El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 08

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los condenan á la nulidad y al embrutecimiento. Tended la vista por la
faz del globo, recorred los períodos de la historia de la humanidad,
comparad tiempos con tiempos, naciones con naciones, y veréis que,
dando la Iglesia católica tan alta importancia á la conservación de la
verdad en las materias más transcendentales, y no transigiendo nunca en
punto á ella, ha comprendido y realizado mejor que nadie la elevada y
saludable máxima de que la verdad debe ser la reina del mundo, de que
del orden de las ideas depende el orden de los hechos y de que, cuando
se agitan cuestiones sobre las grandes verdades, se interesan en esas
cuestiones los destinos de la humanidad.
Resumamos lo dicho: el principio esencial del Protestantismo es un
principio disolvente: ahí está la causa de sus variaciones incesantes,
ahí está la causa de su disolución y aniquilamiento. Como religión
particular ya no existe porque no tiene ningún dogma propio, ningún
carácter positivo, ninguna economía, nada de cuanto se necesita para
formar un ser: es una verdadera negación. Todo lo que se encuentra en
él que pueda apellidarse positivo, no es más que vestigios, ruinas;
todo está sin fuerza, sin acción, sin espíritu de vida. No puede
mostrar un edificio que haya levantado por su mano, no puede colocarse
en medio de esas obras inmensas entre las cuales puede situarse con
tanta gloria el Catolicismo, y decir: _esto es mío_. El Protestantismo
puede sólo sentarse en medio de espantosas ruinas; y de ellas sí que
puede decir con toda verdad: _yo las he amontonado_.
Mientras pudo durar el fanatismo de esta secta, mientras ardía la
llamarada encendida por fogosas declamaciones y avivada por funestas
circunstancias, desplegó cierta fuerza que, si bien no manifestaba
la verdadera robustez, mostraba al menos la convulsiva energía del
delirio. Pero su época pasó, la acción del tiempo ha dispersado
los elementos que daban pábulo al incendio; y, por más que se haya
trabajado por acreditar la reforma como obra de Dios, no se ha podido
encubrir lo que era en realidad: obra de las pasiones del hombre. No
deben causarnos ilusión esos esfuerzos que actualmente parece hacer de
nuevo: quien obra en ello, no es el Protestantismo en vida; es la falsa
filosofía, tal vez la política, quizás el mezquino interés, que toman
su nombre, se disfrazan con su manto; y, sabiendo cuán á propósito es
para excitar disturbios, provocar escisiones y disolver las sociedades,
van recogiendo el agua de los charcos que han quedado manchados con
su huella impura, seguros de que será un violento veneno para dar la
muerte al pueblo incauto, que llegue á beber de la dorada copa con que
pérfidamente se le brinda.
Pero en vano se esfuerza el débil mortal en luchar contra la diestra
del Omnipotente. Dios no abandonará su obra; y, por más que el hombre
forceje, por más que se empeñe en remedar la obra del Altísimo, no
podrá borrar los caracteres eternos que distinguen el error de la
verdad. La verdad es de suyo fuerte, robusta: y, como es el conjunto de
las mismas relaciones de los seres, enlázase, trábase fuertemente con
ellos, y no son parte á desasirla, ni los esfuerzos de los hombres, ni
los trastornos de los tiempos. El error, mentida imagen de los grandes
lazos que vinculan la completa masa del universo, tiéndese sobre sus
usurpados dominios como un informe conjunto de ramos mal trabados que
no reciben jamás el jugo de la tierra, que tampoco le comunican verdor
y frescura, y sólo sirven de red engañosa tendida á los pasos del
caminante.
¡Pueblos incautos! No os seduzcan ni aparatos brillantes, ni palabras
pomposas, ni una actividad mentida: la verdad es cándida, modesta y
confiada, porque es pura y fuerte; el error es hipócrita y ostentoso,
porque es falso y débil. La verdad es una mujer hermosa que desprecia
el afectado aliño porque conoce su belleza; el error se atavía, se
pinta, violenta su talle porque es feo, descolorido, sin expresión de
vida en su semblante, sin gracia ni dignidad en sus formas. ¿Admiráis
tal vez su actividad y sus trabajos? Sabed que sólo es fuerte cuando
es el núcleo de una facción, ó la bandera de un partido; sabed que
entonces es rápido en su acción, violento en sus medios; es un meteoro
funesto que fulgura, truena y desaparece, dejando en pos de sí la
obscuridad, la destrucción y la muerte; la verdad es el astro del día
despidiendo tranquilamente su luz vivísima y saludable, fecundando con
suave calor la naturaleza, y derramando por todas partes, vida, alegría
y hermosura.


