El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 07

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jamás había presentado herejía alguna; y sus palabras de miel, su
estudiado candor, el gusto por la antigüedad, el brillo de erudición
y de saber, hubieran sido parte á deslumbrar á los más avisados, si
desde un principio no se hubiesen distinguido ya los novadores con
el carácter eterno é infalible de toda secta de error: _el odio á la
autoridad_.
Luchaban, empero, de vez en cuando, con los enemigos declarados de
la Iglesia, defendían con mucho aparato de doctrina la verdad de los
sagrados dogmas, citaban con respeto y deferencia los escritos de
los Santos Padres, manifestaban acatar las tradiciones y venerar las
decisiones conciliares y pontificias; y, teniendo siempre la extraña
pretensión de apellidarse católicos, por más que lo desmintieran con
sus palabras y conducta; no abandonando jamás la peregrina ocurrencia,
que tuvieron desde su principio, de negar la existencia de su secta,
ofrecían á los incautos el funesto escándalo de una disensión
dogmática, que parecía estar en el mismo seno del Catolicismo.
Declarábalos herejes la Cabeza de la Iglesia, todos los verdaderos
católicos acataban profundamente la decisión del Vicario de Jesucristo,
y de todos los ángulos del orbe católico se levantaba unánimemente un
grito que pronunciaba anatemas contra quien no escuchara al sucesor de
Pedro; pero ellos, empeñados en negarlo todo, en eludirlo todo, en
tergiversarlo todo, mostrábanse siempre como una porción de católicos
oprimidos por el espíritu de _relajación, de abusos y de intriga_.
Faltaba ese nuevo escándalo para que acabasen de extraviarse los
ánimos, y para que la gangrena fatal que iba cundiendo por la sociedad
europea, se desarrollase con la mayor rapidez, presentando los
síntomas más terribles y alarmantes. Tanto disputar sobre la religión,
tanta muchedumbre y variedad de sectas, tanta animosidad entre los
adversarios que figuraban en la arena, debieron por fin disgustar de
la religión misma á aquellos que no estaban aferrados en el áncora de
la autoridad; y, para que la indiferencia pudiera erigirse en sistema,
el ateísmo en dogma y la impiedad en moda, sólo faltaba un hombre
bastante laborioso para recoger, reunir y presentar en cuerpo los
infinitos materiales que andaban dispersos en tantas obras; que supiera
bañarlos con un tinte filosófico acomodado al gusto que empezaba á
cundir entonces, comunicando al sofisma y á la declamación aquella
fisonomía seductora, aquel giro engañoso, aquel brillo deslumbrador,
que aun en medio de los mayores extravíos se encuentran siempre en las
producciones del genio. Este hombre se presentó: era Bayle; y el ruido
que metió en el mundo su célebre _Diccionario_, y el curso que tuvo
desde luego, manifestaron bien á las claras que el autor había sabido
comprender toda la oportunidad del momento.
El _Diccionario_ de Bayle es una de aquellas obras que, aun
prescindiendo de su mayor ó menor mérito científico y literario,
forman, no obstante, muy notable época; porque se recoge en ellas el
fruto de lo pasado y se desenvuelven con toda claridad los pliegues
de un extenso porvenir. En tales casos no figura el autor tanto por
su mérito, como por haberse sabido colocar en el verdadero puesto
para ser el representante de ideas que de antemano estaban ya muy
esparcidas en la sociedad, por más que anduvieran fluctuantes, sin
dirección fija, como marchando al acaso. El solo nombre del autor
recuerda entonces una vasta historia, porque él es la personificación
de ellas. La publicación de la obra de Bayle puede mirarse como la
inauguración solemne de la cátedra de incredulidad en medio de Europa.
Los sofistas del siglo XVIII tuvieron á la mano un abundante repertorio
para proveerse de toda clase de hechos y argumentos; y, para que
nada faltase, para que pudieran rehabilitar los cuadros envejecidos,
avivarse los colores anublados, y esparcirse por doquiera los encantos
de la imaginación y las agudezas del ingenio; para que no faltara á la
sociedad un director que la condujera por un sendero cubierto de flores
hasta el borde del abismo, apenas había descendido Bayle al sepulcro,
ya brillaba sobre el horizonte literario un mancebo cuyos grandes
talentos competían con su malignidad y osadía: era Voltaire.
