Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 12

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Una duda ofensiva nos queda por desvanecer; ésta es una aclaración que
nos pesará más que todo no poder hacer. Habrán creído muchos tal vez
que un orgullo mal entendido, ó una pasión inoportuna y dislocada de
extranjerismo han hecho nacer en nosotros una propensión á maldecir
de nuestras cosas. Lejos de nosotros intención tan poco patriótica;
esta duda sólo puede tener cabida en aquellos paisanos nuestros que,
haciéndose peligrosa ilusión, tratan de persuadirse á sí mismos que
marchamos al frente ó al nivel á lo menos de la civilización del
mundo; para los que tal crean no escribimos, porque tanto valiera
hablar á sordos: para los Españoles empero juiciosos, para quienes
hemos escrito mal ó bien nuestras páginas; para aquéllos que, como
nosotros, creen que los Españoles son capaces de hacer lo que hacen
los demás hombres; para los que piensan que el hombre es sólo lo que
de él hacen la educación y el gobierno; para los que pueden probarse á
sí mismos esta eterna verdad con sólo considerar que las naciones que
antiguamente eran hordas de bárbaros son en el día las que capitanean
los progresos del mundo; para los que no olvidan que las ciencias,
las artes y hasta las virtudes han pasado del oriente al occidente,
del mediodía al norte en una continua alternativa, lo cual prueba que
el cielo no ha monopolizado en favor de ningún pueblo la pretendida
felicidad y preponderancia tras que todos corremos; para éstos, pues,
que están seguros de que nuestro bienestar y nuestra representación
política no ha de depender de ningún talismán celeste, sino que ha de
nacer, si nace algún día, de tejas abajo, y de nosotros mismos; para
éstos haremos una reflexión que nos justificará plenamente á sus ojos
de nuestras continuas detracciones; reflexión que podrá ser la clave de
nuestras habladurías, y la verdadera profesión de fe de nuestro bien
entendido patriotismo. Los aduladores de los pueblos han sido siempre,
como los aduladores de los grandes, sus más perjudiciales enemigos;
ellos les han puesto una espesa venda en los ojos, y para usufructuar
su flaqueza les han dicho: _Lo sois todo_. De esta torpe adulación ha
nacido el loco orgullo que á muchos de nuestros compatriotas hace creer
que nada tenemos que adelantar, ningún esfuerzo que emplear, ninguna
envidia que tener. Ahora preguntamos al que de buena fe nos quiera
responder: ¿Quién es el mejor Español? ¿El hipócrita que grita: «Todo
lo sois; no deis un paso para ganar el premio de la carrera, porque
vais delante»; ó el que sinceramente dice á sus compatriotas: «Aún os
queda que andar; la meta está lejos; caminad más aprisa, si queréis ser
los primeros?». Aquél les impide marchar hacia el bien, persuadiéndoles
á que le tienen; el segundo mueve el único resorte capaz de hacerlos
llegar á él tarde ó temprano. ¿Quién, pues, de entrambos desea más
su felicidad? El último es el verdadero Español, el último el único
que camina en el sentido de nuestro buen gobierno. Y cuando una mano
poderosa y benéfica, de quien sabe mejor que los aduladores de las
naciones lo que nos falta que andar, nos anima señalándonos gloriosos
ejemplos, cuando una reina ilustre y un monarca bien intencionado
tratan los primeros de llevarnos á la posible perfección, retardada
acaso no por culpa de sus excelsos antecesores, sino tal vez por la
sucesión de revoluciones desgraciadas siempre que han afligido nuestro
país, en esta ocasión ¿no se nos permitirá proclamar esta luminosa
verdad, que un Español fiel vierte en cooperación de los altos fines de
sus reyes? ¿No se nos permitirá tampoco rendir este postrer homenaje á
la verdad?
Ésta era la última reflexión que nos quedaba que hacer; el deseo de
contribuir al bien de nuestra patria nos ha movido á decir verdades
amargas; si nuestras pocas fuerzas, si las dificultades que en nuestra
marcha hemos encontrado, si las circunstancias, en fin, hubiesen
impedido resultados correspondientes á nuestras esperanzas, sírvenos
al menos de consuelo y de recompensa la propia satisfacción que nos
inspira nuestro objeto. ¿No se nos permitirá tampoco decir á la faz de
nuestros lectores: _¿Ésta fué nuestra intención?_ ¿Qué riesgo podrá
haber para nadie en decir en altas voces que deseamos lo bueno, y que
por eso criticamos lo malo?
