El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 05

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del hombre, y todo el conjunto de medios que Dios le ha proporcionado
para llegar á su alto fin, he aquí los objetos sobre que versa la
fe, y sobre los cuales pretenden los católicos la necesidad de una
regla infalible; sosteniendo que, á no ser así, no fuera dable evitar
los más lamentables extravíos, ni poner la verdad á cubierto de las
cavilaciones humanas.
Esta sencilla consideración bastará para convencer de que el examen
privado sería mucho menos peligroso en pueblos poco adelantados en la
carrera de la civilización, que no en otros que hayan ya adelantado
mucho en ella. En un pueblo cercano á su infancia hay naturalmente un
gran fondo de candor y sencillez, disposiciones muy favorables para
que recibiera con docilidad las lecciones esparcidas en el Sagrado
Texto, saboreándose en las de fácil comprensión, y humillando su frente
ante la sublime obscuridad de aquellos lugares que Dios ha querido
encubrir con el velo del misterio. Hasta su misma posición crearía en
cierto modo una autoridad; pues, como no estuviera aún afectado por
el orgullo y la manía del saber, se habría reducido á muy pocos el
examinar el sentido de las revelaciones hechas por Dios al hombre, y
esto produciría naturalmente un punto céntrico de donde dimanara la
enseñanza.
Pero sucede muy de otra manera en un pueblo adelantado en la carrera
del saber; porque la extensión de los conocimientos á mayor número
de individuos, aumentando el orgullo y la volubilidad, multiplica y
subdivide las sectas en infinitas fracciones, y acaba por trastornar
todas las ideas, y por corromper las tradiciones más puras. El pueblo,
cercano á su infancia, como está exento de la vanidad científica,
entregado á sus ocupaciones sencillas, y apegado á sus antiguas
costumbres, escucha con docilidad y respeto al anciano venerable que,
rodeado de sus hijos y nietos, refiere con tierna emoción la historia y
los consejos que él á su vez había recibido de sus antepasados; pero,
cuando la sociedad ha llegado á mucho desarrollo; cuando, debilitado
el respeto á los padres de familia, se ha perdido la veneración á
las canas; cuando nombres pomposos, aparatos científicos, grandes
bibliotecas, hacen formar al hombre un gran concepto de la fuerza
de su entendimiento; cuando la multiplicación y actividad de las
comunicaciones esparcen á grandes distancias las ideas, y haciéndolas
fermentar por medio del calor que adquieren con el movimiento, les dan
aquella fuerza mágica que señorea los espíritus; entonces es precisa,
indispensable, una autoridad, que, siempre viva, siempre presente,
siempre en disposición de acudir á donde lo exija la necesidad, cubra
con robusta égida el sagrado depósito de las verdades independientes
de tiempos y climas, sin cuyo conocimiento flota eternamente el hombre
á merced de sus errores y caprichos, y marcha con vacilante paso desde
la cuna al sepulcro; aquellas verdades sobre las cuales está sentada
la sociedad como sobre firmísimo cimiento; cimiento que, una vez
conmovido, pierde su aplomo el edificio, oscila, se desmorona, y se cae
á pedazos. La historia literaria y política de Europa de tres siglos
á esta parte nos ofrece demasiadas pruebas de lo que acabo de decir,
siendo de lamentar que cabalmente estalló la revolución religiosa
en el momento en que debía ser más fatal: porque, encontrando á las
sociedades agitadas por la actividad que desplegaba el espíritu humano,
quebrantó el dique, cuando era necesario robustecerle.
Por cierto que no es saludable apocar en demasía á nuestro espíritu,
achacándole defectos que no tenga, ó exagerando aquellos de que en
realidad adolece; pero tampoco es conveniente engreirle sobradamente,
ponderando más de lo que es justo el alcance de sus fuerzas: esto, á
más de serle muy dañoso en diferentes sentidos, es muy poco favorable á
su mismo adelanto; y aun, si bien se mira, es poco conforme al carácter
grave y circunspecto, que ha de ser uno de los distintivos de la
verdadera ciencia. Que la ciencia, si ha de ser digna de este nombre,
no ha de ser tan pueril, que se muestre ufana y vanidosa por aquello
que en realidad no le pertenece como propiedad suya: es menester que
no desconozca los límites que la circunscriben, y que tenga bastante
generosidad y candidez para confesar su flaqueza.