CAPITULO XII

Para apreciar en su justo valor el efecto que pueden producir sobre la
sociedad española las doctrinas protestantes, será bien dar una ojeada
al actual estado de las ideas religiosas en Europa. Á pesar del vértigo
intelectual, que es uno de los caracteres dominantes de la época, es
un hecho indudable que el espíritu de incredulidad y de irreligión ha
perdido mucho de su fuerza; y que, en la parte que desgraciadamente le
queda de existencia, es más bien transformado en indiferentismo, que
no conservando aquella índole sistemática de que se hallaba revestido
en el pasado siglo. Con el tiempo se gastan todas las declamaciones,
los apodos fastidian, las continuas repeticiones fatigan; irrítase el
ánimo con la intolerancia y la mala fe de los partidos, descúbrense el
vacío de los sistemas, la falsedad de las opiniones, lo precipitado de
los juicios, lo inexacto de los raciocinios; andando el tiempo, van
publicándose datos que ponen de manifiesto las solapadas intenciones,
lo engañoso de las palabras, la mezquindad de las miras, lo maligno
y criminal de los proyectos; y al fin restablécese en su imperio la
verdad, recobran las cosas sus propios nombres, toma otra dirección el
espíritu público; y lo que antes se encontraba inocente y generoso,
preséntase como culpable y villano; y, rasgados los fementidos
disfraces, muéstrase la mentira, rodeada de aquel descrédito que
debiera haber sido siempre su único patrimonio.
Las ideas irreligiosas, como todas aquellas que pululan en sociedades
muy adelantadas, no quisieron, ni pudieron mantenerse en el recinto de
la especulación, é invadiendo los dominios de la práctica, quisieron
señorear todos los ramos de administración y de política. El trastorno
que debían producir en la sociedad, debía serles fatal á ellas mismas:
porque no hay cosa que ponga más de manifiesto los defectos y vicios
de un sistema, y sobre todo que más desengañe á los hombres, que la
piedra de toque de la experiencia. Yo no sé qué facilidad tiene nuestro
entendimiento para concebir un objeto bajo muchos aspectos, y qué
fecundidad funesta para apoyar con un sinnúmero de sofismas las mayores
extravagancias; pues que, en tratándose de apelar á la disputa, apenas
puede la razón desentenderse de las cavilaciones del sofisma. Pero, en
llegando á la experiencia, todo se cambia: el ingenio enmudece, sólo
hablan los hechos; y si la experiencia se ha verificado en grande, y
sobre objetos de mucho interés ó de alta importancia, difícil es que
pueda ofuscarse con especiosas razones la convincente elocuencia de
los resultados. Y de aquí es que observamos á cada paso que un hombre
que haya adquirido grande experiencia, llega á poseer cierto tacto tan
delicado y seguro, que, á la sola exposición de un sistema, señala con
el dedo todos sus inconvenientes: la inexperiencia, fogosa y confiada,
apela á las razones, al aparato de doctrinas; pero el buen sentido,
el precioso, el raro, el inapreciable buen sentido, menea cuerdamente
la cabeza, encoge tranquilamente los hombros, y, dejando escapar una
ligera sonrisa, abandona seguro sus predicciones á la prueba del tiempo.