Después de este exordio, en que hemos dado la clave de nuestro
Hablador, después de haber manifestado harto claramente que si números
enteros han sido dedicados á objetos de poca importancia, no ha sido
porque fuese tal nuestra intención, sino por la naturaleza de las cosas
que nos rodean, terminemos nuestra colección como podamos; y si hubiere
lector que no pareciese muy satisfecho de nuestras divagaciones, ó
de la futilidad tal vez de las materias que tratemos, le rogamos que
vuelva á leer el exordio que antecede para que no culpe á quien de
buena gana le siguiera divirtiendo más á su placer, y recuerde que sólo
el deseo de cumplir la palabra que al público tenemos dada de llenarle
catorce números nos pone hoy nuevamente la pluma en la mano.


CARTA ÚLTIMA DE ANDRÉS NIPORESAS AL BACHILLER
DON JUAN PÉREZ DE MUNGUÍA

Querido bachiller: Imagina tú si me será sensible el estado de tu salud
y ese malhadado frenillo que te embarga la lengua y te obliga á hablar
tan de tarde en tarde; echa mano de la sopa en vino, y si ésta no basta
á dar tono á tu decaída máquina, avísame con tiempo para encomendarte
á Dios y rogarle que te haga arrepentir en vida de tus muchos y
corpulentos pecados, pues te veo ya con un pie en la sepultura, y me
doy á entender que si te alcanza la muerte antes de arrepentirte,
no ha de haber luego remedio humano ni divino para ti, ni te han de
alcanzar oraciones de ningún cristiano. Mira estas cosas muy despacio,
y considera sobre todo que hay infierno. De esta verdad, si la fe no te
respondiera, te respondería yo, que llevo este punto de creencia á tal
extremo que estoy para mí que no sólo le hay en la otra vida, sino en
ésta también debe haberle para más de uno, según vehementes indicios
que de ello tengo.
Es tanta la batahola de preguntas y confusión de encargos que en
tu última carta reservada, y no vista del público, me diriges y
encomiendas, que no sé si bastaré yo para dar completa satisfacción
á todas tus necesidades. Conténtate, pues, con lo que buenamente te
pueda ir diciendo...
Pasemos á tus largas preguntas y á tus interminables encargos.
Con respecto á la Historia de España que me pides, como me dices que ha
de ser buena, no te la puedo enviar, porque no la he encontrado.
Me encargas que envíe á tu sobrinito á las cátedras públicas de
historia y geografía que supones temerariamente que debe de haber en
una corte como ésta; me añades que ya que tiene la fortuna de estar en
el primer pueblo de la nación, que aproveche esta feliz circunstancia
para ilustrarse. Te ruego encarecidamente que antes de hacerme estos
encargos procures no ser tan ligero en tus juicios, porque aquí no
hay semejantes cátedras; lo que hay es una Academia de la Historia,
y un despacho de mapas en la calle del Príncipe. Puede ser que sean
éstas las noticias que tengas, y como eres tan torpe, todo lo hayas
confundido.
Soy de opinión que no aprenda taquigrafía, en atención á que aquí no
hay palabra que seguir.
Lo que sí debe aprender es el arte de tener siempre razón, es decir, la
esgrima, porque andan muy en boga los desafíos de algún tiempo á esta
parte; de suerte que ya en el día es una vergüenza no haber estropeado
á algún amigo en el campo del honor. Otra cosa no menos importante. Es
de primera necesidad que se vista de majo y eche un cuarto á espadas
en cualquier funcioncilla de toros extraordinaria que entre señoritos
aficionados se celebre, que sí se celebrará; con estas dos cosas será
una columna de la patria, y un modelo del buen tono, según los usos del
día. Y aun si pudiera ser tener pantalón _colan_ y sombrero _clac_; si
pudiera ser además que pasase la mañana haciendo visitas, y dejando
cartoncitos de puerta en puerta, la tarde haciendo ganas de comer y
atropellando amigos en un caballo cuellilargo y sin rabo, condición
_sine qua non_, la primera noche silbando alguna comedia buena, y la
madrugada de _raout_ en _raout_, perdiendo al écarté su dinerillo y el
de sus acreedores, sería doblemente considerado de las gentes del gran
mundo, y atendido de las personas sensatas del siglo...