Un hecho hay en la historia de las ciencias, que, al propio tiempo
que revela la intrínseca debilidad del entendimiento, hace palpar lo
mucho que entra de lisonja en los desmedidos elogios que á veces se
le prodigan; infiriéndose de aquí cuán arriesgado sea el abandonarle
del todo á sí mismo, sin ningún género de guía. Consiste este hecho
en las sombras que se van encontrando á medida que nos acercamos á la
investigación de los secretos que rodean los primeros principios de
las ciencias: por manera que, aun hablando de las que más nombradía
tienen por su verdad, evidencia y exactitud, en llegando á profundizar
hasta sus cimientos, parece que se encuentra un terreno poco firme,
resbaladizo, en términos que el entendimiento, sintiéndose poco seguro
y vacilante, retrocede, temeroso de descubrir alguna cosa que lanzara
la incertidumbre y la duda sobre aquellas verdades, en cuya evidencia
se había complacido.
No participo yo del mal humor de Hobbes contra las matemáticas, y,
entusiasta como soy de sus adelantos y profundamente convencido como
estoy de las ventajas que su estudio acarrea á las demás ciencias y
á la sociedad, mal pudiera tratar, ni de disminuir su mérito, ni de
disputarles ninguno de los títulos que las ennoblecen; pero, ¿quién
diría que ni ellas se exceptúan de la regla general? ¿faltan acaso en
ellas puntos débiles, senderos tenebrosos?
Por cierto que, al exponerse los primeros principios de estas ciencias,
consideradas en toda su abstracción, y al deducir las proposiciones
más elementales, camina el entendimiento por un terreno llano,
desembarazado, donde ni se ofrece siquiera la idea de que pueda ocurrir
el más ligero tropiezo. Prescindiré ahora de las sombras que hasta
sobre este camino podrían esparcir la ideología y la metafísica, si se
presentasen á disputar sobre algunos puntos, aun buscando su apoyo en
los escritos de filósofos aventajados; pero, ciñéndonos al círculo en
que naturalmente se encierran las matemáticas, ¿quién de los versados
en ellas ignora que, avanzando en sus teorías, se encuentran ciertos
puntos donde el entendimiento tropieza con una sombra; donde, á
pesar de tener á la vista la demostración, y de haberla empleado en
todas sus partes, se halla como fluctuante, sintiendo un no sé qué de
incertidumbre, de que apenas acierta á darse cuenta á sí propio? ¿Quién
no ha experimentado que, á veces, después de dilatados raciocinios,
al divisar la verdad, se halla uno como si hubiera descubierto la luz
del día, pero después de haber andado largo trecho á obscuras, por un
camino cubierto? Fijando entonces vivamente la atención sobre aquellos
pensamientos que divagan por la mente como exhalaciones momentáneas,
sobre aquellos movimientos casi imperceptibles que en tales casos nacen
y mueren de continuo en nuestra alma, se nota que el entendimiento, en
medio de sus fluctuaciones, extiende la mano sin advertirlo al áncora
que le ofrece la autoridad ajena, y que, para asegurarse, hace desfilar
delante de sus ojos la sombra de algunos matemáticos ilustres, y el
corazón como que se alegra de que aquello esté ya enteramente fuera
de duda, por haberlo visto de una misma manera una serie de hombres
grandes. ¿Y qué? ¿se sublevarán tal vez la ignorancia y el orgullo
contra semejantes reflexiones? Estudiad esas ciencias, ó, cuando menos,
leed su historia, y os convenceréis de que también se encuentran en
ellas abundantes pruebas de la debilidad del entendimiento del hombre.
