El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 36

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van aproximándose á los nuestros; de suerte que, á fines del siglo
pasado, sólo era la Inquisición una sombra de lo que había sido. No es
necesario insistir sobre un punto que nadie ignora, y en que están de
acuerdo hasta los más acalorados enemigos de dicho tribunal: en esto
encontramos la prueba más convincente de que se ha de buscar en las
ideas y costumbres de la época lo que se ha pretendido hallar en la
crueldad, en la malicia, ó en la ambición de los hombres. Si llegasen
á surtir efecto las doctrinas de los que abogan por la abolición de la
pena de muerte, cuando la posteridad leería las ejecuciones de nuestros
tiempos, se horrorizaría del propio modo que nosotros con respecto á
los anteriores. La horca, el garrote vil, la guillotina, figurarían en
la misma línea que los antiguos quemaderos.[10]


NOTAS

[1] Pág. 45--Recio se hace de creer el extravío de los
antiguos sobre el respeto debido al hombre; inconcebible
parece que llegasen á tener en nada la vida del individuo
que no podía servir en algo á la sociedad; y, sin embargo,
nada hay más cierto. Lamentable fuera que esta ó aquella
ciudad hubiesen dictado una ley bárbara, ó, por una ú otra
causa, llegase á introducirse en ellas una costumbre atroz;
no obstante, mientras la filosofía hubiese protestado contra
tamaños atentados, la razón humana se habría conservado sin
mancilla, y no se la pudiera achacar con justicia que tomase
parte en las nefandas obras del aborto y del infanticidio.
Pero cuando encontramos defendido y enseñado el crimen por
los filósofos más graves de la antigüedad, cuando le vemos
triunfante en el pensamiento de sus hombres más ilustres,
cuando los oímos prescribiendo esas atrocidades con una calma
y serenidad espantosa, el espíritu desfallece, la sangre se
hiela en el corazón; quisiera uno taparse los ojos para no
ver humillada á tanta ignominia, á tanto embrutecimiento,
la filosofía, la razón humana. Oigamos á Platón en su
_República_, en aquel libro donde se proponía reunir las
teorías que eran en su juicio las más brillantes, y al propio
tiempo las más conducentes para el bello ideal de la sociedad
humana. «Menester es, dice uno de los interlocutores del
diálogo, menester es, según nuestros principios, procurar que
entre los hombres y las mujeres de mejor raza, sean frecuentes
las relaciones de los sexos; y al contrario, muy raras entre
los de menos valer. Además, es necesario criar los hijos de
los primeros, _más no de los segundos_, si se quiere tener un
rebaño escogido. En fin, es necesario que sólo los magistrados
tengan noticia de estas medidas, para evitar en cuanto sea
posible la discordia en el rebaño.» «_Muy bien_», responde
otro de los interlocutores. (Platón, _Repúb._, L. 5.)
He aquí reducida la especie humana á la simple condición de
los brutos; el filósofo hace muy bien en valerse de la palabra
_rebaño_, bien que hay la diferencia de que los magistrados
imbuídos en semejantes doctrinas, debían resultar más duros
con sus súbditos que no lo fuera un pastor con su ganado. No,
el pastor que entre los corderillos recién nacidos encuentra
alguno débil y estropeado, no le mata, no le deja perecer de
hambre; le lleva en brazos junto á la oveja, que le sustentará
con su leche, y le acaricia blandamente para acallar sus
tiernos balidos.
Pero ¿serán quizás las expresiones citadas, una palabra
escapada al filósofo en un momento de distracción? El
pensamiento que revelan, ¿no podrá mirarse como una de
aquellas inspiraciones siniestras, que se deslizan un
instante en el espíritu del hombre, pasando sin dejar rastro,
como serpea rápido un pavoroso reptil por la amenidad de
una pradera? Así lo deseáramos para la gloria de Platón;
pero, desgraciadamente, él propio nos quita todo medio de
vindicarle, pues que insiste sobre lo mismo tantas veces, y
con tan sistemática frialdad. «En cuanto á los hijos, repite
más abajo, de los ciudadanos de inferior calidad, y aun por
lo tocante á los de los otros, si hubiesen nacido deformes,
los magistrados los _ocultarán_ como conviene, en algún
lugar secreto, que _será prohibido revelar_.» Y uno de los
interlocutores responde: «Sí, sí, queremos conservar en su
pureza la raza de los guerreros.»