Alguna obra de la biblioteca de las que me indicas está en lo
reservado, y así te devuelvo tu encargo...
Tampoco he encontrado una colección de trajes españoles de todas las
épocas, porque no la hay. Me han preguntado si estás tú seguro de que
anduviesen vestidos nuestros antepasados.
No se ha encontrado quien compusiera tu reloj; sabe más que tú y que
todos nosotros; por más que ha querido el relojero gobernarlo, él no se
ha dejado gobernar.
La laminita que quieres, no he hallado en Madrid quien la haga; dicen
que es preciso hacerla sobre acero, y para obtener buen resultado me
han asegurado que debes encargarla á París.
No he dado á encuadernar el libro consabido, porque como lo quieres
lujoso y preciosamente encuadernado, y aquí no hay más que uno que lo
sepa hacer, está muy atareado, sobre llevar muy caro, y así es cosa
larga. Si te corre prisa lo enviaré á Londres...
No he podido confiar tus comisiones á Domingo, ni á Pedro, ni á la
Nicolasa: hanles sucedido á todos desgracias impensadas...
Ya te puedes poner en camino, porque en esta semana pasada no ha habido
más que dos robos de diligencias...
Pero si vienes á pretender no vengas, que por ahora no tengo empeños
que prestarte, y para traerte sólo contigo tus méritos, te puedes
quedar con ellos por allá, que aquí nadie los ha menester...
Vengas ó no vengas, lo que debes hacer es callar; supuesto que el
mundo ha de ir siempre como va, haz lo que todos, y de lo que sabes
saca partido, si es que no quieres olvidarlo, lo cual sería más
seguro. Cuando las cosas no tienen remedio, la habilidad consiste
en convertirlas como son en provecho de uno. Déjate, pues, ya de
habladurías, que te han de costar la vida, ó la lengua; imítame á mí,
y escribe sólo de aquí en adelante cartas simples y serias de familia,
como ésta, donde cuentes hechos, sin reflexiones, comentarios ni
moralejas, y en las cuales nadie pueda encontrar una palabra maliciosa,
ni un reproche que echarte en cara, sino la sencilla relación de las
cosas que natural y diariamente en las Batuecas acontecen; ó lo que
sería mejor, ni aún eso escribas, que para que esta habilidad no se te
olvide, bastará que pongas semanalmente la cuenta de la lavandera.
_Andrés Niporesas_

_Nota._ De aquí para adelante el editor no sabe más qué ha sido de los
escritos del Bachiller ni de su correspondencia con Andrés Niporesas:
sólo se sabe que, como de los fragmentos de esta carta se puede
barruntar, se había puesto el Pobrecito en camino para la corte de las
Batuecas, y, como se infiere, Andrés seguía en Madrid. Que á poco el
Bachiller murió, lo cual se supo por los últimos partes telegráficos.
El editor aguarda los más recientes pormenores para darlos al público,
como lo espera hacer en el número 14 de esta colección, que será _la
muerte del Pobrecito Hablador_. Sólo se han hallado entre papeles
viejos algunos fragmentos, como en dicho número se dirá, los cuales no
se sabe si con el tiempo podrán ver la luz pública.


MUERTE
DEL
POBRECITO HABLADOR
ESCRÍBELA PARA EL PÚBLICO ANDRÉS NIPORESAS, SU CORRESPONSAL
Habló lo que tenía que hablar, y expiró.
_Pág. 176 de este tomo 1.º_
¿Qué se hizo el rey don Juan?
Los infantes de Aragón
¿Qué se hicieron?
....................
....................
Mas como fuese mortal,
Metiólo la muerte luego
En su fragua:
¡Oh juicio divinal!
Cuando más ardía el fuego
Echaste agua.
_Jorge Manrique_

¡Oh fragilidad de las cosas humanas! ¿Será cierto? El fuerte, el
terrible cayó. ¡No existe ya el Pobrecito Hablador! ¿Pero qué mucho?
