El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 24

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preocupaciones, una utilísima conquista sobre usurpaciones injustas.
¡Miserables! Si se albergaran en vuestra mente elevados conceptos,
si vibraran en vuestros pechos aquellas harmoniosas cuerdas, que
dan un conocimiento delicado y exacto de las pasiones del hombre, y
que inspiran los medios más á propósito para dirigirlas, vierais,
sintierais que el poner el matrimonio bajo el manto de la religión,
substrayéndolo, en cuanto cabe, de la intervención profana, era
purificarle, era embellecerle, era rodearle de hermosísimo encanto,
porque se colocaba bajo inviolable salvaguardia aquel precioso tesoro,
que con sólo una mirada se aja, que con un levísimo aliento se empaña.
¿Tan mal os parece un denso velo corrido á la entrada del tálamo
nupcial, y la religión guardando sus umbrales con ademán severo?


CAPITULO XXV

Pero, se nos dirá á los católicos: ¿no encontráis vuestras doctrinas
sobrado duras, demasiado rigurosas? ¿no advertís que esas doctrinas
prescinden de la flaqueza y volubilidad del corazón humano, que
le exigen sacrificios superiores á sus fuerzas? ¿no conocéis que
es inhumano sujetar á la rigidez de un principio las afecciones
más tiernas, los sentimientos más delicados, las inspiraciones más
livianas? ¿Concebís toda la dureza que entraña una doctrina que se
empeña en mantener unidos, amarrados con el lazo fatal, á dos seres que
ya no se aman, que ya se causan mutuo fastidio, que quizá se aborrecen
con un odio profundo? Á estos seres que suspiran por su separación,
que antes quisieran la muerte que permanecer unidos, responderles con
un _jamás_, con un _eterno jamás_, mostrándoles, al propio tiempo,
el sello divino, que se grabó en su lazo en el momento solemne de
recibir el sacramento del matrimonio, ¿no es olvidar todas las reglas
de la prudencia, no es un proceder desesperante? ¿No vale algo más la
indulgencia del Protestantismo, que, acomodándose á la flaqueza humana,
se presta más fácilmente á lo que exige, á veces nuestro capricho, á
veces nuestra debilidad?
Es necesario contestar á esta réplica, disipar la ilusión que pueden
causar ese linaje de argumentos, muy á propósito para inducir á un
errado juicio, seduciendo de antemano el corazón. En primer lugar,
es exagerado el decir que, con el sistema católico, se reduzca á un
extremo desesperante á los esposos desgraciados. Casos hay en que
la prudencia demanda que los consortes se separen, y entonces no
se oponen á la separación, ni las doctrinas ni las prácticas de la
Iglesia católica. Verdad es que no se disuelve por eso el vínculo
del matrimonio, ni ninguno de los consortes queda libre para pasar á
segundas nupcias; pero hay ya lo bastante para que no se pueda suponer
tiranizados á ninguno de los dos; no se les obliga á vivir juntos, y,
de consiguiente, no sufren ya el tormento, á la verdad intolerable, de
permanecer siempre reunidas dos personas que se aborrecen.
«Pero bien, se nos dirá, una vez separados los consortes, no se
les atormenta con la cohabitación, que les era tan penosa, pero se
les priva de pasar á segundas nupcias, y, por tanto, se les veda
el satisfacer otra pasión que pueden abrigar en su pecho, y que
quizá fué la causa del fastidio ó aborrecimiento, de que resultaron
la discordia y la desdicha en el primer matrimonio. ¿Por qué no se
considera entonces este matrimonio como disuelto del todo, quedando
enteramente libres ambos consortes? ¿Por qué no se les permite seguir
las afecciones de su corazón, que, fijado ya sobre otro objeto, les
augura días más felices?» Aquí, donde la salida parece más difícil,
donde la fuerza de la dificultad se presenta más apremiadora, aquí es
donde puede alcanzar el Catolicismo un triunfo más señalado, aquí es
donde puede mostrar más claramente cuán profundo es su conocimiento del
corazón del hombre, cuán sabias son en este punto sus doctrinas, cuán
previsora y atinada su conducta. Lo que parece rigor excesivo, no es
más que una severidad necesaria; y que, tanto dista de merecer la tacha
de cruel, que antes bien es para el hombre una prenda de sosiego y
bienestar. Á primera vista no se concibe cómo puede ser así, y, por lo
mismo, será menester desentrañar este asunto, descendiendo, en cuanto
posible sea, á un profundo examen de los principios que justifican á la
luz de la razón la conducta observada por el Catolicismo, no sólo por
lo tocante al matrimonio, sino también en todo lo relativo al corazón
humano.