La voz de la naturaleza protestaba en el corazón del filósofo
contra su horrible doctrina; presentábanse á su imaginación
las madres reclamando sus hijos recién nacidos, y por esto
encarga el secreto, prescribe que sólo los magistrados tengan
noticia del lugar fatal, para evitar la discordia en la
ciudad. Así los convierte en asesinos alevosos, que matan, y
ocultan desde luego su víctima bajo las entrañas de la tierra.
Continúa Platón prescribiendo varias reglas en orden á las
relaciones de los sexos, y, hablando del caso en que el hombre
y la mujer han llegado á una edad algo avanzada, nos ofrece el
siguiente escandaloso pasaje «Cuando uno y otro sexo, dice el
filósofo, hayan pasado de la edad de tener hijos, dejaremos
á los hombres la libertad de continuar con las mujeres las
relaciones que quieran, exceptuando sus hijas, madres,
nietas y abuelas; y á las mujeres les dejaremos la misma
libertad con respecto á los hombres y, les recomendaremos muy
particularmente que tomen todas las precauciones para que no
nazca de tal comercio ningún fruto; y que si á pesar de sus
precauciones nace alguno, que lo expongan: pues que el Estado
no se encarga de mantenerle.» Platón estaba, á lo que parece,
muy satisfecho de su doctrina, pues que en el mismo libro
donde escribía lo que acabamos de ver, dice aquella sentencia
que se ha hecho tan famosa: que los males de los Estados no
se remediarán jamás, ni serán bien gobernadas las sociedades
hasta que los filósofos lleguen á ser reyes, ó los reyes se
hagan filósofos. Dios nos preserve de ver sobre el trono una
filosofía como la suya; por lo demás, su deseo del _reino
de la filosofía_ se ha realizado en los tiempos modernos; y
más que el reino todavía, la divinización, hasta llegar á
tributarle en un templo público los homenajes de la divinidad.
No creo, sin embargo, que sean muchos los que echen de menos
los aciagos días del _Culto de la Razón_.
La horrible enseñanza que acabamos de leer en Platón, se
transmitía fielmente á las escuelas venideras. Aristóteles,
que en tantos puntos se tomó la libertad de apartarse de
las doctrinas de su maestro, no pensó en corregirlas por lo
tocante al aborto y al infanticidio. En su _Política_ enseña
los mismos crímenes, y con la misma serenidad que Platón.
«Para evitar, dice, que se alimenten las criaturas débiles ó
mancas, la ley ha de prescribir que se las exponga, _ó se las
quite de en medio_. En el caso que esto se hallare prohibido
por las leyes y costumbres de algunos pueblos, entonces es
necesario señalar á punto fijo el número de los hijos que se
puedan procrear; y, si aconteciere que algunos tuvieren más
del número prescrito, se ha de procurar el aborto antes que
el feto haya adquirido los sentidos y la vida.» (Aristót.,
_Polít._, L. 7, c. 16.)
Véase, pues, con cuánta razón he dicho que entre los antiguos,
el hombre, como hombre, no era tenido en nada; que la sociedad
le absorbía todo entero, que se arrogaba sobre él derechos
injustos, que le miraba como un instrumento de que se valía si
era útil, y que, en no siéndolo, se consideraba facultada para
quebrantarle.
En los escritos de los antiguos filósofos se nota que hacen
de la sociedad una especie de todo, al cual pertenecen los
individuos, como á una masa de hierro los átomos que la
componen. No puede negarse que la unidad es un gran bien de
las sociedades, y que hasta cierto punto es una verdadera
necesidad; pero esos filósofos se imaginan cierta unidad á la
que debe todo sacrificarse, sin consideraciones de ninguna
clase á la esfera individual, sin atender á que el objeto de
la sociedad es el bien y la dicha de las familias y de los
individuos que la componen. Esta unidad es el bien principal,
según ellos; nada puede comparársele; y la ruptura de ella es
el mal mayor que pueda acontecer, y que conviene evitar por
todos los medios imaginables. «El mayor mal de un Estado, dice
Platón, ¿no es lo que le divide, y de _uno hace muchos_? Y su
mayor bien, ¿no es lo que liga todas partes, y le hace _uno_?»
Apoyado en este principio, continúa desenvolviendo su teoría,
y, tomando las familias y los individuos, los amasa, por
decirlo así, para que den un todo compacto, _uno_. Por esto,
á mas de la comunidad de educación y de vida, quiere también
la de mujeres y de hijos: considera como un mal el que haya
goces ni sufrimientos personales; todo lo exige común, social.
