El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 32

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que respeta; porque, cuando sobre un punto no hemos llegado á más que
á formar opinión, se entiende que no hemos llegado á certeza; y, por
tanto, en nuestra mente hay el conocimiento de que existen razones
por la parte opuesta. Bajo este concepto podemos muy bien decir que
respetamos la opinión ajena; con lo que expresamos la convicción de que
podemos engañarnos, y de que quizás no está la verdad de nuestra parte.
Segundo: respetar las opiniones significa á veces respetar las personas
que las profesan, respetar su buena fe, respetar sus intenciones. Así
se dice á veces _respetar las preocupaciones_, y claro es que no se
habla entonces de un verdadero respeto que á ellas se profese.
De donde se ve que la expresión _respetar las opiniones ajenas_ tiene
significado muy diferente, según que la persona que las respeta tiene ó
no convicciones ciertas en sentido contrario.
Comprenderemos mejor lo que es la tolerancia, cuál su origen y cuáles
sus efectos, si, antes de examinarla en la sociedad, la analizamos de
suerte que el objeto de nuestra observación se reduzca á su elemento
más simple: la tolerancia considerada en el individuo. Se llama
tolerante un individuo, cuando está habitualmente en tal disposición de
ánimo, que soporta sin enojarse ni alterarse las opiniones contrarias á
la suya. Esta tolerancia tendrá distintos nombres, según las diferentes
materias sobre que verse. En materias religiosas, la tolerancia, así
como la intolerancia, pueden encontrarse en quien tenga religión y en
quien no la tenga; de suerte que ni una ni otra de estas dos últimas
situaciones envuelve por necesidad el ser tolerante ni intolerante.
Algunos se imaginan que la tolerancia es propia de los incrédulos y la
intolerancia de los hombres religiosos; pero esto es un error: ¿quién
más tolerante que San Francisco de Sales? ¿y quién más intolerante que
Voltaire?
La tolerancia en un hombre religioso, aquella tolerancia que no dimana
de la flojedad en las creencias, y que se enlaza muy bien con un
ardiente celo por la conservación y la propagación de la fe, nace de
dos principios: la caridad y la humanidad: la caridad, que nos hace
amar á todos los hombres, aun á nuestros mayores enemigos; que nos
inspira la compasión de sus faltas y errores; que nos obliga á mirarlos
como hermanos, y á emplear los medios que estén en nuestro alcance
para sacarlos de su mal estado, sin que nos sea lícito considerarlos
privados de esperanza de salvación, mientras viven sobre la tierra.
Rousseau ha dicho que «es imposible vivir en paz con gentes á quienes
se cree condenadas»; nosotros no creemos ni podemos creer condenado
á nadie, mientras vive; pues que, por grande que sea su iniquidad,
todavía son mayores la misericordia de Dios y el precio de la sangre de
Jesucristo; y tan lejos estamos de pensar lo que dice el filósofo de
Ginebra que «amar á esos tales sería aborrecer á Dios», que antes bien
dejaría de pertenecer á nuestra creencia quien sostuviese semejante
doctrina. La humildad cristiana es la otra fuente de la tolerancia;
la humildad, que nos inspira un profundo conocimiento de nuestra
flaqueza, que nos hace mirar cuanto tenemos como venido de Dios, que
no nos deja ver nuestras ventajas sobre nuestros prójimos, sino como
mayores títulos de agradecimiento á la liberal mano de la Providencia;
la humildad, que, no limitándose á la esfera individual, sino abrazando
la humanidad entera, nos hace considerar como miembros de la gran
familia del linaje humano, caído de su primitiva dignidad por el
pecado del primer padre, con malas inclinaciones en el corazón, con
tinieblas en el entendimiento, y, por consiguiente, digno de lástima é
indulgencia en sus faltas y extravíos; esa virtud sublime en su mismo
anonadamiento, y que, como ha dicho admirablemente Santa Teresa, agrada
tanto á Dios, porque la _humildad es la verdad_, esa virtud nos hace
indulgentes con todo el mundo, porque no nos deja olvidar un momento
que nosotros, más tal vez que nadie, necesitamos también de indulgencia.