La portentosa invención de Newton y Leibnitz ¿no encontró en Europa
numerosos adversarios? ¿no necesitó para solidarse bien, el que
pasara algún tiempo, y que la piedra de toque de las aplicaciones
viniese á manifestar la verdad de los principios y la exactitud de los
raciocinios? ¿y creéis, por ventura, que si ahora se presentara de
nuevo esa invención en el campo de las ciencias, hasta suponiéndola
pertrechada de todas las pruebas con que se la ha robustecido, y
rodeada de aquella luz con que la han bañado tantas aclaraciones;
creéis, por ventura, repito, que no necesitaría también de algún
tiempo, para que, afirmada, digámoslo así, con el derecho de
prescripción, alcanzase en sus dominios la tranquilidad y sosiego de
que actualmente disfruta?
Bien se deja sospechar que no les ha de caber á las demás ciencias
escasa parte de esa incertidumbre, que trae su origen de la misma
flaqueza del espíritu humano; y, como quiera que en cuanto á ellas
apenas me parece posible que haya quien trate de contradecirlo, pasaré
á presentar algunas consideraciones sobre el carácter peculiar de las
ciencias morales.
Tal vez no se ha reparado bastante que no hay estudio más engañoso que
el de las verdades morales; y le llamo engañoso, porque, brindando al
investigador con una facilidad aparente, le empeña en pasos en que
apenas se encuentra salida. Son como aquellas aguas tranquilas que
manifiestan poca profundidad, un fondo falso, pero que encierran un
insondable abismo. Familiarizados nosotros con su lenguaje desde la más
tierna infancia; viendo en rededor nuestro sus continuas aplicaciones;
sintiendo que se nos presentan como de bulto, y hallándonos con
cierta facilidad de hablar de repente sobre muchos de sus puntos,
persuadímonos con ligereza de que tampoco nos ha de ser difícil un
estudio profundo de sus más altos principios, y de sus relaciones
más delicadas; y ¡cosa admirable! apenas salimos de la esfera del
sentido común, apenas tratamos de desviarnos de aquellas expresiones
sencillas, las mismas que balbucientes pronunciábamos en el regazo de
nuestra madre, nos hallamos en el más confuso laberinto. Entonces,
si el entendimiento se abandona á sus cavilaciones; si no escucha la
voz del corazón, que le habla con tanta sencillez como elocuencia;
si no templa aquella fogosidad que le comunica el orgullo; si con
loco desvanecimiento no atiende á lo que le prescribe el cuerdo buen
sentido, llega hasta el exceso de despreciar el depósito de aquellas
tan saludables como necesarias verdades que conserva la sociedad para
irlas transmitiendo de generación en generación; y, marchando solo, á
tientas, en medio de las más densas tinieblas, acaba por derrumbarse en
aquellos precipicios de extravagancias y delirios de que la historia
de las ciencias nos ofrece tan repetidos y lamentables ejemplos.
Si bien se observa, se nota una cosa semejante en todas las ciencias;
porque el Criador ha querido que no nos faltaran aquellos conocimientos
que nos eran necesarios para el uso de la vida, y para llegar á
nuestro destino; pero no ha querido complacer nuestra curiosidad,
descubriéndonos verdades que para nada nos eran necesarias. Sin
embargo, en algunas materias ha comunicado al entendimiento cierta
facilidad que le hace capaz de enriquecer de continuo sus dominios;
pero, en orden á las verdades morales, le ha dejado en una esterilidad
completa: lo que necesitaba saber, ó se lo ha grabado con caracteres
muy sencillos é inteligibles en el fondo de su corazón, ó se lo ha
consignado de un modo muy expreso y terminante en el Sagrado Texto,
mostrándole una regla fija en la autoridad de la Iglesia, á donde podía
acudir para aclarar sus dudas; pero, por lo demás, le ha dejado de
manera que, si se trata de cavilar y espaciarse á su capricho, recorre
de continuo un mismo camino, lo hace y deshace mil veces; encontrando
en un extremo el _escepticismo_, en el otro la _verdad pura_.