Caen y pasan los imperios, ¡y no habrán de caer y pasar los habladores!
Los Asirios cayeron; los Babilonios hicieron lugar á los Persas; los
Persas sucumbieron á los Griegos; los Griegos se refundieron en los
Romanos. Roma humilló su altiva frente á las hordas del Norte, y á
los bárbaros sus águilas imperantes... todo pasó: el recuerdo de su
soberbia existe sólo para hacer más humillante su caída. ¿Qué le prestó
á la colonia de Dido su mala fe? ¿Qué le prestaron sus ciencias á la
ciudad de Minerva? ¿Qué á la corte de Zenobia sus altos monumentos?
¿Qué á la capital del mundo su severidad republicana ni sus fuertes
muros? Todo lo destruyó el tiempo. ¿Y no podrá destruir á un hablador?
Entre lágrimas y congojas escribo estos tristes renglones que acaso
la posteridad leerá; pero por si la posteridad no los leyese, porque
de la posteridad no se sabe cosa cierta, léanlos á lo menos nuestros
coetáneos.
Un pañuelo en la mano, apoyada en esta la mejilla, mis cabellos
esparcidos, los ojos anegados en lágrimas, las huellas del dolor sobre
mi frente... Heme aquí, discípulo de Apeles; pinto mi desesperación si
alcanzan tus pinceles á pintar el mayor dolor que un mortal y que un
Andrés han alcanzado jamás á padecer.
Tregua por fin á los sollozos: corra mi pluma sobre el papel; selle
con caracteres de tinta y consigne en la eternidad tan funesto
acontecimiento.
No ha dos horas aún esperaba el correo... la alegría brillaba en mis
ojos. ¡Noticias de las Batuecas! exclamaba. ¡Cuánto se engaña el
hombre! Llega un propio acelerado; mi mano trémula se resiste á romper
el negro lema... y... ¡Qué horror! El Bachiller... ¡ha muerto! ¿Alguna
alevosa pulmonía? No; no era un soplo de aire quien había de matar á
un hablador. ¿Una apoplejía fulminante? ¡Ah! Un pobrecito no muere de
apoplejía. ¿Murió de tener razón? ¿Murió de la verdad? ¿Murió de alguna
paliza? Pero ¡ay! era su estrella dar palos y no recibirlos. ¿Dió con
alguno más hablador que él? ¿Murió de algún tragantón de palabras?
No más dudas, en fin: recorro con la vista el pliego funesto, y
la siguiente carta del infeliz escribiente del Pobrecito Hablador
desenvuelve á mis ojos las horribles circunstancias de tan espantosa
catástrofe:
«Señor don Andrés Niporesas. Aunque á riesgo de que usted no me crea,
pues sé de muy buena tinta que no cree en cosa nacida ni por nacer, en
lo cual hace como aquel que es experimentado y sabe cuanto viven los
hombres de mentira, no dudo un momento en participarle la desgracia que
en el día y aun en la noche tiene hecha un mar de lágrimas esta su casa
y, lo que vale más, gran parte ya de las Batuecas.
»Bien sabe usted, y lo sabe mejor que nadie, que mi principal el señor
Bachiller, que Dios haya perdonado, dió en hablar por los codos, y
valga lo que valga esta frasecilla. No fueron parte, como usted sabe,
á atarle la lengua, ni los respetos debidos á los necios en todo país
poco menos que civilizado, ni las consideraciones que la sinrazón
merece más de una vez entre nosotros, ni los gritos de su familia que
los poníamos en el cielo suplicándole que no se metiese en habladurías,
para lo cual le acumulábamos un sinfín de refranes, como verbi gracia:
al buen callar llaman Sancho; cada uno en su casa, y Dios en la de
todos; por la boca muere el pez; y otros tales y tan significativos
como éstos; ya conoce usted que á mí sobre todo no me faltarían, porque
soy de nacimiento castellano y de profesión batueco; pero á todo hacía
mi amo orejas de mercader, ó respondía de una manera victoriosa: en
cuanto al primero, que él no quería ser Sancho; en lo de cada uno en
su casa, ni estaba decidido si él la tenía, ni si él era cada uno; en
cuanto á lo de Dios por su casa, mucho le amaba en verdad... Y en lo de
que el pez muere por la boca, añadía que tanto tenía él de pez, como
los batuecos de personas. Así no había entrarle. Ya ve usted que un
hombre para quien no tenían autoridad los refranes, que tienen toda la
legitimidad de la antigüedad, es hombre desahuciado. Había de hablar y
habló.
