El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 27

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levantarlos á nuevos mandos. No, en la civilización europea, entre
pueblos educados por el Cristianismo, no se tolerarían por tanto tiempo
tamaños males; supóngase el desgobierno, la tiranía, la corrupción de
costumbres, hasta el punto que se quiera; pero la conciencia pública
levantará su voz, dará una mirada ceñuda á los opresores; si bien
podrán cometerse tropelías parciales, jamás la rapiña se erigirá
en un sistema seguido sin rebozo, como una pauta de gobierno. Esas
palabras de _justicia_, de _moralidad_, de _humanidad_, que sin cesar
resuenan entre nosotros, y no como palabras vanas, sino produciendo
efectos inmensos, y evitando grandes males, están como impregnando
nuestra atmósfera, las respiramos, detienen mil y mil veces la mano
del culpable, y, resistiendo con increíble fuerza á las doctrinas
materialistas y utilitarias, continúan ejerciendo en la sociedad un
efecto incalculable. Hay un sentimiento de moralidad que todo lo
suaviza y domina, sentimiento cuya fuerza es tanta, que obliga al vicio
á conservar las apariencias de la virtud, á encubrirse con cien velos,
si no quiere ser el objeto de la execración pública.
La sociedad moderna parece que debió heredar la corrupción de la
antigua, supuesto que se formó de los fragmentos de ella, y esto en la
época en que la disolución de costumbres había llegado al mayor exceso.
Es notable, además, que la irrupción de los bárbaros estuvo tan lejos
de mejorar la situación, que, antes bien, contribuyó á empeorarla. Y
esto, no sólo por la corrupción propia de sus costumbres brutales y
feroces, sino también por el desorden que introdujeron en los pueblos
invadidos, quebrantando la fuerza de las leyes, convirtiendo en un caos
los usos y costumbres, y aniquilando toda autoridad.
De lo que resulta que es tanto más singular la mejora de la conciencia
pública que distingue á los pueblos europeos, y que no puede atribuirse
á otra causa que á la influencia del vital y poderoso principio que
obró en el seno de Europa por largos siglos.
Es sobremanera digna de observarse la conducta seguida en este punto
por la Iglesia, siendo quizá uno de los hechos más importantes que
se encuentran en la historia de la Edad media. Colocaos en un siglo
cualquiera, en un siglo en que la corrupción y la injusticia levanten
más erguida la frente, y siempre observaréis que, por más repugnante,
por más impuro que sea el hecho, la ley es siempre pura: es decir,
que la razón y la justicia tenían siempre quien las proclamaba, aun
cuando pareciese que por nadie debían ser escuchadas. Las tinieblas
de la ignorancia eran densas en extremo, las pasiones desenfrenadas
no reconocían dique que alcanzase á contenerlas; pero la enseñanza,
las amonestaciones de la Iglesia no faltaban jamás, como en una
noche tenebrosa brilla á lo lejos el faro que indica á los perdidos
navegantes la esperanza de salvamento.
Al leer la historia de la Iglesia, cuando se ven por todas partes
reuniones de concilios proclamando los principios de la moral
evangélica, mientras se tropieza á cada paso con hechos los más
escandalosos; cuando se oye sin cesar inculcado el derecho tan
quebrantado y pisoteado por el hecho, pregúntase uno naturalmente:
¿de qué sirve todo esto? ¿de qué sirven las palabras cuando están en
completa discordancia con las cosas? No creáis, sin embargo, que esta
proclamación sea inútil, no os desaliente el tener que esperar siglos
para recoger el fruto de esa palabra.
Cuando por espacio de mucho tiempo se proclama en medio de una sociedad
un principio, al cabo este principio llega á ejercer su influencia;
y, si es verdadero, y entraña, por consiguiente, un elemento de vida,
al fin prevalece sobre los demás que se le oponen y se hace dueño
de cuanto le rodea. Dejad, pues, á la verdad que hable, dejadla
que proteste, y que proteste sin cesar; esto impedirá que el vicio
prescriba, esto le dejará siempre con su nombre propio, esto impedirá
al hombre insensato de divinizar sus pasiones, de colocarlas sobre los
altares, después de haberlas adorado en su corazón.