Algunos ideólogos modernos reclamarán, tal vez, contra reflexiones
semejantes, y mostrarán en contra de esta aserción el fruto de sus
trabajos analíticos. «Cuando no se había descendido al análisis de los
hechos, dirán ellos; cuando se divagaba entre sistemas aéreos, y se
recibían palabras sin examen ni discernimiento, entonces pudiera ser
verdad todo esto; pero ahora, cuando las ideas de bien y mal moral las
hemos aclarado nosotros tan completamente, que hemos deslindado lo
que había en ellas de preocupación y de filosofía; que hemos asentado
todo el sistema de moral sobre principios tan sencillos, como son el
placer y el dolor; que hemos dado en estas materias ideas tan claras,
como son las _varias sensaciones que nos causa una naranja_; ahora,
decir todo esto, es ser ingrato con las ciencias; es desconocer el
fruto de nuestros sudores.» Ni me son desconocidos los trabajos de
algunos nuevos ideólogo-moralistas, ni la engañosa sencillez con que
desenvuelven sus teorías, dando á las más difíciles materias un aspecto
de facilidad y llaneza, que, al parecer, debe de estar todo al alcance
de las inteligencias más limitadas: no es éste el lugar á propósito
para examinar esas teorías, esas investigaciones analíticas; observaré,
no obstante, que, á pesar de tanta sencillez, no parece que se vaya
en pos de ellos ni la sociedad, ni la ciencia; y que sus opiniones,
sin embargo de ser recientes, son ya viejas. Y no es extraño, porque
fácilmente se había de ocurrir que, á pesar de su positivismo, si puedo
valerme de esta palabra, son tan hipotéticos esos ideólogos, como
muchos de los antecesores á quienes ellos motejan y desprecian. Escuela
pequeña y de espíritu limitado, que, sin estar en posesión de la
verdad, no tiene siquiera aquella belleza con que hermosean á otras los
brillantes sueños de grandes hombres; escuela orgullosa y alucinada,
que cree profundizar un hecho, cuando le obscurece, y afianzarle, sólo
porque le asevera; y que, en tratándose de relaciones morales, se
figura que analiza el corazón, sólo porque le descompone y diseca.
Si tal es nuestro entendimiento, si tanta es su flaqueza con respecto
á todas las ciencias, si tanta es su esterilidad en los conocimientos
morales, que no ha podido adelantar un ápice sobre lo que le ha
enseñado la bondadosa Providencia, ¿qué beneficio ha hecho el
Protestantismo á las sociedades modernas, quebrantando la fuerza de la
autoridad, única capaz de poner un dique á lamentables extravíos?[9]


CAPITULO VII

Rechazada por el Protestantismo la autoridad de la Iglesia, y
estribando sobre este principio como único cimiento, ha debido buscar
en el hombre todo su apoyo; y, desconocido hasta tal punto el espíritu
humano, y su verdadero carácter, y sus relaciones con las verdades
religiosas y morales, le ha dejado ancho campo para precipitarse, según
la variedad de las situaciones, en dos extremos tan opuestos como son
el _fanatismo_ y la _indiferencia_.
Extraño parecerá quizás enlace semejante, y que extravíos tan opuestos
puedan dimanar de un mismo origen, y, sin embargo, nada hay más cierto;
viniendo en esta parte los ejemplos de la historia á confirmar las
lecciones de la filosofía. Apelando el Protestantismo al solo hombre
en las materias religiosas, no le quedaban sino dos medios de hacerlo:
ó suponerle inspirado del cielo para el descubrimiento de la verdad, ó
sujetar todas las verdades religiosas al examen de la razón; es decir,
ó la _inspiración_ ó la _filosofía_. El someter las verdades religiosas
al fallo de la razón debía acarrear tarde ó temprano la indiferencia,
así como la inspiración particular, ó el espíritu privado, había de
engendrar el fanatismo.
Hay en la historia del espíritu humano un hecho universal y constante,
y es su vehemente inclinación á imaginar sistemas que, prescindiendo
completamente de la realidad de las cosas, ofrezcan tan sólo la
obra de un ingenio, que se ha propuesto apartarse del camino común,
y abandonarse libremente al impulso de sus propias inspiraciones.
La historia de la filosofía apenas presenta otros cuadros que la
repetición perenne de este fenómeno; y, en cuanto cabe en las otras
materias, no ha dejado de reproducirse, bajo una ú otra forma.
