Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 18

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amigos, como dos caminantes que han pasado una mala noche en una misma
posada, y que al día siguiente, debiendo seguir cada uno un sendero
opuesto, se despiden cortésmente. Si sois el caballero que decís,
vuestro honor os dicta si debéis guardar el de otro caballero y los
pactos en que estábamos hasta la presente convenidos; si creéis sin
embargo de vuestro deber dar á luz pública nuestro diálogo, sois dueño
de hacerlo; pero... acordaos, añadió afirmándose en los talones con
ademán de hombre resuelto y dando en la mesa una palmada que resonó
en gran parte del alcázar, acordaos de que don Enrique de Aragón y
Villena, conde de Cangas y Tineo, señor de las villas de Alcocer,
Salmerón, Valdeolivas y otras, nieto del rey don Jaime, y tío del rey
don Enrique, no ha menester ser maestre de Calatrava para hacer probar
los tiros de su poderosa venganza á un doncel pobre y oscuro del rey
Doliente, á quien una imprudencia ha puesto momentáneamente sobre él.
--Deteneos, dijo Macías más sosegado asiéndole de la ropa al ver que
se preparaba á salir del teatro de su confusión. Deteneos; puesto que
habéis creído necesaria una explicación antes de concluir nuestra
entrevista, permítame vuestra grandeza que con el respeto que debo á
su clase le exponga mis sentimientos sobre frases nuevamente ofensivas
que acabáis de proferir. Sé cuánto debo al rango que ocupa don Enrique
de Villena en Castilla; sé que mi imprudente arrojo ha podido empañar
sus resplandores; sé que debiera haberme limitado á responder no
sencillamente; pero si vuestra grandeza es caballero conocerá cuánto
cuesta sufrir cristianamente un ultraje á quien tiene sangre noble en
las venas. Si exigís de ello una satisfacción, en esto os la doy: si
la queréis de otra especie, mi lanza y mi espada están siempre prontas
á abonar mis imprudencias. La amistad que pedís, ni la busco ni la
otorgo; vuestra protección no la necesito. Como caballero observaré
los pactos y guardaré los secretos que como caballero prometí guardar.
Nadie sabrá por mí la muerte del maestre. Con respecto á vuestros
planes, no me exigísteis palabra de ocultarlos...
--¿Cómo? interrumpió don Enrique de Villena inmutado.
--Permitidme, señor, que hable. No estoy obligado á guardarlos; os
prometo sin embargo, en consideración al nombre ilustre que lleváis,
y cuyo brillo no quisiera ver empañado, que no haré más uso de lo que
acerca de vuestras intenciones me habéis dicho que el indispensable
para salvar á la inocencia que queréis oprimir. Dadme licencia de
que os asegure que fuera tan criminal en consentirlo con vergonzoso
silencio como en cooperar al logro de la maldad. Mientras pueda
salvar á la de Albornoz sin hablar, callaré; mas si puede mi silencio
contribuir á su ruina, hablaré. Á esto me obliga el ser caballero.
--Hablad en buen hora, hablad, dijo don Enrique en el colmo del furor;
pero ¡temblad!...
--Permitidme, señor, que os acompañe hasta que os deje en vuestra
estancia, añadió Macías con respeto y mesura.
--No, estaos aquí; yo lo exijo; á Dios quedad.
--Ved, señor, que no es ésa la salida: por allí saldréis mejor.
--Ciego voy de cólera, dijo para sí al salir don Enrique de Villena,
que en medio de su arrebato había equivocado la puerta interior con la
exterior.
Abrióle Macías la que daba al corredor, y asiendo de la lámpara que
sobre la mesa ardía, alumbrólo hasta que comenzó á bajar los escalones,
y cuando ya se alejó lo bastante para que él pudiese retirarse: «Á
Dios, señor, y el cielo os prospere», dijo en voz alta el comedido
doncel. Un ligero murmullo que confusamente llegó á sus oídos dió
indicios de que había sido oído su saludo y respondido entre dientes,
acaso con alguna maldición, por el irritado conde, que se alejaba
premeditando los medios de venganza que á su arbitrio tenía, y sobre
todo la manera que debería observar para impedir los efectos de la
terrible amenaza que al despedirse de él le había hecho el magnánimo
doncel.