No lo dudéis: esa protesta no será inútil; la verdad saldrá, al fin,
victoriosa y triunfante: que la protesta de la verdad es la voz del
mismo Dios, que condena las usurpaciones de su criatura.
Así sucedió, en efecto: la moral cristiana, en lucha primero con las
disolutas costumbres del imperio y después con la brutalidad de los
bárbaros, tuvo que atravesar muchos siglos sufriendo rudas pruebas;
pero, al fin, triunfó de todo y llegó á dominar la legislación y las
costumbres públicas. Y no es esto decir que ni á aquélla ni á éstas
pudiera elevarlas al grado de perfección que reclama la pureza de la
moral evangélica; pero sí que hizo desaparecer las injusticias más
chocantes, desterró los usos más feroces, enfrenó la procacidad de
las costumbres más desenvueltas, y logró, por fin, que el vicio fuera
llamado en todas partes por su nombre, que no se le disfrazase con
mentidos colores, que no se le divinizase con la impudencia intolerable
con que se hacía entre los antiguos.
En los tiempos modernos, tiene que luchar con la escuela que proclama
el interés privado como único principio de moral; y, si bien es verdad
que no alcanza á evitar que esta funesta enseñanza acarree grandes
males, no deja, sin embargo, de disminuirlos. ¡Ay del mundo, el día en
que pudiera decirse sin rebozo: _mi virtud es mi utilidad, mi honor
es mi utilidad; todo es bueno ó malo, según que me proporciona una
sensación grata ó ingrata_! ¡Ay del mundo, el día en que la conciencia
pública no rechazase con indignación tan impudente lenguaje!
La oportunidad que se brinda, y el deseo de aclarar más y más tan
importante materia, me inducen á presentar algunas observaciones sobre
una opinión de Montesquieu relativa á los censores de Grecia y Roma. Si
hay digresión, no será inoportuna.


CAPITULO XXIX

Montesquieu ha dicho que las repúblicas se conservan por la virtud y
las monarquías por el honor: observando, además, que este honor hace
que no sean necesarios entre nosotros los _censores_, como lo eran
entre los antiguos. Es muy cierto que en las sociedades modernas no
existen esos _censores_ encargados de velar por la conservación de las
buenas costumbres; pero no lo es que la causa de esta diferencia sea la
señalada por el ilustre publicista. Las sociedades cristianas tienen
en los ministros de la religión los _censores natos_ de las costumbres.
La plenitud de esta magistratura la posee la Iglesia, con la diferencia
de que el poder censorio de los antiguos era una autoridad puramente
civil, y el de la Iglesia, un poder religioso, que tiene su origen y su
sanción en la autoridad divina.
La religión de Grecia y Roma no ejercía ni podía ejercer sobre las
costumbres ese poder censorio, bastando para convencerse de esta verdad
el notable pasaje de San Agustín que llevo copiado en el capítulo
XIV, pasaje tan interesante en esta materia, que me atreveré á pedir
la repetición de su lectura. He aquí la razón de que se encuentren en
Grecia y Roma los censores, que no se vieron después en los pueblos
cristianos. Esos censores eran un suplemento de la religión pagana y
mostraban á las claras su impotencia; pues que, siendo dueña de toda la
sociedad, no alcanzaba á cumplir una de las primeras misiones de toda
religión, que es el vigilar sobre las costumbres. Tanta verdad es lo
que acabo de observar, que así que han menguado en los pueblos modernos
la influencia de la religión y el ascendiente de sus ministros, han
aparecido de nuevo en cierto modo los antiguos _censores_ en la
institución que llamamos _policía_: cuando faltan los medios morales,
es indispensable echar mano de los físicos; á la persuasión se
substituye la violencia; y, en vez del misionero caritativo y celoso,
encuentra el culpable al encargado de la fuerza pública.