No permite que los individuos vivan, ni piensen, ni sientan,
ni obren, sino como partes del gran todo. Léase con reflexión
su _República_, y en particular el libro V, y se echará de ver
que éste es el pensamiento dominante en el sistema de aquel
filósofo.
Oigamos sobre lo mismo á Aristóteles. «Cuando el fin de
la sociedad es _uno_, claro es que la educación de todos
sus miembros debe ser necesariamente _una, y la misma_. La
educación debería ser pública, no privada; como acontece
ahora, que cada cual cuida de sus hijos, y les enseña lo
que más le agrada. Cada ciudadano es una _partícula_ de la
sociedad, y el cuidado de una partícula debe naturalmente
enderezarse á lo que demanda el todo.» (Arist., _Polít._, L.
8, c. 1.)
Para darnos á comprender cómo entiende esta educación común,
concluye haciendo honorífica mención de la que se daba en
Lacedemonia, que, como es bien sabido, consistía en ahogar
todos los sentimientos, excepto el de un patriotismo feroz,
cuyos rasgos todavía nos estremecen.
No: en nuestras ideas y costumbres no cabe el considerar de
esta suerte la sociedad. Los individuos están ligados á ella,
forman parte de ella, pero sin que pierdan su esfera propia,
ni la esfera de sus familias; y disfrutan de un vasto campo
donde pueden ejercer su acción, sin que se encuentren con el
coloso de la sociedad. El patriotismo existe aún; pero no es
una pasión ciega, instintiva, que lleva al sacrificio como una
víctima con los ojos vendados; sino un sentimiento racional,
noble, elevado, que forma héroes como los de Lepanto y Bailén,
que convierte en leones ciudadanos pacíficos, como en Gerona y
Zaragoza, que levanta cual chispa eléctrica un pueblo entero,
y desprevenido é inerme le hace buscar la muerte en las bocas
de fuego de un ejército numeroso y aguerrido, como Madrid en
pos del sublime _¡Muramos!..._ de Daoiz y de Velarde.
He insinuado también en el texto que entre los antiguos se
creía con derecho la sociedad para entrometerse en todos los
negocios del individuo; y aun puede añadirse que las cosas
se llevaban hasta un extremo que rayaba en ridículo. ¿Quién
dijera que la ley había de entrometerse en los alimentos que
hubiese de tomar una mujer en cinta, ni en prescribirle el
ejercicio que le convenía hacer? «Conviene, dice gravemente
Aristóteles, que las mujeres embarazadas cuiden bien de
su cuerpo, y que no sean desidiosas en demasía, ni tomen
alimentos sobrado tenues y sutiles. Y esto _lo conseguirá
fácilmente el legislador, ordenándoles y mandándoles_
que hagan todos los días un paseo para honrar y venerar
aquellos dioses á quienes les cupo en suerte el presidir la
generación.» (_Polít._, L. 7, c. 16.)
La acción de la ley se extendía á todo; y en algunas partes
no podía escaparse de su severidad ni el mismo llanto de los
niños. «No hacen bien, dice Aristóteles, los que por _medio
de las leyes prohiben á los niños el gritar y llorar_: los
gritos y el llanto les sirven á los niños de ejercicio, y
contribuyen á que crezcan. Esfuerzo natural que desahoga,
y comunica vigor á los que se encuentran en angustia.»
(_Polít._, Lib. 7, cap. 17.)
Estas doctrinas de los antiguos, ese modo de considerar las
relaciones del individuo con la sociedad, explican muy bien
por qué se miraban entre ellos como cosa muy natural las
castas y la esclavitud. ¿Qué extrañeza nos ha de causar el
ver razas enteras privadas de la libertad, ó tenidas por
incapaces de alternar con otras pretendidas superiores, cuando
vemos condenadas á la muerte generaciones de inocentes, sin
que los concienzudos filósofos dejen traslucir siquiera el
menor escrúpulo sobre la legitimidad de un acto tan inhumano?
Y no es esto decir que ellos, á su modo, no buscasen también
la dicha como fin de la sociedad, sino que tenían ideas
monstruosas sobre los medios de alcanzarla.