Volvióse éste á entrar en su aposento, revolviendo en su cabeza la
notable mudanza que había efectuado en su situación la escena en que
acababa de hacer un papel tan principal: determinóse en el fondo de su
corazón á no dejar perecer la inocente y débil oveja á manos del tigre
en cuya guarida se hallaba desgraciadamente presa. Después de haber
cerrado su puerta con cuidado, llegóse á la que daba á la cámara de
Hernando, y llamóle en voz baja.
--¿Quién _pregunta_? dijo entre sueños el feliz montero: _¿tañen de
andar al monte?_
--Si algo oiste, Hernando, esta noche, dijo el doncel, haz como si nada
hubieras oído. Mañana no partiremos al alba; duerme, pues, y descansa,
y deja descansar á los caballos.
--Se hará tu voluntad, respondió la voz gruesa del montero, y no tardó
en oirse de nuevo el ronquido sordo de su tranquilo sueño.
Bien quisiera imitarle el desdichado doncel, pero no le dejaba el
recuerdo de su ingrata señora, ni el deseo de buscar trazas que á los
proyectos que preparaba para el día siguiente pudiesen ser de pronta
utilidad.
Don Enrique en tanto despechado se dirigió á su cámara, donde encontró
á su Ferrus. Allí trataron los dos, no ya de llevar á cabo su
proyecto tal cual primeramente le habían concebido, sino con aquellas
alteraciones que exigía la nueva posición en que los había puesto
la repulsa de Macías, y de la venganza y precauciones que deberían
usar contra el doncel antes de que pudiera perjudicar á sus pérfidas
intenciones. Después que hubieron conversado largo espacio, trató don
Enrique de averiguar qué hora podría ser. Mas fué imposible saberlo
jamás por su reloj de arena, pues con la agitación de las escenas de
la noche habíase descuidado el volver el reloj al concluírsele la
arena; como buen astrónomo sin embargo pasó á la cámara inmediata que
tenía vistas al soto, y reconoció que debía haber durado mucho su
coloquio con Ferrus, decidiéndose en vista de la hora avanzada, que él
se figuraba por las estrellas ser la de las cuatro, á entregarse al
descanso de que tanto tiempo hacía ya que gozaban los demás pacíficos
habitantes del alcázar de Madrid. Iba ya á cerrar la ventana para
realizar su determinación, cuando le detuvo de improviso un extraño
rumor que oyó, el cual le pareció no poder provenir á aquellas horas
de causa alguna natural; empero permítanos el lector que demos algún
reposo á nuestro fatigado aliento.

* * * * *

CAPÍTULO VII
Ya se parte el pajecito,
Ya se parte, ya se va,
Llorando de los sus ojos
Que quería reventar.
Topara con la princesa;
Bien oiréis lo que dirá.
_Rom. del conde Claros_

Cuando don Enrique de Villena, volviendo silenciosamente la espalda
á su esposa á la aparición de Elvira, que había acudido con tanta
oportunidad á atajar los efectos de su furor, la dejó toda llorosa en
brazos de su camarera, ignorante de cuanto había pasado, ésta empleó
cuantos medios estaban á su alcance para hacerla volver en sí del
estado de estupor y de profunda enajenación en que la había puesto la
desdichada escena que con su injusto esposo acababa de tener. Sentóla
en un sillón, donde no daba muestras de vida la infeliz condesa, enjugó
las lágrimas que habían inundado en un principio su rostro, pero cuyo
curso había detenido ya el exceso del dolor; le aflojó el vestido
con que tan inútilmente se había engalanado pocos momentos antes
en obsequio del caballero descortés, y refrescó la atmósfera que la
rodeaba con un abanico.