Necesario ha sido conducir al lector hasta la época que acabo de
apuntar, porque tal vez no se hubiera imaginado la influencia que tuvo
el Protestantismo en engendrar y arraigar en Europa la irreligión,
el ateísmo, y esa indiferencia fatal que tantos daños acarrea á las
sociedades modernas. No es mi ánimo el tachar de impíos á todos
los protestantes: y reconozco gustoso la entereza y tesón con que
algunos de sus sabios más ilustres se han opuesto al progreso de la
impiedad. No ignoro que los hombres adoptan á veces un principio
cuyas consecuencias rechazan, y que entonces sería una injusticia el
colocarlos en la misma clase de aquellos que defienden á las claras
esas mismas consecuencias; pero también sé que, por más que se resistan
los protestantes á confesar que su sistema conduzca al ateísmo, no deja
por ello de ser muy cierto: pueden exigirme que yo no culpe en este
punto sus intenciones, mas no quejarse de que haya desenvuelto hasta
las últimas consecuencias su principio fundamental, no desviándome
nunca de lo que nos enseñan acordes la filosofía y la historia.
Bosquejar, ni siquiera rápidamente, lo que sucedió en Europa desde
la época de la aparición de Voltaire, sería trabajo por cierto bien
inútil, pues que son tan recientes los hechos y andan tan vulgares
los escritos sobre esa materia, que, si quisiera entrar en ella,
difícilmente podría evitar la nota de copiante. Llenaré, pues, más
cumplidamente mi objeto presentando algunas reflexiones sobre el estado
actual de la religión en los dominios de la pretendida reforma.
En medio de tantos sacudimientos y trastornos, en el vértigo comunicado
á tantas cabezas, cuando han vacilado los cimientos de todas las
sociedades, cuando se han arrancado de cuajo las más robustas y
arraigadas instituciones, cuando la misma verdad católica sólo
ha podido sostenerse con el manifiesto auxilio de la diestra del
Omnipotente, fácil es calcular cuán malparado debe de estar el flaco
edificio del Protestantismo, expuesto, como todo lo demás, á tan recios
y duros ataques.
Nadie ignora las innumerables sectas que hormiguean en toda la
extensión de la Gran Bretaña, la situación deplorable de las creencias
entre los protestantes de Suiza, aun con respecto á los puntos más
capitales; y, para que no quedase ninguna duda sobre el verdadero
estado de la religión protestante en Alemania, es decir, en su país
natal, en aquel país donde se había establecido como en su patrimonio
más predilecto, el ministro protestante barón de Starch ha tenido
cuidado de decirnos que _en Alemania no hay ni un solo punto de la fe
cristiana que no se vea atacado abiertamente por los mismos ministros
protestantes_. Por manera que el verdadero estado del Protestantismo
me parece viva y exactamente retratado en la peregrina ocurrencia de
J. Heyer, ministro protestante: publicó J. Heyer en 1818 una obra que
se titula _Ojeada sobre las confesiones de fe_, y, no sabiendo cómo
desentenderse de los embarazos que para los protestantes presenta la
adopción de un símbolo, propone un expediente muy sencillo, que, por
cierto, allana todas las dificultades, y es: _desecharlos todos_.