Cuando se trata de dirigir las pasiones, se ofrecen dos sistemas de
conducta. Consiste el uno en condescender, el otro en resistir. En el
primero se retrocede delante de ellas á medida que avanzan; nunca se
les opone un obstáculo invencible, nunca se las deja sin esperanza; se
les señala en verdad una línea para que no pasen de ciertos límites,
pero se les deja conocer que, si se empeñan en pisarla, esta línea
se retirará un poco más; por manera que la condescendencia está en
proporción con la energía y con la obstinación de quien la exige. En
el segundo, también se marca á las pasiones una línea, de la que no
pueden pasar; pero esta línea es fija, inmóvil, resguardada en toda su
extensión por un muro de bronce. En vano lucharían para salvarla; no
les queda ni una sombra de esperanza; el principio que las resiste no
se alterará jamás; no consentirá transacciones de ninguna clase. No les
queda recurso de ninguna especie, á no ser que quieran pasar adelante
por el único camino que nunca puede cerrarse á la libertad humana:
el de la maldad. En el primer sistema, se permite el desahogo para
prevenir la explosión; en el segundo, no se consiente que principie
el incendio, para no verse obligado á contener su progreso; en aquél,
se temen las pasiones cuando están en su nacimiento, y se confía
limitarlas cuando hayan crecido; en éste, se conceptúa que, si no es
fácil contenerlas cuando son pequeñas, lo será mucho menos cuando sean
grandes; en el uno, se procede en el supuesto de que las pasiones
con el desahogo se disipan y se debilitan; en el otro, se cree que
satisfaciéndose no se sacían, y que antes bien se hacen más sedientas.
Generalmente hablando, puede decirse que el Catolicismo sigue el
segundo sistema; es decir, que, en tratando con las pasiones, su regla
constante es atajarlas en los primeros pasos; dejarlas, en cuanto
cabe, sin esperanza; ahogarlas, si es posible, en la misma cuna. Y es
necesario advertir que hablamos aquí de la severidad con las pasiones,
no con el hombre que las tiene; que es muy compatible no transigir con
la pasión, y ser indulgente con la persona apasionada; ser inexorable
con la culpa, y sufrir benignamente al culpable. Por lo tocante al
matrimonio, ha seguido este sistema con una firmeza que asombra; el
Protestantismo ha tomado el camino opuesto; ambos convienen en que
el divorcio que llevare consigo la disolución del vínculo, es un mal
gravísimo; pero la diferencia está en que, según el sistema católico,
no se deja entrever ni siquiera la esperanza de que pueda venir el
caso de esa disolución, pues se la veda absolutamente, sin restricción
alguna, se la declara imposible, cuando en el sistema protestante se la
puede consentir en ciertos casos; el Protestantismo no tiene para el
matrimonio un sello divino que garantice su perpetuidad, que lo haga
inviolable y sagrado; el Catolicismo tiene este sello, le imprime en
el misterioso lazo, y en adelante queda el matrimonio bajo la guarda de
un símbolo augusto.
¿Cuál de las dos religiones es más sabia en este punto? ¿cuál procede
con más acierto? Para resolver esta cuestión, prescindiendo, como
prescindimos aquí, de las razones dogmáticas, y de la moralidad
intrínseca de los actos humanos que forman el objeto de las leyes cuyo
examen nos ocupa, es necesario determinar cuál de los dos sistemas
arriba descritos es más á propósito para el manejo y dirección de
las pasiones. Meditando sobre la naturaleza del corazón del hombre y
ateniéndonos á lo que nos enseña la experiencia de cada día, puede
asegurarse que el medio más adaptado para enfrenar una pasión es
dejarla sin esperanza; y que el condescender con ella, el permitirle
continuos desahogos, es incitarla más y más, es juguetear con el fuego
al rededor del combustible, dejarle que prenda en él una y otra vez,
con la vana confianza de que siempre será fácil apagar el incendio.
