El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 09

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obstante, la materialidad de los intereses con todo linaje de velos;
y si bien, cuando se trata de los demás pueblos, es indiferente del
todo á la religión é ideas políticas, sin embargo, se vale diestramente
de tan poderosas armas para procurarse amigos, desbaratar á sus
adversarios, y envolvernos á todos en la red mercantil que tiene de
continuo tendida sobre los cuatro ángulos de la tierra.
No es posible que se escape á su sagacidad lo mucho que tendría
adelantado para contar á España en el número de sus colonias, si
pudiese lograr que fraternizase con ella en ideas religiosas; no tanto
por la buena correspondencia que semejante fraternidad promovería
entre ambos pueblos, como porque sería éste el medio más seguro para
que el español perdiese del todo ese carácter singular, esa fisonomía
austera que le distingue de todos los otros pueblos, olvidando la
única idea nacional y regeneradora que ha permanecido en pie en medio
de tan espantosos trastornos; quedando así susceptible de toda clase
de impresiones ajenas, y dúctil y flexible en todos los sentidos que
pudiera convenir á las interesadas miras de los solapados protectores.
No lo olvidemos: no hay nación en Europa que conciba sus planes con
tanta previsión, que los prepare con tanta astucia, que los ejecute
con tanta destreza, ni que los lleve á cabo con igual tenacidad.
Como, después de las profundas revoluciones que la trabajaron, ha
permanecido en un estado regular desde el último tercio del siglo XVII,
y enteramente extraña á los trastornos sufridos en este período por
los demás pueblos de Europa, ha podido seguir un sistema de política
concertado, así en lo interior como en lo exterior; y de esta manera
sus hombres de gobierno han podido formarse más plenamente, heredando
los datos y las miras que guiaron á los antecesores. Conocen sus
gobernantes cuán precioso es estar de antemano apercibidos para todo
evento; y así no descuidan de escudriñar á fondo qué es lo que hay
en cada nación que los pueda ayudar ó contrastar; saliendo de la
órbita política, penetran en el corazón de la sociedad sobre la cual
se proponen influir; y rastrean allí cuáles son las condiciones de
su existencia, cuál es su principio vital, cuáles las causas de su
fuerza y energía. Era en el otoño de 1805, y daba Pitt una comida de
campo, á la que asistían varios de sus amigos. Llególe entre tanto
un pliego en que se le anunciaba la rendición de Mack en Ulma con
cuarenta mil hombres, y la marcha de Napoleón sobre Viena. Comunicó
la funesta noticia á sus amigos, quienes, al oirla, exclamaron:
«Todo está perdido, ya no hay remedio contra Napoleón.» «Todavía hay
remedio, replicó Pitt; todavía hay remedio si consigo levantar una
guerra nacional en Europa, y esta guerra ha de comenzar en España.»
«Sí, señores, añadió después, la España será el primer pueblo donde se
encenderá esa guerra patriótica, la sola que puede libertar la Europa.»
Tanta era la importancia que daba ese profundo estadista á la fuerza
de una idea nacional, tanto era lo que de ella esperaba; nada menos
que hacer lo que no podían todos los esfuerzos de todos los gabinetes
europeos: derrocar á Napoleón, libertar la Europa. No es raro que la
marcha de las cosas traiga combinaciones tales, que las mismas ideas
nacionales que un día sirvieron de poderoso auxiliar á las miras
de un gabinete, le salgan otro día al paso, y le sean un poderoso
obstáculo: y entonces, lejos de fomentarlas y avivarlas, lo que le
interesa es sofocarlas. Lo que puede salvar á una nación libertándola
de interesadas tutelas, y asegurándole su verdadera independencia, son
ideas grandes y generosas, arraigadas profundamente entre los pueblos;
son los sentimientos grabados en el corazón por la acción del tiempo,
por la influencia de instituciones robustas, por la antigüedad de los
hábitos y de las costumbres; es la unidad de pensamiento religioso,
que hace de un pueblo un solo hombre. Entonces lo pasado se enlaza con
lo presente, y lo presente se extiende á lo porvenir; entonces brotan
á porfía en el pecho aquellos arranques de entusiasmo, manantial de
acciones grandes; entonces hay desprendimiento, energía, constancia;
porque hay en las ideas fijeza y elevación, porque hay en los corazones
generosidad y grandeza.