No bastará, sin embargo, para que un hombre religioso sea tolerante
en toda la extensión de la palabra, el que sea caritativo y humilde:
la experiencia nos lo enseña así y la razón nos indica las causas.
Con la mira de aclarar perfectamente un punto cuya mala inteligencia
embrolla casi siempre esta clase de cuestiones, presentaré un paralelo
de dos hombres religiosos cuyos principios serán los mismos, pero
cuya conducta será muy diferente. Supónganse dos sacerdotes, ambos
distinguidos en ciencia y eminentes en virtud; pero de manera que el
uno haya pasado su vida en el retiro, rodeado de personas piadosas, y
no tratando sino con católicos, mientras el otro, empleado en misiones
en diferentes países donde se hallan establecidas diversas religiones,
se ha visto precisado á conversar con hombres de distintas creencias, á
vivir entre ellos, y á sufrir el altar de una religión falsa levantado
á poca distancia del de la religión verdadera. Los principios de la
caridad cristiana serán los mismos en ambos, uno y otro mirarán como
un don de Dios la fe que recibieron y conservan; pero, á pesar de
todo esto, su conducta será muy diferente, si se encuentran con un
hombre que, ó tenga otras creencias, ó no profese ninguna. El primero,
que jamás ha tratado sino con fieles, que siempre ha oído hablar con
respeto de la religión, se estremecerá, se indignará, á la primera
palabra que oiga contra la fe ó las ceremonias de la Iglesia, siéndole
poco menos que imposible sostener con serenidad la conversación ó
la disputa que sobre la materia se entable; mientras el segundo,
acostumbrado á oir cosas semejantes, á ver contrariada su creencia, á
discutir con hombres que la tenían diferente, se mantendrá sosegado y
calmoso, entrando reposadamente en la cuestión, si necesario fuere, ó
esquivándola hábilmente, si así lo dictare la prudencia. ¿De dónde esta
variedad? No es difícil conocerlo: es que este último, con el trato, la
experiencia, las contradicciones, ha llegado á poseer un conocimiento
claro de la verdadera situación del mundo, se ha hecho cargo de la
funesta combinación de circunstancias que han conducido ó mantienen
á muchos desgraciados en el error, sabe en cierto modo colocarse en
el lugar en que ellos se encuentran, y así siente con más viveza el
beneficio que él debe á la Providencia, y es para con los otros más
benigno é indulgente. Enhorabuena que el otro sea tan virtuoso, tan
caritativo, tan humilde cuanto se quiera; pero, ¿cómo se puede exigir
de él que no se conmueva profundamente, que no deje traslucir las
señales de su indignación, cuando oye negar por la primera vez lo
que él ha creído siempre con la fe más viva, sin que haya encontrado
otra oposición que los argumentos propuestos en algunos libros? No
le faltaba, por cierto, la noticia de la existencia de herejes é
incrédulos, pero le faltaba el haberse encontrado con ellos á menudo,
el haber oído la exposición de cien sistemas diferentes, el haber visto
extraviadas personas de distintas clases, de diversas índoles, de
variada disposición de ánimo; la susceptibilidad de su espíritu, como
que nunca había sufrido, no había podido embotarse; y así, con las
mismas virtudes, y si se quiere con los mismos conocimientos, que el
otro, no había alcanzado aquella viveza, por decirlo así, con que un
entendimiento claro, y además ejercitado con la práctica, entra en el
espíritu de aquellos con quienes habla, y ve las razones ó los motivos
ó las pasiones que los ciegan para que no lleguen al conocimiento de la
verdad.
Por donde se echa de ver que la tolerancia en un individuo que tenga
religión, supone cierta blandura de ánimo, que, nacida del trato
y de los hábitos que éste engendra, se hermana, no obstante, con
las convicciones religiosas más profundas, y con el celo más puro
y ardiente por la propagación de la verdad. En lo moral como en lo
físico, el roce afina, el uso gasta, y no es posible que nada se
sostenga por largo tiempo en actitud violenta. El hombre se indignará
una, dos, cien veces al oir que se impugna su manera de pensar; pero
no es posible que continúe indignándose siempre, y así al cabo vendrá
á resignarse á la oposición, se acostumbrará á sufrirla con templanza,
y por más sagradas que conceptúe sus creencias, se contentará con
defenderlas y propagarlas cuando le sea posible, y, cuando no, tratará
de guardarlas en el fondo de su alma como un precioso depósito,
procurando reservarlas del viento disipador que oye soplar en sus
alrededores.