Mucho se ha escrito ya sobre el sistema de Montesquieu con respecto á
los principios que sirven de base á las diferentes formas de gobierno,
pero quizás no se ha reparado todavía en el fenómeno que, observado
por el publicista, contribuyó á deslumbrarle. Como esto se enlaza
íntimamente con el punto que acabo de tocar sobre las causas de la
existencia de los censores, desenvolveré con alguna extensión las
indicaciones que acabo de presentar.
En tiempo de Montesquieu no era la religión cristiana tan
profundamente conocida como lo es ahora con respecto á su importancia
social, y, si bien en este punto le tributó el autor del _Espíritu de
las leyes_ un cumplido elogio, es menester no olvidar cuáles habían
sido en los años de su juventud sus preocupaciones anticristianas;
y hasta conviene tener presente que en su _Espíritu de las leyes_
dista mucho de hacer á la verdadera religión la justicia que le es
debida. Estaban á la sazón en su ascendiente las ideas de la filosofía
irreligiosa que años después arrastró á tantos malogrados ingenios;
y Montesquieu no tuvo bastante fuerza para sobreponerse del todo al
espíritu que tanto cundía, y que amenazaba invadirlo y dominarlo todo.
Combinábase con esta causa, otra que, aunque en sí distinta, reconocía,
sin embargo, el mismo origen, y era: la prevención favorable por
todo lo antiguo, una admiración ciega por todo lo que era griego ó
romano. Parecíales á los filósofos de dicha época que la perfección
social y política había llegado al más alto punto entre aquellos
pueblos; que poco ó nada se les podía añadir ni quitar; y que hasta
en religión eran mil veces preferibles sus fábulas y sus fiestas, á
los dogmas y al culto de la religión cristiana. Á los ojos de los
nuevos filósofos, el cielo del Apocalipsis no podía sufrir parangón
con el cielo de los Campos Elíseos; la majestad de Jehová era inferior
á la de Júpiter; todas las más altas instituciones cristianas eran
un legado de la ignorancia y del fanatismo; los establecimientos más
santos y benéficos eran obra de miras torcidas, la expresión y el
vehículo de sórdidos intereses; el poder público no era más que atroz
tiranía; sólo eran bellas, sólo eran justas, sólo eran saludables las
instituciones paganas: allí todo era sabio, todo abrigaba designios
profundos, altamente provechosos á la sociedad; sólo los antiguos
habían disfrutado de las ventajas sociales, sólo ellos habían acertado
á organizar un poder público con garantías para la libertad de los
ciudadanos. Los pueblos modernos debían llorar con lágrimas de amargura
por no poder disfrutar del bullicio del foro. por no oir oradores como
Demóstenes y Cicerón, por carecer de los juegos olímpicos, por no poder
asistir al pugilato de los atletas, por no serles dado profesar una
religión que, si bien llena de ilusiones y mentiras, daba, sin embargo,
á la naturaleza toda un interés dramático, animando sus fuentes, sus
ríos, sus cascadas y sus mares, poblando de hermosas ninfas los campos,
las praderas y los bosques, dando al hombre dioses compañeros del hogar
doméstico, y, sobre todo, haciendo la vida más llevadera y agradable
con soltar la rienda á las pasiones, supuesto que las divinizaba bajo
las formas más hechiceras.
Al través de semejantes preocupaciones, ¿cómo era posible comprender
las instituciones de la Europa moderna? Todo se trastornaba de un modo
deplorable; todo lo existente se condenaba sin apelación, y quien
saliera á su defensa, era reputado por hombre ó de pocos alcances, ó de
mala fe, y que no podía contar con otro apoyo que el que le dispensaban
los gobiernos todavía preocupados en favor de una religión y de unas
instituciones que, según todas las probabilidades, habían de perecer á
no lardar. ¡Lamentables aberraciones del espíritu humano! ¿Qué dirían
aquellos escritores si ahora se levantasen de la tumba? ¡Y todavía
no ha pasado un siglo desde la época en que empezó á ser influyente
su escuela! ¡Y sus discípulos han sido por largo tiempo dueños de
arreglar el mundo como bien les ha parecido! ¡Y no han hecho más que
hacer derramar torrentes de sangre, amontonando nuevos escarmientos y
desengaños en la historia de la humanidad!
