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El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 22
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concebir que en esta parte se aventajasen los bárbaros del Norte á los
griegos y romanos?
¿Á qué semejantes paradojas? ¿Á qué semejante trastorno y confusión de
ideas? ¿Qué valen las palabras, por brillantes que sean, cuando nada
significan? ¿Qué valen las observaciones, por delicadas que parezcan,
cuando el entendimiento á la primera ojeada descubre en ellas la
inexactitud y la vaguedad, y, examinándolas á fondo, las encuentra
llenas de incoherencias y de absurdos?
CAPITULO XXII
Si profundizamos la cuestión que se agita, si no nos dejamos llevar
hasta el error y la extravagancia por la manía de pasar plaza de
pensadores profundos y de observadores muy delicados, si hacemos uso
de una recta y templada filosofía, fundada en los hechos que nos
suministra la historia, echaremos de ver que la diferencia capital
entre nuestra civilización y las antiguas, con respecto al individuo,
consistía en que el _hombre, como hombre_, no era estimado en lo que
vale. No faltaban ni el _sentimiento de independencia personal_, ni
el anhelo de _complacerse y gozar, ni cierto orgullo de sentirse
hombre_: el defecto no estaba en el corazón, sino en la cabeza. Lo que
faltaba, sí, era la comprensión de toda la dignidad del hombre, era el
alto concepto que de nosotros mismos nos ha dado el Cristianismo, al
paso que con admirable sabiduría nos ha manifestado también nuestras
flaquezas; lo que faltaba, sí, á las sociedades antiguas, lo que ha
faltado y faltará á todas en las que no reine el Cristianismo, era
ese respeto, esa consideración de que entre nosotros está rodeado
un individuo, un _hombre sólo por ser hombre_. Entre los griegos el
griego lo es todo; los extranjeros, los bárbaros, no son nada; en
Roma el título de ciudadano romano hace al hombre; quien carece de
ese título, es nada. En los países cristianos, si nace una criatura
deforme ó privada de algún miembro, excita la compasión, es objeto
de más tierna solicitud, bástale para ello el ser hombre, y, sobre
todo, hombre desgraciado; entre los antiguos era mirada una criatura
así como cosa inútil, despreciable, y, en ciertas ciudades, como por
ejemplo en Lacedemonia, estaba prohibido alimentarla, y por orden de
los magistrados encargados de la policía de los nacimientos ¡horror
causa decirlo! era arrojada á una sima. Era un hombre; pero esto ¿qué
importaba? Era un hombre que para nada podía servir, y una sociedad
sin entrañas no quería imponerse la carga de mantenerle. Léase á
Platón (_Lib. 5 de Rep._), á Aristóteles (_Pol._, lib. 7, c. 15 y
16), y se verá los medios crueles que sabían excogitar esos filósofos
para precaver el excesivo progreso que ha hecho la sociedad bajo la
influencia del Cristianismo, en todo lo que dice relación al hombre.
Los juegos públicos, esas horrendas escenas en que morían á centenares
los hombres, para divertir á un concurso desnaturalizado, ¿no son un
elocuente testimonio de cuán en poco era tenido el hombre, pues que tan
bárbaramente se le sacrificaba por motivos los más livianos?
El derecho del más fuerte estaba terriblemente practicado por los
antiguos, y ésta es una de las causas á que debe atribuirse esa
absorción, por decirlo así, en que vemos al individuo con respecto á
la sociedad. La sociedad era fuerte, el individuo era débil; y así la
sociedad absorbía al individuo, se arrogaba sobre él cuantos derechos
puedan imaginarse; y, si alguna vez servía de embarazo, podía estar
seguro de ser aplastado con mano de hierro. Al leer el modo con que
explica M. Guizot esta particularidad de las civilizaciones antiguas,
no parece sino que en ellas había un patriotismo desconocido, entre
nosotros, patriotismo que, llevado hasta la exageración, y no andando
acompañado del sentimiento de independencia personal, producía esa
especie de absorción individual, ese anonadamiento del individuo
en presencia de la sociedad. Si hubiese reflexionado más á fondo
sobre esta materia, habría alcanzado fácilmente que no estribaba la
diferencia en que unos hombres tuvieran unos sentimientos de que
carezcan los otros, sino en que se ha verificado una revolución inmensa
en las ideas, en que el individuo, el hombre, es tenido en mucho,
cuando entonces era tenido en nada; y de aquí no era difícil inferir
que las mismas diferencias que se notasen en los sentimientos, debían
tener su origen en la diferencia de las ideas.
En efecto, no es extraño que, viendo el individuo cuán en poco era
tenido por sí mismo, viendo el poder ilimitado que sobre él se arrogaba
la sociedad, y que sirviendo de estorbo era pulverizado, nada extraño
es que él mismo se formase de la sociedad y del poder público una
idea exagerada, que se anonadase en su corazón ante ese coloso que le
infundía miedo, y que, lejos de mirarse como miembro de una asociación,
cuyo objeto era la seguridad y la felicidad de todos los individuos, y
para cuyo logro era indispensable por parte de éstos el resignarse á
algunos sacrificios, se considerase antes bien como una cosa consagrada
á esta asociación, y en cuyas aras debía ofrecerse en holocausto sin
reparos de ninguna clase. Ésta es la condición del hombre: cuando un
poder obra sobre él por mucho tiempo en acción ilimitada, ó se indigna
contra este poder y le rechaza con violencia, ó bien se humilla, se
abate, se anonada ante aquella fuerza cuya acción prepotente le doblega
y aterra. Véase si es éste el contraste que sin cesar nos ofrecen las
sociedades antiguas: la más ciega sumisión, el anonadamiento, de una
parte, y, de otra, el espíritu de insubordinación, de resistencia,
manifestado en explosiones terribles. Así, y sólo así, es posible
comprender cómo unas sociedades en que la agitación y las turbulencias
eran, por decirlo así, el estado normal, nos presentan ejemplos tan
asombrosos como Leónidas pereciendo con sus trescientos lacedemonios en
el paso de las Termópilas, Scévola con la mano en el brasero, Régulo
volviéndose á Cartago para padecer y morir, y Marco Curcio arrojándose
armado en la insondable sima abierta en medio de Roma.
Todo esto, que á primera vista pudiera parecer inconcebible, se aclara
perfectamente cotejándolo con lo acontecido en las revoluciones de
los tiempos modernos. Trastornos terribles han desquiciado algunas
naciones; la lucha de las ideas é intereses, trayendo consigo el calor
de las pasiones, acarreó por algunos intervalos, más ó menos duraderos,
el olvido de las verdaderas relaciones sociales: ¿y qué sucedió? Que,
al paso que se proclamaba una libertad sin límites, y se ponderaban sin
cesar los derechos del individuo, levantábase en medio de la sociedad
un poder terrible, que, concentrando en su mano toda la fuerza pública,
la descargaba del modo más inhumano sobre el individuo. En esas épocas
resucitaba en toda su fuerza la formidable máxima del _salus populi_
de los antiguos, pretexto de tantos y tan horrendos atentados; y, por
otra parte, se veía renacer aquel patriotismo frenético y feroz, que
los hombres superficiales admiran en los ciudadanos de las antiguas
repúblicas.
