El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 34

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la Inquisición, fué la Reina Isabel, es decir, uno de los monarcas que
rayan más alto en nuestra historia, y que todavía conserva, después
de tres siglos, el respeto y la veneración de todos los españoles.
Tan lejos anduvo la Reina de ponerse con esta medida en contradicción
con la voluntad del pueblo, que antes bien no hacía más que realizar
uno de sus deseos. La Inquisición se establecía principalmente contra
los judíos; la bula del Papa había sido expedida en 1478; y antes que
la Inquisición publicase su primer edicto en Sevilla en 1481, las
Cortes de Toledo de 1480 cargaban reciamente la mano en el negocio,
disponiendo que, para impedir el daño que el comercio de judíos con
cristianos podía acarrear á la fe católica estuviesen obligados los
judíos no bautizados á llevar un signo distintivo, á vivir en barrios
separados, que tenían el nombre de _juderías_, y á retirarse antes de
la noche. Se renovaban los antiguos reglamentos contra los judíos, y
se les prohibía ejercer las profesiones de médico, cirujano, mercader,
barbero y tabernero. Por ahí se ve que, á la sazón, la intolerancia era
popular; y que, si queda justificada á los ojos de los monárquicos por
haber sido conforme á la voluntad de los Reyes, no debiera quedarlo
menos delante de los amigos de la soberanía del pueblo.
Sin duda que el corazón se contrista al leer el destemplado rigor con
que á la sazón se perseguía á los judíos; pero menester es confesar que
debieron de mediar algunas causas gravísimas para provocarlo. Se ha
señalado como la principal, el peligro de la monarquía española, aun
no bien afianzada, si dejaba que obrasen con libertad los judíos, á la
sazón muy poderosos por sus riquezas y por sus enlaces con las familias
más influyentes. La alianza de éstos con los moros y contra los
cristianos era muy de temer, pues que estaba fundada en la respectiva
posición de los tres pueblos; y así es que consideró necesario
quebrantar un poder que podía comprometer de nuevo la independencia
de los cristianos. También es necesario advertir que, al establecerse
la Inquisición, no estaba finalizada todavía la guerra de ocho siglos
contra los moros. La Inquisición se proyecta antes de 1478, y no se
plantea hasta 1480; y la conquista de Granada no se verifica hasta
1492. En el momento, pues, de establecerse la Inquisición, estaba la
obstinada lucha en su tiempo crítico, decisivo; faltaba saber todavía
si los cristianos habían de quedar dueños de toda la Península, ó
si los moros conservarían la posesión de una de las provincias más
hermosas y más feraces, si continuarían establecidos allí, en una
situación excelente para sus comunicaciones con África, y sirviendo de
núcleo y de punto de apoyo para todas las tentativas que en adelante
pudiese ensayar contra nuestra independencia el poder de la Media
Luna. Poder que á la sazón estaba todavía tan pujante, como lo dieron
á entender en los tiempos siguientes sus atrevidas empresas sobre el
resto de Europa. En crisis semejantes, después de siglos de combates,
en los momentos que han de decidir de la victoria para siempre, ¿cuándo
se ha visto que los contendientes se porten con moderación y dulzura?
No puede negarse que en el sistema represivo que se siguió contra los
judíos y los moros, pudo influir mucho el instinto de conservación
propia; y que quizás los Reyes Católicos tendrían presente este motivo,
cuando se decidieron á pedir para sus dominios el establecimiento de la
Inquisición. El peligro no era imaginario, sino muy positivo; y, para
formarse idea del estado á que hubieran podido llegar las cosas, si no
se hubiesen adoptado algunas precauciones, basta recordar lo mucho que
dieron que entender en los tiempos sucesivos las insurrecciones de los
restos de los moros.
Sin embargo, conviene no atribuirlo todo á la política de los Reyes,
y guardarse del prurito de realzar la previsión y los planes de
los hombres, más de lo que corresponde. Por mi parte, me inclino á
creer que Fernando é Isabel siguieron naturalmente el impulso de la
generalidad de la nación, la cual miraba con odio á los judíos que
permanecían en su secta, y con suspicaz desconfianza á los que habían
abrazado la religión cristiana. Esto traía su origen de dos causas: la
exaltación de los sentimientos religiosos, general á la sazón en toda
Europa y muy particularmente en España, y la conducta de los mismos
judíos, que habían atraído sobre sí la indignación pública.