Entre nosotros es tenida también en mucho la conservación
de la unidad social; también consideramos al individuo como
parte de la sociedad, y que en ciertos casos debe sacrificarse
al bien público; pero miramos al mismo tiempo como sagrada
su vida, por inútil, por miserable, por débil que él sea;
y contamos entre los homicidios el matar un niño que acaba
de ver la luz, ó que no la ha visto aún, del mismo modo que
el asesinato de un hombre en la flor de sus años. Además,
consideramos que los individuos y las familias tienen derechos
que la sociedad debe respetar, secretos en que ésta no se
puede entrometer; y cuando se les exigen sacrificios costosos,
sabemos que han de ser previamente justificados por una
verdadera necesidad. Sobre todo, pensamos que la justicia,
la moral, deben reinar en las obras de la sociedad como en
las del individuo; y así como rechazamos con respecto á éste
el principio de la _utilidad privada_, así no le admitimos
tampoco con relación á aquélla. La máxima de que _la salud
del pueblo es la suprema ley_, no la consentimos sino con las
debidas restricciones y condiciones; sin que por esto sufran
perjuicio los verdaderos intereses de la sociedad. Cuando
estos intereses son bien entendidos, no están en pugna con la
sana moral; y, si pasajeras circunstancias crean á veces esa
pugna, no es más que aparente; porque, reducida como está á
pocos momentos, y limitada á pequeño círculo, no impide que
al fin resulten en harmonía, y no se compense con usura el
sacrificio que se haga de la utilidad, en las aras de los
eternos principios de la moral.
[2] Pág. 66.--El lector me dispensará fácilmente de entrar en
pormenores sobre la situación abyecta y vergonzosa de la mujer
entre los antiguos, y aun entre los modernos, allí donde no
reina el Cristianismo; pues que las severas leyes del pudor
salen á cada paso á detener la pluma, cuando quiere presentar
algunos rasgos característicos. Basta decir que el trastorno
de las ideas era tan extraordinario, que aun los hombres más
señalados por su gravedad y mesura deliraban sobre este punto
de una manera increíble. Dejemos aparte cien y cien ejemplos
que se podrían recordar; pero ¿quién ignora el escandaloso
parecer del sabio Solón sobre prestar las mujeres para mejorar
la raza? ¿Quién no se ha ruborizado al leer lo que dice el
_divino_ Platón, en su _República_, sobre la conveniencia y el
modo de tomar parte las mujeres en los juegos públicos? Pero
echemos un velo sobre estos recuerdos tan vergonzosos á la
sabiduría humana, que así desconocía los primeros elementos de
la moral y las más sentidas inspiraciones de la naturaleza.
Cuando así pensaban los primeros legisladores y sabios, ¿qué
había de suceder entre el vulgo? ¡Cuánta verdad hay en las
palabras del sagrado texto que nos presentan á los pueblos
fallos de la luz divina del Cristianismo como _sentados en las
tinieblas y sombras de la muerte_!
Lo más temible para la mujer, como lo más propio para
conducirla á la degradación, es lo que mancilla el pudor;
sin embargo, puede contribuir también á este envilecimiento
la ilimitada potestad otorgada sobre ella al varón. En
este particular se hallaba en posición tan dolorosa, que
su suerte venía á ser en muchas partes la de una verdadera
esclava. Pasemos por alto las costumbres de otros pueblos, y
detengámonos un instante en los romanos, donde la fórmula _ubi
tu Caius, ego Caia_, parece indicar una sujeción tan ligera,
que se aproxima á la igualdad. Para apreciar debidamente lo
que valía esta igualdad, basta recordar que un marido romano
se creía facultado hasta para dar la muerte á su mujer, y
esto no precisamente en caso de adulterio, sino por faltas
mucho menos graves. En tiempo de Rómulo fué absuelto de este
atentado Egnacio Mecenio, quien no había tenido otro motivo
para cometerle, que el haber caído su mujer en la flaqueza de
probar el vino de la bodega. Estos rasgos pintan un pueblo;
y aun cuando concedamos toda la importancia que se quiera al
cuidado de los romanos para que sus matronas no se diesen
al vino, no sale muy bien parada de semejantes costumbres
la dignidad de la mujer. Cuando Catón prescribía entre los
parientes la afectuosa demostración de darse un ósculo, con la
mira, según refiere Plinio, de saber si las mujeres sentían
á vino, _an temetum olerent_, hacía por cierto ostentación
de su severidad y de su celo, pero ultrajaba villanamente
la reputación de las mismas mujeres cuya virtud se proponía
conservar. Hay remedios peores que el mal.