El único medio que tiene de conservarse el Protestantismo, es falsear,
en cuanto le sea posible, su principio fundamental; es decir, apartar
á los pueblos de la vía del examen, haciendo que permanezcan adheridos
á las creencias que se les han transmitido con la educación, y no
dejándoles que adviertan la inconsecuencia en que caen, cuando se
someten á la autoridad de un simple particular, mientras resisten á la
autoridad de la Iglesia católica. Pero no es éste cabalmente el camino
que llevan las cosas, y, por más que tal vez se propusieran seguirle
algunos de los protestantes, las solas sociedades bíblicas que con
un ardor digno de mejor causa trabajan para extender entre todas las
clases la lectura de la Biblia, son un poderoso obstáculo para que
pueda adormecerse el ánimo de los pueblos. Esta difusión de la Biblia
es una perenne apelación al examen particular, al espíritu privado;
ella acabará de disolver lo que resta del Protestantismo, bien que,
al propio tiempo, prepara tal vez á las sociedades días de luto y de
llanto. No se ha ocultado todo esto á los protestantes, y algunos de
los más notables entre ellos han levantado ya la voz, y advertido del
peligro.[13]


CAPITULO X

Quedando demostrada hasta la evidencia la intrínseca debilidad del
Protestantismo, ocurre naturalmente una cuestión: ¿cómo es que,
siendo tan flaco por el vicio radical de su constitución misma, no
haya desaparecido completamente? Llevando un germen de muerte en su
propio seno, ¿cómo ha podido resistir á dos adversarios tan poderosos
como la religión católica, por una parte, y la irreligión y el
ateísmo, por otra? Para satisfacer cumplidamente á esta pregunta, es
necesario considerar el Protestantismo bajo dos aspectos: ó bien en
cuanto significa una creencia determinada, ó bien en cuanto expresa
un conjunto de sectas, que, teniendo la mayor diferencia entre sí,
están acordes en apellidarse cristianas, conservar alguna sombra de
cristianismo, desechando, empero, la autoridad de la Iglesia. Es
menester considerarle bajo estos dos aspectos, ya que es bien sabido
que sus fundadores, no sólo se empeñaron en destruir la autoridad y
los dogmas de la Iglesia romana, sino que procuraron también formar
un sistema de doctrina que pudiera servir como de símbolo á sus
prosélitos. Por lo que toca al primer aspecto, el Protestantismo
ha desaparecido ya casi enteramente, ó, mejor diremos, desapareció
al nacer, si es que pueda decirse que llegase ni á formarse. Harto
queda evidenciada esta verdad con lo que llevo expuesto sobre sus
variaciones, y su estado actual en los varios países de Europa;
viniendo el tiempo á confirmar cuán equivocados anduvieron los
pretendidos reformadores, cuando se _imaginaron poder fijar las
columnas de Hércules del espíritu humano_, según la expresión de una
escritora protestante: Madama de Staël.
Y, en efecto, las doctrinas de Lutero y de Calvino, ¿quién las defiende
ahora? ¿quién respeta los lindes que ellos prefijaron? Entre todas las
Iglesias protestantes, ¿hay alguna que se dé á conocer por su celo
ardiente en la conservación de estos ó de aquellos dogmas? ¿cuál es
el protestante que no se ría de la _divina_ misión de Lutero, y que
crea que el Papa es el Anticristo? ¿Quién entre ellos vela por la
pureza de la doctrina? ¿quién califica los errores? ¿quién se opone
al torrente de las sectas? ¿El robusto acento de la convicción, el
celo de la verdad, se deja percibir ya, ni en sus escritos, ni en sus
púlpitos? ¡Qué diferencia tan notable cuando se comparan las Iglesias
protestantes con la Iglesia católica! Preguntadla sobre sus creencias,
y oiréis de la boca del Sucesor de San Pedro, de Gregorio XVI, lo mismo
que oyó Lutero de la boca de León X; y cotejad la doctrina de León X
con la de sus antecesores, y os hallaréis conducidos por vía recta,
siempre por un mismo camino, hasta los Apóstoles, hasta Jesucristo.