No fuera imposible que en algunos de los vaivenes que trabajan á esta
nación desventurada, tuviéramos la desgracia de que se levantasen
hombres bastante ciegos para ensayar la insensata tentativa de
introducir en nuestra patria la religión protestante. Estamos demasiado
escarmentados para dormir tranquilos, y no se han olvidado sucesos
que indican á las claras hasta dónde se hubiera ya llegado algunas
veces, si no se hubiese reprimido la audacia de ciertos hombres con el
imponente desagrado de la inmensa mayoría de la nación. Y no es que se
conciban siquiera posibles las violencias del reinado de Enrique VIII;
pero sí que podría suceder que, aprovechándose de una fuerte ruptura
con la Santa Sede, de la terquedad y ambición de algunos eclesiásticos,
del pretexto de aclimatar en nuestro suelo el espíritu de tolerancia,
ó de otros motivos semejantes, se tantease con este ó aquel nombre,
que eso poco importa, el introducir entre nosotros las doctrinas
protestantes.
Y no sería por cierto la tolerancia lo que se nos importaría del
extranjero, pues que ésta ya existe de hecho, y tan amplia, que
seguramente nadie recela el ser perseguido, ni aun molestado, por
sus opiniones religiosas; lo que se nos traería y se trabajaría por
plantear, fuera un nuevo sistema religioso, pertrechándole de todo lo
necesario para alcanzar predominio, y para debilitar, ó destruir, si
fuera posible, el Catolicismo. Y mucho me engaño, si en la ceguedad y
rencor que han manifestado algunos de nuestros hombres que se dicen
de gobierno, no encontrase en ellos decidida protección el nuevo
sistema religioso, una vez le hubiéramos admitido. Cuando se trataría
de admitirle, se nos presentaría quizás el nuevo sistema en ademán
modesto, reclamando tan sólo habitación, en nombre de la tolerancia y
de la hospitalidad; pero bien pronto le viéramos acrecentar su osadía,
reclamar derechos, extender sus pretensiones, y disputar á palmos el
terreno de la religión católica. Resonaran entonces con más y más vigor
aquellas rencorosas y virulentas declamaciones que tan fatigados nos
traen por espacio de algunos años; esos ecos de una escuela que delira
porque está por expirar. El desvío con que mirarían los pueblos á la
pretendida reforma, sería, á no dudarlo, culpado de rebeldía; las
pastorales de los obispos serían calificadas de insidiosas sugestiones;
el celo fervoroso de los sacerdotes católicos, acusado de provocación
sediciosa, y el concierto de los fieles para preservarse de la
infección, sería denunciado como una conjuración diabólica, urdida por
la intolerancia y el espíritu de partido, y confiada en su ejecución á
la ignorancia y al fanatismo.
En medio de los esfuerzos de los unos y de la resistencia de los
otros, viéramos más ó menos parodiadas escenas de tiempos que pasaron
ya, y, si bien el espíritu de templanza, que es uno de los caracteres
del siglo, impediría que se repitiesen los excesos que mancharon de
sangre los fastos de otras naciones, no dejarían, sin embargo, de ser
imitados. Porque es menester no olvidar que, en tratándose de religión,
no puede contarse en España con la frialdad é indiferencia que, en
caso de un conflicto, manifestarían en la actualidad otros pueblos:
en éstos han perdido los sentimientos religiosos mucho de su fuerza,
pero en España son todavía muy hondos, muy vivos, muy enérgicos: y
el día que se les combatiera de frente, abordando las cuestiones sin
rebozo, sentiríase un sacudimiento tan universal como recio. Hasta
ahora, si bien es verdad que en objetos religiosos se han presenciado
lamentables escándalos, y hasta horrorosas catástrofes, no ha faltado
nunca un disfraz que, más ó menos transparente, encubría, empero, algún
tanto la perversidad de las intenciones. Unas veces ha sido el ataque
contra esta ó aquella persona, á quien se han achacado maquinaciones
políticas; otras contra determinadas clases, acusadas de crímenes
imaginarios; tal vez se ha desbordado la revolución, y se ha dicho que
era imposible contenerla, y que los atropellamientos, los insultos, los
escarnios de que ha sido objeto lo más sagrado que hay en la tierra
y en el cielo, eran sucesos inevitables, tratándose de un populacho
desenfrenado: aquí mediaba al menos un disfraz, y un disfraz, poco ó
mucho, siempre cubre; pero, cuando se viesen atacados de propósito,
á sangre fría, todos los dogmas del Catolicismo, despreciados los
puntos más capitales de la disciplina, ridiculizados los misterios más
augustos, escarnecidas las ceremonias más sagradas; cuando se viera
levantar un templo contra otro templo, una cátedra contra otra cátedra,
¿qué sucedería? Es innegable que se exasperarían los ánimos hasta
el extremo, y, si no resultaban, como fuera de temer, estrepitosas
explosiones, tomarían al menos las controversias religiosas un
carácter tan violento, que nos creeríamos trasladados al siglo XVI.