Por lo tocante al mérito de la indisolubilidad del matrimonio,
establecida y conservada por el Catolicismo, fácil me fuera
corroborar de mil maneras lo que llevo dicho en el texto.
Me contentaré, sin embargo, en obsequio de la brevedad, con
insertar un muy notable pasaje de Madama de Staël, que muestra
cuán funestas han sido á la moral pública las doctrinas
protestantes. Este testimonio es mucho más decisivo, no sólo
por ser de una escritora protestante, sino también porque
versa sobre las costumbres de un país que ella tanto estimaba
y admiraba. «El amor es una religión de Alemania, pero una
religión poética que tolera con demasiada facilidad todo lo
que la sensibilidad puede excusar. No puede negarse que en
las provincias protestantes la _facilidad del divorcio ataca
la santidad del matrimonio_. Cámbiase tan tranquilamente de
esposos, como si no se tratase de otra cosa que de arreglar
los incidentes de un drama: el buen natural de los hombres y
de las mujeres hace que estas fáciles separaciones se lleven á
cabo sin amargura; y como en los alemanes hay más imaginación
que verdadera pasión, los acontecimientos más extraños se
realizan entre ellos con la mayor tranquilidad del mundo.
Sin embargo, esto hace perder _toda la consistencia á las
costumbres_ y al carácter; el espíritu de paradoja conmueve
las instituciones más sagradas, y no se tienen en ninguna
materia reglas bastante fijas.» (_De la Alemania_, por Madama
Staël, primera parte, cap. 3.)
Echase, pues, de ver que el Protestantismo, atacando la
santidad del matrimonio, abrió una llaga profunda á las
costumbres. Ya llevo indicado que el mal no fué tan grave como
era de temer, á causa de que el buen sentido de los pueblos
europeos, formado bajo la enseñanza del Catolicismo, no les
permitió abandonarse sin mesura á las funestas doctrinas de
la pretendida Reforma. Con mucho gusto he consignado este
hecho, pero es necesario, por otra parte, no olvidar las
notables confesiones de la célebre escritora: _la santidad
del matrimonio atacada por el divorcio, el fácil y tranquilo
cambio de esposos, la pérdida de la consistencia de las
costumbres y carácter, el desmoronamiento de las instituciones
más sagradas, la falta de reglas fijas en todas materias_. Si
esto dicen los mismos protestantes, difícil será que á los
católicos se nos pueda tachar de exageración, cuando pintamos
los males acarreados por la Reforma.
[3] Pág. 90--La filosofía anticristiana ha debido de tener
considerable influencia en ese prurito de encontrar en los
bárbaros el origen del ennoblecimiento de la mujer europea, y
otros principios ó civilización. En efecto, una vez encontrado
en los bosques de Germania el manantial de tan hermosos
distintivos, despojábase al Cristianismo de una porción de sus
títulos, y se repartía entre muchos la gloria que es suya,
exclusivamente suya. No negaré que los germanos de Tácito son
algo poéticos, pero los germanos verdaderos no es creíble
que lo fueran mucho. Algunos pasajes citados en el texto
robustecen sobremanera esta conjetura; pero yo no encuentro
medio más á propósito para disipar todas las ilusiones, que
el leer la historia de la irrupción de los bárbaros, sobre
todo en los testigos oculares. El cuadro, lejos de resultar
poético, se hace en extremo repugnante. Aquella interminable
serie de pueblos desfilan, á los ojos del lector, como una
visión espantosa en un sueño angustioso; y por cierto que la
primera idea que se ofrece al contemplar aquel cuadro, no
es buscar en las hordas invasoras el origen de ninguna de
las calidades de la civilización moderna, sino la terrible
dificultad de explicar cómo pudo desembrollarse aquel caos,
ni cómo fué dado atinar en los medios de hacer que surgiera
de en medio de tanta brutalidad, la civilización más hermosa
y brillante que se vió jamás sobre la tierra. Tácito parece
entusiasta, pero Sidonio, que no escribía á larga distancia de
los bárbaros, que los veía, que los sufría, no participaba á
buen seguro de semejante entusiasmo. «Me encuentro, decía, en
medio de los pueblos de la larga cabellera, precisado á oir el
lenguaje del germano, y aplaudir, mal que me pese, el encanto
del borgoñón borracho, y con los cabellos engrasados de
manteca ácida. _¡Felices vuestros ojos que no los ven; felices
vuestros oídos que no los oyen!_» Si el espacio lo permitiese,
sería fácil amontonar mil y mil textos, que nos mostrarían
hasta la evidencia lo que eran los bárbaros y lo que de ellos
podía esperarse en todos sentidos. Lo que resulta más en
claro que la luz del día, es el designio de la Providencia de
servirse de aquellos pueblos para destruir el imperio romano y
cambiar la faz del mundo. Al parecer, tenían los invasores un
sentimiento de su terrible misión. Marchan, avanzan, ni ellos
mismos saben á dónde van; pero no ignoran que van á destruir.