La tolerancia, pues, no supone en el individuo nuevos principios,
sino más bien una calidad adquirida con la práctica, una disposición
de ánimo que se va adquiriendo insensiblemente, un hábito de sufrir
formado con la repetición del sufrimiento.
Pasando ahora á considerar la tolerancia en el hombre no religioso,
observaremos que éste puede serlo de dos maneras. Los hay que, no sólo
no tienen religión, sino que le profesan odio, ora por un funesto
extravío de ideas, ora por mirarla como un obstáculo á sus pasiones ó
á sus particulares designios. Éstos son en extremo intolerantes; y su
intolerancia es la peor, porque no va acompañada de ningún principio
moral que pueda enfrenarla. El hombre en semejantes circunstancias
siéntese, por decirlo así, en guerra consigo mismo, y con el linaje
humano: consigo mismo, porque tiene que sofocar los gritos de su
conciencia propia; con el linaje humano, que protesta contra la
doctrina insensata empeñada en desterrar de la tierra el culto de Dios.
Por esta causa se encuentra en los hombres de esta clase un fondo
excesivo de rencor y despecho; por esto sus palabras destilan hiel; por
esto echan mano de la burla, del insulto, de la calumnia.
Hay, empero, otra clase de hombres, que, si bien carecen de religión,
no tienen en contra de ella una opinión determinada; viven en una
especie de escepticismo, á que han sido conducidos, ó por la lectura de
malos libros, ó por reflexiones de una filosofía superficial y ligera;
no están adheridos á la religión, pero tampoco están enemistados con
ella. Muchos conocen su alta importancia para el bien de la sociedad;
y aun algunos abrigan cierto deseo de volver á poseerla: allá en
momentos de recogimiento y meditación recuerdan con gusto los días
en que ofrecían á Dios un entendimiento fiel y un corazón puro, y al
ver cómo se precipitan los momentos de la vida, quizás conservan aún
la vaga esperanza de reconciliarse con el Dios de sus padres, antes
de bajar al sepulcro. Estos hombres son tolerantes; pero, si bien se
mira, la tolerancia no es en ellos ni un principio, ni una virtud: es
una simple necesidad que resulta de su posición. Mal puede indignarse
contra las doctrinas ajenas quien no tiene ninguna, y, por tanto, no
encuentra oposición en ninguna; mal puede indignarse contra la religión
quien la considera como una cosa necesaria al bienestar de la sociedad;
mal puede abrigar contra ella rencorosos sentimientos quien la echa de
menos en el fondo de su alma, quien la mira tal vez como un rayo de
esperanza al fijar sus ojos en un pavoroso porvenir. La tolerancia,
en tal caso, nada tiene de extraño, es natural, necesaria; y lo que
fuera inconcebible, lo que fuera extravagante, y que indicaría un mal
corazón, sería la intolerancia.
Elevando del individuo á la sociedad las consideraciones que se
acaban de presentar, debe observarse que la tolerancia, así como la
intolerancia, puede mirarse, ó en el gobierno, ó en la sociedad:
porque sucede á veces que no andan acordes, y que mientras el gobierno
sostiene un principio, predomina en la sociedad otra directamente
opuesto. Como el gobierno está formado de un corto número de
individuos, es aplicable á él todo cuanto se ha dicho de la tolerancia,
considerada en la esfera puramente individual: bien que debe tenerse en
cuenta que los hombres colocados en el gobierno no pueden abandonarse
sin tasa al impulso de sus opiniones y sentimientos, y á menudo se
ven precisados á sacrificarlos en las aras de la opinión pública. Por
algún tiempo, y favorecidos por circunstancias excepcionales, podrán
contrariarla ó falsearla; pero bien pronto la fuerza de las cosas les
sale al paso, obligándolos á cambiar de rumbo.