No es necesario ponderar ahora los resultados que han tenido en la
práctica aquellas doctrinas, cuya divisa era la incredulidad; tanto se
ha dicho ya sobre esto, que quien emprenda el tocarlo de nuevo, corre
mucho riesgo de pasar plaza de insulso declamador. Bastará decir que
aun aquellos hombres que por principios, por intereses, recuerdos ú
otras causas, como que pertenecen aún al siglo pasado, se han visto
precisados á modificar sus doctrinas, á limitar los principios, á
paliar las proposiciones, á retocar los sistemas, á templar el calor y
el arrebato de las invectivas; queriendo dar una muestra de su aprecio
y veneración á aquellos escritores que formaron las delicias de su
juventud, dicen con indulgente tono: «que aquellos hombres eran grandes
sabios, pero que eran sabios de gabinete»; como si, en tratándose de
hechos y de práctica, lo que se llama sabiduría de mero gabinete, no
fuese una peligrosa ignorancia.
Como quiera, lo cierto es que de estos ensayos ha resultado el provecho
de desacreditarse la irreligión como sistema; y que los pueblos la
miran, si no con horror, al menos con desvío y con desconfianza. Los
trabajos científicos provocados en todos ramos por la irreligión, que
con locas esperanzas había creído que los cielos dejarían de cantar
la gloria del Señor, que la tierra desconocería á Aquel que le dió su
cimiento, y que la naturaleza toda levantaría su testimonio contra
Dios, que le dió el ser y la animó con la vida, han hecho desaparecer
el divorcio que, con escándalo, se iba introduciendo entre la religión
y las ciencias, y los acentos del antiguo hombre de la tierra de Hus
se ha visto que podían resonar sin desdoro del saber en la boca de los
sabios del siglo XIX. ¿Y qué diremos del triunfo de la religión en todo
lo que existe de bello, de tierno y de sublime sobre la tierra? ¡Cuán
grande se ha manifestado en este triunfo la acción de la Providencia!
¡Cosa admirable! En todas las grandes crisis de la sociedad, esa mano
misteriosa que rige los destinos del universo, tiene como en reserva
á un hombre extraordinario; llega el momento, el hombre se presenta,
marcha, el mismo no sabe á dónde, pero marcha con paso firme á cumplir
el alto destino que el Eterno le ha señalado en la frente.
El ateísmo anegaba á la Francia en un piélago de sangre y de lágrimas,
y un hombre desconocido atraviesa en silencio los mares; mientras el
soplo de la tempestad despedaza las velas de su navío, él escucha
absorto el bramar del huracán, y contempla abismado la majestad del
firmamento. Extraviado por las soledades de América, pregunta á las
maravillas de la creación el nombre de su autor; y el trueno le
contesta en el confín del desierto, las selvas le responden con sordo
mugido, y la bella naturaleza, con cánticos de amor y de harmonía.
La vista de una cruz solitaria le revela misteriosos secretos, la
huella de un misionero desconocido le excita grandes recuerdos que
enlazan el nuevo mundo con el mundo antiguo; un monumento arruinado,
una choza salvaje, le inspiran aquellos sublimes pensamientos que
penetran hasta el fondo de la sociedad y del corazón del hombre.
Embriagado con los sentimientos que le ha sugerido la grandeza de
tales espectáculos, llena su mente de conceptos elevados, y rebosando
su pecho de la dulzura que han producido en él los encantos de tanta
belleza, pisa de nuevo el suelo de su patria. ¿Y qué encuentra allí?
La huella ensangrentada del ateísmo, las ruinas y cenizas de los
antiguos templos, ó devorados por el fuego, ó desplomados á los golpes
de bárbaro martillo; sepulcros numerosos que encierran los restos
de tantas víctimas inocentes, y que poco antes ofrecieran en su
lobreguez un asilo oculto al cristiano perseguido. Nota, sin embargo,
un movimiento: ve que la religión quiere descender de nuevo sobre la
Francia, como un pensamiento de consuelo, para aliviar un infortunio,
como un soplo de vida para reanimar un cadáver; desde entonces oye
por todas partes un concierto de célica harmonía; se agitan, rebullen
en su grande alma las inspiraciones de la meditación y de la soledad,
y enajenado y extático canta con lengua de fuego las bellezas de la
religión, revela las delicadas y hermosas relaciones que tiene con la
naturaleza, y, hablando un lenguaje superior y divino, muestra á los
hombres asombrados la misteriosa cadena de oro que une el cielo con la
tierra: era Chateaubriand.
