Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 15

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mesa de un limpio mantel labrado, y un opíparo trozo de exquisito
morcón curado al fuego, se presentó ante los ávidos ojos de nuestros
tres interlocutores. El hidalgo hizo plato á su señor que no quiso
acelerar para su servicio el fin de la caza, ni se curó de llamar á los
dependientes, á quienes tales oficios de su casa estaban cometidos;
la situación de su ánimo, devorado al parecer de secretas ideas, y el
deseo de permanecer en la compañía libre y desembarazada de aquéllos
en quienes depositaba su confianza, redujo á dos el número de sus
servidores en tan crítica situación. Luego que el hidalgo le hubo hecho
el plato y Ferrus servídole la copa:--Sentaos, dijo, y cenad, Fernán
Pérez, que bien podéis poner la mano en el plato de mi propia mesa.
Sentóse respetuosamente al extremo de la mesa Vadillo, y el favorito
permaneció en pie á la derecha de su señor, recibiendo de su propia
mano los mejores bocados que éste por encima del hombro le alargaba,
como pudiera con un perro querido que hubiera tenido su estatura.
Reíase Ferrus empero muy bien de esta manera de recibir los trozos de
la vianda, á tal de recibirlos; sabía él además que lo que hubiera
podido parecer desprecio á los ojos de un observador imparcial, era
una distinción cariñosísima que le colocaba sobre todos los súbditos
del caballero. Sin mortificarle estas ideas dábase priesa á engullir
morcón, sin más interrupción que la que exigieron las dos ó tres
libaciones que con rico vino de Toro, entonces muy apreciado, hacía
de vez en cuando el taciturno y distraído personaje, cuyo nombre y
circunstancias singulares no tardaremos en poner en claro para nuestros
lectores.
Acabóse la corta refacción sin hablar palabra de una parte ni de otra;
sirviéronse las especias, y púsose aquél en pie.
--Partamos.
--Paréceme, gran señor, que harías bien en armarte mejor de lo que
estás, porque ¡vive Dios que no quisiera que se quedase España sin tan
gran trovador! y...
--¡Chitón! Pónme en efecto esa armadura. Quitóse un capotillo propio
de caza; púsose una loriga ricamente recamada de oro sobre terciopelo
verde; vistió una fuerte cota de menuda malla; ciñó una espada, y calzó
las botas con la espuela de oro, insignia de caballeros de la más
alta jerarquía. Prevínose también contra la intemperie envolviéndose
en un tebardo de belarte, y después que Ferrus se hubo armado, aunque
más á la ligera, montaron en sus caballos y se despidieron de Fernán
Pérez, encargándole sobre todo que en manera alguna dejase de estar
á la mañana siguiente en la cámara de su grandeza á la hora común de
levantarse; prometiólo Vadillo, besándole el extremo de la loriga, y al
son de las cornetas de los cazadores que daban ya la señal de recogida
á los monteros desparcidos, picaron de espuela nuestros viajeros
seguidos de Hernando.
Ya era á la sazón cerrada y oscura la noche: no dicen nuestras leyendas
que les acaeciese cosa particular que digna de contar sea. Ferrus trató
varias veces de aventurar alguna frase truhanesca, de aquéllas que
solían provocar el humor festivo de su señor; pero el silencio absoluto
de éste le probó otras tantas que no era ocasión de bufonadas, y que
la cabeza del caballero, sumamente ocupada con las revueltas ideas á
que había dado lugar el pliego que tan intempestivamente había venido
á arrancarle del centro de sus placeres, estaba más para resolver
silenciosamente alguna enredada cuestión de propio interés, que para
prestar atención á sus gracias pasajeras. Resignóse, pues, con su
suerte, y era tanto el silencio y la igualdad de las pisadas de sus
trotones, que en medio de las tinieblas nadie hubiera imaginado que
podía provenir de tres distintas personas aquel uniforme y monótono
compás de pies.