Concebida una idea singular, mírala el entendimiento con aquella
predilección exclusiva y ciega, con que suele un padre distinguir á sus
hijos; y, desenvolviéndola con esta preocupación, amolda en ella todos
los hechos, y le ajusta todas las reflexiones. Lo que en un principio
no era más que un pensamiento ingenioso y extravagante, pasa luego á
ser un germen, del cual nacen vastos cuerpos de doctrina; y, si es
ardiente la cabeza donde ha brotado ese pensamiento, si está señoreada
por un corazón lleno de fuego, el calor provoca la fermentación, y ésta
el fanatismo, propagador de todos los delirios.
Acreciéntase singularmente el peligro cuando el nuevo sistema versa
sobre materias religiosas, ó se roza con ellas por relaciones muy
inmediatas: entonces las extravagancias del espíritu alucinado se
transforman en inspiraciones del cielo; la fermentación del delirio,
en una llama divina, y la manía de singularizarse en vocación
extraordinaria. El orgullo, no pudiendo sufrir oposición, se desboca
furioso contra todo lo que encuentra establecido; é insultando la
autoridad, atacando todas las instituciones, y despreciando las
personas, disfraza la más grosera violencia con el manto del celo,
y encubre la ambición con el nombre del apostolado. Más alucinado á
veces que seductor, el miserable maniático llega quizás á persuadirse
profundamente de que son verdaderas sus doctrinas, y de que ha oído la
palabra del cielo; y, presentando en el fogoso lenguaje de la demencia
algo de singular y extraordinario, transmite á sus oyentes una parte de
su locura, y adquiere en breve un considerable número de prosélitos. No
son, á la verdad, muchos los capaces de representar el primer papel en
esa escena de locura; pero, desgraciadamente, los hombres son demasiado
insensatos para dejarse arrastrar por el primero que se arroje atrevido
á acometer la empresa: pues que la historia y la experiencia harto nos
tienen enseñado que, para fascinar un gran número de hombres, basta una
palabra, y que, para formar un partido, por malvado, por extravagante,
por ridículo que sea, no se necesita más que levantar una bandera.
Ahora que se ofrece la oportunidad, quiero dejar consignado aquí un
hecho, que no sé que nadie le haya observado: y es, que la Iglesia
en sus combates con la herejía ha prestado un eminente servicio á la
ciencia que se ocupa en conocer el verdadero carácter, las tendencias
y el alcance del espíritu humano. Celosa depositaria de todas las
grandes verdades, ha procurado siempre conservarlas intactas, y,
conociendo á fondo la debilidad del humano entendimiento, y su
extremada propensión á las locuras y extravagancias, le ha seguido
siempre de cerca los pasos, le ha observado en todos sus movimientos,
rechazando con energía sus impotentes tentativas, cuando él ha tratado
de corromper el purísimo manantial de que era poseedora. En las fuertes
y dilatadas luchas que contra él ha sostenido, ha logrado poner de
manifiesto su incurable locura, ha desenvuelto todos sus pliegues, y
le ha mostrado en todas sus fases: recogiendo en la historia de las
herejías un riquísimo caudal de hechos, un cuadro muy interesante donde
se halla retratado el espíritu humano en sus verdaderas dimensiones,
en su fisonomía característica, en su propio colorido: cuadro de que
se aprovechará, sin duda, el genio á quien esté reservada la grande
obra que está todavía por hacer: _la verdadera historia del espíritu
humano_.[10]
Tocante á extravagancias y delirios del fanatismo, por cierto que no
está nada escasa la historia de Europa de tres siglos á esta parte:
monumentos quedan todavía existentes, y por dondequiera que dirijamos
nuestros pasos, encontraremos que las sectas fanáticas nacidas en el
seno del Protestantismo, y originadas de su principio fundamental, han
dejado impresa una huella de sangre. Nada pudieron contra el torrente
devastador, ni la violencia de carácter de Lutero, ni los furibundos
esfuerzos con que se oponía á cuantos enseñaban doctrinas diferentes
de las suyas: á unas impiedades sucedieron presto otras impiedades;
á unas extravagancias, otras extravagancias; á un fanatismo, otro
fanatismo; quedando luego la falsa reforma fraccionada en tantas
sectas, todas á cual más violentas, cuantas fueron las cabezas que á
la triste fecundidad de engendrar un sistema reunieron un carácter
bastante resuelto para enarbolar una bandera. Ni era posible que de
otro modo sucediese, porque, cabalmente, á más del riesgo que traía
consigo el dejar solo al espíritu humano encarado con todas las
cuestiones religiosas, había una circunstancia que debía acarrear
resultados funestísimos: hablo de la interpretación de los Libros
Santos encomendada al espíritu privado.