Sin embargo, es preciso confesarlo: un vértigo como se ha introducido
en las ideas no se remedia en poco tiempo; y no es fácil que
desaparezca sin grandes trabajos la huella profunda que ha debido dejar
la irreligión con sus estragos. Los ánimos, es verdad, van cansados del
sistema de irreligión; una desazón profunda agita la sociedad; ella
ha perdido su equilibrio; la familia ha sentido aflojar sus lazos,
y el individuo suspira por un rayo de luz, por una gota de consuelo
y esperanza. Pero, ¿dónde hallará el mundo el apoyo que le falta?
¿Seguirá el buen camino, el único, cual es entrar de nuevo en el redil
de la Iglesia católica? ¡Ah! Sólo Dios es el dueño de los secretos
del porvenir; sólo él mira desplegados con toda claridad delante de
sus ojos, los grandes acontecimientos que se preparan sin duda á la
humanidad; sólo él sabe cuál será el resultado de esa actividad y
energía que vuelve á apoderarse de los espíritus en el examen de
las grandes cuestiones sociales y religiosas; sólo él sabe cuál será
el fruto que recogerán las generaciones venideras de los triunfos
conseguidos por la religión, en las ciencias, en la política, en todos
los ramos por donde se explaya el humano entendimiento.
Nosotros, débiles mortales, que, arrastrados rápidamente por el
precipitado curso de las revoluciones y trastornos, tenemos apenas
el tiempo necesario para dar una fugaz mirada al caos en que está
envuelto el país que atravesamos, ¿qué podremos decir que tenga alguna
prenda de acierto? Sólo podemos asegurar que la presente es una
época de inquietud, de agitación, de transición; que multiplicados
escarmientos y repetidos desengaños, fruto de espantosos trastornos y
de inauditas catástrofes, han difundido por todas partes el descrédito
de las doctrinas irreligiosas y desorganizadoras, sin que por esto
haya tomado en su lugar el debido ascendiente la verdadera religión;
que el corazón, fatigado de tantos infortunios, se abre de buen grado
á la esperanza, sin que el entendimiento deje de contemplar en grande
incertidumbre el porvenir, y de columbrar tal vez una nueva cadena de
calamidades. Merced á las revoluciones, al vuelo de la industria, á la
actividad y extensión del comercio, al adelanto y expansión prodigiosa
de la imprenta, á los progresos científicos, á la facilidad, rapidez y
amplitud de las comunicaciones, al gusto por los viajes, á la acción
disolvente del Protestantismo, de la incredulidad y del escepticismo,
presenta en la actualidad el espíritu humano una de aquellas fases
singulares, que forman época en su historia.
El entendimiento, la fantasía, el corazón, se hallan en estado de
grande agitación, de movilidad, de desarrollo, presentando, al
propio tiempo, los contrastes más singulares, las extravagancias más
ridículas, y hasta las contradicciones más absurdas.
Observad las ciencias, y, sin notar en su estudio aquellos trabajos
prolijos, aquella paciencia incansable, aquella marcha pausada y
detenida que caracterizan los estudios de otras épocas, descúbrese,
sin embargo, un espíritu de observación, un prurito de generalizar, de
alzar las cuestiones á un punto de vista elevado y transcendente, y,
sobre todo, un afán de tratar todas las ciencias bajo aquel aspecto en
que se divisan los puntos de contacto que entre sí tienen, los lazos
que las hermanan, y los canales por donde se comunican recíprocamente
la luz.
Las cuestiones de religión, de política, de moral, de legislación, de
economía, todas van enlazadas, marchan de frente, dándose al horizonte
científico un grandor, una inmensidad, que no había jamás alcanzado.