¿Intentáis impugnar un dogma? ¿enturbiáis la pureza de la moral? La
voz de los antiguos Padres tronará contra vuestros extravíos; y,
estando en el siglo XIX, creeréis que se han alzado de sus tumbas
los antiguos Leones y Gregorios. Si es flaca vuestra voluntad,
encontraréis indulgencia; si es grande vuestro mérito, se os prodigarán
consideraciones; si es elevada vuestra posición social, se os tratará
con miramiento; pero, si abusando de vuestros talentos queréis
introducir alguna novedad en la doctrina, si valiéndoos de vuestro
poderío queréis exigir alguna capitulación en materias de dogma, si
para evitar disturbios, prevenir escisiones, conciliar los ánimos,
demandáis una transacción, ó, al menos, una explicación ambigua: _eso
no, jamás_, os responderá el Sucesor de San Pedro; _eso no, jamás: la
fe es un depósito sagrado que nosotros no podemos alterar; la verdad
es inmutable, es una_; y á la voz del Vicario de Jesucristo, que
desvanecerá todas vuestras esperanzas, se unirán las voces de nuevos
Atanasios, Naciancenos, Ambrosios, Jerónimos y Agustinos. Siempre
la misma firmeza en la misma fe, siempre la misma invariabilidad,
siempre la misma energía para conservar intacto el depósito sagrado,
para defenderle contra los ataques del error, para enseñarle en
toda su pureza á los fieles, para transmitirle sin mancha á las
generaciones venideras. ¿Será eso obstinación, ceguera, fanatismo?
¡Ah! El transcurso de 18 siglos, las revoluciones de los imperios, los
trastornos más espantosos, la mayor variedad de ideas y costumbres,
las persecuciones de las potestades de la tierra, las tinieblas de
la ignorancia, los embates de las pasiones, las luces de la ciencia,
¿nada hubiera sido bastante para alumbrar esa ceguera, ablandar esa
terquedad, enfriar ese fanatismo? Sin duda que un protestante pensador,
uno de aquellos que sepan elevarse sobre las preocupaciones de la
educación, al fijar la vista en ese cotejo, cuya variedad y exactitud
no podrá menos de reconocer, si es que tenga instrucción sobre la
materia, sentirá vehementes dudas sobre la verdad de la enseñanza
que ha recibido; y que deseará, cuando menos, examinar de cerca ese
prodigio que tan de bulto se presenta en la Iglesia católica. Pero
volvamos al intento.
Á pesar de la disolución que ha cundido de un modo tan espantoso entre
las sectas protestantes, á pesar de que en adelante irá cundiendo
todavía más, no obstante, hasta que llegue el momento de reunirse los
disidentes á la Iglesia católica, nada extraño es que no desaparezca
enteramente el Protestantismo, mirado como un conjunto de sectas
que conservan el nombre y algún rastro de cristianas. Para que esto
no sucediera así, sería menester, ó que los pueblos protestantes se
hundiesen completamente en la irreligión y en el ateísmo, ó bien que
ganase terreno entre ellos alguna otra religión de las que se hallan
establecidas en otras partes de la tierra. Uno y otro extremo es
imposible, y he aquí la causa por que se conserva, y se conservará bajo
una ú otra forma, el falso cristianismo de los protestantes, hasta que
vuelvan al redil de la Iglesia.
Desenvolvamos con alguna extensión estos pensamientos. ¿Por qué los
pueblos protestantes no se hundirán enteramente en la irreligión y en
el ateísmo, ó en la indiferencia? Porque todo esto puede suceder con
respecto á un individuo, mas no con respecto á un pueblo. Á fuerza
de lecturas corrompidas, de meditaciones extravagantes, de esfuerzos
continuados, puede uno que otro individuo sofocar los más vivos
sentimientos de su corazón, acallar los clamores de su conciencia, y
desentenderse de las preciosas amonestaciones del sentido común; pero,
un pueblo, no: un pueblo conserva siempre un gran fondo de candor y
docilidad, que, en medio de los más funestos extravíos, y aun de los
crímenes más atroces, le hace prestar atento oído á las inspiraciones
de la naturaleza. Por más corrompidos que sean los hombres en sus
costumbres, son siempre pocos los que de propósito han luchado mucho
consigo mismos para arrancar de sus corazones aquel abundante germen de
buenos sentimientos, aquel precioso semillero de buenas ideas, con que
la mano próvida del Criador ha cuidado de enriquecer nuestras almas.