Manifestóse entonces con toda evidencia que el mayor abuso es el que se
hace de lo mejor; y que ese libro inefable, donde se halla derramada
tanta luz para el entendimiento, tantos consuelos para el corazón,
es altamente dañoso al espíritu soberbio, que á la terca resolución
de resistir á toda autoridad en materias de fe, añada la ilusoria
persuasión de que la Escritura Sagrada es un libro claro en todas sus
partes, de que no le faltará en todo caso la inspiración del cielo
para la disipación de las dudas que pudieran ofrecerse, ó que recorra
sus páginas con el prurito de encontrar algún texto, que, más ó menos
violentado, pueda prestar apoyo á sutilezas, cavilaciones, ó proyectos
insensatos.
No cabe mayor desacierto que el cometido por los corifeos del
Protestantismo, al poner la Biblia en manos de todo el mundo,
procurando, al mismo tiempo, acreditar la ilusión de que cualquier
cristiano era capaz de interpretarla; no cabe olvido más completo de
lo que es la Sagrada Escritura. Bien es verdad que no quedaba otro
medio al Protestantismo, y que todos los obstáculos que oponía á la
entera libertad en la interpretación del Sagrado Texto eran para él
una inconsecuencia chocante, una apostasía de sus propios principios,
un desconocimiento de su origen; pero esto es su más terminante
condenación; porque, ¿cuáles son los títulos, ni de verdad, ni de
santidad, que podrá presentarnos una religión, que en su principio
fundamental envuelve el germen de las sectas más fanáticas y más
dañosas á la sociedad?
Difícil fuera reunir en breve espacio tantos hechos, tantas
reflexiones, tan convincentes pruebas en contra de ese error
capital del Protestantismo, como ha reunido un mismo protestante.
Es O'Callaghan: y no dudo que el lector me quedará agradecido de
que transcriba aquí sus palabras; dice así: «Llevados los primeros
reformadores de su espíritu de oposición á la Iglesia romana,
reclamaron á voz en grito el derecho de interpretar las Escrituras
conforme al juicio particular de cada uno....; pero, afanados por
emancipar al pueblo de la autoridad del Pontífice romano, proclamaron
este derecho sin explicación ni restricciones, y las consecuencias
fueron _terribles_. Impacientes por minar la base de la jurisdicción
papal, sostuvieron sin limitación alguna que cada individuo tiene
indisputable derecho á interpretar la Sagrada Escritura por sí mismo;
y, como este principio, tomado en toda su extensión, era insostenible,
fué menester, para afirmarle, darle el apoyo de otro principio, cual
es, que la Biblia es un libro fácil, al alcance de todos los espíritus;
que el carácter más inseparable de la revelación divina es una gran
claridad: principios ambos, que, ora se les considere aislados, ora
unidos, son incapaces de sufrir un ataque serio.
»El juicio privado de Munzer descubrió en la Escritura que los títulos
de nobleza y las grandes propiedades son una usurpación impía,
contraria á la natural igualdad de los fieles, é invitó á sus secuaces
á examinar si no era ésta la verdad del hecho: examinaron los sectarios
la cosa, alabaron á Dios, y procedieron en seguida, por medio del
hierro y del fuego, á la extirpación de los impíos, y á apoderarse de
sus propiedades. El juicio privado creyó también haber descubierto en
la Biblia que las leyes establecidas eran una permanente restricción
de la libertad cristiana; y heos aquí que Juan de Leyde tira los
instrumentos de su oficio, se pone á la cabeza de un populacho
fanático, sorprende la ciudad de Múnster, se proclama á sí mismo rey
de Sión, toma catorce mujeres á la vez, asegurando que la poligamia
era una de las libertades cristianas, y el privilegio de los Santos.