Al cabo de algún tiempo produjo la solicitud de Elvira todo el efecto
que deseaba: comenzó la condesa á dar indicios de querer desahogar su
pecho oprimido, y de allí á poco rompió de nuevo á llorar amargas y
copiosas lágrimas, exhalando profundos gemidos acompañados de voces
inarticuladas, las cuales producía á trechos y á pedazos en los huecos
del llanto con un acento convulsivo y un tono de voz ora agudo,
ora reconcentrado, que ninguna pluma de escritor ó de músico puede
atreverse á representar en el papel.
Poco á poco fué perdiendo fuerzas su acceso de cólera, como pierde
impetuosidad el torrente si una vez roto el dique que le enfurecía
halla anchas y fáciles salidas á sus ondas por la tendida campaña;
mitigóse su dolor, pero por largo espacio conservó indicios del
enojo anterior, como se echaba de ver en el movimiento de elevación
y depresión de su agitado seno, semejante al mar, cuyas ondas, mucho
tiempo después de pasada la borrasca, conservan aunque decreciente la
inquietud que el huracán les imprimió.
Luego que estuvo en estado de hablar con más serenidad, refirió á
Elvira cuanto con el conde le acababa de pasar, y fueron inútiles
todos los consuelos que su fiel camarera trató de prodigarle. Revolvía
en su cabeza mil ideas encontradas: ora quería salir inmediatamente
de aquella parte del alcázar que le estaba destinada y refugiarse á
sus villas, ora intentaba acogerse al amparo del mismo rey, esperando
de su justicia que reprimiría los desórdenes de su esposo, y le
impondría algún temor para lo sucesivo, pues pensar en que ella
consintiese en la separación que el conde manifestaba desear era
sueño, puesto que se había casado enamorada de Villena: verdad es que
el trato y la mala vida que la daba hubieran sido bastantes á hacer
odioso al más perfecto de los hombres; pero todos sobemos que la
frialdad y el despego suelen ser incentivos vivísimos del amor, y lo
eran tanto más en la condesa cuanto que habiendo vivido siempre don
Enrique apartado de ella después de su infausta boda, no había dado
jamás entrada al hastío que hubiera seguido á una larga y tranquila
posesión. Aguijoneaba además á la infeliz condesa la saeta de los
celos: en varias ocasiones había sorprendido al conde de Cangas en
conquista ó persecución de algunas bellezas, y aun una de las que había
considerado siempre como primer objeto de sus obsequios era aquella
misma Elvira en quien tenía puesta toda su confianza; mas como tenía
pruebas de que ésta se había negado constantemente á dar oídos á toda
proposición amorosa del de Villena, y en la seguridad en que estaba de
que cualquiera que á su lado viviese había de excitar los deseos de su
esposo, quería más bien tener por camarera aquella de cuya lealtad y
odio á la persona del conde no podía dudar en manera alguna.
En esta ocasión se equivocaba la condesa en sus temores, porque no un
amor adúltero, sino la ambición era quien á tan descortés procedimiento
á don Enrique obligaba. Empero ésta era la verdad: por una parte el
amor, que á pesar de los desdenes de Villena en su corazón duraba,
y por otra la creencia en que estaba de que sólo proponía aquel
rompimiento para entregarse más á su salvo á alguna nueva intriga
amorosa, eran suficientes motivos para que nunca hubiese ella prestado
su consentimiento al propuesto divorcio.
Logró por fin persuadirla Elvira á que se recogiese y tratase de poner
un paréntesis á su pesar en el sueño, dejando para el día siguiente
el resolver lo que debería hacerse. Hízolo así la condesa, y Elvira
se retiró á la cámara inmediata, en donde se proponía esperar al lado
del fuego á que su señora se hubiese entregado completamente al
descanso para seguir su acertado ejemplo. Sentóse cerca de la lumbre
después de haber dado las oportunas disposiciones para que durante la
noche no faltasen sus dueñas del lado de la condesa, y púsose á leer
un manuscrito voluminoso, que entre otros muchos y muy raros tenía
don Enrique de Villena, por ser libro que á la sazón corría con mucha
fama, y ser lectura propia de mujeres. Era éste el Amadís de Gaula.