Siendo tan frecuente entre nosotros que los principios dominantes en
el orden político sean enteramente contrarios á los dominantes en la
sociedad, sucedería á menudo que el principio religioso, rechazado
por la sociedad, encontraría su apoyo en los hombres influyentes en
el orden político; reproduciéndose con circunstancias agravantes el
triste fenómeno, que tantos años ha estamos presenciando, de querer
los gobernantes torcer á viva fuerza el curso de la sociedad. Ésta es
una de las diferencias más capitales entre nuestra revolución y la de
otros países; ésta es la clave para explicar chocantes anomalías: allí
las ideas de revolución se apoderaron de la sociedad, y se arrojaron
en seguida sobre la esfera política; aquí se apoderaron primero de la
esfera política, y trataron en seguida de bajar á la esfera social;
la sociedad estaba muy distante de hallarse preparada para semejantes
innovaciones, y por esto han sido indispensables tan rudos y repetidos
choques.
De esta falta de harmonía ha resultado que el gobierno en España ejerce
sobre los pueblos muy escasa influencia, entendiendo por influencia
aquel ascendiente moral que no necesita andar acompañado de la idea de
la fuerza. No hay duda que esto es un mal, porque tiende á debilitar el
poder, necesidad imprescindible para toda sociedad; pero no han faltado
ocasiones en que ha sido un gran bien: porque no es poca fortuna,
cuando un gobierno es liviano é insensato, el que se encuentre con una
sociedad mesurada y cuerda, que, mientras aquél corre á precipitarse
desatentado, vaya ésta marchando con paso sosegado y majestuoso. Mucho
hay que esperar del buen instinto de la nación española, mucho hay
que prometerse de su proverbial gravedad, aumentada además con tanto
infortunio; mucho hay que prometerse de ese tino que le hace distinguir
también el verdadero camino de su felicidad, y que la vuelve sorda á
las insidiosas sugestiones con que se ha tratado de extraviarla. Si
van ya muchos años que por una funesta combinación de circunstancias,
y por la falta de harmonía entre el orden político y el social, no
acierta á darse un gobierno que sea su verdadera expresión, que adivine
sus instintos, que siga sus tendencias, que la conduzca por el camino
de la prosperidad, esperanza alimentamos de que ese día vendrá, y de
que brotarán del seno de esa sociedad, rica de vida y de porvenir,
esa misma harmonía que le falta, ese equilibrio que ha perdido. Entre
tanto, es altamente importante que todos los hombres que sientan
latir en su pecho un corazón español, que no se complazcan en ver
desgarradas las entrañas de su patria, se reunan, se pongan de acuerdo,
obren concertados para impedir el que prevalezca el genio del mal,
alcanzando á esparcir en nuestro suelo una semilla de eterna discordia,
añadiendo esa otra calamidad á tantas otras calamidades, y ahogando los
preciosos gérmenes de donde puede rebrotar lozana y brillante nuestra
civilización remozada, alzándose del abatimiento y postración en que la
sumieran circunstancias aciagas.