¡Cosa notable! Algunos escritores habían prodigado desmedidos elogios
á los antiguos, y sobre todo á los romanos; parece que tenían vivos
deseos de que la civilización moderna se amoldase á la antigua;
hiciéronse locas tentativas, se atacó con inaudita violencia la
organización social existente, procuróse con ahinco que perecieran,
ó al menos se sofocaran, las ideas cristianas sobre el individuo y
la sociedad, se pidieron inspiraciones á las sombras de los antiguos
romanos, y en el brevísimo plazo que duró el ensayo, viéronse también,
cual en la antigua Roma, rasgos admirables de fortaleza, de valor,
de patriotismo, contrastando de un modo horroroso con inauditas
crueldades, con horrendos crímenes; y en medio de una nación grande y
generosa, viéronse aparecer de nuevo con espanto de la humanidad los
sangrientos espectros de Mario y Sila. Tanta verdad es que el hombre
es el mismo por todas partes, y que un mismo orden de ideas viene, al
fin, á engendrar un mismo orden de hechos. Que desaparezcan la ideas
cristianas, que las ideas antiguas recobren su fuerza, y veréis que el
mundo nuevo se parecerá al mundo viejo.
Felizmente para la humanidad, esto es imposible; todos los ensayos
hechos hasta ahora para lograr tan funesto efecto han sido y debido
ser poco duraderos; lo propio sucederá en adelante; pero la página
ensangrentada que dejan en la historia de la humanidad tan criminales
tentativas, ofrece un rico caudal de reflexiones al observador filósofo
para conocer á fondo las delicadas é íntimas relaciones de las ideas
con los hechos, para contemplar en su desnudez la vasta trama de
la organización social, y apreciar en su justo valor la influencia
benéfica ó nociva de las varias religiones y sistemas filosóficos.
Las épocas de revolución, es decir, aquellas épocas tempestuosas en
que se hunden los gobiernos unos tras otros, como edificios cimentados
sobre un terreno volcanizado, llevan todas ese carácter que las
distingue: _el predominio de los intereses del poder público sobre
todos los intereses privados_. Nunca es más flaco ese poder, nunca es
menos duradero; pero nunca es más violento, más frenético; todo lo
sacrifica á su seguridad ó á su venganza; la sombra de sus enemigos
le persigue y le hace estremecer á todas horas; su propia conciencia
le atormenta y no le deja descanso; la debilidad de su organización y
la movilidad de su asiento le advierten á cada paso de la proximidad
de su caída, y en su impotente desesperación se agita y se revuelve
convulsivo, como un moribundo que expira entre padecimientos atroces.
¿Qué es entonces á sus ojos la vida de los ciudadanos, si esta vida
puede inspirarle la más leve, la más remota sospecha? Si con la sangre
de millares de víctimas puede alcanzar algunos momentos de seguridad,
si puede prolongar por algunos días más su existencia: «perezcan, dice,
perezcan mis enemigos; así lo exige la seguridad del Estado; es decir,
la mía.»
¿Y de dónde tanto frenesí? ¿de dónde tanta crueldad? ¿Sabéis de dónde?
La causa está en que, derribado el gobierno antiguo por medio de la
fuerza, y entronizado otro en su lugar, apoyado sólo en la fuerza, la
idea del derecho ha desaparecido de la región del poder, la legitimidad
no le escuda, su misma novedad le muestra como de poco valer, y le
augura escasa duración; y, falto de razón y de justicia, y viéndose
precisado á invocarlas para sostenerse, las busca en la misma necesidad
de un poder, en esa necesidad social que está siempre patente; proclama
que la salud del pueblo es la suprema ley, y entonces la propiedad, la
vida del individuo son nada, se aniquilan completamente á la vista de
un espectro sangriento, que se levanta en el centro de la sociedad, y
que, armado con la fuerza, y rodeado de satélites y de cadalsos dice:
«yo soy el poder público, á mí me está confiada la salud del pueblo, yo
soy el que vela por los intereses de la sociedad.»
¿Y sabéis lo que acontece entonces con esa falta absoluta de respeto
al individuo, con ese completo aniquilamiento del hombre ante el poder
aterrador que se pretende representante de la sociedad? Sucede que
renace el sentimiento de asociación en diferentes sentidos; pero no un
sentimiento dirigido por la razón y por miras benéficas y previsoras,
sino un sentimiento ciego, instintivo, que lleva á los hombres á no
quedarse solos, sin defensa, en medio del campo de batalla y asechanzas
en que se ha convertido la sociedad; que los conduce á unirse, ó para
sostener al poder, si, arrastrados por el torbellino de la revolución,
se han identificado con él y le miran como su único resguardo y
defensa contra los enemigos que les amenazan, ó para derribarle, si,
arrojados por una ú otra causa á las filas contrarias, le contemplan
como su enemigo más capital, y la fuerza de que dispone, como una
espada levantada de continuo sobre sus cabezas. Entonces se verifica
que los hombres pertenecen á una asociación, están consagrados á
una asociación, y por esta asociación están prontos á sacrificarse;
porque no pueden vivir solos, porque conocen, ó sienten al menos
instintivamente, que el individuo es nada, porque, rotos todos los
diques que mantenían el orden social, no le queda al individuo aquella
esfera tranquila donde podía vivir sosegado, independiente, seguro de
que un poder, fundado en la legitimidad y guiado por la razón y la
justicia, velaba por la conservación del orden público y por el respeto
de los derechos del individuo. Entonces los medrosos tiemblan y se
humillan, y empiezan á representar la primera escena de la esclavitud,
donde el oprimido besa la mano opresora, donde la víctima adora al
verdugo; los más audaces, ó se resisten y pelean, ó se buscan y reunen
en las sombras, preparando explosiones terribles; nadie pertenece
á sí mismo; el individuo se siente absorbido por todas partes, ó
por la fuerza que oprime, ó por la fuerza que conspira; porque sólo
la justicia es el numen tutelar de los individuos; y, cuando ella
desaparece, no son más que imperceptibles granos de arena arrebatados
por el huracán, gotas de agua confundidas en las oleadas de una
tormenta.
Concebid sociedades donde no reine ese frenesí que nunca puede ser
duradero, pero que, sin embargo, no posean las verdaderas ideas sobre
los derechos y deberes del individuo y del poder público; sociedades
donde se encuentren como divagando al acaso algunas nociones sobre esos
puntos cardinales, pero inciertas, obscuras, imperfectas, ahogadas en
la atmósfera de mil preocupaciones y errores, donde bajo esa influencia
se haya organizado un poder público, con estas ó aquellas formas, pero
que al fin haya llegado á solidarse por la fuerza del hábito, y por
falta de otro mejor que satisfaga las necesidades más urgentes de la
sociedad; y entonces habréis concebido las sociedades antiguas, mejor
diremos, las sociedades sin el Cristianismo; entonces concebiréis
el anonadamiento del individuo ante la fuerza del poder público, sea
bajo el despotismo asiático, sea bajo la turbulenta democracia de las
antiguas repúblicas. Es lo mismo que habréis podido observar en las
sociedades modernas en las épocas de revolución; sólo que en estas
sociedades es pasajero y estrepitoso ese mal, cual los estragos de
una tempestad; pero en las antiguas era su estado normal, como una
atmósfera viciada, que afecta y daña sin cesar á los que viven en ella.