Dos horas habían trascurrido desde su salida de las tiendas, cuando
dando en las puertas de Madrid llegaron á entrar en el cubo de la
Almudena, y dirigiéndose al alcázar que á la sazón reedificaba el
rey don Enrique III en esta humilde villa, llevó el principal de los
viajeros á su labio el cuerno, que á este fin no dejaba nunca de llevar
un caballero, é hizo la señal de uso en aquellos tiempos, la cual oída
y respondida en la forma acostumbrada, no tardaron mucho en resonar las
pesadas cadenas, que inclinando el puente levadizo dieron fácil entrada
en el alcázar á nuestros personajes: dirigiéronse inmediatamente á
las habitaciones interiores sin interrumpir el silencio de su viaje,
sino con el ruido de sus fuertes pisadas, cuyo eco resonaba por las
galerías donde los dejaremos, difiriendo para el capítulo siguiente la
prosecución del cuento de nuestra historia.

* * * * *


CAPÍTULO III

Ellos en aquesto estando
Su marido que llegó:
--¿Qué hacéis la blanca niña,
Hija de padre traidor?
--Señor, peino mis cabellos:
Péinolos con gran dolor,
Que me dejáis á mí sola
Y á los montes os vais vos.
_Anónimo_

Hallábase concluida la parte principal del alcázar de Madrid, y
habitábala ya el rey con gran parte de su comitiva siempre que el
placer de la caza le obligaba á venir á esta villa, cosa que le
aconteció algunas veces en su corto reinado.
Entre las habitaciones inmediatas á la de su alteza se contaban algunas
de las principales dignidades de su corte, pero distinguíase entre
todas la de don Enrique de Aragón, llamado comúnmente de Villena: este
joven señor, uno de los más poderosos y espléndidos de la época, era
tío del rey don Enrique III y descendiente por línea recta de don Jaime
de Aragón. Su padre don Pedro, casado con doña Juana, hija bastarda
de don Enrique II, y reina después de Portugal, había muerto en la
batalla de Aljubarrota. Correspondíale de derecho á don Enrique el
marquesado de Villena, que su abuelo don Alfonso, primer marqués de
ese título, á quien le dió don Enrique II, había cedido á su hijo don
Pedro, reservándose sólo el usufructo por toda su vida. Pero habiendo
el rey don Enrique III en su menor edad invitado al marqués don Alfonso
á que viniese á ejercer su título de condestable de Castilla que le
diera don Juan I, y habiéndose él negado con frívolos pretextos á tan
justa exigencia, se aprovechó de esta ocasión de volver á la corona
aquellos ricos dominios, que como fronteros de Aragón no se creía
prudente que estuviesen en poder de un príncipe de aquel reino. Dióse
en compensación á don Enrique el señorío de Cangas y Tineo, con título
de conde, y su mujer doña María de Albornoz le había traído además en
dote las villas de Alcocer, Salmerón, Valdeolivas y otras; con todo
lo cual podía justamente reputársele uno de los más ricos señores de
Castilla. No había pensado él nunca en acrecentar sus estados por los
medios comunes en aquel tiempo de conquistas hechas á los Moros. Más
cortesano que guerrero, y más ambicioso que cortesano, había desdeñado
las armas, para las cuales no era su carácter muy á propósito, y
su afición marcada á las letras le había impedido adquirir aquella
flexibilidad y pulso que requiere la vida de corte. Las lenguas, la
poesía, la historia, las ciencias naturales habían ocupado desde muy
pequeño toda su atención. Habíase entregado también al estudio de
las matemáticas, de la astronomía, y de la poca física y química que
entonces se sabía. Una erudición tan poco común en aquel siglo, en que
apenas empezaban á brillar las luces en este suelo, debía elevarle
sobre el vulgo de los demás caballeros sus contemporáneos, pero fuese
que la multitud ignorante propendiese á achacar á causas sobrenaturales
cuanto no estaba á sus alcances; fuese que efectivamente él tratase de
prevalerse y abusar de sus raros conocimientos para deslumbrar á los
demás, el hecho es que corrían acerca de su persona rumores extraños,
que ora podían en verdad servirle de mucho para sus fines, ora podían
también perjudicarle en el concepto de las más de las gentes, para
quienes entonces como ahora es siempre una triste recomendación la
de ser extraordinario. No dejaba de ser notado en él, á más de su
ambición, cierto afecto decidido al bello sexo; y lo que era peor,
notábase también que nunca se paró en los medios cuando se trataba de
conseguir cualquiera de esos dos fines, que tenían igualmente dividida
su alma ardiente, y que ocuparon exclusivamente todo el trascurso de su
vida.