¡Ah! oprímese el alma con angustiosa pesadumbre, al solo pensamiento
de que pudiera venir un día en que desapareciese de entre nosotros esa
unidad religiosa, que se identifica con nuestros hábitos, nuestros
usos, nuestras costumbres, nuestras leyes; que guarda la cuna de
nuestra monarquía en la cueva de Covadonga, que es la enseña de nuestro
estandarte en una lucha de ocho siglos con el formidable poder de la
Media Luna, que desenvuelve lozanamente nuestra civilización en medio
de tiempos tan trabajosos, que acompañaba á nuestros terribles tercios
cuando imponían silencio á la Europa, que conduce á nuestros marinos
al descubrimiento de nuevos mundos, á dar los primeros la vuelta á
la redondez del globo; que alienta á nuestros guerreros al llevar á
cabo conquistas heroicas, y que en tiempos más recientes sella el
cúmulo de tantas y tan grandiosas hazañas derrocando á Napoleón.
Vosotros que con precipitación tan liviana condenáis las obras de los
siglos, que con tanta avilantez insultáis á la nación española, que
tiznáis de barbarie y obscurantismo el principio que presidió nuestra
civilización, ¿sabéis á quién insultáis? ¿sabéis quién inspiró el
genio del gran Gonzalo, de Hernán Cortés, de Pizarro, del Vencedor de
Lepanto? Las sombras de Garcilaso, de Herrera, de Ercilla, de Fray
Luis de León, de Cervantes, de Lope de Vega, ¿no os infunden respeto?
¿Osaréis, pues, quebrantar el lazo que á ellos nos une, y hacernos
indigna prole de tan esclarecidos varones? ¿Quisierais separar por
un abismo nuestras creencias de sus creencias, nuestras costumbres
de sus costumbres, rompiendo así con todas nuestras tradiciones,
olvidando los más embelesantes y gloriosos recuerdos, y haciendo que
los grandiosos y augustos monumentos que nos legó la religiosidad de
nuestros antepasados, sólo permanecieran entre nosotros, como una
reprensión la más elocuente y severa? ¿Consentiríais que se cegasen los
ricos manantiales á donde podemos acudir para resucitar la literatura,
vigorizar la ciencia, reorganizar la legislación, restablecer el
espíritu de nacionalidad, restaurar nuestra gloria, y colocar de nuevo
á esta nación desventurada en el alto rango que sus virtudes merecen,
dándole la prosperidad y la dicha que tan afanosa busca, y que en su
corazón augura?


CAPITULO XIII

Parangonados ya bajo el aspecto religioso el Catolicismo y el
Protestantismo en el cuadro que acabo de trazar, y evidenciada la
superioridad de aquél sobre éste, no sólo en lo concerniente á certeza,
sino también en todo lo relativo á los instintos, á los sentimientos,
á las ideas, al carácter del espíritu humano, será bien entrar
ahora en otra cuestión, no más importante por cierto, pero sí menos
dilucidada, y en que será preciso luchar con fuertes antipatías, y
disipar considerable número de prevenciones y errores. En medio de
las dificultades de que está erizada la empresa que voy á acometer,
aliéntame una poderosa esperanza, y es que lo interesante de la
materia, y el ser muy del gusto científico del siglo, convidará quizás
á leer, obviándose de esta manera el peligro que suele amenazar á los
que escriben en favor de la religión católica: son juzgados sin ser
oídos. He aquí, pues, la cuestión en sus precisos términos: _Comparados
el Catolicismo y el Protestantismo, ¿cuál de los dos es más conducente
para la verdadera libertad, para el verdadero adelanto de los pueblos,
para la causa de la civilización?_
_Libertad_: ésta es una de aquellas palabras tan generalmente usadas
como poco entendidas; palabras que, por envolver cierta idea vaga muy
fácil de percibir, presentan la engañosa apariencia de una entera
claridad, mientras que, por la muchedumbre y variedad de objetos á que
se aplican, son susceptibles de una infinidad de sentidos, haciéndose
su comprensión sumamente difícil. ¿Y quién podrá reducir á guarismo
las aplicaciones que se hacen de la palabra _libertad_? Salvándose en
todas ellas una idea que podríamos apellidar radical, son infinitas las
modificaciones y graduaciones á que se la sujeta. Circula el aire con