Databa de muy antiguo en España la necesidad de enfrenar la codicia de
los judíos para que no resultase en opresión de los cristianos: las
antiguas asambleas de Toledo tuvieron ya que poner en esto la mano
repetidas veces. En los siglos siguientes llegó el mal á su colmo: gran
parte de las riquezas de la Península habían pasado á manos de los
judíos; y casi todos los cristianos habían llegado á ser sus deudores.
De aquí resultó el odio del pueblo contra ellos; de aquí los tumultos
frecuentes en muchas poblaciones de la Península, tumultos que fueron
más de una vez funestos á los judíos, pues que se derramó su sangre
en abundancia. Difícil era, en efecto, que un pueblo acostumbrado por
espacio de largos siglos á librar su fortuna en la suerte de las armas,
se resignase tranquilo y pacífico á la suerte que le iban deparando las
artes y las exacciones de una raza extranjera, que llevaba, además, en
su propio nombre el recuerdo de una maldición terrible.
En los tiempos siguientes se convirtió á la religión cristiana un
inmenso número de judíos; pero, ni por esto se disipó la desconfianza,
ni se extinguió el odio del pueblo. Y, á la verdad, es muy probable
que muchas de esas conversiones no serían demasiado sinceras, dado que
eran en parte motivadas por la triste situación en que se encontraban,
permaneciendo en el judaísmo. Cuando la razón no nos llevara á
conjeturarlo así, bastante fuera para indicárnoslo el crecido número
de judaizantes que se encontraron luego que se investigó con cuidado
cuáles eran los reos de ese delito. Como quiera, lo cierto es que se
introdujo la distinción de _cristianos nuevos_ y _cristianos viejos_,
siendo esta denominación un título de honor, y la primera una tacha de
ignominia; y que los judíos convertidos eran llamados por desprecio
_marranos_.
Con más ó menos fundamento se les acusaba también de crímenes
horrendos. Decíase que en sus tenebrosos conciliábulos perpetraban
atrocidades que debe uno creer difícilmente, siquiera para honor de
la humanidad; como, por ejemplo, que en desprecio de la religión y en
venganza de los cristianos, crucificaban niños de éstos, escogiendo
para el sacrificio los días más señalados de las festividades
cristianas. Sabida es la historia que se contaba del caballero de la
familia de Guzmán, que, enamorado de una doncella judía, estuvo una
noche oculto en la familia de ésta, y vió con sus ojos cómo los judíos
cometían el crimen de crucificar un niño cristiano, en el mismo tiempo
en que los cristianos celebraban la institución del sacramento de la
Eucaristía.
Á más de los infanticidios, se les imputaban sacrilegios,
envenenamientos, conspiraciones y otros crímenes; y que estos rumores
andaban muy acreditados, lo prueban las leyes que les prohibían las
profesiones de médico, cirujano, barbero y tabernero, donde se trasluce
la desconfianza que se tenía de su moralidad.
No es menester detenerse en examinar el mayor ó menor fundamento que
tenían semejantes acusaciones; ya sabemos á cuánto llega la credulidad
pública, sobre todo cuando está dominada por un sentimiento exaltado
que le hace ver todas las cosas de un mismo color; bástanos que
estos rumores circulasen, que fuesen acreditados, para concebir á
cuán alto punto se elevaría la indignación contra los judíos, y, por
consiguiente, cuán natural era que el poder, siguiendo el impulso del
espíritu público, se inclinase á tratarlos con mucho rigor.
Que los judíos procurarían concertarse para hacer frente á los
cristianos, ya se deja entender por la misma situación en que se
encontraban; y lo que hicieron cuando la muerte de San Pedro de Arbués,
indica lo que practicarían en otras ocasiones. Los fondos necesarios
para la perpetración del asesinato, pago de los asesinos y demás
gastos que consigo llevaba la trama, se reunieron por medio de una
contribución voluntaria impuesta sobre todos los aragoneses de la raza
judía. Esto indica una organización muy avanzada, y que, en efecto,
podía ser fatal, si no se la hubiese vigilado.