Pero volvamos á Montesquieu. Este publicista, que tanto se resintió
de la atmósfera que le rodeaba, y que también no dejó de tener alguna
parte en malearla, advirtió los hechos que de bulto se presentan á los
ojos del observador, y cuáles son los efectos de la conciencia pública
creada entre los pueblos europeos por la influencia cristiana; pero,
notando los efectos, no se remontó á la verdadera causa, y así se
empeñó en ajustarlos de todos modos al sistema que había imaginado.
Comparando la sociedad antigua con la moderna, descubrió una notable
diferencia en la conducta de los hombres, observando que entre nosotros
se ejercen las acciones más heroicas y más bellas y se evitan, por una
parte, muchos vicios que contaminaban á los antiguos; cuando, por otra
parte, se echa de ver que los hombres de nuestras sociedades no siempre
tienen aquel alto temple moral que debiera de ser la causa regular de
esta conducta. La codicia, la ambición, el amor de los placeres y demás
pasiones, reinan todavía en el mundo, bastando dar una mirada en torno,
para descubrirlas por doquiera; y, sin embargo, estas pasiones no se
desmandan hasta tal punto que se entreguen á los excesos que lamentamos
en los antiguos: hay un freno misterioso que las contiene; antes de
arrojarse sobre el cebo que las brinda, dan siempre al rededor de sí
una cautelosa mirada; no se atreven á ciertos excesos, á no ser que
puedan contar de seguro con un velo que las encubra. Temen de un modo
particular la vista de los hombres: no pueden vivir sino en la soledad
y en las tinieblas. ¿Cuál es la causa de este fenómeno? se preguntaba
á sí mismo el autor del _Espíritu de las leyes_. «Los hombres, diría,
obran muchas veces, no por virtud moral, sino por consideración al
juicio que de las acciones formarán los demás: esto es obrar por
honor; éste es un hecho que se observa en Francia y en las demás
monarquías de Europa: éste será, pues, un carácter distintivo de los
gobiernos monárquicos; ésta será la base de esa forma política; ésta la
diferencia de la república y del despotismo.»
Oigamos al mismo autor: «¿En qué clase de gobierno son necesarios
los censores? En una república donde el principio del gobierno es la
virtud. No son solamente los crímenes lo que destruye la virtud, sino
también las negligencias, las faltas, cierta tibieza en el amor de la
patria, los ejemplos peligrosos, las semillas de corrupción, lo que sin
chocar con las leyes las elude, y sin destruirlas las enflaquece. Todo
esto debe ser corregido por los censores.
»En las monarquías no son necesarios por estar fundadas en el
honor, y la naturaleza de éste es el tener _por censor á todo el
universo_. Cualquiera que falte al honor, se encuentra expuesto á las
reconvenciones de los mismos que carecen de él.» (_Espíritu de las
leyes_, lib. V, cap. XIX). He aquí lo que pensaba este publicista. Sin
embargo, reflexionando sobre la materia, se echa de ver que padeció una
equivocación trasladando al orden político, y explicando por causas
meramente políticas, un hecho puramente social. Montesquieu señala
como característico de las monarquías lo que es general á todas las
sociedades modernas, y parece que no comprendió la verdadera causa de
que en éstas no haya sido necesaria la institución de censores, así
como no alcanzó el verdadero motivo de esta necesidad en las repúblicas
antiguas.
Las formas monárquicas no han dominado exclusivamente en Europa. Se
han visto en ella poderosas repúblicas, y se encuentra todavía alguna
nada despreciable. La misma monarquía ha sufrido muchas modificaciones,
aliándose, ora con la democracia, ora con la aristocracia, ora
ejerciendo un poder sin límites, ora obrando en círculos más ó menos
dilatados; y, sin embargo, se encuentra por todas partes ese freno de
que habla Montesquieu, y que apellida _honor_; es decir, un poderoso
estímulo para hacer buenas acciones y un robusto dique para evitar las
malas, por consideración al juicio que de nosotros formarán los demás.