Este adelanto, este abuso, ó este caos, si se quiere, es un dato que no
debe despreciarse cuando se estudia el espíritu de la época, cuando se
examina su situación religiosa; pues que no es la obra de ningún hombre
aislado, no es un efecto casual: es el resultado de un sinnúmero de
causas que han conducido la sociedad á este punto; es un grande hecho,
fruto de otros hechos; es una expresión del estado intelectual en la
actualidad; es un síntoma de fuerzas y de enfermedades, un anuncio de
transición y de mudanza, tal vez una señal consoladora, tal vez un
funesto presagio. Y ¿quién no ha notado el vuelo que va tomando la
fantasía, y la prodigiosa expansión del corazón, en esa literatura tan
varia, tan irregular, tan fluctuante, pero, al propio tiempo, tan rica
de hermosísimos cuadros, rebosante de sentimientos delicadísimos, y
embutida de pensamientos atrevidos y generosos? Dígase lo que se quiera
del abatimiento de las ciencias, del decaimiento de los estudios;
nómbrense con tono mofador _las luces del siglo_, vuélvase la vista
dolorida hacia tiempos más estudiosos, más sabios, más eruditos; en
esto habrá sus verdades, sus falsedades, sus exageraciones, como
acontece siempre en declamaciones semejantes; pero no podrá negarse
que, sea lo que fuere de la utilidad de sus trabajos, tal vez nunca
había desplegado el espíritu humano semejante actividad y energía, tal
vez nunca se le había visto agitado con un movimiento tan vivo, tan
general, tan variado: tal vez nunca como ahora se habrá deseado, con
tan excusable curiosidad é impaciencia, el levantar una punta del velo
que encubre un inmenso porvenir.
¿Quién dominará tan opuestos y poderosos elementos? ¿Quién podrá
restablecer el sosiego en ese piélago combatido por tantas borrascas?
¿Quién podrá dar unión, enlace, consistencia, para formar un todo
compacto, capaz de resistir á la acción de los tiempos? ¿Quién podrá
darlo á esos elementos que se rechazan con tanta fuerza, que luchan sin
cesar, estallando con detonaciones horrorosas? ¿Será el Protestantismo,
con su principio fundamental? ¿Será sentando, difundiendo, acreditando
el principio disolvente del espíritu privado en materias religiosas, y
realizando este pensamiento con derramar á manos llenas entre todas las
clases de la sociedad los ejemplares de la Biblia?
Sociedades inmensas, orgullosas con su poderío, engreídas de su
saber, disipadas por los placeres, refinadas con el lujo, expuestas
de continuo á la poderosa acción de la imprenta, disponiendo de unos
medios de comunicación que hubieran parecido fabulosos á nuestros
mayores; donde todas las grandes pasiones encuentran su objeto, todas
las intrigas una sombra, toda corrupción un velo, todo crimen un
título, todo error un intérprete, todo interés un pábulo; trocados
los nombres, socavados los cimientos, cargadas de escarmientos y
desengaños, flotando entre la verdad y la mentira con horrorosa
incertidumbre, dando de vez en cuando una mirada á la antorcha
celestial para seguir sus resplandores, y contentándose luego con
fugaces vislumbres, haciendo un esfuerzo para dominar la tormenta, y
abandonándose luego á merced de los vientos y de las ondas, presentan
las sociedades modernas un cuadro tan extraordinario como interesante,
donde pueden campear con toda amplitud y libertad las esperanzas
y temores, los pronósticos y conjeturas, pero sin que sea dable
lisonjearse de acierto, sin que el hombre sensato pueda tomar más
cuerdo partido que esperar en silencio el desenlace que está señalado
en los arcanos del Señor, á cuyos ojos están desplegados con toda
claridad los sucesos de todos los tiempos, y los futuros destinos de
los pueblos.
Pero sí que se alcanza fácilmente que, siendo, como es, el
Protestantismo disolvente por su propia naturaleza, nada puede producir
en el orden moral y religioso que sea en pro de la felicidad de los
pueblos; ya que esta felicidad no es dable que exista estando en
continua guerra los entendimientos con respecto á las más altas é
importantes cuestiones que ofrecerse puedan al espíritu humano.
Cuando en medio de ese tenebroso caos, donde vagan tantos elementos,
tan diferentes, tan opuestos y tan poderosos, que, luchando de
continuo, se chocan, se pulverizan y se confunden, busca el observador
un punto luminoso de donde pueda venir una ráfaga que alumbre al
mundo, una idea robusta que, enfrenando tanto desorden y anarquía, se
enseñoree de los entendimientos, y los vuelva al camino de la verdad,
ocurre, desde luego, el Catolicismo como el único manantial de tantos
bienes; y al ver cuál se sostiene aún con brillantez y pujanza, á
pesar de los inauditos esfuerzos que se están haciendo todos los días
para aniquilarle, llénase de consuelo el corazón, y, brotando en él
la esperanza, parece que le convida á saludar á esa religión divina,
felicitándola por el nuevo triunfo que va á adquirir sobre la tierra.