Hacía pocos años que su autor, Vasco Lobeira, había dado al mundo este
distinguido parto de su ingenio fecundo, y don Enrique de Villena, por
el rango que ocupaba en Castilla y por su decidida afición á las letras
y relaciones que con los demás sabios de su tiempo tenía, había podido
fácilmente hacer sacar de él una de las primeras copias que en estos
reinos corrieron. El carácter de Elvira simpatizaba no poco con las
ideas de amor, constancia eterna y demás virtudes caballerescas que en
aquel libro leía: hubiera dado la mitad de su existencia por hallarse
en el caso de la bella Oriana, y aun no le faltaba á su imaginación
ardiente un retrato de Amadís cuya fe la hubiera lisonjeado más que
nada en el mundo; era éste un mancebo generoso de la corte de Enrique
III, á quien había conocido desgraciadamente después que á Fernán
Pérez de Vadillo. Habíase casado en verdad ciegamente apasionada del
hidalgo; pero desde su boda hasta el punto en que la encuentra nuestra
historia se había ensanchado considerablemente el círculo de sus ideas;
Fernán Pérez por el contrario era siempre el mismo que en otro tiempo
había cautivado sin mucho trabajo el inocente corazón de la niña
Elvira; pero ésta no era ya la amante que se había prendado de Fernán
Pérez: su carácter se había desarrollado de una manera prodigiosa, y
un foco de sensibilidad y de fogosas pasiones creado nuevamente en
su corazón había producido en su existencia un vacío de que ella
misma no se sabía dar cuenta. Se había formado en su cabeza un bello
ideal, no hijo del mundo real en que habitaba, sino de su exaltación;
y se complacía en personificar este bello ideal en tal ó cual joven
cortesano que sobre el vulgo de los caballeros de la corte de Enrique
III se distinguían. Uno entre todos había avasallado ya su albedrío
bajo esta personificación; y Elvira, juguete de la naturaleza, que
puede más que sus criaturas, no sabía ella misma que iba tomando sobre
su corazón demasiado imperio un amor ilícito y peligroso. Por desgracia
su virtud misma era su mayor enemigo: la confianza en que estaba de que
nunca podrían faltarle fuerzas para resistir, la hacía entregarse sin
miedo con criminal complacencia á mil ideas vagas, que cada día iban
ganando más terreno en su imaginación. Encontrábase en fin en aquel
estado en que se halla una mujer cuando sólo necesita una ocasión para
conocer ella misma y dar á conocer acaso á su propio amante la ventaja
que sobre ella ha adquirido. Como un incendio que ha crecido oculto é
ignorado en la armazón de una casa vieja, que no ha menester más sino
que descubriéndose una pequeña parte de la techumbre que lo cubre tenga
entrada la más mínima porción de aire, entonces estalla de repente
como un vasto infierno improvisado, se lanzan las llamas en las nubes,
crujen las maderas, y viene al suelo el edificio desplomado, sepultando
en sus ruinas al incauto y desprevenido propietario.
No era, pues, la lectura de Amadís la que á la triste Elvira mejor
pudiera convenirle; pero era tanto más disculpable, cuanto que en
el siglo xiv no había muchos libros en que escoger, y pudiera darse
cualquiera por contento con divertir las horas ociosas por medio del
primero que en las manos caía.
Una tristeza vaga y sin causa positivamente determinada era el síntoma
predominante de la hermosa camarera de la de Albornoz; y la soledad
era el gran recurso de su imaginación, deseosa de empaparse sin reserva
ni testigos en la contemplación de las seductoras ilusiones que se
forjaba: esta disposición de ánimo no era ciertamente la más favorable
para la virtud de Elvira en las escenas sobre todo en que aquella misma
noche, fecunda de acontecimientos, debía colocarla.
Poco tiempo podría hacer que con el primer libro de caballería en
España conocido se entretenía la sensible Elvira, cuando sintió abrir
la puerta del salón, y una persona, que seguramente no esperaba, se
presentó á su lado, dándola las buenas noches con rostro alegre y
maliciosa sonrisa.
--¿Qué buscas, Jaime, en estas habitaciones, y á estas horas? Ya deben
ser cerca de las diez: vuelve á la cámara del conde, si es que no te
envía, como su precursor, á anunciarnos nuevos pesares y desventuras.