«En las monarquías, dice Montesquieu, no se necesitan censores; ellas
están fundadas sobre el honor, y es de la naturaleza del honor el tener
por censor á todo el universo»; palabras notables que nos revelan todo
el pensamiento del escritor, y que, al propio tiempo, nos indican el
origen de su equivocación. Estas mismas palabras nos servirán de clave
para descifrar el enigma. Para hacerlo cual conviene á la importancia
de la materia, y con la claridad que se necesita en un objeto que
por las complicadas relaciones que abarca ofrece alguna confusión,
procuraré presentar las ideas con la mayor precisión posible.
El respeto al juicio de los demás es innato en el hombre: y, de
consiguiente, está en su misma naturaleza el que haga ó evite muchas
cosas, por consideración á este juicio. Esto se funda en un hecho
tan sencillo como es el amor de nuestra buena reputación, el deseo
de parecer bien ó el temor de parecer mal á los ojos de nuestros
semejantes. Esto, de puro claro y sencillo, no necesita ni aun
consiente pruebas ni comentarios.
El honor es un estímulo más ó menos vivo, ó un freno más ó menos
poderoso, según la mayor ó menor severidad de juicio que supongamos
en los demás. Por esta causa, entre personas generosas hace el tacaño
un esfuerzo por parecer liberal; así como el pródigo se limita, si se
halla entre compañeros amantes de la economía. En una reunión donde
la generalidad de los concurrentes sea morigerada, se mantienen en la
línea del deber aun los libertinos; cuando en otra donde campee la
licencia, llegan á permitirse cierta libertad hasta los habitualmente
severos de costumbres.
La sociedad en que vivimos es una gran reunión: si sabemos que dominan
en ella principios severos, si oímos proclamadas por todas partes
las reglas de la sana moral, si conceptuamos que la generalidad de
los hombres con quienes vivimos llama á cada acción con su verdadero
nombre, sin que falsee su juicio el desarreglo que tal vez pueda haber
en su conducta, entonces nos veremos rodeados por todas partes de
testigos y de jueces, á cuya corrupción no podemos alcanzar: y esto
nos detendrá á cada paso en los deseos de obrar mal, nos impulsará de
continuo á portarnos bien.
Muy de otra suerte sucederá si nos prometemos indulgencia en la
sociedad que nos rodea: entonces, aun suponiéndonos con las mismas
convicciones, el vicio no nos parecerá tan feo, ni el crimen tan
detestable, la corrupción tan asquerosa; serán muy diferentes nuestros
pensamientos con respecto á la moralidad de nuestra conducta, y,
andando el tiempo, llegarán á resentirse nuestras acciones de la
influencia funesta de la atmósfera en que vivimos.
De esto se infiere que, para formar en nuestro corazón el sentimiento
del honor, de manera que sea bastante eficaz para evitar el mal y
producir el bien, conviene que dominen en la sociedad sanos principios
de moral, de suerte que sean una creencia generalmente arraigada. Si
esto se consigue, se llegará á formar ciertos hábitos sociales, que
moralizarán las costumbres, y que, aun cuando no alcancen á prevenir
la corrupción de muchos individuos, serán bastantes, sin embargo, á
obligar al vicio á cubrirse con ciertas formas, que, por más hipócritas
que sean, no dejarán de contribuir al decoro de las costumbres.
Los saludables efectos de estos hábitos durarán todavía después de
debilitadas considerablemente las creencias que servían de base á los
principios morales; y la sociedad recogerá en abundancia beneficiosos
frutos del mismo árbol que desprecia ó descuida. Ésta es la historia de
la moralidad de las sociedades modernas, que, si bien corrompidas de
un modo lamentable, no lo son tanto, sin embargo, como las antiguas, y
conservan en su legislación y en sus costumbres un fondo de moralidad
y decoro que no han podido destruir los estragos de las ideas
irreligiosas.
Consérvase todavía la conciencia pública: ella censura todos los
días al vicio y encarece la hermosura y las ventajas de la virtud;
reina sobre los gobiernos y sobre los pueblos, y ejerce el poderoso
ascendiente de un elemento esparcido por todas partes, como
desparramado en la atmósfera que respiramos.