Si examinamos la causa de dos fenómenos tan encontrados, como son,
la exaltación patriótica de los antiguos griegos y romanos, y la
postración y abatimiento político en que yacían otros pueblos, y en que
yacen todavía aquellos donde no domina el Cristianismo; si buscamos
la raíz de esa abnegación individual que se descubre en el fondo de
dos sentimientos tan opuestos; si investigamos cuál es la causa de que
no se encuentre ni en unos ni en otros ese desarrollo individual que
se observa en Europa, acompañado de un patriotismo razonable, pero
que no sofoca el sentimiento de una legítima independencia personal;
encontraremos una muy poderosa en que el hombre no se conocía á sí
mismo, no sabía bien lo que era; y que sus verdaderas relaciones con la
sociedad eran miradas al través de mil preocupaciones y errores, y, por
consiguiente, mal comprendidas.
Á la luz de estas observaciones se echa de ver que la admiración por el
patriótico desprendimiento, por la heroica abnegación de los antiguos,
se ha llevado quizás demasiado lejos; y que tanto distan esas calidades
de revelar en ellos una mayor perfección individual, una elevación de
alma superior á la de los hombres de los tiempos modernos, que antes
bien podrían indicar ideas menos altas que las nuestras, sentimientos
menos independientes que los nuestros. Y qué, ¿no conciben, acaso,
algunos ciegos admiradores de los antiguos cómo pueden sostenerse
tan extrañas aserciones? Entonces les diré que admiren también á las
mujeres de la India al arrojarse tranquilas á la hoguera después de
la muerte de sus maridos; que admiren al esclavo que se da la muerte
porque no puede sobrevivir á su dueño; y entonces notarán que la
abnegación personal no es siempre señal infalible de elevación de alma,
sino que á veces puede ser el resultado de no conocer toda la dignidad
propia, de imaginarse consagrado á otro ser, absorbido por él, de mirar
la propia existencia como una cosa secundaria, sin más objeto que el de
servir á otra existencia.
Y no queremos, no, rebajar en nada el mérito que á los antiguos
legítimamente pertenezca; no queremos, no, deprimir su heroísmo en
lo que tenga de justo y de laudable; no queremos, no, atribuir á los
modernos un individualismo egoísta que les impida el sacrificarse
individualmente por su patria: tratamos únicamente de señalar á cada
cosa su justo lugar, disipando preocupaciones hasta cierto punto
excusables, pero que no dejan de falsear lastimosamente los principales
puntos de vista de la historia antigua y moderna.
Á ese anonadamiento del individuo, que notamos en los antiguos,
contribuían también la escasez y la imperfección de su desarrollo
moral, la falta de reglas en que se hallaba con respecto á su dirección
propia, por cuyo motivo la sociedad se entrometía en todas sus cosas,
como si la razón pública hubiese querido suplir el defecto de la razón
privada. Si bien se observa, se notará que, aun en los países en que
metía más ruido la libertad política, era harto desconocida la libertad
civil; de manera que, mientras los ciudadanos se lisonjeaban de ser
muy libres porque podían tomar parte en las deliberaciones de la plaza
pública, eran privados de aquella libertad que más de cerca interesa
al hombre, cual es, la que ahora se denomina civil. Podemos formar
concepto de las ideas y costumbres de los antiguos sobre este punto,
leyendo á uno de sus más célebres escritores políticos: Aristóteles.
Nótase en los escritos de este filósofo que apenas acertaba á ver otro
título que hiciera digno del nombre de ciudadano que el tomar parte en
el gobierno de la república; y estas ideas, que pudieran parecer muy
democráticas, muy á propósito para extender los derechos de la clase
más numerosa, y que quizás algunos creerían dimanadas de la exageración
de la dignidad del hombre, se hermanaban muy bien en su mente con un
profundo desprecio del mismo hombre, con el sistema de vincular en
un reducido número todos los honores y consideraciones, condenando
al abatimiento y á la nulidad, nada menos que todos los labradores,
artesanos y mercaderes. (_Pol._ L. 7, c. 9 y 12. L. 8, c. 1 y 2, L.
3, c. 1.) Ya se ve que esto suponía ideas muy peregrinas sobre el
individuo y la sociedad, y confirma más y más lo que he dicho arriba
sobre el origen de las extrañezas, por no decir monstruosidades, que
nos admiran en las repúblicas antiguas. Lo repetiré, porque conviene
mucho no olvidarlo: una de las principales raíces del mal, era la
falta de conocimiento del hombre, era el poco aprecio de su dignidad
en cuanto hombre, era que el individuo estaba escaso de reglas para
dirigirse á sí mismo y para conciliarse la estimación; en una palabra,
era que faltaban las luces cristianas que debían esclarecer el caos.
Tan profundamente se ha grabado en el corazón de las sociedades
modernas ese sentimiento de la dignidad del hombre, con tales
caracteres se halla escrita por doquiera la verdad de que el hombre,
ya por solo este título, es muy respetable, muy digno de alta
consideración, que aquellas escuelas que se han propuesto realzar al
individuo, aunque sea con inminente riesgo de un espantoso trastorno
en la sociedad, toman siempre por tema de su enseñanza, esa dignidad,
esa nobleza, distinguiéndose sobremanera de los antiguos demócratas,
en que éstos se agitaban en un círculo reducido, mezquino, sin pasar
más allá de un cierto orden de cosas, sin extender su vista fuera de
los límites del propio país; cuando en el espíritu de los demócratas
modernos se nota un anhelo de invasión en todos los ramos, un ardor de
provocación que abarca todo el mundo: nunca invocan nombres pequeños;
_el hombre, su razón, sus derechos imprescriptibles_: he aquí sus
temas. Preguntadles qué quieren, y os dirán que quieren pasar el nivel
sobre todas las cabezas, para defender la santa causa de la humanidad.
Esta exageración de ideas, motivo y pretexto de tantos trastornos
y crímenes, nos revela un hecho precioso, cual es, el progreso
inmenso que á las ideas sobre la dignidad de nuestra naturaleza ha
comunicado el Cristianismo, pues que en las sociedades que le deben su
civilización, cuando se trata de extraviarlas, no se encuentra medio
más á propósito que el invocar esa dignidad.