Limitándonos, pues, á considerar la tolerancia en la sociedad, pues que
al fin, tarde ó temprano, el gobierno llega á ser la expresión de las
ideas y sentimientos de esta misma sociedad, podemos notar que sigue
los mismos trámites que en el individuo. No es efecto de un principio,
sino de un hábito. Cuando en una misma sociedad viven por largo tiempo
hombres de diferentes creencias religiosas, al fin llegan á sufrirse
unos á otros, á tolerarse, porque á esto los conduce el cansancio de
repetidos choques, y el deseo de un tenor de vida más tranquilo y
apacible; pero en el comienzo de esta discordancia de creencias, cuando
se encuentran cara á cara por primera vez los hombres que las tienen
distintas, el choque más ó menos rudo es siempre inevitable. Las causas
de esto se encuentran en la misma naturaleza del hombre, y vano es
luchar contra ella.
Algunos filósofos modernos han creído que la sociedad actual les
es deudora del espíritu de tolerancia que en ella domina; pero no
han advertido que esa tolerancia es más bien un hecho que se ha
consumado lentamente por la fuerza misma de las cosas, que el fruto
de la doctrina por ellos predicada. En efecto: ¿qué es lo que han
dicho por nuevo? Han recomendado la fraternidad universal; pero esta
fraternidad es una de las doctrinas del Cristianismo. Han exhortado á
vivir en paz á los hombres de todas religiones; pero, antes que ellos
empezasen á decírselo, los hombres comenzaban ya á tomar ese partido
en muchos países de Europa, pues que desgraciadamente eran tantas
y tan diferentes las religiones, que ya no era posible que ninguna
alcanzase un predominio exclusivo. Tienen, es verdad, ciertos filósofos
incrédulos un triste título á sus pretensiones sobre la extensión de
la tolerancia, y es que, habiendo llegado á sembrar la incredulidad y
el escepticismo, han generalizado, así en los gobiernos como en los
pueblos, aquella falsa tolerancia, que no es ninguna virtud, sino la
indiferencia por todas las religiones.
Y en verdad, ¿por qué es tan general la tolerancia en nuestro siglo?;
ó, mejor diremos, ¿en qué consiste esta tolerancia? Observadla bien,
y veréis que no es más que el resultado de una situación social, en
un todo conforme á la descrita más arriba con respecto al individuo
que carece de creencias, pero que no las rechaza porque las considera
como muy útiles al bien público, y hasta alimenta una vaga esperanza
de volver á ellas algún día. En lo que hay en esto de bueno ninguna
parte han tenido los filósofos incrédulos, es más bien una protesta
contra ellos; que ellos, mientras eran impotentes para apoderarse del
mando, prodigaban la calumnia y el sarcasmo á todo lo más sagrado que
hay en el cielo y en la tierra, y así que pudieron levantarse al poder,
derribaron con furor indecible todo lo existente, é hicieron perecer
millones de víctimas en el destierro y en los cadalsos.
La multitud de religiones, la incredulidad, el indiferentismo, la
suavidad de costumbres, el cansancio dejado por las guerras, la
organización industrial y mercantil que han ido adquiriendo las
sociedades, la mayor comunicación de las personas por medio de los
viajes, y la de las ideas por la prensa: he aquí las causas que han
producido en Europa esa tolerancia universal que lo ha ido invadiendo
todo, estableciéndose de hecho donde no ha podido establecerse de
derecho. Esas causas, como es fácil de notar, son de diferentes
órdenes; ninguna doctrina puede pretender en ellas una parte
exclusiva; son un resultado de mil influencias diversas que han obrado
simultáneamente en el desarrollo de la civilización.