«Y no fué lo peor que hablase, señor don Andrés, porque al fin si
siempre hubiera hablado á cien leguas de sus interlocutores como en
un principio le acontecía, ¡santo y bueno! que hay cosas que ó no se
deben decir ó se deben decir desde muy lejos... Pero ¡ay de mí! el
señor Bachiller la quiso echar de fanfarrón: supo que en las Batuecas
no todos le agradecían los elogios que de ellos hacía y había hecho
continuamente, porque cuatro lectores de mala fe le daban tormento
á las expresiones y exprimían el limón hasta sacar lo amargo. ¡Vea
usted qué injusticia! Bien sabe Dios, y lo sé yo también por más
señas, que nunca fué la intención del señor Bachiller hablar mal de
su país. ¡Jesús! ¡Dios nos libre! Antes queríalo como un padre á su
hijo; bien se echa de ver que este cariño no es incompatible con cuatro
zurras más ó menos al cabo del año. Además de ser él persona muy bien
intencionada, de una pasta admirable y ajena de toda malicia, tanto que
todo lo que decía lo decía de buena fe y como lo sentía. Ni él quisiera
ofender á nadie, porque amaba á su prójimo poco menos que á sí mismo, y
toda la dificultad solía ponerla en saber cuál era su prójimo, porque
ha de saber usted que no todos se lo parecían. Fué, pues, el caso, y
tenga usted paciencia con mis digresiones, porque yo nunca acerté á
escribir de otra manera, antes suelo distraerme y salirme del camino
como bestia hambrienta para meterme por los sembrados de las laderas y
ver si cojo alguna espiga; así llevando viaje para Alcalá suelo salir
junto á Zaragoza, y como de esas veces me anochece en Huete y salgo á
la mañana por los cerros de Úbeda: digo, pues, fué el caso que supo
mi señor las habladurías que de su persona andaban, y como se corría
en las Batuecas que después de tanto como había hablado y tan malo no
le sería posible dar la vuelta para allá, aunque quisiera, puesto que
tendría miedo. _Miedo_, decía cuando lo supo. ¡Voto á tal! que nunca
le vi la cara al miedo, y tengo de ir á las Batuecas sólo por ver
si comen bachilleres esos señores tragaldabas.--¡Ay! no haga usted,
señor Bachiller, tal disparate, le dijimos á una voz: mire que aunque
tuviera miedo á los tontos no haría nada de más, porque no hay nada
más terrible que un tonto. Pero, señor don Andrés Niporesas, dió en
pensar en ello, y se pasaba los días de claro en claro, y las noches de
turbio en turbio, dando y tomando en lo del viaje, hasta que hubo de
efectuarlo. Fuímonos, señor de mi alma, á las Batuecas... Sosiéguese
usted, porque nada le aconteció por entonces que digno de contar sea.
* * * * *
«Llegó por fin un viernes, que viernes había de ser él para ser bueno,
y fué preciso meter entre sábanas al señor Bachiller, Q. S. G. H.
Sintiéndose allí morir por momentos, no quiso espirar sin practicar
todas aquellas diligencias que á su conciencia debía como buen
cristiano, porque ha de saber usted que _bueno_ no diré, pero cristiano
sí sé que era. Practicadas estas diligencias, para las cuales le
dejamos largo rato solo y recogido, llamónos á todos, y luego que nos
tuvo en derredor:
«Hijos míos, dijo con voz bien diversa de la que solía tener cuando
hablaba claro, porque es de advertir que á lo último ya apenas se le
entendía: hijos míos, os reúno porque no quiero que se diga de mí que
morí sin hacer disposición alguna, ni declaré mi verdadero modo de
pensar, que si no fuese el verdadero, porque esto ni yo lo sé, será
por lo menos el último; pues os advierto que yo también tuve varios
modos de pensar, y tuviera más, si más lugar me diera la muerte, que me
siento aquí, que me aprieta en la misma garganta. Ni menos quiero que
se diga que murió sin decir oxte ni moxte quien sólo de hablar vivió,
que esto fuera mengua.
