preguntar por no
delatarse á sí mismo; pero calculando la forma del edificio, anduvo con
aire resuelto como si fuese á cosa hecha ó llevase alguna orden, y se
acercó á un corredor ancho adonde caía efectivamente la escalerilla que
daba entrada á la prisión del doncel. Felizmente conservaba todavía las
llaves en su poder, y Ferrus con la mayor parte de su fuerza se ocupaba
en distribuir atalayas en las murallas, y en examinar de continuo el
campo por ver de divisar á Rui Pero, de quien no dudaba que volviese
con su presa.
Quedábale que vencer á Hernando una dificultad. En lo alto de la
escalera había un centinela, á quien Ferrus había encargado la
vigilancia.
--¿Quién va? preguntó éste á Hernando luego que le vió acercarse.
--Compañero, repuso Hernando, tratando de ganarle por buenas, y aun de
relevarle, si podía, ¿cae hacia esta parte la prisión?
--Atrás. Parece que es nuevo el compañero según la pregunta. Aquí cae;
pero atrás.
--Ved que os vengo á relevar. ¡Voto va! podéis iros á descansar.
--¿Á descansar, y hace un cuarto de hora que estoy en esta facción?
--Malo, dijo para sí Hernando.
--No conozco yo la voz de ese compañero, dijo entre dientes el
centinela, armando su ballesta. ¡Ea! atrás digo.
--¡Cuerpo de Cristo! exclamó furioso Hernando, viendo que su astucia
no había surtido efecto; si no conoces mi voz, jabalí, conocerás mi
mano. Dijo, y se abalanzó sobre el contrario. Retrocedió éste gritando
«¡traición! ¡traición!» y disparó su ballesta: recibió Hernando la
saeta en el brazo izquierdo; pero no haciendo más caso de ella que de
la picadura de un insecto, levantó su mano de hierro, y asiendo del
centinela por la garganta, alzóle del suelo, dióle dos vueltas en el
aire con la misma facilidad y desembarazo que da vueltas un muchacho
á su honda, y despidiólo contra la pared del corredor, donde produjo
el infeliz un chasquido hueco, semejante al de una inmensa vejiga que
revienta, cayendo después al suelo sin más acción que un costal, ó
un haz de fajina. Arrancóse en seguida la saeta del brazo Hernando,
y pasándola por los talones del vencido, colgólo en la pared de una
fuerte escarpia que servía para suspender de noche una lámpara, donde
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