Demos una rápida ojeada sobre las pasiones más violentas, y observemos
cuál es su curso ordinario, según el sistema que con ellas se practica.
Ved al jugador, á ese hombre dominado por un desasosiego indefinible,
que abriga al mismo tiempo una codicia insaciable y una prodigalidad
sin límites, que ni se contenta con la más inmensa fortuna, ni vacila
en aventurarla á un azar de un momento, que en medio del mayor
infortunio sueña todavía en grandes tesoros, que corre afanoso y
sediento en pos de un objeto, que parece el oro, y que, sin embargo,
no lo es, pues que su posesión no le satisface; ved á ese hombre, cuyo
corazón inquieto sólo puede vivir en medio de la incertidumbre, del
riesgo, suspenso entre el temor y la esperanza, y que, al parecer,
se complace en esa rápida sucesión de vivas sensaciones que de
continuo le sacuden y atormentan: ¿cuál es el remedio para curarle
de esa enfermedad, de esa fiebre devoradora? Aconsejadle un sistema
de condescendencia, decidle que juegue, pero que se limite á cierta
cantidad, á ciertas horas, á ciertos lugares; ¿qué lograréis? Nada,
absolutamente nada. Si estos medios pudieran servir de algo, no habría
jugador en el mundo que no se hubiese curado de su pasión; porque
ninguno hay que no se haya fijado mil veces á sí mismo esos límites,
que no se haya dicho mil veces: «jugarás no más que hasta tal hora,
no más que en este ó aquel lugar, no más que sobre tal cantidad.» Con
estos paliativos, con estas precauciones impotentes, ¿qué le sucede
al desgraciado jugador? Que se engaña miserablemente, que la pasión
transige para cobrar fuerzas y asegurar mejor la victoria, que va
ganando terreno, que va ensanchando el círculo prefijado, y que vuelve
á los primeros excesos, si no á otros mayores. ¿Queréis curarle de
raíz? Si algún remedio queda, será, no lo dudéis, abstenerse desde
luego completamente. Esto, á primera vista, será más doloroso, pero
en la práctica será más fácil; desde que la pasión vea cerrada toda
esperanza, empezará á debilitarse, y al fin desaparecerá. No creo que
ninguna persona experimentada tenga la menor duda sobre la exactitud de
lo que acabo de decir; y que no convenga conmigo en que el mejor medio
de ahogar esa formidable pasión es quitarle de una vez todo pábulo,
dejarla sin esperanza.
Vamos á otro ejemplo más allegado al objeto que principalmente me
propongo dilucidar. Supongamos á un hombre señoreado por el amor;
¿creéis que, para curarle de su mal, será conveniente consentirle un
desahogo, concediéndole ocasiones, bien que menos frecuentes, de ver
á la persona amada? ¿Paréceos si podrá serle saludable el permitirle
la continuación, vedándole, empero, la frecuencia? ¿Se apagará, se
amortiguará siquiera con esa precaución, la llama que arde en su
pecho? Es cierto que no: la misma compresión de esta llama acarreará
su aumento, y multiplicará su fuerza; y como, por otra parte, se le va
dando algún pábulo, si bien más escaso, y se le deja un respiradero por
donde puede desahogarse, irá ensanchando cada día ese respiradero,
hasta que, al fin, alcance á desembarazarse del obstáculo que la
resiste. Pero quitad á esa pasión la esperanza; empeñad al amante
en un largo viaje, ó poned de por medio algunos impedimentos que no
dejen entrever como probable, ni siquiera posible, el logro del fin
deseado; y entonces, salvas algunas rarísimas excepciones, conseguiréis
primero la distracción, y en seguida el olvido. ¿No es esto lo que
está enseñando á cada paso la experiencia? ¿No es éste el remedio que
la misma necesidad sugiere todos los días á los padres de familia? Las
pasiones son como el fuego: se apaga si se le echa agua en abundancia;
pero se enardece con más viveza, si el agua es poca é insuficiente.