CAPITULO XXXV

En el siglo anterior se declamó mucho contra la intolerancia; pero una
filosofía menos ligera que la entonces dominante, hubiera reflexionado
algo más sobre un hecho que, sea cual fuere el juicio que de él se
forme, no puede, sin embargo, negarse haber sido general á todos los
países y á todos los tiempos. En Grecia, Sócrates muere bebiendo la
cicuta; Roma, cuya tolerancia se ha encomiado, no tolera sino aquellos
dioses extranjeros que lo son sólo por nombre, pues que, formando parte
de aquella especie de panteísmo que era el fondo de su religión, sólo
necesitan, para ser declarados dioses de Roma, una mera formalidad;
que se les libre, por decirlo así, el título de ciudadanos. Pero no
consiente los dioses de los egipcios, ni tampoco la religión de los
judíos ni de los cristianos, de quienes tenía ideas muy equivocadas,
en verdad, pero bastantes para entender que esas religiones eran muy
diferentes de la suya. La historia de los emperadores gentiles es la
historia de la persecución de la Iglesia; y así que los emperadores
se hicieron cristianos, empieza una legislación penal contra los
que siguen una religión diferente de la que domina en el Estado.
En los siglos posteriores la intolerancia continuó en diferentes
formas, y también ha continuado hasta nosotros, que no estamos de
ellas tan libres como se quisiera hacernos creer. La emancipación de
los católicos en Inglaterra es de fecha muy reciente; las ruidosas
desavenencias del gobierno de Prusia con el Sumo Pontífice, por causa
de las arbitrariedades de aquél con respecto á la religión católica,
son de ayer; la cuestión de Argovia en Suiza está pendiente aún; y
la persecución del gobierno ruso contra el Catolicismo sigue tan
escandalosa como nunca. Esto, en cuanto á los hombres de las sectas
disidentes; pues, por lo que toca á la tolerancia de los _humanos_
filósofos del siglo XVIII, menester es confesar que hubiera sido muy
amable, á no recibir su digna sanción de la mano de Robespierre.
Todo gobierno que profesa una religión es más ó menos intolerante con
las otras; y esta intolerancia sólo disminuye, ó cesa, cuando los que
profesan la religión odiada se hacen temer por ser muy fuertes, ó
despreciar por muy débiles. Aplicad á todos los tiempos y países la
regla que se acaba de establecer; por todas partes la encontraréis
exacta; es un compendio de la historia de los gobiernos con respecto á
las religiones. El gobierno inglés ha sido siempre intolerante con los
católicos, y continuará siéndolo más ó menos según las circunstancias;
los gobiernos de Prusia y de Rusia seguirán como hasta aquí, bien que
con las modificaciones que exigirá la variedad de los tiempos; así como
en los países donde predomine el principio católico se pondrán trabas
más ó menos fuertes al ejercicio del culto protestante. Se me citará
como prueba de lo contrario el ejemplo de la Francia, donde, á pesar
de ser el Catolicismo la religión de la inmensa mayoría, son tolerados
los demás cultos, sin que se trasluzca la menor señal de reprimirlos
ni molestarlos. Esto se atribuirá quizás al espíritu público; pero yo
creo que dimana del estado de aquella sociedad, en la cual ha dejado
profundas huellas la filosofía del siglo pasado y también de que en
las regiones del poder de aquel país no prevalece ningún principio
fijo; no siendo más toda su política interior y exterior que una
continua transacción para salir del paso, del mejor modo, que se pueda.
Esto dicen los hechos, esto expresan las bien conocidas opiniones del
reducido número de hombres que de algunos años á esta parte disponen de
los destinos de la Francia.
Se ha pretendido establecer como un principio la tolerancia universal,
negando á los gobiernos el derecho de violentar las conciencias en
materias religiosas;, sin embargo, y á pesar de cuanto se ha dicho, los
filósofos no han podido poner su aserción bien en claro, y mucho menos
hacerla adoptar generalmente como sistema de gobierno. Para demostrar
que la cosa no es tan sencilla como se ha querido suponer, me han de
permitir esos pretendidos filósofos que les dirija algunas preguntas.
Si viene á establecerse en vuestro país una religión cuyo culto
demande sacrificios humanos, ¿la toleraréis?--No.--Y ¿por qué?--Porque
no podemos tolerar un crimen semejante.--Pero entonces seréis
intolerantes, violentaréis las conciencias ajenas, prohibiendo como
un crimen lo que á los ojos de estos hombres es un obsequio á la
Divinidad. Así lo pensaron muchos pueblos antiguos, así lo piensan
todavía algunos en nuestros tiempos; ¿con qué derecho, pues, queréis
que vuestra conciencia prevalezca sobre la suya?--No importa,
seremos intolerantes, pero nuestra intolerancia será en pro de la
humanidad.--Aplaudo vuestra conducta; pero no podéis negarme que se ha
ofrecido un caso en que la intolerancia de una religión os ha parecido
un derecho y un deber.