--Hermosa prima mía, contestó Jaime, depón el enojo; de aquí en
adelante puedes volverme á llamar tu querido primo.
--¿Qué novedad traes?
--Ninguna; pero he tenido miedo de las cosas que se hablan de don
Enrique, y esta noche misma le he suplicado que me permitiese volver al
lado de mi amada prima: ¡me acordaba tanto de ti!
Una lágrima de sensibilidad se asomó á los ojos de Elvira oyendo la
ingenua manifestación del medroso pajecillo.
--¿Y don Enrique te lo ha concedido?
--Por más señas que no he escogido la mejor ocasión; estaba tan
distraído y tan ocupado en sus... mira... se me figura que estaba
en uno de aquellos ratos en que dicen que tienen los hechiceros el
enemigo... ¡Jesús!
--¡Jaime! ¿Quién te ha enseñado á hablar así de tu señor?
--Bien: no volveré á hablar; ahora ya no me importa. Ya estoy con mi
Elvira, que me confiará sus penas, añadió el paje tomando una de las
manos de la hermosa camarera.
--¿Qué anillo es ése? exclamó ésta dejando el voluminoso pergamino que
hasta entonces había leído, para examinar de cerca el hermoso brillante
que relumbraba en un dedo del paje. ¡Jaime!
--¡Ah! éste no se ve, gritó puerilmente Jaime retirando y escondiendo
su mano. ¡Éste no se ve! Es un regalito; á mí también me regalan,
señora prima, no es á vos sola á quien...
--Vamos, ven acá, Jaime, y dime quién te ha dado ese anillo; ó si por
ventura tienes que acusarte de algún...
--¡Chitón! señora prima, interrumpió el paje con indignación.
--¡Ah! ya lo tengo, gritó Elvira, aprovechando para asirle la mano
aquel momento en que la pundonorosa irritabilidad del paje le había
estorbado la precaución; ya le tengo.
--No, no me lastimes y te le daré, dijo el paje viendo que se disponía
la interesante Elvira, tan niña como él, á valerse de la superioridad
que le daban sus fuerzas para ver á su salvo el anillo: quitósele en
efecto, pero echando á correr, en cuanto Elvira le hubo cogido: No me
importa, añadió; ¿qué veréis, señora curiosa? Nada: un anillo; mas no
por eso sabréis quién me lo ha dado.
Equivocábase el inexperto paje: la perspicaz Elvira, que al principio
había sido inducida sólo por mera curiosidad al reconocimiento de la
alhaja, cuya posesión no creía natural en el pajecillo, había fijado
notablemente en ella su atención, y examinaba al parecer alguna señal
ó particularidad por donde esperaba venir en conocimiento de su
procedencia.
--No hay duda, exclamó sonrojándose como grana, no hay duda: una letra
pierdo; pero sería mucha casualidad... esmeralda... e; lapislázuli...
l; brillante... b; rubí... r; amatista... á. Y luego... una, dos, tres,
cuatro, cinco, seis. No hay duda.
El paje, que había alborotado la sala con sus risas y sus burlas al ver
la perplejidad de su prima, no se asombró poco al oir la extraordinaria
y no esperada explicación que daba á la sortija; y tanto más confundido
quedó cuanto que creyó no haber sido en esta ocasión sino el juguete
del doncel, que se había valido de él para manifestar á Elvira aquel su
amor, de que el malicioso paje tenía ya no pocas sospechas.
Nada más común en aquel tiempo que estas combinaciones de piedras y
ese lenguaje amoroso de jeroglíficos en motes, colores, empresas y
lazadas. Un platero de Burgos había engarzado artísticamente á ruego
de Macías en un mismo anillo aquellas seis piedras, cuya traducción
había acertado tan singularmente Elvira por un presentimiento sin duda
de su corazón. Había perdido la significación de una piedra, cosa nada
extraña, no hallándose ella muy adelantada en el arte del lapidario;
pero en cambio había entendido la equivocación del platero, que había
significado la _v_ con la _b_, inicial de brillante; ni el quiproquo
del platero ni el acierto de Elvira tenían nada de particular en un
tiempo en que no sabían ortografía ni los plateros ni los amantes. El
número sin embargo de las piedras, y la colocación de las conocidas, no
dejaba la menor oscuridad acerca de la intención del que había mandado
hacer la sortija.