Atila se hacía llamar el _azote de Dios_, función tremenda
que el mismo bárbaro expresó por estas otras palabras: «_La
estrella cae, la tierra tiembla; yo soy el martillo del
orbe._» «_Donde mi caballo pasa, la hierba no crece jamás._»
Alarico, marchando hacia la capital del mundo, decía: «_No
puedo detenerme: hay alguien que me impele, que me empuja
á saquear á Roma._» Genserico hace preparar una expedición
naval, sus hordas están á bordo, el mismo se embarca también,
nadie sabe el punto á dónde se dirigirán las velas; el piloto
se acerca al bárbaro, y le dice: Señor, _¿á qué pueblos
queréis llevar la guerra?_ «_A los que han provocado la cólera
de Dios_», responde Genserico.
Si en aquella catástrofe no se hubiese hallado el Cristianismo
en Europa, la civilización estaba perdida, anonadada, quizás
para siempre. Pero, una religión de luz y de amor debía
triunfar de la ignorancia y de la violencia. Durante las
calamidades de la irrupción, evitó ya muchos desastres, merced
al ascendiente que comenzara á ejercer sobre los bárbaros,
y pasado lo más crítico de la refriega, tan luego como los
conquistadores tomaron algún asiento, desplegó un sistema de
acción tan vasto, tan eficaz, tan decisivo, que los vencedores
se encontraron vencidos, no por la fuerza de las armas, sino
de la caridad. No estaba en manos de la Iglesia el prevenir
la irrupción; Dios lo había decretado así, y el decreto debía
cumplirse; así el piadoso monje que salió al encuentro de
Alarico al dirigirse sobre Roma, no pudo detenerle en su
marcha porque el bárbaro responde que no puede pararse, que
hay quien le empuja y que avanza contra su propia voluntad.
Pero la Iglesia aguardaba á los bárbaros después de la
conquista; ella sabía que la Providencia no abandonaría su
obra, que la esperanza de los pueblos en el porvenir estaba
en manos de la Esposa de Jesucristo; así Alarico marcha
sobre Roma, la saquea, la asuela; pero, al encontrarse con
la religión, se detiene, se ablanda, y señala, como lugares
de asilo, las iglesias de San Pedro y de San Pablo. Hecho
notable, que simboliza bellamente la religión cristiana,
preservando de su total ruina el universo.
[4] Pág. 108.--El alto beneficio dispensado á las sociedades
modernas con la formación de una recta conciencia pública,
podríase encarecer sobremanera comparando nuestras ideas
morales con las de todos los demás pueblos antiguos y
modernos; de donde resultaría demostrado cuán lastimosamente
se corrompen los buenos principios cuando quedan encomendados
á la razón del hombre; sin embargo, me contentaré con decir
dos palabras sobre los antiguos, para que se vea con cuánta
verdad llevo asentado que nuestras costumbres, corrompidas
como se hallan, les hubieran parecido á los gentiles un modelo
de moralidad y decoro. Los templos consagrados á Venus, en
Babilonia y Corinto, recuerdan abominaciones que hasta se nos
hacen incomprensibles. La pasión divinizada exigía sacrificios
dignos de ella: á una divinidad sin pudor le correspondía
el sacrificio del pudor; y el santo nombre de templo se
aplicaba á unas casas de la más desenfrenada licencia; ni un
velo siquiera para los mayores desórdenes. Conocida es la
manera con que las doncellas de Chipre ganaban el dote para
el matrimonio; y nadie ignora los misterios de Adonis, de
Príapo, y otras inmundas divinidades. Hay vicios que, entre
los modernos, carecen, en cierto modo, de nombre; y que, si le
tienen, anda acompañado del recuerdo de un horroroso castigo
sobre ciudades culpables. Leed los escritores antiguos que nos
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