Hubo un tiempo en que, inundada la Europa por una nube de bárbaros,
vió desplomarse de un golpe todos los monumentos de la antigua
civilización y cultura: los legisladores con sus leyes, el imperio con
su brillo y poderío, los sabios con las ciencias, las artes con sus
monumentos, todo se hundió; y esas inmensas regiones donde florecían
poco antes toda la civilización y cultura que habían adquirido los
pueblos por espacio de muchos siglos, viéronse sumidas de repente en
la ignorancia y en la barbarie. Pero la brillante centella de luz
arrojada sobre el mundo desde la Palestina, continuaba fulgurando aún
en medio del caos; en vano se levantó la espesa polvareda que amagaba
envolverla en las tinieblas; alimentada por el soplo del Eterno,
continuaba resplandeciendo; pasaron los siglos, fué extendiendo su
órbita brillante, y los pueblos, que tal vez no pensaban que pudiera
servirles de más que de una guía para marchar sin tropiezo por entre la
obscuridad, viéronla presentarse como sol resplandeciente, esparciendo
por todas partes la luz y la vida.
¿Y quién sabe si en los arcanos del Eterno no le está reservado otro
triunfo más difícil, y no menos saludable y brillante? Instruyendo la
ignorancia, civilizando la barbarie, puliendo la rudeza, amansando
la ferocidad, preservó á la sociedad de ser víctima, tal vez para
siempre, de la brutalidad más atroz, y de la estupidez más degradante;
pero, ¿qué timbre más glorioso para ella, si, rectificando las ideas,
centralizando y purificando los sentimientos, asentando los eternos
principios de toda sociedad, enfrenando las pasiones, templando los
enconos, cercenando las demasías, y señoreando todos los entendimientos
y voluntades, pudiera levantarse como una reguladora universal, que,
estimulando todo linaje de conocimientos y adelantos, inspirara la
debida templanza á esta sociedad agitada con tanta furia por tan
poderosos elementos, que, privados de un punto céntrico y atrayente, la
están de continuo amenazando con la disolución y el caos?
No es dado al hombre penetrar en el porvenir; pero el mundo físico
se disolvería con espantosa catástrofe, si faltase por un momento el
principio fundamental que da unidad, orden y concierto á los variados
movimientos de todos los sistemas; y, si la sociedad, llena como está
de movimiento, de comunicación y de vida, no entra bajo la dirección de
un principio regulador, universal y constante, al fijar la vista sobre
la suerte de las generaciones venideras, el corazón tiembla, y la mente
se anubla.
Hay, empero, un hecho sumamente consolador, y es el admirable progreso
que hace el Catolicismo en varios países. En Francia, en Bélgica se
robustece; en el Norte de Europa parece que se le teme, cuando de tal
manera se le combate; en Inglaterra, es tanto lo que ha ganado en
menos de medio siglo, que sería increíble, si no constara en datos
irrecusables; y en sus misiones vuelve á manifestarse tan emprendedor y
fecundo, que nos recuerda los tiempos de su mayor ascendiente y poderío.
Y cuando los otros pueblos tienden á la unidad, ¿podría prevalecer el
desbarro de que nosotros nos encamináramos al cisma? Cuando los demás
pueblos se alegrarían infinito de que subsistiera entre ellos algún
principio vital que pudiese restablecerles las fuerzas que les ha
quitado la incredulidad, España, que conserva el Catolicismo, y todavía
solo, todavía poderoso, ¿admitiría en su seno ese germen de muerte que
la imposibilitaría de recobrarse de sus dolencias, que aseguraría, á
no dudarlo, su completa ruina? En esa regeneración moral á que aspiran
los pueblos, anhelantes por salir de la posición angustiosa en que
los colocaron las doctrinas irreligiosas, ¿será posible que no se
quiera parar la atención en la inmensa ventaja que la España lleva á
muchos de ellos, por ser uno de los menos tocados de la gangrena de la
irreligión, y por conservar todavía la unidad religiosa, inestimable
herencia de una larga serie de siglos? ¿Será posible que no se advierta
lo que puede ser esa unidad, si la aprovechamos cual merece; esa
unidad, que se enlaza con todas nuestras glorias, que despierta tan
bellos recuerdos, y tan admirablemente podría servir para elemento de
regeneración en el orden social?