La expansión del fuego de las pasiones produce, es verdad, lamentables
desvanecimientos, tal vez explosiones terribles; pero, pasado el calor,
el hombre vuelve á entrar en sí mismo, y deja de nuevo accesible su
alma, á los acentos de la razón y de la virtud. Estudiando con atención
á la sociedad, se nota que, por fortuna, es poco abundante aquella
casta de hombres que se hallan como pertrechados contra los asaltos
de la verdad y del bien; que responden con una frívola cavilación á
las reconvenciones del buen sentido; que oponen un frío estoicismo
á las más dulces y generosas inspiraciones de la naturaleza, y que
ostentan, como modelo de filosofía, de firmeza y de elevación de alma,
la ignorancia, la obstinación y la aridez de un corazón helado. El
común de los hombres es más sencillo, más cándido, más natural; y, por
tanto, mal puede avenirse con un sistema de ateísmo ó de indiferencia.
Podrá semejante sistema señorearse del orgulloso ánimo de algún
sabio soñador, podrá cundir como una convicción muy cómoda en las
disposiciones de la mocedad; en tiempos muy revueltos, podrá extenderse
á un cierto círculo de cabezas volcánicas; pero, establecerse
tranquilamente en medio de una sociedad, formar su estado normal, eso
no sucederá jamás.
No, mil veces no: un individuo puede ser irreligioso; la familia y
la sociedad no lo serán jamás. Sin una base donde pueda encontrar su
asiento el edificio social, sin una idea grande, matriz, de donde
nazcan las de razón, virtud, justicia, obligación, derecho, ideas
todas tan necesarias á la existencia y conservación de la sociedad
como la sangre y el nutrimiento á la vida del individuo, la sociedad
desaparecería; y sin los dulcísimos lazos con que traban á los miembros
de la familia las ideas religiosas, sin la celeste harmonía que
esparcen sobre todo el conjunto de sus relaciones, la familia deja de
existir, ó, cuando más, es un nudo grosero, momentáneo, semejante en
un todo á la comunicación de los brutos. Afortunadamente ha favorecido
Dios á todos los seres con un maravilloso instinto de conservación,
y, guiadas por ese instinto, la familia y la sociedad rechazan
indignadas aquellas ideas degradantes, que, secando con su maligno
aliento todo jugo de vida, quebrantando todos los lazos y trastornando
toda economía, las harían retrogradar de golpe hasta la más abyecta
barbarie, y acabarían por dispersar sus miembros, como al impulso del
viento se dispersan los granos de arena, por no tener entre sí ni apego
ni enlace.
Ya que no la consideración del hombre y de la sociedad, al menos las
repetidas lecciones de la experiencia debieran haber desengañado
á ciertos filósofos de que las ideas y sentimientos grabados en
el corazón por el dedo del Autor de la naturaleza, no son para
desarraigados con declamaciones y sofismas; y, si algunos efímeros
triunfos han podido alguna vez engreirlos, dándoles exageradas
esperanzas sobre el resultado de sus esfuerzos, el curso de las ideas
y de los sucesos ha venido luego á manifestarles que, cuando cantaban
alborozados su triunfo, se parecían al insensato que se lisonjeara de
haber desterrado del mundo el amor maternal, porque hubiese llegado á
desnaturalizar el corazón de algunas madres.
La sociedad, y cuenta que no digo el pueblo ni la plebe; la sociedad,
si no es religiosa, será supersticiosa; si no cree cosas razonables,
las creerá extravagantes; si no tiene una religión bajada del cielo,
la tendrá forjada por los hombres; pretender lo contrario, es un
delirio; luchar contra esa tendencia, es luchar contra una ley eterna;
esforzarse en contenerla, es interponer una débil mano para detener el
curso de un cuerpo que corre con fuerza inmensa: la mano desaparece y
el cuerpo sigue su curso. Llámesela superstición, fanatismo, seducción,
todo podrá ser bueno para desahogar el despecho de verse burlado; pero
no es más que amontonar nombres, y azotar el viento.
Siendo, como es, la religión una verdadera necesidad, tenemos ya
la explicación de un fenómeno que nos ofrecen la historia y la
experiencia, y es que la religión nunca desaparece enteramente; y que,
en llegando el caso de una mudanza, las dos religiones rivales luchan
más ó menos tiempo sobre el mismo terreno, ocupando progresivamente
la una los dominios que va conquistando de la otra. De aquí sacaremos
también que, para desaparecer enteramente el Protestantismo, sería
necesario que se pusiese en su lugar alguna otra religión; y que, no
siendo esto posible durante la civilización actual, á menos que no sea
la católica, irán siguiendo las sectas protestantes ocupando con más ó
menos variaciones el país que han conquistado.