Á propósito de la muerte de San Pedro de Arbués, haré una observación
sobre lo que se ha dicho para probar la impopularidad del
establecimiento de la Inquisición en España, fundándose en este trágico
acontecimiento. ¿Qué señal más evidente de esta verdad, se nos dirá,
que la muerte dada al inquisidor? ¿No es un claro indicio de que la
indignación del pueblo había llegado á su colmo, y de que no quería
en ninguna manera la Inquisición, cuando, para deshacerse de ella, se
arrojaba á tamaños excesos? No negaré que, si por pueblo entendemos los
judíos y sus descendientes, llevaban muy á mal el establecimiento de
la Inquisición; pero no era así con respecto á lo restante del pueblo.
Cabalmente, el mismo asesinato de que hablamos dió lugar á un suceso
que prueba todo lo contrario de lo que pretenden los adversarios.
Difundida por la ciudad la muerte del inquisidor, se levantó el pueblo
con tumulto espantoso para vengar el asesinato. Los sublevados se
habían esparcido por la ciudad, y, distribuídos en grupos, andaban
persiguiendo á los _cristianos nuevos_; de suerte que hubiera ocurrido
una catástrofe sangrienta, si el joven arzobispo de Zaragoza, Alfonso
de Aragón, no se hubiese resuelto á montar á caballo, y presentarse
al pueblo para calmarle, con la promesa de que caería sobre los
culpables del asesinato todo el rigor de la ley. Esto no indica que
la Inquisición fuese tan impopular como se ha querido suponer, ni que
los enemigos de ella tuviesen la mayoría numérica; mucho más si se
considera que ese tumulto popular no pudo prevenirse, á pesar de las
precauciones que para el efecto debieron emplear los conjurados, á la
sazón muy poderosos por sus riquezas é influencia.
Durante la temporada del mayor rigor desplegado contra los judaizantes,
obsérvase un hecho digno de llamar la atención. Los encausados por la
Inquisición, ó que temen serlo, procuran de todas maneras substraerse
á la acción de este tribunal, huyen de España, y se van á Roma. Quizá
no pensarían que así sucediese los que se imaginan que Roma ha sido
siempre el foco de la intolerancia y el incentivo de la persecución;
y, sin embargo, nada hay más cierto. Son innumerables las causas
formadas en la Inquisición, que de España se avocaron á Roma, en el
primer medio siglo de la existencia de este tribunal; siendo de notar,
además, que Roma se inclinaba siempre al partido de la indulgencia.
No sé que pueda citarse un solo reo de aquella época que, habiendo
acudido á Roma, no mejorara su situación. En la historia de la
Inquisición de aquel tiempo ocupan una buena parte las contestaciones
de los reyes con los papas, donde se descubre siempre, por parte
de éstos, el deseo de limitar la Inquisición á los términos de la
justicia y de la humanidad. No siempre se siguió cual convenía la
línea de conducta prescrita por los Sumos Pontífices. Así vemos que
éstos se vieron obligados á recibir un sinnúmero de apelaciones, y á
endulzar la suerte que hubiera cabido á los reos si su causa se hubiese
fallado definitivamente en España. Vemos también que, solicitado el
Papa por los Reyes Católicos, que deseaban que las causas se fallasen
definitivamente en España, nombra un juez de apelación, siendo el
primero D. Iñigo Manrique, arzobispo de Sevilla. Tales eran, sin
embargo, aquellos tiempos, y tan urgente la necesidad de impedir que
la exaltación de ánimo llevase á cometer injusticias, ó se arrojase á
medidas de una severidad destemplada, que el mismo Papa, y al cabo de
muy poco tiempo, decía, en otra bula expedida en 2 de agosto de 1483,
que había continuado recibiendo las apelaciones de muchos españoles de
Sevilla que no habían osado presentarse al juez de apelación por temor
de ser presos. Añadía el Papa que unos habían recibido ya la absolución
de la Penitenciaría apostólica, y otros se disponían á recibirla;
continuaba quejándose de que en Sevilla no se hiciese el debido caso de
las gracias recientemente concedidas á varios reos, y, por fin, después
de varias prevenciones, hacía notar á los Reyes Fernando é Isabel que
la misericordia para con los culpables era más agradable á Dios que
el rigor de que se quería usar, como lo prueba el ejemplo del Buen
Pastor corriendo tras la oveja descarriada; y concluía exhortando á los
Reyes á que tratasen benignamente á aquellos que hiciesen confesiones
voluntarias, permitiéndoles residir en Sevilla, ó donde quisiesen;
dejándoles el goce de todos sus bienes, como si jamás hubiesen cometido
el crimen de herejía.