Quedábale todavía á Elvira un resto de duda, que á toda costa quería
satisfacer: en primer lugar no era ella la única Elvira que en Castilla
se encerraba; y en segundo la alusión, que la había puesto en camino
de sospechar, no le daba sin embargo noticia cierta de quién fuese el
que usaba con ella semejante galantería. Deseaba por una parte saberlo;
temía por otra oir un nombre indiferente.
--¿Quieres cambiar este anillo, Jaime, por otro mejor que yo te dé?
--¿Y qué diría, dijo el astuto paje, el caballero que me le ha regalado?
--¿Conque ha sido caballero?... interrumpió Elvira.
--Y de los mejores y más valientes de la corte de su alteza.
--¡Santo cielo! decía Elvira impaciente: Jaime, yo te ruego que me des
señas de él al menos, ya que no quieras decir su nombre.
--¿Señas?
--Espera; dime primero, exclamó reflexionando un momento, ¿cuándo te le
ha dado, y dónde?
Comprendió el paje al momento la doble intención de esta pregunta, y se
sonrió malignamente viendo á Elvira cogida en su propio lazo, porque al
punto recordó que no podía saber la llegada del doncel.
--Hoy, y en el alcázar.
--¿Hoy y en el alcázar? repitió Elvira queriendo leer la verdad en los
ojos del paje. ¡Entonces no puede ser! dijo entre dientes, satisfecha
ya al parecer toda su curiosidad, dejando caer los brazos, inclinando
la cabeza y saliendo, en fin, de la ansiedad y tirantez en que estaba,
como arco que se afloja. Siguió mirando, pero más vagamente, el anillo,
haciendo con el labio inferior, que se adelantó al superior, un gesto
particular entre distraída y resignada.
--¡Ah! ¡ah! que no lo acierta, exclamó en su triunfo el paje
victorioso; escuchadme, señora adivina, es un caballero joven.
--Bien; déjame, repuso ella sin prestar apenas atención á la voz
chillona y triunfante del mozalbete.
--No, que lo has de acertar. Cuando se trata de coger sortijas, ensarta
con su lanza tantas como corazones con su hermosa presencia. Si monta á
caballo, es el más fogoso el suyo, y lo domeña como un cordero; si se
trata de correr cañas, nadie le aventaja; y en un torneo sólo don Pero
Niño...
--Jaime, ése no puede ser más que uno, exclamó levantándose Elvira.
--Cierto que no es más que uno, repuso el taimado paje, que se divertía
con su prima como el gato con el ratón.
--¿Ha venido? ¡Ah! ahora recuerdo que esta mañana un caballero...
--¿Quién? contestó con cachaza el paje fingiendo no entender.
--Mira, Jaime, vete de aquí y no vuelvas, gritó furiosa Elvira; marcha,
huye si temes mi...
--Bien, primita, lo diré; ése es...
--¿Quién? preguntó la atormentada belleza, ¿quién? acaba ó...
--El doncel de...
--Basta. ¿Estás cierto?...
Acordóse de pronto el imprudente paje del especial encargo que de
guardar secreto le había hecho el doncel, y no sabiendo las últimas
mudanzas que en la situación de su amigo se habían verificado, las
cuales volvían infructuoso este cuidado, trató de reparar el olvido de
que la escena bulliciosa que con su prima traía era causa y efecto.
--No me habéis dejado acabar, señora camarera. El rey don Enrique
III no tiene un solo doncel. Sabed que no os puedo decir más. Ni una
palabra más.
Al oir el tono resuelto del rapaz bien vió Elvira que no sacaría de él
más partido que una honrosa capitulación: lo más que pudo recabar de
él fué que le dejase el anillo, hasta que ella adivinase como pudiese
su procedencia; dejóselo el pajecillo y se acabó la contienda entre
los primos, determinando que por aquella noche Jaime dormiría vestido
en una cámara inmediata á la alcoba donde casi vestida también trataba
de reposar la infeliz Elvira, no atreviéndose á desnudarse del todo
por miedo de que hubiese menester la de Albornoz sus consuelos en el
discurso de la noche.