Pero elevemos nuestra consideración, coloquémonos en un horizonte más
vasto, y observemos las pasiones obrando en un campo más extenso,
y en regiones de mayor altura. ¿Cuál es la causa de que, en épocas
tormentosas, se exciten tantas y tan enérgicas pasiones? Es que todas
conciben esperanzas de satisfacerse; es que, volcadas las clases más
elevadas, y destruídas las instituciones más antiguas y colosales,
y reemplazadas por otras que antes eran imperceptibles, todas las
pasiones ven abierto el camino para medrar en medio de la confusión
y de la borrasca. Ya no existen las barreras que antes parecían
insalvables, y cuya sola vista, ó no dejaba nacer la pasión, ó la
ahogaba en su misma cuna; todo ha quedado abierto, sin defensa; sólo se
necesita valor y constancia para saltar intrépido por en medio de los
escombros y ruinas que se han amontonado con el derribo de lo antiguo.
Considerada la cosa en abstracto, no hay absurdo más palpable que la
monarquía hereditaria, que la sucesión en la corona asegurada á una
familia donde á cada paso puede encontrarse sentado en el solio, ó
un niño, ó un imbécil, ó un malvado; y, sin embargo, en la práctica
nada hay más sabio, más prudente, más previsor. Así lo ha enseñado la
experiencia de largos siglos, así con esa enseñanza lo conoce bien
claro la razón, así lo han aprendido con tristes escarmientos los
desgraciados pueblos que han tenido la monarquía electiva. Y esto,
¿por qué? Por la misma razón que estamos ponderando: porque con la
monarquía hereditaria se cierra toda puerta á la esperanza de una
ambición desmesurada; porque, de otra suerte, abriga la sociedad un
eterno germen de agitación y revueltas, promovidas por todos los que
pueden concebir alguna esperanza de empuñar un día el mando supremo.
En tiempos sosegados, y en una monarquía hereditaria, llegar á ser
rey un particular, por rico, por noble, por sabio, por valiente, por
distinguido que sea de cualquier modo, es un pensamiento insensato,
que ni siquiera asoma en la mente del hombre; pero cambiad las
circunstancias, introducid la probabilidad, tan sólo una remota
posibilidad, y veréis como no faltan luego fervientes candidatos.
Fácil sería desenvolver más semejante doctrina, haciendo de ella
aplicación á todas las pasiones del hombre; pero estas indicaciones
bastan para convencer que, cuando se trata de sojuzgar una pasión, lo
primero que debe hacerse es oponerle una valla insuperable, que no le
deje esperanza alguna de pasar adelante; entonces la pasión se agita
por algunos momentos, se levanta contra el obstáculo que la resiste;
pero, encontrándole inmóvil, retrocede, se abate, y cual las olas del
mar se acomoda murmurando al nivel que se le ha señalado.
Hay en el corazón humano una pasión formidable que ejerce poderosa
influencia sobre los destinos de la vida, y que con sus ilusiones
engañosas y seductoras labra no pocas veces una larga cadena de dolor
y de infortunio. Teniendo un objeto necesario para la conservación del
humano linaje, y encontrándose en cierto modo en todos los vivientes
de la naturaleza, revístese, sin embargo, de un carácter particular,
con sólo abrigarse en el alma de un ser inteligente. En los brutos
animales, el instinto la guía de un modo admirable, limitándola á lo
necesario para la conservación de las especies; pero, en el hombre,
el instinto se eleva á pasión; y esta pasión, nutrida y avivada por el
fuego de la fantasía, refinada con los recursos de la inteligencia,
y veleidosa é inconstante por estar bajo la dirección de un libre
albedrío, que puede entregarse á tantos caprichos cuantas son las
impresionas que reciben los sentidos y el corazón, se convierte en un
sentimiento vago, voluble, descontentadizo, insaciable; parecido al
malestar de un enfermo calenturiento, al frenesí de un delirante, que
ora divaga por un ambiente embalsamado de purísimos aromas, ora se
agita convulsivo con las ansias de la agonía.