Como la religión cristiana es altamente enemiga de todo lo criminal,
y no podía consentir que, á nombre de defender y realzar la dignidad
humana, se trastornase la sociedad, muchos de los más ardientes
demócratas se han desatado en injurias y sarcasmos contra la religión;
pero, como también la historia está diciendo muy alto que todo cuanto
se sabe y se siente de verdadero, de justo y de razonable sobre este
punto, es debido á la religión cristiana, se ha tanteado últimamente
si se podría hacer una monstruosa alianza entre las ideas cristianas y
lo más extravagante de las democráticas: un hombre demasiado célebre
se ha encargado del proyecto; pero el verdadero Cristianismo, es
decir, el Catolicismo, rechaza esas monstruosas alianzas, y no conoce
á sus más insignes apologistas, así que llegan á desviarse del camino
señalado por la eterna verdad. El abate de Lamennais vaga ahora por las
tinieblas del error abrazado con una mentida sombra de Cristianismo;
y el supremo Pastor de la Iglesia ha levantado ya su augusta voz para
prevenir á los fieles contra las ilusiones con que podría deslumbrarnos
un nombre por tantos títulos ilustre.
CAPITULO XXIII
Si, entendiendo el individualismo en un sentido justo y razonable; si,
tomando el sentimiento de la independencia personal en una acepción,
que ni repugne á la perfección del individuo, ni esté en lucha con los
principios constitutivos de toda sociedad, queremos hallar otras causas
que hayan influído en el desarrollo de ese sentimiento, aun pasando
por alto una de las principales, señalada ya más arriba, cual es, la
verdadera idea del hombre y de sus relaciones con sus semejantes,
encontraremos todavía en las mismas entrañas del Catolicismo, algunas
sobremanera dignas de llamar la atención. M. Guizot se ha equivocado
grandemente cuando ha pretendido equiparar á los fieles con los
antiguos romanos en punto á falta del sentimiento de independencia
personal; nos pinta al individuo fiel como absorbido por la asociación
de la Iglesia, como enteramente consagrado á ella, como pronto á
sacrificarse por ella; de manera que lo que hacía obrar al fiel, eran
los intereses de la asociación. En esto hay un error; pero, como lo que
ha dado quizás ocasión á este error, es una verdad, menester se hace
deslindar los objetos con mucho cuidado.
Es indudable que desde la cuna del Cristianismo fueron los fieles
sumamente adictos á la Iglesia, y que siempre se entendió que dejaba de
ser contado en el número de los verdaderos discípulos de Jesucristo el
que se apartase de la comunión de la Iglesia. Es indudable también que
«tenían los fieles, como dice M. Guizot, un vivo apego á la Iglesia,
un rendido acatamiento á sus leyes, un fuerte empeño de extender su
imperio»; pero no es verdad que obrase en el fondo de todos estos
sentimientos, como causa de ellos, el solo espíritu de asociación, y
que esto excluyese el desarrollo del verdadero individualismo. El fiel
pertenecía á una asociación, pero esta asociación él la miraba como
un medio de alcanzar su felicidad eterna, como una nave en que andaba
embarcado entre las borrascas de este mundo para llegar salvo al puerto
de la eternidad; y, si bien creía imposible el salvarse fuera de ella,
no se entendía consagrado á ella, sino á Dios. El romano estaba pronto
á sacrificarse por su patria; el fiel, por su fe; cuando el romano
moría, moría por su patria; pero, cuando el fiel moría, no moría por
la Iglesia, sino que moría por su Dios. Ábranse los monumentos de la
Historia eclesiástica, léanse las actas de los mártires, y véase lo que
sucedía en aquel lance terrible, en que el Cristianismo manifestaba
todo lo que era; en que, á la vista de los potros, de las hogueras y
de los más horrendos suplicios, se manifestaba en toda su verdad el
resorte que obraba en el corazón del fiel. Les pregunta el juez su
nombre; lo declaran, y manifiestan que son cristianos: se les invita
á que sacrifiquen á los dioses: «nosotros no sacrificamos sino á un
solo Dios, criador del cielo y de la tierra»; se les echa en cara como
ignominioso el seguir á un hombre que fué clavado en cruz; ellos tienen
á mucha honra la ignominia de la cruz, y proclaman altamente que el
crucificado es su Salvador y su Dios: se les amenaza con los tormentos;
los desprecian porque son pasajeros, y se regocijan de que puedan
sufrir algo por Jesucristo: la cruz del suplicio está ya aparejada,
ó la hoguera arde á su vista, ó el verdugo tiene levantada el hacha
fatal que ha de cortarles la cabeza; nada les importa, esto es un
instante, y en pos viene una nueva vida, una felicidad inefable, y sin
fin. Échase de ver en todo esto que lo que movía el corazón del fiel,
eran el amor de su Dios y el interés de la felicidad eterna; y que,
por consiguiente, es falso y muy falso que el fiel se pareciese á los
antiguos republicanos, anonadando su individuo ante la asociación á que
pertenecía, y dejando que en ella se absorbiese á su persona como una
gota de agua en la inmensidad del Océano. El individuo fiel pertenecía
á una asociación que le daba la pauta de su creencia y la norma de
su conducta: á esta asociación la miraba como fundada y dirigida por
el mismo Dios; pero su mente y su corazón se elevaban hasta el mismo
Dios, y, cuando escuchaba la voz de la Iglesia, creía también hacer su
negocio propio, individual, nada menos que el de su felicidad eterna.
El deslinde que se acaba de hacer era muy necesario en esta materia,
donde son tan varias y delicadas las relaciones, que la más ligera
confusión puede conducir á errores de monta, haciendo, de otra parte,
perder de vista un hecho recóndito y preciosísimo, que arroja mucha
luz para estimar debidamente las causas del desarrollo y perfección
del individuo en la civilización cristiana. Necesario como es un orden
social al que esté sometido el individuo, conviene, sin embargo, que
éste no sea de tal modo absorbido por aquél, de manera que sólo se le
conciba como parte de la sociedad, sin que tenga una esfera de acción
que pueda considerársele como propia. Á no ser así, no se desarrollará
jamás de un modo cabal la verdadera civilización, la que, consistiendo
en la perfección simultánea del individuo y de la sociedad, no puede
existir á no ser que tanto ésta como aquél tengan sus órbitas de tal
manera arregladas, que el movimiento que se hace en la una, no embargue
ni embarace el de la otra.
Previas esas reflexiones, sobre las que llamo muy particularmente la
atención de todos los hombres pensadores, observaré lo que quizás no se
ha observado todavía, y es, que el Cristianismo contribuyó sobremanera
á crear esa esfera individual en que el hombre, sin quebrantar los
lazos que le unen á la sociedad, desenvuelve todas sus facultades.
De la boca de un apóstol salieron aquellas generosas palabras que
encierran nada menos que una severa limitación del poder político,
que proclaman nada menos que este poder no debe ser reconocido por el
individuo, cuando se propasa á exigirle lo que éste cree contrario á su
conciencia: _Obedire oportet Deo magis quam hominibus_. (_Act._, c.
5, v. 29.) _Primero se ha de obedecer á Dios que á los hombres._ Los
cristianos fueron los primeros que dieron el grandioso ejemplo de que
individuos de todos países, edades, sexos y condiciones, arrostrasen
toda la cólera del poder y todo el furor de las pasiones populares,
antes de pronunciar una palabra que los manifestase desviados de los
principios que profesaban en el santuario de su conciencia: y esto no
con las armas en la mano, no en conmociones populares donde pudiesen
despertarse las pasiones fogosas que comunican al alma una energía
griegos y romanos?