Pero, si proscribís el ejercicio de ese culto atroz, ¿al menos
permitiréis enseñar la doctrina donde se encarezca como santa y
saludable la práctica de los sacrificios humanos?--No, porque esto
equivaldría á permitir la enseñanza del asesinato.--Enhorabuena; pero
reconoced al mismo tiempo que se os ha presentado una doctrina, con la
cual os habéis creído con derecho y obligación de ser intolerantes.
Prosigamos la tarea comenzada. Vosotros no ignoráis, por cierto,
los sacrificios ofrecidos en la antigüedad á la diosa del amor, y
el nefando culto que se le tributaba en los templos de Babilonia
y Corinto; si un culto semejante renaciese entre vosotros,
¿le toleraríais?--No, por contrario á las sagradas leyes del
pudor.--¿Toleraríais que se enseñara al menos la doctrina que le
apoyase?--No, por la misma razón.--Entonces encontramos otro caso
en que os creéis con derecho y obligación de ser intolerantes, de
violentar la conciencia ajena, y no podéis alegar otra razón, sino que
á esto os obliga vuestra conciencia propia.
Todavía más: supongamos que con la lectura de la Biblia vuelven á
calentarse algunas cabezas, y tratan de fundar un nuevo cristianismo á
imitación de Matías Harlem ó Juan de Leyde; que empiezan los sectarios
á difundir sus doctrinas, á reunir conciliábulos, y que con sus
peroratas fanáticas arrastran una parte del pueblo; ¿toleraréis esa
nueva religión?--No, porque esos hombres podrían renovar en nuestros
tiempos las sangrientas escenas de Alemania en el siglo XVI, cuando en
nombre de Dios, y para cumplir, según decían, las órdenes del Altísimo,
los anabaptistas atacaban la propiedad, destruían todo poder existente,
y sembraban por todas partes la desolación y el exterminio.--Obraréis
con tanta justicia como prudencia, pero al fin tampoco podéis negar
que ejerceréis un acto de intolerancia. ¿Qué se ha hecho, pues, de la
tolerancia universal, de ese principio tan claro, tan cierto, si á cada
paso os encontráis vosotros mismos con la necesidad de restringirle,
mejor diré, de arrumbarle y de obrar en sentido diametralmente opuesto?
Diréis que la seguridad del Estado, el buen orden de la sociedad, la
moral pública, os obligan á obrar así; pero entonces ¿qué viene á
ser un principio que en ciertos casos se halla en oposición con los
intereses de la moral pública, del bien social y la seguridad del
Estado? ¿Y creéis, por ventura, que aquellos contra quienes declamáis,
no pensaban también poner á cubierto esos intereses, cuando eran
intolerantes?
En todos tiempos y países, se ha reconocido como un principio
indisputable que el poder público tiene el derecho, en algunos casos,
de prohibir ciertos actos, no obstante la mayor ó menor violencia que
con esto se haga á la conciencia de los individuos que los ejercían
ó pretendían ejercerlos. Si no bastaba el constante testimonio de la
historia, debiera ser suficiente á convencernos de esta verdad el
breve diálogo que se acaba de leer; donde se ha visto que los más
ardientes encomiadores de la tolerancia podían verse obligados á
ser intolerantes. Ellos se veían precisados á serlo en nombre de la
humanidad, en nombre del pudor, en nombre del orden público; luego
la tolerancia universal de doctrinas y religiones proclamada como un
deber de todo gobierno es un error, una regla sin aplicación; pues
que hemos demostrado hasta la evidencia que la intolerancia ha sido
siempre, y es todavía, un principio reconocido por todo gobierno y cuya
aplicación, más ó menos severa ó indulgente, depende de la diversidad
de circunstancias, y, sobre todo, del punto de vista desde el cual mira
las cosas el gobierno que la ha de ejercer.