Y no se crea que en las apelaciones admitidas en Roma, y en que se
suavizaba la suerte de los encausados, se descubriesen siempre vicios
en la formación de la causa en primera instancia, ó injusticias en la
aplicación de la pena; los reos no siempre acudían á Roma para pedir
reparación de una injusticia, sino porque estaban seguros de que allí
encontrarían indulgencia. Buena prueba tenemos de esto en el número
considerable de refugiados españoles, á quienes se les probó que habían
recaído en el judaísmo. Nada menos que 250 resultaron de una sola vez
convictos de reincidencia; pero no se hizo una sola ejecución capital;
se les impusieron algunas penitencias, y, cuando fueron absueltos,
pudieron volverse á sus casas sin ninguna nota de ignominia. Este hecho
ocurrió en Roma en el año 1498.
Es cosa verdaderamente singular lo que se ha visto en la Inquisición de
Roma, de que no haya llegado jamás á la ejecución de una pena capital,
á pesar de que durante este tiempo han ocupado la Silla Apostólica
papas muy rígidos y muy severos en todo lo tocante á la administración
civil. En todos los puntos de Europa se encuentran levantados cadalsos
por asuntos de religión; en todas partes se presencian escenas que
angustian el alma; y Roma es una excepción de esa regla general;
Roma, que se nos ha querido pintar como un monstruo de intolerancia
y de crueldad. Verdad es que los papas no han predicado como los
protestantes y los filósofos la tolerancia universal; pero los hechos
están diciendo lo que va de unos á otros: los papas, con un tribunal
de intolerancia, no derramaron una gota de sangre, y los protestantes
y los filósofos la hicieron verter á torrentes. ¿Qué les importa á
las víctimas el oir que sus verdugos proclaman la tolerancia? Esto es
acibarar la pena con el sarcasmo.
La conducta de Roma, en el uso que ha hecho del tribunal de la
Inquisición, es la mejor apología del Catolicismo contra los que
se empeñan en tildarle de bárbaro y sanguinario; y, á la verdad,
¿qué tiene que ver el Catolicismo con la severidad destemplada que
pudo desplegarse en este ó aquel lugar, á impulsos de la situación
extraordinaria de razas rivales, de los peligros que amenazaban á una
de ellas, ó del interés que pudieron tener los reyes en consolidar la
tranquilidad de sus Estados y poner fuera de riesgo sus conquistas?
No entraré en el examen detallado de la Inquisición de España con
respecto á los judaizantes; y estoy muy lejos de pensar que su rigor
contra ellos sea preferible á la benignidad empleada y recomendada
por los papas; lo que deseo consignar aquí, es que aquel rigor fué
un resultado de circunstancias extraordinarias, del espíritu de los
pueblos, de la dureza de costumbres todavía muy general en Europa en
aquella época, y que nada puede echarse en cara al Catolicismo por
los excesos que pudieron cometerse. Aun hay más: atendido el espíritu
que domina en todas las providencias de los papas relativas á la
Inquisición, y la inclinación manifiesta á ponerse siempre del lado
que podía templar el rigor, y á borrar las marcas de ignominia de los
reos y de sus familias, puede conjeturarse que, si no hubiesen temido
los papas indisponerse demasiado con los reyes, y provocar escisiones
que hubieran podido ser funestas, habrían llevado mucho más allá sus
medidas. Para convencerse de esto, recuérdense las negociaciones sobre
el ruidoso asunto de las reclamaciones de las Cortes de Aragón, y véase
á qué lado se inclinaba la Corte de Roma.