¿Á qué semejantes paradojas? ¿Á qué semejante trastorno y confusión de
ideas? ¿Qué valen las palabras, por brillantes que sean, cuando nada
significan? ¿Qué valen las observaciones, por delicadas que parezcan,
cuando el entendimiento á la primera ojeada descubre en ellas la
inexactitud y la vaguedad, y, examinándolas á fondo, las encuentra
llenas de incoherencias y de absurdos?
CAPITULO XXII
Si profundizamos la cuestión que se agita, si no nos dejamos llevar
hasta el error y la extravagancia por la manía de pasar plaza de
pensadores profundos y de observadores muy delicados, si hacemos uso
de una recta y templada filosofía, fundada en los hechos que nos
suministra la historia, echaremos de ver que la diferencia capital
entre nuestra civilización y las antiguas, con respecto al individuo,
consistía en que el _hombre, como hombre_, no era estimado en lo que
vale. No faltaban ni el _sentimiento de independencia personal_, ni
el anhelo de _complacerse y gozar, ni cierto orgullo de sentirse
hombre_: el defecto no estaba en el corazón, sino en la cabeza. Lo que
faltaba, sí, era la comprensión de toda la dignidad del hombre, era el
alto concepto que de nosotros mismos nos ha dado el Cristianismo, al
paso que con admirable sabiduría nos ha manifestado también nuestras
flaquezas; lo que faltaba, sí, á las sociedades antiguas, lo que ha
faltado y faltará á todas en las que no reine el Cristianismo, era
ese respeto, esa consideración de que entre nosotros está rodeado
un individuo, un _hombre sólo por ser hombre_. Entre los griegos el
griego lo es todo; los extranjeros, los bárbaros, no son nada; en
Roma el título de ciudadano romano hace al hombre; quien carece de
ese título, es nada. En los países cristianos, si nace una criatura
deforme ó privada de algún miembro, excita la compasión, es objeto
de más tierna solicitud, bástale para ello el ser hombre, y, sobre
todo, hombre desgraciado; entre los antiguos era mirada una criatura
así como cosa inútil, despreciable, y, en ciertas ciudades, como por
ejemplo en Lacedemonia, estaba prohibido alimentarla, y por orden de
los magistrados encargados de la policía de los nacimientos ¡horror
causa decirlo! era arrojada á una sima. Era un hombre; pero esto ¿qué
importaba? Era un hombre que para nada podía servir, y una sociedad
sin entrañas no quería imponerse la carga de mantenerle. Léase á
Platón (_Lib. 5 de Rep._), á Aristóteles (_Pol._, lib. 7, c. 15 y
16), y se verá los medios crueles que sabían excogitar esos filósofos
para precaver el excesivo progreso que ha hecho la sociedad bajo la
influencia del Cristianismo, en todo lo que dice relación al hombre.
Los juegos públicos, esas horrendas escenas en que morían á centenares
los hombres, para divertir á un concurso desnaturalizado, ¿no son un
elocuente testimonio de cuán en poco era tenido el hombre, pues que tan
bárbaramente se le sacrificaba por motivos los más livianos?
El derecho del más fuerte estaba terriblemente practicado por los
antiguos, y ésta es una de las causas á que debe atribuirse esa
absorción, por decirlo así, en que vemos al individuo con respecto á
la sociedad. La sociedad era fuerte, el individuo era débil; y así la
sociedad absorbía al individuo, se arrogaba sobre él cuantos derechos
puedan imaginarse; y, si alguna vez servía de embarazo, podía estar
seguro de ser aplastado con mano de hierro. Al leer el modo con que
explica M. Guizot esta particularidad de las civilizaciones antiguas,
no parece sino que en ellas había un patriotismo desconocido, entre
nosotros, patriotismo que, llevado hasta la exageración, y no andando
acompañado del sentimiento de independencia personal, producía esa
especie de absorción individual, ese anonadamiento del individuo
en presencia de la sociedad. Si hubiese reflexionado más á fondo
sobre esta materia, habría alcanzado fácilmente que no estribaba la
diferencia en que unos hombres tuvieran unos sentimientos de que
carezcan los otros, sino en que se ha verificado una revolución inmensa
en las ideas, en que el individuo, el hombre, es tenido en mucho,
cuando entonces era tenido en nada; y de aquí no era difícil inferir
que las mismas diferencias que se notasen en los sentimientos, debían
tener su origen en la diferencia de las ideas.
En efecto, no es extraño que, viendo el individuo cuán en poco era
tenido por sí mismo, viendo el poder ilimitado que sobre él se arrogaba
la sociedad, y que sirviendo de estorbo era pulverizado, nada extraño
es que él mismo se formase de la sociedad y del poder público una
idea exagerada, que se anonadase en su corazón ante ese coloso que le
infundía miedo, y que, lejos de mirarse como miembro de una asociación,
cuyo objeto era la seguridad y la felicidad de todos los individuos, y
para cuyo logro era indispensable por parte de éstos el resignarse á
algunos sacrificios, se considerase antes bien como una cosa consagrada
á esta asociación, y en cuyas aras debía ofrecerse en holocausto sin
reparos de ninguna clase. Ésta es la condición del hombre: cuando un
poder obra sobre él por mucho tiempo en acción ilimitada, ó se indigna
contra este poder y le rechaza con violencia, ó bien se humilla, se
abate, se anonada ante aquella fuerza cuya acción prepotente le doblega
y aterra. Véase si es éste el contraste que sin cesar nos ofrecen las
sociedades antiguas: la más ciega sumisión, el anonadamiento, de una
parte, y, de otra, el espíritu de insubordinación, de resistencia,
manifestado en explosiones terribles. Así, y sólo así, es posible
comprender cómo unas sociedades en que la agitación y las turbulencias
eran, por decirlo así, el estado normal, nos presentan ejemplos tan
asombrosos como Leónidas pereciendo con sus trescientos lacedemonios en
el paso de las Termópilas, Scévola con la mano en el brasero, Régulo
volviéndose á Cartago para padecer y morir, y Marco Curcio arrojándose
armado en la insondable sima abierta en medio de Roma.
Todo esto, que á primera vista pudiera parecer inconcebible, se aclara
perfectamente cotejándolo con lo acontecido en las revoluciones de
los tiempos modernos. Trastornos terribles han desquiciado algunas
naciones; la lucha de las ideas é intereses, trayendo consigo el calor
de las pasiones, acarreó por algunos intervalos, más ó menos duraderos,
el olvido de las verdaderas relaciones sociales: ¿y qué sucedió? Que,
al paso que se proclamaba una libertad sin límites, y se ponderaban sin
cesar los derechos del individuo, levantábase en medio de la sociedad
un poder terrible, que, concentrando en su mano toda la fuerza pública,
la descargaba del modo más inhumano sobre el individuo. En esas épocas
resucitaba en toda su fuerza la formidable máxima del _salus populi_
de los antiguos, pretexto de tantos y tan horrendos atentados; y, por
otra parte, se veía renacer aquel patriotismo frenético y feroz, que
los hombres superficiales admiran en los ciudadanos de las antiguas
repúblicas.