libertad; se despejan los alrededores de una planta para que crezca y
se extienda con libertad; se mondan los conductos de un regadío para
que el agua corra con libertad; al pez cogido en la red, al avecilla
enjaulada se los suelta, y se les da libertad; se trata á un amigo
con libertad; hay modales libres, pensamientos libres, expresiones
libres, herencias libres, voluntad libre, acciones libres; no tiene
libertad el encarcelado, carece de libertad el hijo de familia, tiene
poca libertad una doncella, una persona casada ya no es libre, un
hombre en tierra extraña se porta con más libertad, el soldado no tiene
libertad; hay hombres libres de quintas, libres de contribuciones;
hay votaciones libres; dictámenes libres, interpretación libre,
versificación libre, libertad de comercio, libertad de enseñanza,
libertad de imprenta, libertad de conciencia, libertad civil, libertad
política, libertad justa, injusta, racional, irracional, moderada,
excesiva, comedida, licenciosa, oportuna, inoportuna; mas, ¿á qué
fatigarse en la enumeración, cuando es poco menos que imposible el dar
cima á tan enfadosa tarea? Pero menester parecía detenerse algún tanto
en ella, aun á riesgo de fastidiar al lector; quizás el recuerdo de
este fastidio podrá contribuir á grabar profundamente en el ánimo la
saludable verdad de que, cuando en la conversación, en los escritos,
en las discusiones públicas, en las leyes, se usa tan á menudo esta
palabra, aplicándola á objetos de mayor importancia, es necesario
reflexionar maduramente sobre el número y naturaleza de ideas que en
el respectivo caso abarca, sobre el sentido que la materia consiente,
sobre las modificaciones que las circunstancias demandan, sobre las
precauciones y tino que las aplicaciones exigen.
Sea cual fuere la acepción en que se tome la palabra libertad, échase
de ver que siempre entraña en su significado _ausencia de causa que
impida ó coarte el ejercicio de alguna libertad_: infiriéndose de aquí
que, para fijar en cada caso el verdadero sentido de esta palabra, es
indispensable atender á la naturaleza y circunstancias de la facultad
cuyo uso se quiere impedir ó limitar, sin perder de vista los varios
objetos sobre que versa, las condiciones de su ejercicio, como y
también el carácter, la eficacia y extensión de la causa que al efecto
se empleare. Para aclarar la materia, propongámonos formar juicio de
esta proposición: el hombre ha de tener libertad de pensar. Aquí se
afirma que al hombre no se le ha de coartar el pensamiento. Ahora bien:
¿habláis de coartación física ejercida inmediatamente sobre el mismo
pensamiento? Pues entonces es de todo punto inútil la proposición;
porque, como semejante coartación es imposible, vano es decir que no
se la debe emplear. ¿Entendéis que no se debe coartar la expresión
del pensamiento, es decir, que no se ha de impedir ni restringir
la libertad de manifestar cada cual lo que piensa? Entonces habéis
dado un salto inmenso, habéis colocado la cuestión en muy diferente
terreno; y, si no queréis significar que todo hombre, á todas horas,
en todo lugar, pueda decir sobre cualquier materia cuanto le viniere á
la mente, y del modo que más le agradare, deberéis distinguir cosas,
personas, lugares, tiempos, modos, condiciones, en una palabra, atender
á mil y mil circunstancias, impedir del todo en unos casos, limitar
en otros, ampliar en éstos, restringir en aquéllos, y así tomaros tan
largo trabajo que de nada os sirva el haber sentado, en favor de la
libertad del pensamiento, aquella proposición tan general, con toda su
apariencia de sencillez y claridad.
Aun penetrando en el mismo santuario del pensamiento, en aquella región
donde no alcanzan las miradas de otro hombre, y que sólo está patente
á los ojos de Dios, ¿qué significa la libertad de pensar? ¿Es acaso
que el pensamiento no tenga sus leyes, á las que ha de sujetarse por
precisión, si no quiere sumirse en el caos? ¿Puede despreciar la norma
de una sana razón? ¿Puede desoir los consejos del buen sentido? ¿Puede
olvidar que su objeto es la verdad? ¿Puede desentenderse de los eternos
principios de la moral?