Si se pregunta lo que pienso sobre la proximidad del peligro, y si las
tentativas que están haciendo los protestantes para este efecto, tienen
alguna probabilidad de resultado, responderé con alguna distinción.
El Protestantismo es profundamente débil, ya por su naturaleza, y,
además, por ser viejo y caduco; tratando de introducirse en España,
ha de luchar con un adversario lleno de vida y robustez, y que está
muy arraigado en el país; y por esta causa, y bajo este aspecto, no
puede ser temible su acción. Pero, ¿quién impide que, si llegase á
establecerse en nuestro suelo, por más reducido que fuera su dominio,
no causara terribles males?
Por de pronto, salta á la vista que tendríamos otra manzana de
discordia, y no es difícil columbrar las colisiones que ocasionaría
á cada paso. Como el Protestantismo en España, á más de su debilidad
intrínseca, tendría la que le causara el nuevo clima en que se hallaría
tan falto de su elemento, viérase forzado á buscar sostén arrimándose
á cuanto le alargase la mano; entonces es bien claro que serviría como
un punto de reunión para los descontentos; y, ya que se apartase de su
objeto, fuera cuando menos un núcleo de nuevas facciones, una bandera
de pandillas. Escándalos, rencores, desmoralización, disturbios, y
quizás catástrofes, he aquí el resultado inmediato, infalible, de
introducirse entre nosotros el Protestantismo: apelo á la buena fe de
todo hombre que conozca medianamente al pueblo español.
Pero no está todo aquí; la cuestión se ensancha y adquiere una
importancia incalculable, si se la mira en sus relaciones con la
política extranjera. ¿Qué palanca tendría entonces para causar en
nuestra desgraciada patria toda clase de sacudimientos? ¡Oh! ¡y
cómo se asiría ávidamente de ella! ¡cómo trabaja quizás para buscar
un punto de apoyo! Hay en Europa una nación temible por su inmenso
poderío, respetable por su mucho adelantamiento en las ciencias y
artes, y que, teniendo á la mano grandes medios de acción por todo el
ámbito de la tierra, sabe desplegarlos con una sagacidad y astucia
verdaderamente admirables. Habiendo sido la primera de las naciones
modernas en recorrer todas las fases de una revolución religiosa y
política, y que en medio de terribles trastornos contemplara las
pasiones en toda su desnudez, y el crimen en todas sus formas, se
aventaja á las otras en el conocimiento de toda clase de resortes; al
paso que, fastidiada de vanos nombres, con que en esas épocas suelen
encubrirse las pasiones más viles y los intereses más mezquinos, tiene
sobrado embotada su sensibilidad para que puedan fácilmente excitarse
en su seno las tormentas que á otros países los inundan de sangre y de
lágrimas. No se altera su paz interior en medio de la agitación y del
acaloramiento de las discusiones; y, aunque no deje de columbrar en
un porvenir más ó menos lejano las espinosas situaciones que podrían
acarrearle gravísimos apuros, disfruta entre tanto de aquella calma
que le aseguran su constitución, sus hábitos, sus riquezas, y sobre
todo el Océano que la ciñe. Colocada en posición tan ventajosa, acecha
la marcha de los otros pueblos, para uncirlos á su carro con doradas
cadenas, si tienen candor bastante para escuchar sus halagüeñas
palabras; ó al menos procura embarazar su marcha y atajar sus
progresos, en caso de que con noble independencia traten de emanciparse
de su influjo. Atenta siempre á engrandecerse por medio de las artes
y comercio, con una política mercantil en grado eminente, cubre, no
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