¡Cosa notable! Algunos escritores habían prodigado desmedidos elogios
á los antiguos, y sobre todo á los romanos; parece que tenían vivos
deseos de que la civilización moderna se amoldase á la antigua;
hiciéronse locas tentativas, se atacó con inaudita violencia la
organización social existente, procuróse con ahinco que perecieran,
ó al menos se sofocaran, las ideas cristianas sobre el individuo y
la sociedad, se pidieron inspiraciones á las sombras de los antiguos
romanos, y en el brevísimo plazo que duró el ensayo, viéronse también,
cual en la antigua Roma, rasgos admirables de fortaleza, de valor,
de patriotismo, contrastando de un modo horroroso con inauditas
crueldades, con horrendos crímenes; y en medio de una nación grande y
generosa, viéronse aparecer de nuevo con espanto de la humanidad los
sangrientos espectros de Mario y Sila. Tanta verdad es que el hombre
es el mismo por todas partes, y que un mismo orden de ideas viene, al
fin, á engendrar un mismo orden de hechos. Que desaparezcan la ideas
cristianas, que las ideas antiguas recobren su fuerza, y veréis que el
mundo nuevo se parecerá al mundo viejo.
Felizmente para la humanidad, esto es imposible; todos los ensayos
hechos hasta ahora para lograr tan funesto efecto han sido y debido
ser poco duraderos; lo propio sucederá en adelante; pero la página
ensangrentada que dejan en la historia de la humanidad tan criminales
tentativas, ofrece un rico caudal de reflexiones al observador filósofo
para conocer á fondo las delicadas é íntimas relaciones de las ideas
con los hechos, para contemplar en su desnudez la vasta trama de
la organización social, y apreciar en su justo valor la influencia
benéfica ó nociva de las varias religiones y sistemas filosóficos.
Las épocas de revolución, es decir, aquellas épocas tempestuosas en
que se hunden los gobiernos unos tras otros, como edificios cimentados
sobre un terreno volcanizado, llevan todas ese carácter que las
distingue: _el predominio de los intereses del poder público sobre
todos los intereses privados_. Nunca es más flaco ese poder, nunca es
menos duradero; pero nunca es más violento, más frenético; todo lo
sacrifica á su seguridad ó á su venganza; la sombra de sus enemigos
le persigue y le hace estremecer á todas horas; su propia conciencia
le atormenta y no le deja descanso; la debilidad de su organización y
la movilidad de su asiento le advierten á cada paso de la proximidad
de su caída, y en su impotente desesperación se agita y se revuelve
convulsivo, como un moribundo que expira entre padecimientos atroces.
¿Qué es entonces á sus ojos la vida de los ciudadanos, si esta vida
puede inspirarle la más leve, la más remota sospecha? Si con la sangre
de millares de víctimas puede alcanzar algunos momentos de seguridad,
si puede prolongar por algunos días más su existencia: «perezcan, dice,
perezcan mis enemigos; así lo exige la seguridad del Estado; es decir,
la mía.»
¿Y de dónde tanto frenesí? ¿de dónde tanta crueldad? ¿Sabéis de dónde?
La causa está en que, derribado el gobierno antiguo por medio de la
fuerza, y entronizado otro en su lugar, apoyado sólo en la fuerza, la
idea del derecho ha desaparecido de la región del poder, la legitimidad
no le escuda, su misma novedad le muestra como de poco valer, y le
augura escasa duración; y, falto de razón y de justicia, y viéndose
precisado á invocarlas para sostenerse, las busca en la misma necesidad
de un poder, en esa necesidad social que está siempre patente; proclama
que la salud del pueblo es la suprema ley, y entonces la propiedad, la
vida del individuo son nada, se aniquilan completamente á la vista de
un espectro sangriento, que se levanta en el centro de la sociedad, y
que, armado con la fuerza, y rodeado de satélites y de cadalsos dice:
«yo soy el poder público, á mí me está confiada la salud del pueblo, yo
soy el que vela por los intereses de la sociedad.»
¿Y sabéis lo que acontece entonces con esa falta absoluta de respeto
al individuo, con ese completo aniquilamiento del hombre ante el poder
aterrador que se pretende representante de la sociedad? Sucede que
renace el sentimiento de asociación en diferentes sentidos; pero no un
sentimiento dirigido por la razón y por miras benéficas y previsoras,
sino un sentimiento ciego, instintivo, que lleva á los hombres á no
quedarse solos, sin defensa, en medio del campo de batalla y asechanzas
en que se ha convertido la sociedad; que los conduce á unirse, ó para
sostener al poder, si, arrastrados por el torbellino de la revolución,
se han identificado con él y le miran como su único resguardo y
defensa contra los enemigos que les amenazan, ó para derribarle, si,
arrojados por una ú otra causa á las filas contrarias, le contemplan
como su enemigo más capital, y la fuerza de que dispone, como una
espada levantada de continuo sobre sus cabezas. Entonces se verifica
que los hombres pertenecen á una asociación, están consagrados á
una asociación, y por esta asociación están prontos á sacrificarse;
porque no pueden vivir solos, porque conocen, ó sienten al menos
instintivamente, que el individuo es nada, porque, rotos todos los
diques que mantenían el orden social, no le queda al individuo aquella
esfera tranquila donde podía vivir sosegado, independiente, seguro de
que un poder, fundado en la legitimidad y guiado por la razón y la
justicia, velaba por la conservación del orden público y por el respeto
de los derechos del individuo. Entonces los medrosos tiemblan y se
humillan, y empiezan á representar la primera escena de la esclavitud,
donde el oprimido besa la mano opresora, donde la víctima adora al
verdugo; los más audaces, ó se resisten y pelean, ó se buscan y reunen
en las sombras, preparando explosiones terribles; nadie pertenece
á sí mismo; el individuo se siente absorbido por todas partes, ó
por la fuerza que oprime, ó por la fuerza que conspira; porque sólo
la justicia es el numen tutelar de los individuos; y, cuando ella
desaparece, no son más que imperceptibles granos de arena arrebatados
por el huracán, gotas de agua confundidas en las oleadas de una
tormenta.
Concebid sociedades donde no reine ese frenesí que nunca puede ser
duradero, pero que, sin embargo, no posean las verdaderas ideas sobre
los derechos y deberes del individuo y del poder público; sociedades
donde se encuentren como divagando al acaso algunas nociones sobre esos
puntos cardinales, pero inciertas, obscuras, imperfectas, ahogadas en
la atmósfera de mil preocupaciones y errores, donde bajo esa influencia
se haya organizado un poder público, con estas ó aquellas formas, pero
que al fin haya llegado á solidarse por la fuerza del hábito, y por
falta de otro mejor que satisfaga las necesidades más urgentes de la
sociedad; y entonces habréis concebido las sociedades antiguas, mejor
diremos, las sociedades sin el Cristianismo; entonces concebiréis
el anonadamiento del individuo ante la fuerza del poder público, sea
bajo el despotismo asiático, sea bajo la turbulenta democracia de las
antiguas repúblicas. Es lo mismo que habréis podido observar en las
sociedades modernas en las épocas de revolución; sólo que en estas
sociedades es pasajero y estrepitoso ese mal, cual los estragos de
una tempestad; pero en las antiguas era su estado normal, como una
atmósfera viciada, que afecta y daña sin cesar á los que viven en ella.