He aquí cómo, examinando lo que significa la palabra libertad, aun
aplicándola á lo que seguramente hay de más libre en el hombre, como
es el pensamiento, nos encontramos con tal muchedumbre y variedad de
sentidos, que nos obligan á un sinnúmero de distinciones, y nos llevan
por necesidad á restringir la proposición general, si algo queremos
expresar que no esté en contradicción con lo que dictan la razón y el
buen sentido, con lo que prescriben las leyes eternas de la moral, con
lo que demandan los mismos intereses del individuo, con lo que reclaman
el buen orden y la conservación de la sociedad. ¿Y qué no podría
decirse de tantas otras libertades como se invocan de continuo, con
nombres indeterminados y vagos, cubiertos á propósito con el equívoco y
las tinieblas?
Pongo estos ejemplos, sólo para que no se confundan las ideas; porque,
defendiendo como defiendo la causa del Catolicismo, no necesito abogar
por la opresión, ni invocar sobre los hombres una mano de hierro, ni
aplaudir que se huellen sus derechos sagrados. Sagrados, sí; porque,
según la enseñanza de la augusta religión de Jesucristo, sagrado es
un hombre á los ojos de otro hombre, por su alto origen y destino,
por la imagen de Dios que en él resplandece, por haber sido redimido
con inefable dignación y amor por el mismo Hijo del Eterno; sagrados
declara esa religión divina los derechos del hombre, cuando su augusto
Fundador amenaza con eterno suplicio, no tan sólo á quien le matare, no
tan sólo á quien le mutilare, no tan sólo á quien le robare, sino ¡cosa
admirable! hasta á quien se propasare á ofenderle con solas palabras.
«Quien llamare á su hermano _fatuo_, será reo del fuego del infierno.»
(Mat., c. 5, v. 22.) Así hablaba el Divino Maestro.
Levántase el pecho con generosa indignación, al oir que se achaca á
la religión de Jesucristo tendencia á esclavizar. Cierto es que, si
se confunde el espíritu de verdadera libertad con el espíritu de los
demagogos, no se le encuentra en el Catolicismo; pero, si no se quieren
trastrocar monstruosamente los nombres, si se da á la palabra libertad
su acepción más razonable, más justa, más provechosa, más dulce,
entonces la religión católica puede reclamar la gratitud del humano
linaje: _ella ha civilizado las naciones que la han profesado; y la
civilización es la verdadera libertad_.
Es un hecho ya generalmente reconocido y paladinamente confesado, que
el Cristianismo ha ejercido muy poderosa influencia en el desarrollo
de la civilización europea; pero á este hecho no se le da todavía por
algunos la importancia que merece, á causa de no ser bastante bien
apreciado. Con respecto á la civilización, distínguese á veces el
influjo del Cristianismo del influjo del Catolicismo, ponderando las
excelencias de aquél y escaseando los encomios á éste; sin reparar
que, cuando se trata de la civilización europea, puede el Catolicismo
demandar una consideración siempre principal, y, por lo tocante á
mucho tiempo, hasta exclusiva, pues que se halló por largos siglos
enteramente solo en el trabajo de esa grande obra. No se ha querido
ver que, al presentarse el Protestantismo en Europa, estaba ya la obra
por concluir; y que con una injusticia é ingratitud que no acierta uno
á calificar, se ha tachado al Catolicismo de espíritu de barbarie, de
obscurantismo, de opresión, mientras se hacía ostentosa gala de la rica
civilización, de las luces y de la libertad que á él principalmente son
debidas.
Si no se tenía gana de profundizar las íntimas relaciones del
Catolicismo con la civilización europea; si faltaba la paciencia que
es menester en las prolijas investigaciones á que tal examen conduce,
al menos parecía del caso dar una mirada al estado de los países donde
en siglos trabajosos no ejerció la religión católica todo su influjo,
y compararlos con aquellos otros en que fué el principio dominante.