Hallábase ricamente alhajada la parte que en el alcázar habitaba este
señor; costosos tapices, ostentosas alfombras de Asia, almohadones de
la misma procedencia, cuanto el lujo de la época podía permitir se
hallaba allí reunido con el mayor gusto y primor; ardían lentamente en
los cuatro ángulos del salón principal pebeteros de oro que exhalaban
aromas deliciosos del Oriente, uso que habían introducido los Árabes
entre nosotros. Á una parte del hogar se veía una mujer joven y
asaz bien parecida, vestida con descuido á la moda del tiempo, y
sentada en una pesada poltrona, notable por su madera y por el mucho
trabajo de adornos y relieves con que se había divertido el artista
en sobrecargarla; descansaban sus pies en un lindo taburete, y se
hallaba ocupada en una delicada labor de su sexo. Ayudábala enfrente
de ella á su trabajo y á pasar las horas de la primera noche otra
mujer todavía más sencilla en su traje, y poco más ó menos de su
misma edad. Todo lo que la primera le llevaba de ventaja á la segunda
en dignidad y riqueza, llevaba la segunda á la primera en gracia y
en hermosura. Tez blanca y más suave á la vista que la misma seda;
estatura ni alta ni pequeña; pie proporcionado á sus dimensiones,
garganta disculpa del atrevimiento, y fisonomía llena de alma y de
expresión. Su cabello brillaba como el ébano; sus ojos, sin ser negros,
tenían toda la expresión y fiereza de tales; sus demás facciones más
que por una extraordinaria palidez se distinguían por su regularidad
y sus proporciones marcadas, y eran las que un dibujante llamaría en
el día académicas, ó de estudio. Sus labios algo gruesos daban á su
boca cierta expresión amorosa y de voluptuosidad, á que nunca pueden
pretender los labios delgados y sutiles; y sus sonrisas frecuentes,
llenas de encanto y de dulzura, manifestaban que no ignoraba cuánto
valor tenían las dos filas de blancos y menudos dientes que en cada una
de ellas francamente descubría. Cierta suave palidez, indicio de que su
alma había sentido ya los primeros tiros del pesar y de la tristeza, al
paso que hacía resaltar sus vagas sonrisas, interesaba y rendía á todo
el que tenía la desgracia de verla una vez para su eterno tormento.
En el otro extremo del salón bordaban un tapiz varias dueñas y
doncellas en silencio, muestra del respeto que á su señora tenían.
Hablaba ésta con su dama favorita, pero en un tono de voz tal, que
hubiera sido muy difícil á las demás personas, que al otro lado de la
habitación se hallaban, enlazar y coordinar las pocas palabras sueltas
que llegaban á sus oídos enteras de rato en rato, cuando la vehemencia
en el decir ó alguna rápida exclamación hacían subir de punto las
entonaciones del diálogo entre las dos establecido.
--Elvira, decía doña María de Albornoz á su camarera, Elvira, ¡cuánta
envidia te tengo!
--¿Envidia, señora? ¿Á mí? contestó Elvira con curiosidad.
--Sí: ¿qué puedes desear? Tienes un marido que te ama, y de quien te
casaste enamorada; tu posición en el mundo te mantiene á cubierto de
los tiros de la ambición y de las intrigas de corte...
--¿Y es doña María de Albornoz, la rica heredera, y la esposa del
ilustre don Enrique de Villena, quien tiene envidia á la mujer de un
hidalgo particular?...
--¿De qué me sirve ser la esposa de ese ilustre don Enrique, si lo soy
sólo en el nombre? Mira lo que en este momento está pasando; tres días
hace ya que partió á caza de montería; en esos tres días Fernán Pérez
de Vadillo ha venido dos veces á ver á su mujer, y el conde de Cangas
y Tineo prefiere á la vista de la suya la de los jabalíes y ciervos
del soto. Elvira, si se hicieran las cosas dos veces, doña María de
Albornoz no volvería á dar su mano á un hombre cuyos sentimientos no le
fuesen bien conocidos. ¡Maldita razón de estado! Á un hombre de quien
no supiese con seguridad que había de ser el mismo con ella á los tres
años que á los tres días.