Surge aquí una gravísima cuestión de derecho, cuestión que á primera
vista parece conducir á la condenación de toda intolerancia relativa
á doctrinas y á los actos que á consecuencia de ellas se practican.
Sin embargo, mirada la cosa á fondo, no es así; y aun dado que el
entendimiento no alcanzara á disipar completamente la dificultad
por medio de razones directas, con todo, indirectamente, y con la
argumentación que llaman _ad absurdum_, se llega á conocer la verdad,
al menos hasta aquel punto que es necesario para servir de guía á la
incierta prudencia humana. He aquí la cuestión: «¿Con qué derecho puede
prohibirse á un hombre que profese una doctrina, y que obre conforme
á ella, si él está convencido de que aquella doctrina es verdadera,
y que cumple con su obligación ó ejerce un derecho, cuando obra
conforme á lo que la misma le prescribe? Si la prohibición no ha de
ser ridícula, ha de llevar la sanción de la pena; y, cuando apliquéis
esa pena, castigaréis á un hombre que en su conciencia es inocente. La
justicia supone el culpable; y nadie es culpable, si primero no lo es
en su conciencia. La culpabilidad radica en la misma conciencia, y sólo
podemos ser responsables de la infracción de una ley cuando esta ley ha
hablado por el órgano de nuestra conciencia. Si ella nos dice que una
acción es mala, no podemos ejecutarla, por más que nos la prescriba la
ley, y si nos dicta que tal acción es un deber, no podemos omitirla,
por más que esté prohibida por la ley.» He aquí presentado en pocas
palabras, y con la mayor fuerza posible, todo cuanto puede alegarse
contra la intolerancia de las doctrinas y de los actos que de ellas
emanan; veamos ahora cuál es el verdadero peso de estas reflexiones,
que á primera vista parecen tan concluyentes.
Por de pronto salta á la vista que la admisión de este sistema haría
imposible todo castigo de los crímenes políticos. Bruto clavando el
puñal en el pecho de César, Jacobo Clement asesinando á Enrique III,
obraban, sin duda, á impulsos de una exaltación de ánimo que les
hacía mirar su atentado como un acto de heroísmo; y, sin embargo,
si uno y otro hubiesen sido conducidos á un tribunal, ¿os parecería
razonable exigir que se libertasen de la pena, el uno alegando su
amor de la patria, el otro su celo por la religión? La mayor parte de
los crímenes políticos se cometen con la convicción de que se obra
bien, aun prescindiendo de las épocas turbulentas, donde los hombres
de los diferentes bandos están íntimamente persuadidos de tener cada
cual la razón de su parte. Las mismas conspiraciones que se traman
contra un gobierno en épocas pacíficas, son, por lo común, obra de
algunos individuos que tienen por ilegítimo ó por tiránico el poder; y
trabajando para derribarle, obran conforme á sus principios. El juez
los castiga justamente aplicándoles la ley impuesta por el legislador;
y, sin embargo, ni el legislador al señalar la pena, ni el juez al
aplicarla, ignoran, ni ignorar pueden, la disposición de ánimo en que
debía de hallarse el delincuente cuando la infringía.
Se dirá que, atendiendo á la fuerza de estas razones, se va aumentando
cada día la compasión y la indulgencia por los crímenes políticos;
pero yo replicaré que, si establecemos el principio de que la justicia
humana no tiene derecho á castigar cuando el delincuente ha obrado
en fuerza de sus principios, no sólo deberían endulzarse esas penas,
sino abolirse. En tal caso, la pena capital sería un verdadero
asesinato; la pecuniaria, un robo, y las demás, un atropellamiento.
Y advertiré de paso que no es verdad que tanto se disminuya el rigor
contra los crímenes políticos; la historia de Europa en los últimos
años nos suministraría algunas pruebas de lo contrario. No se ven en
la actualidad aquellos castigos atroces que estaban en uso en otras
épocas; pero esto no dimana de que se atienda á la conciencia del que
ha cometido el crimen, sino de la suavidad y dulzura de costumbres
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