El Oriente y el Occidente, ambos sujetos á grandes trastornos, ambos
profesando el Cristianismo, pero de manera que el principio católico se
halló débil y vacilante allí, mientras estuvo robusto y profundamente
arraigado entre los occidentales, hubieran ofrecido dos puntos de
comparación muy á propósito para estimar lo que vale el Cristianismo
sin el Catolicismo, cuando se trata de salvar la civilización y
la existencia de las naciones. En Occidente los trastornos fueron
repetidos y espantosos, el caos llegó á su complemento, y, sin embargo,
del caos han brotado la luz y la vida. Ni la barbarie de los pueblos
que inundaron estas regiones y que adquirieron en ellas asiento, ni las
furiosas arremetidas del islamismo, aun cuando estaba en su mayor brío
y pujanza, bastaron para que se ahogase el germen de una civilización
rica y fecunda: en Oriente todo iba envejeciendo y caducando, nada
se remozaba, y á los embates del ariete que nada había podido contra
nosotros, todo cayó. Ese poder espiritual de Roma, esa influencia en
los negocios temporales, dieron por cierto frutos muy diferentes de los
que produjeron en semejantes circunstancias sus rencorosos rivales.
Si un día estuviese destinada la Europa á sufrir de nuevo algún
espantoso y general trastorno, ó por un desborde universal de las ideas
revolucionarias, ó por alguna violenta irrupción del pauperismo sobre
los poderes sociales y sobre la propiedad; si ese coloso que se levanta
en el Norte en un trono asentado entre eternas nieves, teniendo en su
cabeza la inteligencia y en su mano la fuerza ciega, que dispone á
la vez de los medios de la civilización y de la barbarie, cuyos ojos
van recorriendo de continuo el Oriente, el Mediodía y el Occidente,
con aquella mirada codiciosa y astuta, señal característica que nos
presenta la historia en todos los imperios invasores; si, acechando el
momento oportuno, se arrojase á una tentativa sobre la independencia
de la Europa, entonces quizás se vería una prueba de lo que vale en
los grandes apuros el principio católico; entonces se palparía el
poder de esa _unidad_ proclamada y sostenida por el Catolicismo;
entonces, recordando los siglos medios, se vería una de las causas de
la debilidad del Oriente y de la robustez del Occidente; entonces se
recordaría un hecho que, aunque es de ayer, empieza ya á olvidarse,
y es que el pueblo contra cuyo denodado brío se estrelló el poder de
Napoleón, era el pueblo proverbialmente católico. Y ¿quién sabe si en
los atentados cometidos en Rusia contra el Catolicismo, atentados que
ha deplorado en sentido lenguaje el Vicario de Jesucristo; quién sabe
si influye el secreto presentimiento, ó quizás la previsión, de la
necesidad de debilitar aquel sublime poder, que, en tratándose de la
causa de la humanidad, ha sido en todas épocas el núcleo de los grandes
esfuerzos? Pero volvamos al intento.
No puede negarse que desde el siglo XVI se ha mostrado la civilización
europea muy lozana y brillante, pero es un error atribuir este fenómeno
al Protestantismo. Para examinar la influencia y eficacia de un hecho,
no se han de mirar tan sólo los sucesos que han venido después de él;
se ha de considerar si estos sucesos estaban ya preparados, si son
algo más que un resultado necesario de hechos anteriores: conviene
no hacer aquel raciocinio que tachan de sofístico los dialécticos:
_después de esto, luego por esto; post hoc, ergo propter hoc_. Sin el
Protestantismo, y antes del Protestantismo, estaba ya muy adelantada
la civilización europea por los trabajos é influencia de la religión
católica; y la grandeza y esplendor que sobrevinieron después, no se
desplegaron á causa del Protestantismo, sino á pesar del Protestantismo.
Al extravío de ideas en esta materia ha contribuído no poco el estudio
poco profundo que se ha hecho del Cristianismo, el haberse contentado
no pocas veces con una mirada superficial sobre los principios de
fraternidad que él tanto recomienda, sin entrar en el debido examen de
la historia de la Iglesia. Para comprender á fondo una institución, no
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