Dado que estamos hablando de la intolerancia contra los judaizantes,
bueno será recordar la disposición de ánimo de Lutero con respecto
á los judíos. Bien parece que el pretendido reformador, el fundador
de la independencia del pensamiento, el fogoso declamador contra
la opresión y tiranía de los papas, debía de estar animado de los
sentimientos más benignos hacia los judíos; y así deben de pensarlo sin
duda los encomiadores del corifeo del Protestantismo. Desgraciadamente
para ellos, la historia no lo atestigua así; y, según todas las
apariencias, si el fraile apóstata se hubiese encontrado en la posición
de Torquemada, no hubieran salido mejor parados los judaizantes. He
aquí cuál era el sistema aconsejado por Lutero, según refiere su mismo
apologista Seckendorff: «Hubiérase debido arrasar sus sinagogas,
destruir sus casas, quitarles los libros de oraciones, el Talmud, y
hasta los libros del viejo Testamento, prohibir á los rabinos que
enseñasen, y obligarlos á ganarse la vida por medio de trabajos
penosos.» Al menos la Inquisición de España procedía, no contra los
judíos, sino contra los judaizantes, es decir, contra aquellos que,
habiéndose convertido al Cristianismo, reincidían en sus errores,
y unían á su apostasía el sacrilegio, profesando exteriormente una
creencia que detestaban en secreto, y que profanaban, además, con el
ejercicio de su religión antigua. Pero Lutero extendía su rigor á los
mismos judíos; de suerte que, según sus doctrinas, nada podía echarse
en cara á los reyes de España cuando los expulsaron de sus dominios.
Los moros y moriscos ocuparon también mucho por aquellos tiempos la
Inquisición de España; á ellos puede aplicarse con pocas modificaciones
cuanto se ha dicho sobre los judíos. También era una raza aborrecida,
una raza con la que se había combatido por espacio de ocho siglos, y
que, permaneciendo en su religión, excitaba el odio, y, abjurándola,
no inspiraba confianza. También se interesaron por ellos los papas
de un modo muy particular, siendo notable á este propósito una bula
expedida en 1530, donde se habla en su favor un lenguaje evangélico,
diciéndose en ella que la ignorancia de aquellos desgraciados era una
de las principales causas de sus faltas y errores, y que, para hacer
sus conversiones sinceras y sólidas, debía, primeramente, procurarse
ilustrar sus entendimientos con la luz de la sana doctrina.
Se dirá que el Papa otorgó á Carlos V la bula en que le relegaba del
juramento prestado en las Cortes de Zaragoza de 1519, de no alterar
nada en punto á los moros, y que así pudo el Emperador llevar á cabo
la medida de expulsión; pero conviene también advertir que el Papa se
resistió por largo tiempo á esta concesión, y que, si condescendió con
la voluntad del monarca, fué porque éste juzgaba que la expulsión era
indispensable para asegurar la tranquilidad en sus reinos. Si esto era
así en la realidad ó no, el Emperador era quien debía saberlo, no el
Papa, colocado á mucha distancia y sin conocimiento detallado de la
verdadera situación de las cosas. Por lo demás, no era sólo el monarca
español quien opinaba así: cuéntase que, estando prisionero en Madrid
Francisco I, Rey de Francia, dijo un día á Carlos V que la tranquilidad
no se solidaría nunca en España basta que se expeliesen los moros y
moriscos.