¿Quién es capaz de contar la variedad de formas bajo las cuales se
presenta esa pasión engañosa, y la muchedumbre de lazos que tiende á
los pies del desgraciado mortal? Observadla en su nacimiento, seguidla
en su carrera, hasta el fin de ella, cuando toca á su término y se
extingue como una lámpara moribunda. Asoma apenas el leve bozo en el
rostro del varón, dorando graciosamente una faz tierna y sonrosada,
y ya brota en su pecho como un sentimiento misterioso, le inquieta y
desasosiega, sin que él mismo conozca la causa. Una dulce melancolía
se desliza en su corazón, pensamientos desconocidos divagan por su
mente, sombras seductoras revolotean por su fantasía, un imán secreto
obra sobre su alma, una seriedad precoz se pinta en su semblante,
todas sus inclinaciones toman otro rumbo; ya no le agradan los juegos
de la infancia, todo le hace augurar una vida nueva, menos inocente,
menos tranquila; la tormenta no ruge aún, el cielo no se ha encapotado
todavía, pero los rojos celajes que le matizan son un triste presagio
de lo que ha de venir. Llega, entre tanto, la adolescencia, y lo que
antes era un sentimiento vago, misterioso, incomprensible al mismo
que le abrigaba, es, desde entonces, más pronunciado, los objetos se
esclarecen y se presentan como son en sí, la pasión los ve, y á ellos
se encamina. Pero no creáis que por esto la pasión sea constante; es
tan vana, tan voluble y caprichosa, como los objetos que se le van
presentando; corre sin cesar en pos de ilusiones, persiguiendo sombras,
buscando una satisfacción que nunca encuentra, esperando una dicha que
jamás llega. Exaltada la fantasía, hirviendo el corazón, arrebatada el
alma entera, sojuzgada en todas sus facultades, rodéase el ardiente
joven de las más brillantes ilusiones, comunícalas á cuanto le
circunda, presta á la luz del cielo un fulgor más esplendente, reviste
la faz de la tierra de un verdor más lozano, de colores más vivos,
esparciendo por doquiera el reflejo de su propio encanto.
En la edad viril, cuando el pensamiento es más grave y más fijo,
cuando el corazón ha perdido de su inconstancia, cuando la voluntad
es más firme y los propósitos más duraderos, cuando la conducta que
debe regir los destinos de la vida está ya sujeta á una norma, y como
encerrada en un carril, todavía se agita en el corazón del hombre
esa pasión misteriosa, todavía le atormenta con inquietud incesante.
Sólo que entonces, con el mayor desarrollo de la organización física,
la pasión es más robusta y más enérgica; sólo que entonces, con el
mayor orgullo que inspiran al hombre la independencia de la vida, el
sentimiento de mayores fuerzas, y la mayor abundancia de medios, la
pasión es más decidida, más osada, más violenta; así como, á fuerza
de los desengaños y escarmientos que le ha dado la experiencia, se ha
hecho más cautelosa, más previsora, más astuta; no anda acompañada de
la candidez de los primeros años, sino que sabe aliarse con el cálculo,
sabe marchar á su fin por caminos más encubiertos, sabe echar mano de
medios más acertados. ¡Ay del hombre que no se precave á tiempo contra
semejante enemigo! Consumirá su existencia en una agitación febril; y
de inquietud en inquietud, de tormenta en tormenta, si no acaba con la
vida en la flor de sus años, llegará á la vejez dominado todavía por
su pasión funesta; ella le acompañará hasta el sepulcro, con aquellas
formas asquerosas y repugnantes con que se pinta en un rostro surcado
por los años, en unos ojos velados que auguran la muerte ya cercana.
Ahora bien: ¿cuál es el sistema que conviene seguir para enfrenar esa
pasión y encerrarla en sus justos límites, para impedir que acarree al
individuo la desdicha, á las familias el desorden, á las sociedades el
caos? La regla invariable del Catolicismo, así en la moral que predica,
como en las instituciones que plantea, es la _represión_. Ni siquiera
el deseo le consiente; y declara culpable á los ojos de Dios á quien
mirare á una mujer con pensamiento impuro. Y esto ¿por qué? Porque, á
más de la moralidad intrínseca que se encierra en la prohibición, hay
una mira profunda en ahogar el mal en su origen; siendo muy cierto que
es más fácil impedir al hombre el que se complazca en malos deseos, que
no el que se abstenga de satisfacerlos, después de haberles dado cabida
en su abrasado corazón; porque hay una razón muy profunda en procurar
de esta suerte la tranquilidad del alma, no permitiéndole que, cual
sediento Tántalo, sufra con la vista del agua que huye de sus labios.