Pero, si la criminal locura de los paisanos extranjeros aflige á los
amigos de la humanidad y de una piedad razonable, por cierto que no
es á propósito para consolarlos la historia de Inglaterra, durante un
largo espacio del siglo XVII. En ese período de tiempo, levantáronse
una innumerable muchedumbre de fanáticos, ora juntos, ora unos en pos
de otros, embriagados de doctrinas extravagantes y de pasiones dañinas,
desde el feroz dominio de Fox hasta la metódica locura de Barclay,
desde el formidable fanatismo de Cromwell hasta la necia impiedad de
_Praise-God-Barebones_. La piedad, la razón y el buen sentido parecían
desterrados del mundo, y se habían puesto en su lugar una extravagante
algarabía, un frenesí religioso, un celo insensato: todos citaban la
Escritura, todos pretendían haber tenido inspiraciones, visiones,
arrobos de espíritu; y, á la verdad, con tanto fundamento lo pretendían
unos como otros.
»Sosteníase con mucho rigor que era conveniente abolir el sacerdocio
y la dignidad Real; pues que los sacerdotes eran los servidores de
Satanás, y los reyes eran los delegados de la Prostituta de Babilonia,
y que la existencia de unos y otros era incompatible con el reino del
Redentor. Esos fanáticos condenaban la ciencia como invención pagana,
y las universidades como seminarios de la impiedad anticristiana.
Ni la santidad de sus funciones protegía al obispo, ni la majestad
del trono al rey; uno y otro eran objetos de desprecio y de odio, y
degollados sin compasión por aquellos fanáticos, cuyo único libro era
la Biblia, sin notas ni comentarios. Á la sazón estaba en su mayor
auge el entusiasmo por la oración, la predicación y la lectura de los
Libros Santos; todos oraban, todos predicaban, todos leían, pero nadie
escuchaba. Las mayores atrocidades se las justificaba por la Sagrada
Escritura; en las transacciones más ordinarias de la vida se usaba
el lenguaje de la Sagrada Escritura; de los negocios interiores de
la nación, de sus relaciones exteriores, se trataba con frases de la
Escritura; con la Escritura se tramaban conspiraciones, traiciones,
proscripciones; y todo era, no sólo justificado, sino también
consagrado con citas de la Sagrada Escritura. Estos hechos históricos
han asombrado con frecuencia á los hombres de bien, y consternado á
las almas piadosas; _pero, demasiado embebido el lector en sus propios
sentimientos, olvida la lección encerrada en esta terrible experiencia,
á saber: que la Biblia, sin explicación, ni comentarios, no es para
leída por hombres groseros é ignorantes_.
»La masa del linaje humano ha de contentarse con recibir de _otro_
sus instrucciones, y no le es dado acercarse á los manantiales de la
ciencia. Las verdades más importantes en medicina, en jurisprudencia,
en física, en matemáticas, ha de recibirlas de aquellos que las beben
en los primeros manantiales: y, por lo que toca al Cristianismo, en
general se ha constantemente seguido el mismo método, y siempre que se
le ha dejado hasta cierto punto, _la sociedad se ha conmovido hasta sus
cimientos_.»
No necesitan comentarios esas palabras de O'Callaghan; y por cierto
que no se las podrá tachar ni de hiperbólicas, ni de declamatorias,
no siendo más que una sencilla y verídica narración de hechos harto
sabidos. El solo recuerdo de ellos debería ser bastante para convencer
de los peligros que consigo trae el poner la Sagrada Escritura
sin notas ni comentarios en manos de cualquiera, como lo hace el
Protestantismo, acreditando en cuanto puede el error de que para la
inteligencia del Sagrado Texto es inútil la autoridad de la Iglesia,
y que no necesita más todo cristiano que escuchar lo que le dictarán
con frecuencia sus pasiones y sus delirios. Cuando el Protestantismo
no hubiera cometido otro yerro que éste, bastaría ya para que se
reprobase, se condenase á sí propio, pues que no hace otra cosa una
religión que asienta un principio que la disuelve á ella misma.
Para apreciar en esta parte el desacierto con que procede el
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