Bajóse para esto á su habitación, que debajo de la condesa caía,
después de haberse cerciorado de que ésta yacía profundamente dormida,
y de haber dejado advertido á las dueñas que la avisasen á la menor
novedad que sintiese su señora, ó que en aquella parte del alcázar
ocurriera.
Echóse después en su lecho, habiéndose despedido del paje, y en vano
procuró imitar á éste en la prontitud con que concilió el sueño
reparador de las fuerzas perdidas.
Revolvía una y mil veces en su cabeza las ideas del día, y procuraba
atarlas y coordinarlas entre sí; empero agolpábanse todas á su
imaginación ferviente: la condesa, la violencia de Villena, sus
solicitudes, la ausencia de su esposo, el Amadís, la indiscreta
conversación del paje, las dudas que acerca del dueño del anillo había
dejado sin resolver después de su inquieto diálogo, todo esto reunido
y amasado junto de nuevo en su mente en medio del silencio y de la
oscuridad de la noche, le representaba un cuadro fantástico, lleno de
objetos incoherentes, muy semejante en la confusión á esos lienzos que
entre nuestros abuelos tanto se apreciaban con el nombre de _mesas
revueltas_. Pero á proporción que el largo insomnio y el cansancio
del día fueron rindiendo sus fuerzas y entornando los párpados
fatigados de Elvira, todas esas imágenes confusas tomaron en su cerebro
contornos informes, y poblaron su sueño de escenas parecidas á las que
habían pasado por ella en el día, y de otras que, como combinaciones
nuevas del choque de aquéllas, suelen producirse por sí solas en la
imaginación cansada de un calenturiento que duerme, ó de una persona
habitualmente agitada por sensaciones extraordinarias, y que pasa por
una larga y fatigosa pesadilla.

* * * * *


CAPÍTULO VIII
Helo, helo por do viene
El infante vengador,
Caballero á la jineta,
En caballo corredor.
..........................
Iba á buscar á don Cuadros
..........................
El venablo le arrojó.
..........................
_Rom. del inf. vengador_

Muy avanzada estaba la noche, y muy en silencio todos los habitantes
de Madrid y de su fuerte alcázar. No todos sin embargo disfrutaban
del sueño y del descanso, como hubiera podido cualquiera figurarse.
Podemos asegurar que don Enrique de Villena y Ferrus conversaban muy
animadamente en el laboratorio del hermético, como arriba dejamos
dicho. El enamorado doncel había tratado inútilmente de conciliar el
sueño, y se había entregado, desesperado ya de conseguirlo, á la más
profunda meditación, buscando en su cabeza un arbitrio por medio del
cual pudiese descubrir á la de Albornoz el peligro inminente que la
amenazaba. Bien conocía que el aviso urgía, pues si antes de haber
descubierto Villena su plan lo tenía aplazado para el día siguiente,
era probable que tratase de atropellar la ejecución de sus ideas desde
el momento en que había hecho partícipe de él al enemigo. El doncel
estaba determinado á dar su amparo á la de Albornoz, en primer lugar
por pertenecer á _la orden de caballería_, que _principalmente se
daba_, como se lee en Amadís de Gaula, «para defender las dueñas y
doncellas que tuerto reciben»; orden, por la cual «el que la profesa
debe ayudar á las dueñas y doncellas fijas dalgo», como en el instituto
de la Banda fundada por Alonso XI se contiene; orden, en fin, por
la cual se advertía á los que la recibían, como en el Doctrinal de
caballeros consta al lib. i, tít. iii, que «al caballero ó dueña que
viesen cuitados de pobreza ó por tuerto que hubiesen recebido, de
que non pudiesen haber derecho, que pugnasen con todo su poder de
ayudarlos». Agregábase á esta principal razón otra, si bien menos
generosa y obligatoria, más fuerte acaso que todos los institutos y
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