El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 16

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imperita et rudis, ut ne ea quidem quae videt, quaeque manibus
contrectat, cuiusmodi sint, aut qui fiant assequatur, nedum ut
in abdito illa naturae arcana possit penetrare; sapienterque
ab Aristotele illa est posita sententia: Mentem nostram ad
manifestissima naturae non aliter habere se, quam noctuae
oculum ad lumen solis_: ea omnia, quae universum hominum
genus novit, quota sunt pars eorum quae ignoramus! nec solum
id in universitate artium est verum, sed in singulis earum,
in quarum nulla tantum, est humanum ingenium progressum, ut
ad medium pervenerit, etiam in infimis illis ac vilissimis:
ut nihil existimetur verius esse dictum ab Academicis, quam:
_scire nihil_.» (_Ludovicus Vives, De Concordia et Discordia.
Lib. 4, cap. 3._)
Así pensaba este grande hombre, que, á más de estar muy
versado en toda clase de erudición, así sagrada como profana,
había meditado profundamente sobre el mismo entendimiento
humano; que había seguido con ojo observador la marcha de las
ciencias, y que, como lo acreditan sus escritos, se había
propuesto regenerarlas. Sensible es que no se puedan copiar
por extenso sus palabras, así del lugar citado, como de su
obra inmortal sobre las causas de la decadencia de las artes y
ciencias y el modo de enseñarlas.
Como quiera, á quien se manifestase descontento porque se
han dicho algunas verdades sobre la debilidad de nuestros
alcances, y tuviese recelos de que esto dañara al progreso
de las ciencias, porque así se apoca el entendimiento, será
bien recordarle que el mejor modo de hacer progresar á
nuestro espíritu es el que se conozca á sí mismo; pudiendo
á este propósito citarse la profunda sentencia de Séneca:
«Pienso que muchos hubieran podido alcanzar la sabiduría, si
no hubiesen presumido que la habían ya alcanzado.» «_Puto
multos ad sapientiam potuisse pervenire, nisi se iam crederent
pervenisse._»
[9] Pág. 70.--Es cierto que, al acercarse á los primeros
principios de las ciencias, se encuentra el entendimiento
rodeado de espesas sombras. He dicho que de esta regla general
no se exceptúan las mismas matemáticas, cuya certeza y
evidencia se han hecho proverbiales. El cálculo infinitesimal,
que en el estado actual de la ciencia puede decirse que la
domina, estriba, sin embargo, en algunas ideas sobre los
_límites_, ideas que hasta ahora nadie ha podido aclarar bien.
Y no es que trate de poner en duda su certeza y verdad; solo
me propongo hacer notar que, si se quisiera llamar á examen
en el tribunal de la metafísica las ideas que son como los
elementos de ese cálculo, no dejarían de poder esparcirse
sobre ellas algunas sombras. Aun concretándonos á la parte
elemental de la ciencia, se podrían también descubrir algunos
puntos que no sufrirían sin algún daño un detenido análisis
metafísico é ideológico; cosa que sería muy fácil manifestar,
si lo consintiese el género de esta obra. Entre tanto puede
recomendarse á los lectores la preciosa carta dirigida por
el distinguido jesuíta español _Eximeno_ á su amigo _Juan
Andrés_, donde se hallan observaciones muy oportunas sobre la
materia, hechas por un hombre á quien de seguro no se puede
recusar por incompetente. Esta carta está en latín, y su
título es: _Epistola ad clarissimum virum Ioannem Andresium_.
Por lo que toca á las otras ciencias, no es necesario insistir
en manifestar cuánta obscuridad se encuentra al acercarse
á sus primeros principios; pudiéndose asegurar que los
brillantes sueños de los hombres más ilustres han reconocido
este origen. Impulsados por el sentimiento de sus propias
fuerzas, penetraban hasta los abismos en busca de la verdad;
allí la _antorcha se apagaba en sus manos_, por valerme de la
expresión de un ilustre poeta contemporáneo, y extraviados por
un obscuro laberinto se entregaban á merced de su fantasía y
de sus inspiraciones, tomando por la realidad los hermosos
sueños de su genio.