CAPITULO XXXVII

Se ha dicho que Felipe II fundó en España una nueva Inquisición,
más terrible que la del tiempo de los Reyes Católicos, y aun se ha
dispensado á la de éstos cierta indulgencia, que no se ha concedido á
la de aquél. Por de pronto, resalta aquí una inexactitud histórica muy
grande; porque Felipe II no fundó una nueva Inquisición: sostuvo la que
le habían legado los Reyes Católicos, y recomendado muy particularmente
en testamento su padre y antecesor Carlos V. La comisión de las Cortes
de Cádiz, en el proyecto de abolición de dicho tribunal, al paso que
excusa la conducta de los Reyes Católicos, vitupera severamente la de
Felipe II, y procura que recaigan sobre este príncipe toda la odiosidad
y toda la culpa. Un ilustre escritor francés que ha tratado poco ha
esta cuestión importante, se ha dejado llevar de las mismas ideas con
aquel candor que es no pocas veces el patrimonio del genio. «Hubo en
la Inquisición de España, dice el ilustre Lacordaire, dos momentos
solemnes, que es preciso no confundir: uno al fin del siglo XV, bajo
Fernando é Isabel, antes que los moros fuesen echados de Granada, su
último asilo; otro á mediados del siglo XVI bajo Felipe II, cuando el
Protestantismo amenazaba introducirse en España, La comisión de las
Cortes distinguió perfectamente estas dos épocas, marcando de ignominia
la Inquisición de Felipe II, y expresándose con mucha moderación con
respecto á la de Isabel y de Fernando.» Cita en seguida un texto donde
se afirma que Felipe II fué el verdadero fundador de la Inquisición, y
que, si ésta se elevó en seguida á tan alto poder, todo fué debido á
la refinada política de aquel príncipe, añadiendo un poco más abajo el
citado escritor que Felipe II fué el inventor de los autos de fe para
aterrorizar la herejía, y que el primero se celebró en Sevilla en 1559.
(_Memoria para el restablecimiento en Francia del orden de los Frailes
Predicadores, por el abate Lacordaire._ Capítulo 6.)
Dejemos aparte la inexactitud histórica sobre la invención de los
autos de fe, pues es bien sabido que ni los sambenitos ni las hogueras
fueron invención de Felipe II. Estas inexactitudes se le escapan
fácilmente á todo escritor, mayormente cuando no recuerda un hecho
sino por incidencia; y así es que ni siquiera debemos detenernos en
eso; pero enciérrase en dichas palabras una acusación á un monarca, á
quien ya de muy antiguo no se le hace la justicia que merece. Felipe
II continuó la obra empezada por sus antecesores; y si á éstos no se
les culpa, tampoco se le debe culpar á él. Fernando é Isabel emplearon
la Inquisición contra los judíos apóstatas; ¿por qué no pudo emplearla
Felipe II contra los protestantes? Se dirá, empero, que abusó de su
derecho y que llevó su rigor hasta el exceso; mas á buen seguro que no
se anduvo muy abundante de indulgencia en tiempo de Fernando é Isabel.
¿Se han olvidado, acaso, las numerosas ejecuciones de Sevilla y otros
puntos? ¿Se ha olvidado lo que dice en su historia el Padre Mariana?
¿Se han olvidado las medidas que tomaron los papas para poner coto á
ese rigor excesivo?
Las palabras citadas contra Felipe son sacadas de la obra _La
Inquisición sin máscara_, que se publicó en España en 1811; pero se
calculará fácilmente el peso de autoridad semejante, en sabiéndose
que su autor se ha distinguido hasta su muerte por un odio profundo
contra los reyes de España. La portada de la obra llevaba el nombre de
Natanael Jomtob, pero el verdadero autor es un español bien conocido,
que en los escritos publicados al fin de su vida no parece sino que
se propuso vindicar con su desmedida exageración, y sus furibundas
invectivas, todo lo que anteriormente había atacado: tan insoportable
es su lenguaje contra todo cuanto se le ofrece al paso. Religión,
reyes, patria, clases, individuos, aun los de su mismo partido y
opiniones, todo lo insulta, todo lo desgarra, como atacado de un exceso
de rabia.
No es extraño, pues, que mirase á Felipe II como han acostumbrado
mirarle los protestantes y los filósofos; es decir, como un príncipe
arrojado sobre la tierra para oprobio y tormento de la humanidad, como
un monstruo de maquiavelismo que esparcía las tinieblas para cebarse á
mansalva en la crueldad y tiranía.
No seré yo quien me encargue de justificar en todas sus partes la
política de Felipe II, ni negaré que haya alguna exageración en los
elogios que le han tributado algunos escritores españoles; pero tampoco
puede ponerse en duda que los protestantes, y los enemigos políticos
de este monarca, han tenido un constante empeño en desacreditarle.