Si examinamos la causa de dos fenómenos tan encontrados, como son,
la exaltación patriótica de los antiguos griegos y romanos, y la
postración y abatimiento político en que yacían otros pueblos, y en que
yacen todavía aquellos donde no domina el Cristianismo; si buscamos
la raíz de esa abnegación individual que se descubre en el fondo de
dos sentimientos tan opuestos; si investigamos cuál es la causa de que
no se encuentre ni en unos ni en otros ese desarrollo individual que
se observa en Europa, acompañado de un patriotismo razonable, pero
que no sofoca el sentimiento de una legítima independencia personal;
encontraremos una muy poderosa en que el hombre no se conocía á sí
mismo, no sabía bien lo que era; y que sus verdaderas relaciones con la
sociedad eran miradas al través de mil preocupaciones y errores, y, por
consiguiente, mal comprendidas.
Á la luz de estas observaciones se echa de ver que la admiración por el
patriótico desprendimiento, por la heroica abnegación de los antiguos,
se ha llevado quizás demasiado lejos; y que tanto distan esas calidades
de revelar en ellos una mayor perfección individual, una elevación de
alma superior á la de los hombres de los tiempos modernos, que antes
bien podrían indicar ideas menos altas que las nuestras, sentimientos
menos independientes que los nuestros. Y qué, ¿no conciben, acaso,
algunos ciegos admiradores de los antiguos cómo pueden sostenerse
tan extrañas aserciones? Entonces les diré que admiren también á las
mujeres de la India al arrojarse tranquilas á la hoguera después de
la muerte de sus maridos; que admiren al esclavo que se da la muerte
porque no puede sobrevivir á su dueño; y entonces notarán que la
abnegación personal no es siempre señal infalible de elevación de alma,
sino que á veces puede ser el resultado de no conocer toda la dignidad
propia, de imaginarse consagrado á otro ser, absorbido por él, de mirar
la propia existencia como una cosa secundaria, sin más objeto que el de
servir á otra existencia.
Y no queremos, no, rebajar en nada el mérito que á los antiguos
legítimamente pertenezca; no queremos, no, deprimir su heroísmo en
lo que tenga de justo y de laudable; no queremos, no, atribuir á los
modernos un individualismo egoísta que les impida el sacrificarse
individualmente por su patria: tratamos únicamente de señalar á cada
cosa su justo lugar, disipando preocupaciones hasta cierto punto
excusables, pero que no dejan de falsear lastimosamente los principales
puntos de vista de la historia antigua y moderna.
Á ese anonadamiento del individuo, que notamos en los antiguos,
contribuían también la escasez y la imperfección de su desarrollo
moral, la falta de reglas en que se hallaba con respecto á su dirección
propia, por cuyo motivo la sociedad se entrometía en todas sus cosas,
como si la razón pública hubiese querido suplir el defecto de la razón
privada. Si bien se observa, se notará que, aun en los países en que
metía más ruido la libertad política, era harto desconocida la libertad
civil; de manera que, mientras los ciudadanos se lisonjeaban de ser
muy libres porque podían tomar parte en las deliberaciones de la plaza
pública, eran privados de aquella libertad que más de cerca interesa
al hombre, cual es, la que ahora se denomina civil. Podemos formar
concepto de las ideas y costumbres de los antiguos sobre este punto,
leyendo á uno de sus más célebres escritores políticos: Aristóteles.
Nótase en los escritos de este filósofo que apenas acertaba á ver otro
título que hiciera digno del nombre de ciudadano que el tomar parte en
el gobierno de la república; y estas ideas, que pudieran parecer muy
democráticas, muy á propósito para extender los derechos de la clase
más numerosa, y que quizás algunos creerían dimanadas de la exageración
de la dignidad del hombre, se hermanaban muy bien en su mente con un
profundo desprecio del mismo hombre, con el sistema de vincular en
un reducido número todos los honores y consideraciones, condenando
al abatimiento y á la nulidad, nada menos que todos los labradores,
artesanos y mercaderes. (_Pol._ L. 7, c. 9 y 12. L. 8, c. 1 y 2, L.
3, c. 1.) Ya se ve que esto suponía ideas muy peregrinas sobre el
individuo y la sociedad, y confirma más y más lo que he dicho arriba
sobre el origen de las extrañezas, por no decir monstruosidades, que
nos admiran en las repúblicas antiguas. Lo repetiré, porque conviene
mucho no olvidarlo: una de las principales raíces del mal, era la
falta de conocimiento del hombre, era el poco aprecio de su dignidad
en cuanto hombre, era que el individuo estaba escaso de reglas para
dirigirse á sí mismo y para conciliarse la estimación; en una palabra,
era que faltaban las luces cristianas que debían esclarecer el caos.
Tan profundamente se ha grabado en el corazón de las sociedades
modernas ese sentimiento de la dignidad del hombre, con tales
caracteres se halla escrita por doquiera la verdad de que el hombre,
ya por solo este título, es muy respetable, muy digno de alta
consideración, que aquellas escuelas que se han propuesto realzar al
individuo, aunque sea con inminente riesgo de un espantoso trastorno
en la sociedad, toman siempre por tema de su enseñanza, esa dignidad,
esa nobleza, distinguiéndose sobremanera de los antiguos demócratas,
en que éstos se agitaban en un círculo reducido, mezquino, sin pasar
más allá de un cierto orden de cosas, sin extender su vista fuera de
los límites del propio país; cuando en el espíritu de los demócratas
modernos se nota un anhelo de invasión en todos los ramos, un ardor de
provocación que abarca todo el mundo: nunca invocan nombres pequeños;
_el hombre, su razón, sus derechos imprescriptibles_: he aquí sus
temas. Preguntadles qué quieren, y os dirán que quieren pasar el nivel
sobre todas las cabezas, para defender la santa causa de la humanidad.
Esta exageración de ideas, motivo y pretexto de tantos trastornos
y crímenes, nos revela un hecho precioso, cual es, el progreso
inmenso que á las ideas sobre la dignidad de nuestra naturaleza ha
comunicado el Cristianismo, pues que en las sociedades que le deben su
civilización, cuando se trata de extraviarlas, no se encuentra medio
más á propósito que el invocar esa dignidad.