--¿Dónde está, señora, ese caballero? preguntó con distracción Elvira,
lanzando un suspiro. ¿Dónde está?
--¿Dónde está? repitió asombrada la de Albornoz. ¿Tan difícil crees
encontrar un esposo que me ame más que don Enrique?
--Si me lo permitís, diré que no sería difícil; pero desde un esposo
que os ame más que don Enrique, hasta el hombre que buscábais hace
poco, hay la misma distancia que hay desde la idea imaginaria que del
matrimonio os habéis formado, hasta la realidad de lo que es este
vínculo en sí verdaderamente.
--No te entiendo, Elvira.
--¿Y me entenderíais si os dijera que hace tres años que me casé
enamorada con Fernán Pérez de Vadillo, y que él no lo estaba menos
según todas las pruebas que de ello me tenía dadas, y si os añadiese
que ni yo encuentro ya en mi excelente esposo al amante por más que le
busco, ni él acaso encontrará en mí á la Elvira de nuestros amores?
--¿Qué dices?
--Acaso no podréis concebirlo. Es la verdad sin embargo; estad segura
empero de que en Castilla difícilmente pudierais encontrar matrimonio
mejor avenido; él me estima, y yo no hallo en el mundo otro que merezca
más mi preferencia. ¡Ah! señora, no está el mal en él ni en mí: el mal
ha de estar, ó en quien nos hizo de esta manera, ó en quien exige de
la flaca humanidad más de lo que ella puede dar de sí... Perdonadme,
señora: no debiera acaso hablar en estos términos, pero sólo á vos
confiaría estos sentimientos, que quisiera mantener encerrados
eternamente en mi corazón. La vida común, en la cual cada nuevo sol
ilumina en el consorte un nuevo defecto que la venda de la pasión no
nos había permitido ver la víspera en el amante, se opondrá siempre á
la duración del amor entre los esposos. En cambio una estimación más
sólida y un cariño de otra especie se establecen entre los desposados,
y si ambos tienen alternativamente la deferencia necesaria para vivir
felices, podrá no pesarles de haberse enlazado para siempre.
--¡Qué consuelo derraman tus palabras en mi corazón, Elvira! si tú no
te consideras completamente dichosa, creo tener menos motivos para
quejarme: sin embargo, de buena gana te pediría un consejo que creo
necesitar. Si tu esposo te insultase diariamente con su frialdad y su
indiferencia nada menos que galantes, si tus virtudes no te bastasen á
esclavizarle y contenerle en la carrera del deber...
--Redoblaría, señora, esas virtudes mismas: no sé si el cielo me
tiene reservada esa amarga prueba; pero si tal caso llegase, fuerzas
le pediría sólo para resistirla y para vencer en generosidad al mal
caballero, que con tan negra ingratitud premiase mi cariño y mi
conducta irreprensible.
--Basta, Elvira, basta: seguiré tu consejo; está en armonía con mis
propios sentimientos. Sí, la paciencia y la resignación serán mis
primeras virtudes. ¡Ah, don Enrique, don Enrique! ¡y qué mal pagáis mi
afecto! ¡y qué poco sabéis apreciar la esposa que tenéis!
--¡Tened, señora! ¿no ois la señal del conde? ¿no habéis oído una
corneta?
--Imposible; llevan sólo tres días y fueron para cuatro.
--No importa, no he podido equivocarme: no, no me he equivocado; ¿ois
las pesadas cadenas del puente?
--¡Cielos! no le esperaba. ¡Ah! estoy demasiado sencilla: Dios sabe si
no será perdido el trabajo que emplee en adornarme.
--¿Qué decís?
--Sí, llama á mis dueñas.
Acercáronse dos dueñas de las que en la extremidad de la sala bordaban,
á la indicación que Elvira les hizo levantándose, y prosiguió la
condesa:
--Arreglad mis cabellos, pasadme un vestido con el cual pueda recibir
dignamente á mi esposo; probablemente nos dará lugar: nunca que viene
de fuera deja de dirigirse primero á la cámara del rey para informarle
de su llegada. Jamás me parecerá bastante todo el cuidado que puedo
tener en engalanarme y aparecer á sus ojos armada de las únicas
ventajas que nuestro sexo nos concede. Este mismo cuidado le probará el
aprecio que hago de su amor: acaso vuelva en sí algún día avergonzado
de su conducta, y acaso no se frustren estas esperanzas que ahora te
parecen infundadas.