¿Y sabéis por qué los protestantes le han profesado á Felipe II tan
mala voluntad? Porque él fué quien impidió que penetrara en España
el Protestantismo, él fué quien sostuvo la causa de la Iglesia
católica en aquel agitado siglo. Dejemos aparte los acontecimientos
transcendentales al resto de Europa, de los cuales cada uno juzgará
como mejor le agradare; pero, ciñéndonos á España, puede asegurarse que
la introducción del Protestantismo era inminente, inevitable, sin el
sistema seguido por aquel monarca. Si en este ó aquel caso hizo servir
la Inquisición á su política, éste es otro punto que no nos toca
examinar aquí; pero reconózcase al menos que la Inquisición no era un
mero instrumento de miras ambiciosas, sino una institución sostenida en
vista de un peligro inminente.
De los procesos formados por la Inquisición en aquella época, resulta
con toda evidencia que el Protestantismo andaba cundiendo en España de
una manera increíble. Eclesiásticos distinguidos, religiosos, monjas,
seglares de categoría, en una palabra, individuos de las clases más
influyentes, se hallaron contagiados de los nuevos errores; bien se
echa de ver que no eran infructuosos los esfuerzos de los protestantes
para introducir en España sus doctrinas, cuando procuraban de todos
modos llevarnos los libros que las contenían, hasta valiéndose de la
singular estratagema de encerrarlos en botas de vino de Champaña y
Borgoña, con tal arte, que los aduaneros no podían alcanzar á descubrir
el fraude, como escribía á la sazón el embajador de España en París.
Una atenta observación del estado de los espíritus en España en aquella
época, haría conjeturar el peligro, aun cuando hechos incontestables
no hubieran venido á manifestarle. Los protestantes tuvieron buen
cuidado de declamar contra los abusos, presentándose como reformadores,
y trabajando por atraer á su partido á cuantos estaban animados de
un vivo deseo de reforma. Este deseo existía en la Iglesia de mucho
antes; y si bien es verdad que en unos el espíritu de reforma era
inspirado por malas intenciones, ó, en otros términos, disfrazaban con
este nombre su verdadero proyecto, que era de destrucción, también es
cierto que en muchos católicos sinceros había un deseo tan vivo de
ella, que llegaba á celo imprudente y rayaba en ardor destemplado. Es
probable que este mismo celo llevado hasta la exaltación se convertiría
en algunos en acrimonia; y que así prestarían más fácilmente oídos
á las insidiosas sugestiones de los enemigos de la Iglesia. Quizás
no fueron pocos los que empezaron por un celo indiscreto, cayeron
en la exageración, pasaron en seguida á la animosidad, y al fin se
precipitaron en la herejía. No faltaba en España esta disposición de
espíritu, que, desenvuelta con el curso de los acontecimientos, hubiera
dado frutos amargos, por poco que el Protestantismo hubiese podido
tomar pie. Sabido es que en el concilio de Trento se distinguieron
los españoles por su celo reformador y por la firmeza en expresar sus
opiniones: y es necesario advertir que, una vez introducida en un país
la discordia religiosa, los ánimos se exaltan con las disputas, se
irritan con el choque continuo, y á veces hombres respetables llegan
á precipitarse en excesos, de que poco antes ellos mismos se habrían
horrorizado. Difícil es decir á punto fijo lo que hubiera sucedido por
poco que en este punto se hubiese aflojado; lo cierto es que, cuando
uno lee ciertos pasajes de Luis Vives, de Arias Montano, de Carranza,
de la consulta de Melchor Cano, parece que está sintiendo en aquellos
espíritus cierta inquietud y agitación, como aquellos sordos mugidos
que anuncian en lontananza el comienzo de la tempestad.
La famosa causa del arzobispo de Toledo fray Bartolomé de Carranza
es uno de los hechos que se han citado más á menudo en prueba de la
arbitrariedad con que procedía la Inquisición de España. Ciertamente
es mucho el interés que excita el ver sumido de repente en estrecha
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