Y, en efecto, en el estado actual de la civilización de las sociedades
protestantes, ¿es acaso posible que ganen terreno entre ellas, ni las
necedades del Alcorán, ni las groserías de la idolatría?
Derramado como está el espíritu del Cristianismo por las venas de
las sociedades modernas, impreso su sello en todas las partes de la
legislación, esparcidas sus luces sobre todo linaje de conocimientos,
mezclado su lenguaje con todos los idiomas, reguladas por sus
preceptos las costumbres, marcada su fisonomía hasta en los hábitos
y modales, rebosando de sus inspiraciones todos los monumentos del
genio, comunicado su gusto á todas las bellas artes; en una palabra,
filtrado, por decirlo así, el Cristianismo en todas las partes de esa
civilización tan grande, tan variada y fecunda de que se glorían las
sociedades modernas, ¿cómo era posible que desapareciese hasta el
nombre de una religión, que á su venerable antigüedad reune tantos
títulos de gratitud, tantos lazos, tantos recuerdos? ¿Cómo era posible
que encontrara acogida en medio de las sociedades cristianas ninguna de
esas otras religiones, que á primera vista muestran, desde luego, el
dedo del hombre; que á primera vista manifiestan como distintivo un
sello grosero, donde está escrito _degradación_ y _envilecimiento_? Aun
cuando el principio fundamental del Protestantismo zape los cimientos
de la religión cristiana, por más que desfigure su belleza, y rebaje
su majestad sublime; sin embargo, con tal que se conserven algunos
vestigios de Cristianismo, con tal que se conserve la idea que éste nos
da de Dios, y algunas máximas de su moral, estos vestigios valen más,
se elevan á mucha mayor altura, que todos los sistemas filosóficos, que
todas las otras religiones de la tierra.
He aquí por qué ha conservado el Protestantismo alguna sombra de
religión cristiana: no es otra la causa, sino que era imposible
que desapareciese del todo el nombre cristiano, atendido el estado
de las naciones que tomaron parte en el cisma; y he aquí cómo no
debemos buscar la razón en ningún principio de vida entrañado por la
pretendida reforma. Añádanse á todo esto los esfuerzos de la política,
el natural apego de los ministros á sus propios intereses, el ensanche
con que lisonjea al orgullo la falta de toda autoridad, los restos
de preocupaciones antiguas, el poder de la educación, y otras causas
semejantes, y se tendrá completamente resuelta la cuestión; y no
parecerá nada extraño que vaya siguiendo el Protestantismo ocupando
muchos de los países en que, por fatales combinaciones, alcanzó
establecimiento y arraigo.


CAPITULO XI

No hay mejor prueba de la profunda debilidad entrañada por el
Protestantismo, considerado como cuerpo de doctrina, que la escasa
influencia que ha ejercido sobre la civilización europea, por medio de
sus doctrinas positivas. Llamo doctrinas positivas aquellas en que ha
procurado establecer un dogma propio, y de esta manera las distingo
de las demás, que podríamos llamar negativas, porque no consisten en
otra cosa que en la negación de la autoridad. Estas últimas, como muy
conformes á la inconstancia y volubilidad del espíritu humano, han
encontrado acogida; pero, las demás, no; todo ha desaparecido con sus
autores, todo se ha sepultado en el olvido. Si algo se ha conservado de
cristianismo entre los protestantes, ha sido solamente aquello que era
indispensable para que la civilización europea no perdiera eternamente
su naturaleza y carácter; por manera que aquellas doctrinas que tenían
una tendencia demasiado directa á desnaturalizar completamente esa
civilización, la civilización las ha rechazado; mejor diremos, las ha
despreciado.