«Á más del Areópago, dice Montesquieu, había en Atenas guardianes de
las costumbres, y guardianes de las leyes; en Lacedemonia todos los
ancianos eran censores; en Roma tenían este encargo los magistrados
particulares; así como el Senado vigila sobre el pueblo, es menester
que haya censores que á su vez vigilen así al pueblo como al Senado:
ellos deben restablecer en la república todo lo que se ha corrompido,
notar la tibieza, juzgar las negligencias y corregir las faltas, como
las leyes castigan los crímenes.» (_Espíritu de las leyes_, lib. V,
cap. VII.) No parece sino que el autor del _Espíritu de las leyes_ se
propone retratar las funciones de un poder religioso, describiéndonos
las atribuciones de los censores antiguos. Alcanzar á donde no llegan
las leyes civiles, corregir y castigar á su modo lo que éstas dejan
impune, ejercer sobre la sociedad una influencia más delicada, más
minuciosa, de la que pertenece al legislador: he aquí el objeto de
los censores. ¿Y quién no ve que este poder está muy bien reemplazado
por el poder religioso, y que, si aquél no ha sido necesario en las
sociedades modernas, debe atribuirse, ó á la presencia de éste, ó al
resultado de su acción ejercida por largos siglos?
Que este poder religioso obró por largo tiempo sobre todos los
entendimientos y los corazones con un ascendiente decisivo, es un hecho
consignado en todas las páginas de la historia de Europa; y cuál haya
sido el resultado de esa influencia saludable, tan calumniada y tan
mal comprendida, lo estamos palpando nosotros, que vemos dominantes
todavía en el pensamiento, en la conciencia pública, los principios de
justicia y de sana moral, á pesar de los estragos que han causado en la
conciencia particular las doctrinas irreligiosas é inmorales.
Para dar mejor á comprender el poderoso influjo de esa conciencia,
será bien hacerlo sensible con algún ejemplo. Supóngase que el
magnate más opulento, que el monarca más poderoso, se entregue á los
abominables excesos á que se abandonaron los Tiberios, los Nerones,
y otros monstruos que mancharon el solio del imperio. ¿Qué sucederá?
No lo sabemos; pero lo cierto es que nos parece ver levantado tan
alto el grito de reprobación y de horror universal, parécenos ver al
monstruo tan abrumado bajo el peso de la execración pública, que se nos
hace hasta imposible que este monstruo pueda existir. Nos parece un
anacronismo, un absurdo de la época, y no porque no pensemos que haya
algunos hombres bastante inmorales para semejantes infamias, bastante
pervertidos de entendimiento y de corazón para ofrecer ese espectáculo
de ignominia, sino porque vemos que eso choca, se estrella contra las
costumbres universales, y que un escándalo semejante no podría durar un
momento á los ojos de la conciencia pública.
Infinitos contrastes podría presentar, pero me contentaré con otro que,
recordando un bello pasaje de la historia antigua, y pintándonos la
virtud de un héroe, nos retrata las costumbres de una época, y el mal
estado de la conciencia pública. Supóngase que un general de nuestra
Europa moderna toma por asalto una plaza, donde una señora distinguida,
esposa de uno de los principales caudillos del ejército enemigo, cae en
manos de la soldadesca. Presentada al general la hermosa prisionera,
¿cuál debe ser la conducta del vencedor? Claro es que nadie vacilará un
momento en afirmar que la señora debe ser tratada con el miramiento más
delicado, que debe dejársela desde luego libre, permitiéndole que vaya
á reunirse con su esposo, si ésta fuera su voluntad. Esta conducta la
encontramos nosotros tan obligatoria, tan en el orden regular de las
cosas, tan conforme á todas nuestras ideas y sentimientos, que á buen
seguro no haríamos un mérito particular por ella á quien la hubiese
observado. Diríamos que el general vencedor cumplió con un deber
riguroso, sagrado, de que le era imposible prescindir, si no quería
cubrirse de baldón y de ignominia. Por cierto que no encomendaríamos
á la historia el cuidado de inmortalizar un hecho semejante; lo
dejaríamos pasar desapercibido en el curso regular de los sucesos
comunes. Pues bien: esto hizo Escipión en la toma de Cartagena con la
mujer de Mardonio; y la historia antigua nos recuerda esta generosidad
como un eterno monumento de las virtudes del héroe. Este parangón
explica mejor que todo comentario el inmenso progreso de las costumbres
y de la conciencia pública bajo la influencia cristiana.