_Quid vis videre quod non licet habere?_ _¿Para qué quieres ver lo
que no puedes obtener?_ dice sabiamente el autor del admirable libro
_De la imitación de Jesucristo_, compendiando así, en pocas palabras,
la sabiduría que se encierra en la santa severidad de la doctrina
cristiana.
Los lazos del matrimonio, señalando á la pasión un objeto legítimo,
no ciegan, sin embargo, el manantial de agitación y de caprichosa
inquietud que se alberga en el corazón. La posesión empalaga y
fastidia, la hermosura se marchita y se aja, las ilusiones se disipan,
el hechizo desaparece, y, encontrando el hombre una realidad que está
muy lejos de alcanzar á los bellos sueños á que se entregara allá en
sus delirios una imaginación fogosa, siente brotar en su pecho nuevos
deseos; y, cansado del objeto poseído, alimenta nuevas ilusiones,
buscando en otra parte aquella dicha ideal que se imaginaba haber
encontrado, y huyendo de la triste realidad, que así burla sus más
bellas esperanzas.
Dad entonces rienda suelta á las pasiones del hombre, dejadle que
de un modo ú otro pueda alimentar la ilusión de hacerse feliz con
otros enlaces, que no se crea ligado para siempre y sin remedio á la
compañera de sus días, y veréis como el fastidio llegará más pronto,
como la discordia será más viva y ruidosa; veréis como los lazos
se aflojan luego de formados, como se gastan con poco tiempo, como
se rompen al primer impulso. Al contrario, proclamad la ley que no
exceptúe ni á pobres ni á ricos, ni á débiles ni á potentados, ni
á vasallos ni á reyes; que no atienda á diferencias de situación,
de índole, de salud, ni á tantos otros motivos, que en manos de las
pasiones, y sobre todo entre los poderosos, fácilmente se convierten
en pretextos; proclamad esa ley como bajada del cielo, mostrad el lazo
del matrimonio como sellado con un sello divino; y á las pasiones que
murmuran, decidles en alta voz que si quieren satisfacerse no tienen
otro camino que el de la inmoralidad; pero que la autoridad encargada
de la guarda de esa ley divina, jamás se doblegará á condescendencias
culpables, que jamás consentirá que se cubra con el velo de la dispensa
la infracción del precepto divino, que jamás dejará á la culpa sin
el remordimiento, y entonces veréis que las pasiones se abaten y se
resignan, que la ley se extiende, se afirma, y se arraiga hondamente
en las costumbres, y habréis asegurado para siempre el buen orden y
la tranquilidad de las familias; y la sociedad os deberá un beneficio
inmenso. Y he aquí cabalmente lo que ha hecho el Catolicismo,
trabajando para ello largos siglos; y he aquí lo que venía á deshacer
el Protestantismo, si se hubiesen seguido generalmente en Europa sus
doctrinas y sus ejemplos; si los pueblos dirigidos no hubiesen tenido
más cordura que sus directores.
Los protestantes y los falsos filósofos, examinando las doctrinas y las
instituciones de la Iglesia católica al través de sus preocupaciones
rencorosas, no han acertado á concebir á qué servían los dos grandes
caracteres que distinguen siempre por doquiera los pensamientos y las
obras del Catolicismo: _unidad y fijeza_: _unidad_ en las doctrinas,
_fijeza_ en la conducta, señalando un objeto y marchando hacia él, sin
desviarse jamás. Esto los ha escandalizado; y, después de declamar
contra la _unidad_ de la doctrina, han declamado también contra la
_fijeza_ en la conducta. Si meditaran sobre el hombre, conocieran que
esta fijeza es el secreto de dirigirle, de dominarle, de enfrenar sus
pasiones cuando convenga, de exaltar su alma cuando sea menester,
haciéndola capaz de los mayores sacrificios, de las acciones más
heroicas. Nada hay peor para el hombre que la _incertidumbre_, que
la _indecisión_; nada que tanto le debilite y esterilice. Lo que es
el escepticismo al entendimiento, es la indecisión á la voluntad.