Como la religión cristiana es altamente enemiga de todo lo criminal,
y no podía consentir que, á nombre de defender y realzar la dignidad
humana, se trastornase la sociedad, muchos de los más ardientes
demócratas se han desatado en injurias y sarcasmos contra la religión;
pero, como también la historia está diciendo muy alto que todo cuanto
se sabe y se siente de verdadero, de justo y de razonable sobre este
punto, es debido á la religión cristiana, se ha tanteado últimamente
si se podría hacer una monstruosa alianza entre las ideas cristianas y
lo más extravagante de las democráticas: un hombre demasiado célebre
se ha encargado del proyecto; pero el verdadero Cristianismo, es
decir, el Catolicismo, rechaza esas monstruosas alianzas, y no conoce
á sus más insignes apologistas, así que llegan á desviarse del camino
señalado por la eterna verdad. El abate de Lamennais vaga ahora por las
tinieblas del error abrazado con una mentida sombra de Cristianismo;
y el supremo Pastor de la Iglesia ha levantado ya su augusta voz para
prevenir á los fieles contra las ilusiones con que podría deslumbrarnos
un nombre por tantos títulos ilustre.
CAPITULO XXIII
Si, entendiendo el individualismo en un sentido justo y razonable; si,
tomando el sentimiento de la independencia personal en una acepción,
que ni repugne á la perfección del individuo, ni esté en lucha con los
principios constitutivos de toda sociedad, queremos hallar otras causas
que hayan influído en el desarrollo de ese sentimiento, aun pasando
por alto una de las principales, señalada ya más arriba, cual es, la
verdadera idea del hombre y de sus relaciones con sus semejantes,
encontraremos todavía en las mismas entrañas del Catolicismo, algunas
sobremanera dignas de llamar la atención. M. Guizot se ha equivocado
grandemente cuando ha pretendido equiparar á los fieles con los
antiguos romanos en punto á falta del sentimiento de independencia
personal; nos pinta al individuo fiel como absorbido por la asociación
de la Iglesia, como enteramente consagrado á ella, como pronto á
sacrificarse por ella; de manera que lo que hacía obrar al fiel, eran
los intereses de la asociación. En esto hay un error; pero, como lo que
ha dado quizás ocasión á este error, es una verdad, menester se hace
deslindar los objetos con mucho cuidado.
Es indudable que desde la cuna del Cristianismo fueron los fieles
sumamente adictos á la Iglesia, y que siempre se entendió que dejaba de
ser contado en el número de los verdaderos discípulos de Jesucristo el
que se apartase de la comunión de la Iglesia. Es indudable también que
«tenían los fieles, como dice M. Guizot, un vivo apego á la Iglesia,
un rendido acatamiento á sus leyes, un fuerte empeño de extender su
imperio»; pero no es verdad que obrase en el fondo de todos estos
sentimientos, como causa de ellos, el solo espíritu de asociación, y
que esto excluyese el desarrollo del verdadero individualismo. El fiel
pertenecía á una asociación, pero esta asociación él la miraba como
un medio de alcanzar su felicidad eterna, como una nave en que andaba
embarcado entre las borrascas de este mundo para llegar salvo al puerto
de la eternidad; y, si bien creía imposible el salvarse fuera de ella,
no se entendía consagrado á ella, sino á Dios. El romano estaba pronto
á sacrificarse por su patria; el fiel, por su fe; cuando el romano
moría, moría por su patria; pero, cuando el fiel moría, no moría por
la Iglesia, sino que moría por su Dios. Ábranse los monumentos de la
Historia eclesiástica, léanse las actas de los mártires, y véase lo que
sucedía en aquel lance terrible, en que el Cristianismo manifestaba
todo lo que era; en que, á la vista de los potros, de las hogueras y
de los más horrendos suplicios, se manifestaba en toda su verdad el
resorte que obraba en el corazón del fiel. Les pregunta el juez su
nombre; lo declaran, y manifiestan que son cristianos: se les invita
á que sacrifiquen á los dioses: «nosotros no sacrificamos sino á un
solo Dios, criador del cielo y de la tierra»; se les echa en cara como
ignominioso el seguir á un hombre que fué clavado en cruz; ellos tienen
á mucha honra la ignominia de la cruz, y proclaman altamente que el
crucificado es su Salvador y su Dios: se les amenaza con los tormentos;
los desprecian porque son pasajeros, y se regocijan de que puedan
sufrir algo por Jesucristo: la cruz del suplicio está ya aparejada,
ó la hoguera arde á su vista, ó el verdugo tiene levantada el hacha
fatal que ha de cortarles la cabeza; nada les importa, esto es un
instante, y en pos viene una nueva vida, una felicidad inefable, y sin
fin. Échase de ver en todo esto que lo que movía el corazón del fiel,
eran el amor de su Dios y el interés de la felicidad eterna; y que,
por consiguiente, es falso y muy falso que el fiel se pareciese á los
antiguos republicanos, anonadando su individuo ante la asociación á que
pertenecía, y dejando que en ella se absorbiese á su persona como una
gota de agua en la inmensidad del Océano. El individuo fiel pertenecía
á una asociación que le daba la pauta de su creencia y la norma de
su conducta: á esta asociación la miraba como fundada y dirigida por
el mismo Dios; pero su mente y su corazón se elevaban hasta el mismo
Dios, y, cuando escuchaba la voz de la Iglesia, creía también hacer su
negocio propio, individual, nada menos que el de su felicidad eterna.
El deslinde que se acaba de hacer era muy necesario en esta materia,
donde son tan varias y delicadas las relaciones, que la más ligera
confusión puede conducir á errores de monta, haciendo, de otra parte,
perder de vista un hecho recóndito y preciosísimo, que arroja mucha
luz para estimar debidamente las causas del desarrollo y perfección
del individuo en la civilización cristiana. Necesario como es un orden
social al que esté sometido el individuo, conviene, sin embargo, que
éste no sea de tal modo absorbido por aquél, de manera que sólo se le
conciba como parte de la sociedad, sin que tenga una esfera de acción
que pueda considerársele como propia. Á no ser así, no se desarrollará
jamás de un modo cabal la verdadera civilización, la que, consistiendo
en la perfección simultánea del individuo y de la sociedad, no puede
existir á no ser que tanto ésta como aquél tengan sus órbitas de tal
manera arregladas, que el movimiento que se hace en la una, no embargue
ni embarace el de la otra.
Previas esas reflexiones, sobre las que llamo muy particularmente la
atención de todos los hombres pensadores, observaré lo que quizás no se
ha observado todavía, y es, que el Cristianismo contribuyó sobremanera
á crear esa esfera individual en que el hombre, sin quebrantar los
lazos que le unen á la sociedad, desenvuelve todas sus facultades.
De la boca de un apóstol salieron aquellas generosas palabras que
encierran nada menos que una severa limitación del poder político,
que proclaman nada menos que este poder no debe ser reconocido por el
individuo, cuando se propasa á exigirle lo que éste cree contrario á su
conciencia: _Obedire oportet Deo magis quam hominibus_. (_Act._, c.
5, v. 29.) _Primero se ha de obedecer á Dios que á los hombres._ Los
cristianos fueron los primeros que dieron el grandioso ejemplo de que
individuos de todos países, edades, sexos y condiciones, arrostrasen
toda la cólera del poder y todo el furor de las pasiones populares,
antes de pronunciar una palabra que los manifestase desviados de los
principios que profesaban en el santuario de su conciencia: y esto no
con las armas en la mano, no en conmociones populares donde pudiesen
despertarse las pasiones fogosas que comunican al alma una energía
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