Y esta conducta, que entre nosotros es considerada como muy regular y
como estrictamente obligatoria, no trae su origen del honor monárquico,
como pretendería Montesquieu; sino de la mayor elevación de ideas sobre
la dignidad del hombre, de un conocimiento más claro de las verdaderas
relaciones sociales, de una moral más pura, más fuerte, porque está
sentada sobre cimientos eternos. Esto que se encuentra en todas partes,
que se hace sentir por doquiera, que ejerce su predominio sobre los
buenos, y que impone respeto aun á los malos, sería el poderoso
obstáculo que se atravesara á los pasos del hombre inmoral que en casos
semejantes se empeñase en dar rienda suelta á su crueldad, ó á otras
pasiones.
El claro entendimiento del autor del _Espíritu de las leyes_ hubiera
reparado, sin duda, en estas verdades, á no estar preocupado por su
distinción favorita, que, establecida desde el comienzo de su obra,
la sujeta toda á un sistema inflexible. Y bien sabido es lo que son
los sistemas, cuando, concebidos de antemano, sirven como de matriz
á una obra. Son el verdadero lecho de tormento de las ideas y de los
sucesos; de buen ó de mal grado, todo se ha de acomodar al sistema: lo
que sobra, se trunca; lo que falta, se añade. Así vemos que la razón de
la tutela de las mujeres romanas la encuentra también Montesquieu en
motivos políticos fundados en la forma republicana; y el derecho atroz
concedido á los padres sobre los hijos, la potestad patria, que tan
ilimitada establecían las leyes romanas, pretende que dimanaba también
de razones políticas. Como si no fuera evidente que el origen de una y
otra de estas disposiciones del antiguo derecho romano, debe referirse
á razones puramente domésticas y sociales, del todo independientes de
la forma de gobierno.[4]


CAPITULO XXX

Definida la naturaleza de la conciencia pública, señalado su origen,
é indicados sus efectos, fáltanos ahora preguntar si se pretenderá
también que el Protestantismo haya tenido parte en formarla,
atribuyéndole de esta suerte la gloria de haber servido también en este
punto á perfeccionar la civilización europea.
Se ha demostrado ya que el origen de la conciencia pública se hallaba
en el Cristianismo. Éste puede considerarse bajo dos aspectos: ó
como una doctrina, ó como una institución para realizar la doctrina;
es decir, que la moral cristiana podemos mirarla, ó en sí misma, ó
en cuanto es enseñada ó inculcada por la Iglesia. Para formar la
conciencia pública, haciendo prevalecer en ella la moral cristiana,
no era bastante la aparición de esa doctrina; sino que era precisa
la existencia de una sociedad que, no sólo la conservase en toda su
pureza para irla transmitiendo de generación en generación, sino que
la predicase sin cesar á los hombres, haciendo de ella aplicaciones
continuas á todos los actos de la vida. Conviene observar que, por
más poderosa que sea la fuerza de las ideas, tienen, sin embargo, una
existencia precaria hasta que han llegado á realizarse, haciéndose
sensibles, por decirlo así, en alguna institución, que, al paso que
reciba de ellas la vida y la dirección de su movimiento, les sirva á
su vez de resguardo contra los ataques de otras ideas ó intereses. El
hombre está formado de cuerpo y alma, el mundo entero es un complexo
de seres espirituales y corporales, un conjunto de relaciones morales
y físicas; y así es que una idea, aun la más grande y elevada, si
no tiene una expresión sensible, un órgano por donde hacerse oir y
respetar, comienza por ser olvidada, queda confundida y ahogada en
medio del estrépito del mundo, y, al cabo, viene á desaparecer del
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