«En cuanto á bienes, harto sabéis, queridos míos, que nada tengo que
dejar sino el mundo en que he vivido, y ése bien sabe Dios que no le
dejo yo, sino que me le hacen dejar mal que me pese. Ni necesito hacer
ninguna declaración de pobre, porque bien público y notorio es que he
sido poeta, que me dediqué desde chiquito á las letras en este país,
que he sido hombre de bien y de honor, que no he sido intrigante ni
adulador, ni yo anduve nunca en empréstitos ajenos y ganancias propias,
ni tuve mujer bonita ni hija que lo pareciese, ni tío obispo ó padre
covachuelo. Así que, ¿por dónde he de ser rico?
«Dejo, pues, lo poco que se halla, si se halla algo, para misas por mi
ánima, porque no las tengo todas conmigo; y si se quejase mi hijo que
le dejo por ello sin eso poco que le quedaría, que tenga paciencia, que
primero son mis gustos que sus necesidades, y mi alma que su cuerpo.
«Declaro y confieso en la hora de mi muerte, y como si me hallase
en ella, que tengo miedo, y que de miedo muero; lo cual no me da
vergüenza, así como hay otras cosas que tampoco se la dan á otros;
antes me da mucha pena y estoy muy arrepentido de no haberlo tenido un
poco antes. ¡Cómo ha de ser! Todo no se puede hacer á un tiempo.
«Ítem más: en consideración á que conozco muchas personas que están
buenas y gordas y bien establecidas que se han retractado de sus
opiniones ó expresiones, siempre que han creído serles conveniente ó
venir muy al caso, en consideración á esto, me retracto no sólo de
todo lo que he dicho, sino también de lo que me he dejado por decir,
que no es poco. Y esta retractación deberá entenderse reservándome el
derecho de volverme á retractar cuanto y como me acomodare, si vivo,
y así sucesivamente hasta el fin de los siglos; porque ésta es mi
voluntad, y en cosas de cada uno nadie tiene que mezclarse; siempre
tuve mis opiniones como mis vestidos, y cada día me puse uno, en lo
cual batuecos hay que no tienen nada que echarme en cara.
«Á propósito de batuecos, declaro que los batuecos no son tales
batuecos por más que lo parezcan: me arrepiento de habérselo
llamado, siendo ésta una de las primeras cosas de que me retracto,
y agradeciéndoles sin embargo la bondad con que han llevado esta
impertinencia mía.
«Arrepiéntome en la hora de la muerte, y me pesa de lo poquillo que en
esta vida he sabido, porque no me ha servido sino de dogal; y hago voto
de no volver á saber cosa de provecho si de ésta me saca con bien la
divina Majestad; y si hubiese de resucitar, como ya por su gran poder
en ocasiones se ha visto, lo cual sin embargo no creo que se guarde
para pecadores como yo, prometo de no volver á mirar libro alguno sino
por defuera, dando siempre mi voto por la pasta».
«Aquí fué preciso reforzarle algo, lo que logramos leyéndole algunos
rengloncitos de las últimas loas, por ser muy espirituosas: moríasenos
por instantes, pero algo repuesto siguió:
«En cuanto á mi amigo, que dice lo es, Andrés Niporesas, que no firme
en mis disposiciones testamentarias, aunque fuere de ellas testigo,
sin embargo de que ya veo que no está presente. Insisto con todo en lo
dicho, porque he conocido testigos ausentes. Si da cuenta al público
de mi fallecimiento, como es de esperar, que no firme tampoco. Y esto
lo dispongo así, porque no parezca burla ó chacota mi muerte ni mi
arrepentimiento si ve el público malicioso que concluye con lo de
_Niporesas_.
«Mándole que me agradezca esta satisfacción que de mi voluntad le doy,
puesto que pudiera excusármela; á muchos conozco yo que cuando mandan
no dan nunca satisfacciones, y tengo para mí que no van descaminados.
«Ítem más: digo que hay amigos en el mundo (si bien yo he dicho lo
contrario), pues los tengo yo, que es cuanto hay que decir en la
materia, y es la prueba de las pruebas.