Llegaron dos doncellas que en el menor espacio de tiempo posible
recogieron sus hermosos cabellos sobre su frente y los prendieron con
una rica diadema de esmeraldas, sustituyendo asimismo al sencillo
vestido que la cubría otro lujosamente recamado de plata.
--Llegad, Guiomar, dijo á una de sus sirvientes doña María de Albornoz,
llegad hasta el alabardero de la cámara del rey y ved de inquirir si es
efectivamente don Enrique de Villena el caballero que acaba de entrar
en el alcázar, como tengo sobrados motivos para sospecharlo.
Inclinó Guiomar la cabeza y salió á obedecer la orden que se le acababa
de dar.
--¿Puedes comprender, Elvira, la causa que me vuelve á mi esposo un día
antes de lo que esperaba? ¿Acaso habrá amenazado su vida algún riesgo
inesperado?
--No lo temas, señora. En el día y en este punto de Castilla ningún
miedo puede inspirarnos ni el Moro granadino, ni el Portugués: y por
parte de los demás grandes, don Enrique está bien en la actualidad con
todos. Acaso el rey le habrá enviado á buscar... algún asunto de Estado
podrá reclamar su presencia.
--Dices bien: me ocurre que la llegada del caballero que á todo correr
entró esta mañana en el alcázar pudiera tener algo de común con esta
sorpresa...
--¿Qué motivos... tienes, señora, para presumir?...
--Motivos... ningunos... pero mi corazón me engaña rara vez; y aun si
he de creer á sus pensamientos nada bueno me anuncia este suceso.
--¿Pero sabes, señora, quién fuese el caballero?
--Hanme dicho sólo que venía con un su escudero de Calatrava.
--¿De Calatrava? ¿y no sabes más?...
--Dicen que es un caballero que viene todo de negro...
--¿De negro?
--Quien me ha dado estos detalles ha dicho que no sabía más del
particular, pero paréceme, Elvira, que te ha suspendido esta escasa
noticia que apenas basta para fijar mis ideas: ¿conoces algún caballero
de esas señas?...
--No, señora... son tan pocas las que me dais...
--Estás sin embargo inmutada...
--Guiomar está aquí ya, interrumpió Elvira, como aprovechando esta
ocasión que la libraba de tener que dar una explicación acerca de este
reparo de la condesa... ella nos dará cuenta de...
--Guiomar, dijo levantándose doña María de Albornoz al ver entrar á su
mensajera de vuelta de su comisión, Guiomar, ¿es mi esposo quien ha
llegado?
--Sí, señora, es don Enrique de Villena.
--Elvira, nuestros esposos.
--No, señora, viene sólo con su juglar y con el escudero del caballero
del negro penacho, que llegó esta mañana al alcázar.
--Mi corazón me decía que tenía algo de común un suceso con el otro...
¿Y por qué tarda en llegar á los brazos de su esposa, Guiomar?
--Señora, no puedo satisfacer á tu pregunta: ni yo he visto á tu señor,
ni le han visto en la cámara del rey todavía.
--¿No?
--Parece que se ha dirigido en cuanto ha llegado á preguntar por la
habitación del caballero recién venido de Calatrava.
--¡Qué confusión en mis ideas! Despejad, vosotras: siento pasos de
hombres; ellos son. Elvira, permanece tú sola á mi lado.
Oíanse efectivamente las pisadas aceleradas de varias personas, y
se podía inferir que trataban andando cosas de más que de mediana
importancia, porque se paraban de trecho en trecho, volvían á andar
y volvían á pararse hasta que se les oyó en el dintel mismo del gran
salón. Las dueñas y doncellas salieron á la indicación de su ama, y
sólo la impaciente doña María y su distraída camarera quedaron dentro
con los ojos clavados en la puerta que debía abrirse muy pronto para
dar entrada al esperado esposo.
--Podéis retiraros, dijo al entrar don Enrique de Villena á dos
personas de tres que le acompañaban, y saludándose unos á otros
cortésmente, el conde con su juglar se presentó dentro del salón á la
vista de su consorte anhelante.