Prescribidle al hombre un objeto fijo, y haced que se dirija hacia él:
á él se dirigirá y le alcanzará. Dejadle vacilando entre varios, que no
tenga para su conducta una norma fija, que no sepa cuál es su porvenir,
que marche sin saber á dónde va, y veréis que su energía se relaja,
sus fuerzas se enflaquecen, hasta que se abate y se para. ¿Sabéis el
secreto con que los grandes caracteres dominan el mundo? ¿Sabéis cómo
son capaces ellos mismos de acciones heroicas, y cómo hacen capaces
de ellas á cuantos los rodean? Porque tienen un objeto fijo para sí,
y para los demás: porque le ven con claridad, le quieren con firmeza,
y se encaminan hacia él, sin dudas, sin rodeos, con esperanza firme,
con fe viva, sin consentir la vacilación, ni en sí mismos ni en los
otros. Alejandro, César, Napoleón, y los demás héroes antiguos y
modernos, ejercían sin duda con el ascendiente de su genio una acción
fascinadora; pero el secreto de su predominio, de su pujanza, de su
impulso que todo lo arrollaba, era la unidad de pensamiento, la fijeza
del plan, que engendraban un carácter firme, aterrador, dándoles sobre
los demás hombres una superioridad inmensa. Así pasaba Alejandro el
Gránico, y empezaba, y llevaba á cabo su prodigiosa conquista del
Asia; así pasaba César el Rubicón, y ahuyentaba á Pompeyo, y vencía
en Farsalia, y se hacía señor del mundo; así dispersaba Napoleón á los
habladores que estaban disertando sobre la suerte de Francia, vencía en
Marengo, se ceñía la diadema de Carlomagno, y aterraba y asombraba el
mundo con los triunfos de Austerlitz y de Jena.
Sin _unidad_ no hay orden, sin _fijeza_ no hay estabilidad; y en
el mundo moral como en el físico, nada puede prosperar que no
sea ordenado y estable. Así el Protestantismo, que ha pretendido
hacer progresar al individuo y á la sociedad destruyendo la unidad
religiosa, é introduciendo en las creencias y en las instituciones la
_multiplicidad_ y _movilidad_ del pensamiento privado, ha acarreado
por doquiera la confusión y el desorden, y ha desnaturalizado la
civilización europea, inoculando en sus venas un elemento desastroso,
que le ha causado y le causará todavía gravísimos males. Y no puede
inferirse de esto que el Catolicismo esté reñido con el adelanto de los
pueblos, por la _unidad_ de sus doctrinas y la _fijeza_ de las reglas
de su conducta; pues también cabe que marche lo que es _uno_, también
cabe movimiento en un sistema que tenga _fijos_ algunos de sus puntos.
Este universo que nos asombra con su grandor, que nos admira con sus
prodigios, que nos encanta con su variedad y belleza, está sujeto á la
_unidad_, y está regido por leyes fijas y constantes.
Ved ahí algunas de las razones que justifican la severidad del
Catolicismo; ved ahí por qué no ha podido mostrarse condescendiente con
esa pasión que, una vez desenfrenada, no respeta linde ni barrera, que
introduce la turbación en los corazones y el desorden en las familias,
que gangrena la sociedad, quitando á las costumbres todo decoro, ajando
el pudor de las mujeres y rebajándolas del nivel de dignas compañeras
del hombre. En esta parte el Catolicismo es severo, es verdad; pero
esta severidad no podía renunciarla, sin renunciar al propio tiempo sus
altas funciones de depositario de la sana moral, de vigilante atalaya
por los destinos de la humanidad.[2]


CAPITULO XXVI

Ese anhelo del Catolicismo para cubrir con tupido velo los secretos
del pudor, y por rodear de moralidad y de recato la pasión más procaz,
manifiéstase en sumo grado en la importancia que ha dado á la virtud
contraria, hasta coronando con brillante aureola la entera abstinencia
de placeres sensuales: la _virginidad_. Cuanto haya contribuído
con esto el Catolicismo á realzar á la mujer, no lo comprenderán
ciertamente los entendimientos frívolos, mayormente si andan guiados
por las inspiraciones de un corazón voluptuoso; pero no se ocultará
á los que sean capaces de conocer que todo cuanto tiende á llevar al
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