«Ítem: digo que en la corte no hay vicios, á pesar de mi segundo
número, donde me dió por decir que sí. ¡Válgame Dios por decírmelo todo!
«Ítem: confieso que el público es ilustrado, imparcial, respetable,
y demás zarandajas que de él se cuentan. Y si he dicho lo contrario,
preciso es que haya estado loco para desconocer simplezas de tanto
bulto. Verdades serán cuando todo el mundo las dice.
«Ítem: declaro que á veces he dicho las cosas como no las quería decir.
No importa mucho, porque creo que de cualquiera manera que se digan es
como si no se dijeran. Hay cosas que no tienen remedio, y son las más.
«Ítem: afirmo ahora que los versos de circunstancias nunca son malos,
si vienen á pelo, por malos que sean, porque cada cosa es relativa á
otra cosa, y si no me entendiesen lo que quiero decir en esto, ¡cómo ha
de ser! Ahora estoy muy de priesa para detenerme á explicarme más claro.
«Ea pues, hijos, yo me muero todo: tomad para vos este escarmiento:
antes de hablar, mirad lo que vais á decir; ved las consecuencias de
las habladurías. Si apego tenéis á la tranquilidad, olvidad lo que
sepáis; pasad por todo, adulad de firme, que ni en eso cabe demasía,
ni por ello prendieron nunca á nadie: no se os dé un bledo de cómo
vayan ó vengan las cosas; amad á todo el mundo con gran cordialidad, ó
á lo menos fingidlo si no os saliere de corazón, con lo cual pasaréis
por personas de muy buena índole, y no como yo, que muero en olor de
malicioso porque he querido dar á entender que de algunos países nunca
puede salir nada bueno... En fin... muero... á Dios, hijos... ¡de
miedo!!!».
«De esta manera, habló lo que tenía que hablar, y expiró á poco rato.
Vímosle caer en la almohada, y no se le volvió á oir palabra: sólo sí
debió rendir el alma á manos del último accidente del miedo, pues se
tapaba la cabeza con la ropa como si viera fantasmas; huía, temblaba,
se escondía y se ponía el dedo en la boca, postura en que murió. ¡Oh
inescrutables fines de la Providencia, que castigas sin palo ni piedra!
Apostara yo, señor don Andrés, que no veía en aquel terrible momento
sino duros enemigos, censuras amargas, y encarnizados criticadores de
su vida y hechos... En fin, expiró, lo cual conocimos en que dejó de
hablar.
«El facultativo, sin embargo, dudando si tendría algún resto de vida,
se acercó poco á poco á su oído, y le decía á grandes voces: ‘¡Señor
Bachiller! vuelva en sí y repare qué versos tan malos andan por esos
mundos, qué autorcillos tan miserables, y qué traducciones tan malas
el público aplaude, y qué de cosas buenas desprecia... Mire usted que
tiene aquí á media docena de necios; éste es un elegante, aquél un
enamorado, el otro un amigo, el de más allá dice que es un sabio, el
otro es un militar, y el otro un abogado; todos se tienen por hombres
de importancia. ¿No les decís nada?’. Entonces, haciendo el último
esfuerzo, cogió algunos periódicos españoles; púsoselos sobre la cara,
y esperó un momento; pero no rebullendo mi amo, el doctor exclamó con
la mayor pena, dejando caer la ropa sobre el difunto: ‘Muerto está,
cuando nada dice á todo esto; ni un soplo de vida le queda. En paz
descanse’.
«Ésta fué la muerte de mi señor Bachiller, que lloraré hasta que llegue
el momento de la mía.
«Registráronse sus papeles en cuanto murió; pero hallamos medio quemado
un gran legajo que los contenía; dímonos á entender que habría tratado
en sus últimos momentos de juntarlos y dar con ellos en el fuego; acaso
las fuerzas le habrían faltado, y así quedaban varios fragmentos
enteros que el público conocerá tal vez algún día si aciertan á caer en
manos de algún editor escrupuloso que los expurgue de la mucha cizaña
que deben necesariamente tener. La imaginación de quemarlos nos hizo
caer en la cuenta de que su arrepentimiento habría sido verdadero, y
válida su retractación.
«Nada diré del entierro, que fué muy común: sólo advertiré que nadie se
atrevió á hablar en él, antes todos mirábamos atentamente al féretro
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