--Esposo mío, exclamó doña María, previniendo las frías caricias de su
severo esposo: ¿tú en mis brazos tan presto?
--¿Os pesa, doña María? contestó con risa sardónica el desagradecido
caballero.
--¡Pesarme á mí de tu venida! yo que no deseo otra dicha sino tu
presencia, y que sólo para ti existo.
--¿Y que sólo para ti me engalano, pudierais añadir, hoy que os
encuentro tan prendida sabiendo que estoy en el monte?
--Y si sólo tu venida...
--Me es indiferente, señora...
--Indiferente... ah... venís á insultar como de costumbre á mi dolor y
á mi...
--Acabad...
--Sí, acabaré... á mi necedad...
--Basta; no estamos solos, señora.
--¡Elvira!... dijo la de Albornoz echando sobre su camarera una mirada
de dolor.
--Te entiendo, señora... te esperaré en tu cámara.
Salió doña Elvira del salón por una puerta que daba á otra pieza
inmediata, con rostro decaído, ora procediendo su abatimiento de la
prolongación imprevista de la ausencia de su esposo, ó, lo que es más
creíble, de la esperanza chasqueada que de ver entrar al caballero de
Calatrava había alimentado inútilmente.
--Ferrus, vos también podéis iros, dijo don Enrique á su juglar;
esperad en mi cámara, pero haced retirar á todo el mundo; que se
acuesten mis donceles y mis pajes: vos sólo podéis quedaros... tenemos
que tratar materias en que no habemos menester testigos.
--Serás obedecido, dijo el juglar, y salióse dejando á la de Albornoz
retorciendo sus manos en medio de su desesperación, y con los ojos
clavados en el conde con cierto asombro, nada de extrañar en quien
estaba como ella muy poco acostumbrada á tener con su esposo escenas
solitarias, como la que al parecer de intento la preparaba.
--Ya estamos solos, exclamó don Enrique levantándose. Extrañaréis
este paso sin duda, la de Albornoz... Al llegar aquí calló como si no
estuviera muy resuelto todavía á decir lo que traía pensado, y empezó á
pasearse á lo largo con pasos tendidos y acelerados...
--Perdonadme si no os he respondido más pronto, contestó su esposa
después de una ligera pausa; creí que ibais á seguir hablando. ¿Deberé
alegrarme de esta inesperada entrevista? ¿Por fin, vuestro corazón,
don Enrique, se ha rendido á mi amor? ¿Habéis pensado ya decididamente
volver la paz al pecho de vuestra esposa... y cortar de raíz las
rencillas que han amargado hasta ahora nuestra desdichada unión?
--¿Desdichada? maldecida, debierais decir, murmuró entre dientes el
conde, paseándose siempre sin volver los ojos una sola vez á mirar á su
afligida mitad.
--Si tal es vuestro intento, continuó sin oírle la de Albornoz, ¿qué
tardáis en venir á los brazos de la mujer que más os ama y que no ha
amado nunca sino á vos?... Desechad esa dura indiferencia... si algún
rubor de vuestra pasada frialdad os impide darme ese contento, yo os lo
perdono todo.
--Perdón... gritó fuera de sí el conde al oir esta palabra que le sacó
de su letargo... Perdón... vos á mí... ¿Y sabéis antes si os perdono yo
á vos?
--¡Santo cielo! ¡qué palabras! ¿pues en qué pude yo ser culpable
jamás? ¿En amaros demasiado, en sufriros?... ¡Ah! perdonad, pero soy
vuestra esposa y tengo derecho á vuestro amor, ó por lo menos á vuestra
consideración.
--No se trata ya de amor.
--¿Se ha tratado con vos alguna vez?
--Lo ignoro; sólo sé que ha llegado el caso de un rompimiento completo.
--¿Un rompimiento? ¡Desgraciada María!... ¿Y qué causa podréis alegar
para tan indigna conducta?
--¡María! gritó don Enrique.
--Sí, sacad el puñal todo: no os contentéis con apretarle en vuestra
mano; aquí tenéis el corazón criminal que os ha querido bien, acabad de
una vez con el único estorbo de vuestros intentos... De otra manera,
don Enrique, jamás conseguiréis esa separación; yo quiero antes saber
el motivo que os conduce á...