Hay en esta parte un hecho muy digno de llamar la atención, y en
que, sin embargo, quizás no se haya reparado, y es lo acontecido con
respecto á la doctrina de los primeros novadores relativa á la libertad
humana. Bien sabido es que uno de los primeros y más capitales errores
de Lutero y Calvino consistía en negar el libre albedrío, hallándose
consignado esta su funesta enseñanza en las obras que de ellos nos
han quedado. Esta doctrina parece que debía conservarse con crédito
entre los protestantes, y que debía ser sostenida con tesón, pues que
regularmente así acontece cuando se trata de aquellos errores que han
servido como de primer núcleo para la formación de una secta. Parece,
además, que, habiendo alcanzado el Protestantismo tanta extensión y
arraigo en varias naciones de Europa, esa doctrina fatalista debía
también influir mucho en la legislación de las naciones protestantes;
y ¡cosa admirable! nada de esto ha sucedido; y las costumbres europeas
la han despreciado, la legislación no la ha tomado por base, y la
sociedad no se ha dejado dominar ni dirigir por un principio que zapaba
todos los cimientos de la moral, y que, si hubiese sido aplicado á las
costumbres y á la legislación, hubiera reemplazado la civilización y
dignidad europeas con la barbarie y abyección musulmana.
Sin duda que no han faltado individuos corrompidos por tan funesta
doctrina; sin duda que no han faltado sectas más ó menos numerosas
que la han reproducido; y no puede negarse tampoco que sean de mucha
consideración las llagas abiertas por ella á la moralidad de algunos
pueblos. Pero es cierto también que, en la generalidad de la gran
familia europea, los gobiernos, los tribunales, la administración, la
legislación, las ciencias, las costumbres, no han dado oídos á esa
horrible enseñanza de Lutero, en que se despoja al hombre de su libre
albedrío, en que se hace á Dios autor del pecado, en que se descarga
sobre el Criador toda la responsabilidad de los delitos de la criatura
humana, en que se le presenta como un tirano, pues que se afirma que
sus preceptos son imposibles, en que se confunden monstruosamente
las ideas de bien y de mal, y se embota el estímulo de toda virtud,
asegurando que basta la fe para salvarse, que todas las obras de los
justos son pecados.
La razón pública, el buen sentido, las costumbres, se pusieron en este
punto de parte del Catolicismo; y los mismos pueblos que abrazaron en
teoría religiosa esas funestas doctrinas, las desecharon por lo común
en la práctica; porque era demasiado profunda la impresión que en
esos puntos capitales les había dejado la enseñanza católica, porque
era demasiado vivo el instinto de civilización que de las doctrinas
católicas se había comunicado á la sociedad europea. Así fué como la
Iglesia católica, rechazando esos funestos errores difundidos por
el Protestantismo, preservaba á la sociedad del envilecimiento que
consigo traen las máximas fatalistas; se constituía en barrera contra
el despotismo, que se entroniza siempre en medio de los pueblos que
han perdido el sentimiento de su dignidad; era un dique contra la
desmoralización, que cunde necesariamente cuando el hombre se cree
arrastrado por la ciega fatalidad, como por una cadena de hierro; así
libertaba al espíritu de aquel abatimiento en que se postra cuando se
ve privado de dirigir su propia conducta, y de influir en el curso
de los acontecimientos. Así fué como el Papa, condenando esos errores
de Lutero que formaban el núcleo del naciente Protestantismo, dió un
grito de alarma contra una irrupción de barbarie en el orden de las
ideas, salvando de esta manera la moral, las leyes, el orden público,
la sociedad; así fué como el Vaticano conservó la dignidad del hombre,
asegurándole el noble sentimiento de la libertad en el santuario de la
conciencia; así fué como la cátedra de Roma, luchando con las ideas
protestantes, y defendiendo el sagrado depósito que le confiara el
Divino Maestro, era, al propio tiempo, el numen tutelar del porvenir de
la civilización.
Reflexionad sobre esas grandes verdades, entendedlas bien vosotros que
habláis de las _disputas religiosas_ con esa fría indiferencia, con
esos visos de burla y de compasión, como si nunca se tratase de otra
cosa que de frivolidades de escuela. Los pueblos _no viven de sólo
pan_; viven también de ideas, de máximas que, convertidas en jugo, ó
les comunican grandeza, vigor y lozanía, ó los debilitan, los postran,
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