--Ya lo podéis haber conocido; el estudio que ocupa todas las horas de
mi vida me impide que me entregue como debiera á la contemplación de
una belleza terrenal... los hondos arcanos de las ciencias, el objeto
importante de mis tareas misteriosas...
--¿Vos pretendéis embaucar como al vulgo de las gentes á vuestra misma
esposa?... ¡Delirios!
--Bien, señora, pues que si no os satisface esa respuesta, os diré
solamente: _mi voluntad_.
--Para ese divorcio que pretendéis, necesitáis de la mía.
--Y ésa es precisamente la que vengo á pediros...
--¿Yo dar mi consentimiento?
--Vos... sí.
--Jamás.
--¡María! ¿conoces mi furor? Tú me le darás...
--¡Ah! vos ocultáis mal vuestra perfidia: vos amáis á otra; no, no
puede tener otro origen ese extraño interés que manifestáis.
--¿Á otra mujer? interrumpió rojo de cólera don Enrique... Cuando don
Enrique de Villena pueda volver al estado de la estupidez y de la
ignorancia de un ente que nace al mundo, entonces amará á una mujer...
--¡Mentís, don Enrique!...
--¿Mentís, María, habéis dicho? ¿mentís?
--Nada temo ya; mentís como fementido caballero: yo os he visto más
de una vez, yo os he visto profanar con miradas de iniquidad la faz
más pura acaso y celestial que existe sobre la tierra; yo he leído en
vuestros ojos el pecado: no me lo ocultaréis...
--¡Silencio!
--Los ojos de una mujer que quiere ven más de lo que pensáis los
hombres insensatos é ignorantes en medio de vuestra sabiduría...
--¡Silencio, repito! dijo en voz ronca don Enrique: oíd; quiero
conceder vuestras gratuitas suposiciones: ¿pretendéis, imagináis vencer
mi repugnancia á fuerza de amor? Si tanto sabéis, no podéis ignorar que
vuestra solicitud sería inútil...
--Lo sé; dad gracias, don Enrique, á que no de ahora lo sé, y á que he
llorado muchas lágrimas que han desahogado mi corazón; que de no, con
mis propias manos yo os hiciera pagar...
--Teneos, María; y acabemos... Si lo sabéis, y si ya de mucho tiempo
habéis consentido en ello, de nada servirá vuestra tenacidad: dadme
vuestro consentimiento y retiraos á un monasterio. Los estados de
Salmerón, Alcocer y Valdeolivas que me trajisteis al matrimonio pagarán
espléndidamente vuestra dote.
--Nunca: lo sé, y sé que todos mis esfuerzos serán inútiles; cederé,
sí, cederé á la fuerza de los sucesos; empero nunca pondré yo misma la
primera piedra para el edificio de mi deshonra. Haced, don Enrique, lo
que gustéis; pero puesto que queréis guerra, guerra os juro de muerte...
--María, es en vano: desprecio tus baladronadas; mira este pergamino:
tu firma hace falta al pie...
--Dejadme... Soltad...
--No os iréis sin firmarle.
--¿Cuál es su contenido?
--Una demanda de divorcio que pedís vos misma...
--¿Yo? soltad.
--No; exclamó don Enrique deteniéndola con una mano mientras la
enseñaba el pergamino extendido sobre la mesa con la otra, en que
relucía su agudo puñal.
--¡Nunca! ¡socorro! ¡Elvira! ¡Elvira! gritó la desesperada condesa
huyendo hacia la cámara.
--Callad, ó sois muerta, interrumpió con voz reconcentrada el conde
fuera de sí arrojándose delante de ella para impedirle la salida:
callad, ó temblad este puñal.
Pero ya era tarde: la condesa había llegado al colmo de su indignación,
que estallaba en aquella coyuntura con tanta más fuerza cuanto mayor
tiempo había estado comprimida en el fondo de su corazón. En vano
procuraba taparla la boca su iracundo esposo imponiéndole repetidas
veces la mano sobre los labios: no bien la separaba, sonidos
inarticulados se escapaban del pecho de la condesa, y resonaban por
los ámbitos del salón; en balde trataba el conde de sujetarla á sus
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