[10] Pág. 73.--Para ver con toda claridad, para sentir con
viveza la innata debilidad del espíritu humano, no hay cosa
más á propósito que recorrer la historia de las herejías,
historia que debemos á la Iglesia por el sumo cuidado que ha
tenido en definirlas y clasificarlas. Desde Simón Mago, que
se apellidaba el _legislador de los judíos_, _el reparador
del mundo_, _el Paracleto_, mientras tributaba á su querida
Elena culto de latría bajo el nombre de Minerva, hasta Hermán,
predicando la matanza de todos los sacerdotes y magistrados
del mundo, y asegurando que él era el verdadero Hijo de Dios,
puede un observador contemplar ese vasto cuadro, que, si bien
es muy desagradable, cuando no por otras causas, al menos por
su extravagancia, no deja, sin embargo, de sugerir graves y
profundas reflexiones sobre el verdadero carácter del espíritu
humano, manifestando la sabiduría del Catolicismo, cuando en
ciertas materias se empeña en sujetarle á una regla.
[11] Pág 79.--Quizás no todos se persuadirán fácilmente de
que las ilusiones y el fanatismo estén, como en su elemento,
en medio de los protestantes; y por esto será preciso traer
aquí el irrecusable testimonio de los hechos. Podrían
escribirse sobre el particular crecidos volúmenes, pero habré
de contentarme con una rapidísima reseña, empezando desde
Lutero. Yo no sé si puede llevarse más allá el delirio, que el
pretender haber sido enseñado por el diablo, y gloriarse de
ello, y sostener con tamaña autoridad las nuevas doctrinas.
Y, sin embargo, el fundador del Protestantismo, el mismo
Lutero, es quien así delira, dejándonos consignado en sus
obras el testimonio de su entrevista con Satanás. ¿Puede
darse mayor desvarío? Ya fuese real la aparición, ya fuese un
sueño de cabeza calenturienta, ¿puede llegarse más allá en la
línea del fanatismo que jactarse de haber tenido tal maestro?
Varios fueron los coloquios que, según nos dice él mismo, tuvo
con el diablo; pero es digna de referirse la visión, en que,
según nos cuenta con toda seriedad, le obligó Satanás con sus
argumentos á prohibir la misa privada. La descripción que del
caso nos hace es muy viva. Despierta Lutero á media noche,
se le aparece Satanás, Lutero se horroriza, suda, tiembla,
y el corazón le palpita de un modo horrible. Entáblase, no
obstante, la disputa; el diablo, á fuer de buen dialéctico,
le estrecha con sus argumentos de tal manera, que no le queda
respuesta. Lutero queda vencido; y no es extraño, porque
la lógica del diablo dice que andaba acompañada con una
voz tan horrorosa que helaba la sangre. «Entonces entendí,
dice este miserable, lo que sucede á menudo, de que mueren
repentinamente muchos al amanecer, y es que el demonio puede
matar ó ahogar á los hombres; y hasta sin esto, los pone con
sus disputas en tales apuros, que puede causar la muerte de
esta manera, como muchas veces lo he experimentado yo.» El
pasaje es peregrino. El fantasma de Zuinglio, fundador del
Protestantismo en Suiza, no deja también de presentar un
ejemplo de ridícula extravagancia. Quería este heresiarca
negar la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía,
pretendiendo que lo que hay debajo de las especies consagradas
no es más que un signo. Como en la Sagrada Escritura se
expresa tan claramente lo contrario, se hallaba embarazado con
la autoridad del sagrado texto; cuando he aquí que, mientras
se imaginaba que estaba disputando con el Secretario de la
Ciudad, se le aparece un fantasma _blanco ó negro_, como nos
dice él mismo, y le señala una salida que le deja libre del
apuro. Este gracioso cuento lo sabemos por el mismo Zuinglio.
¿Quién no se aflige al ver á un hombre como Melanchton
entregado á las preocupaciones y manías de la superstición más
ridícula, al verle neciamente crédulo en materia de sueños, de
fenómenos raros, de pronósticos astrológicos? Y, sin embargo,
nada hay más cierto; léanse sus cartas y se tropezará á cada
paso con semejantes miserias. Al tiempo de celebrarse la
dieta de Augsburgo, parecíanle presagios muy favorables al
nuevo _Evangelio_, una inundación del Tiber, el que en Roma
una mula hubiese dado á luz un monstruo con un pie de grulla,
y el haber nacido en el territorio de Augsburgo un becerro
con dos cabezas. Estos acontecimientos eran para él anuncios
indudables de un cambio en el universo, y singularmente de la
próxima ruina de Roma por el cisma. Así escribía seriamente
á Lutero. Forma él mismo el horóscopo de su hija, pero está
temblando por ella á causa de que Marte presenta un aspecto
horrible, asustándole no menos la pavorosa llama de un cometa
muy septentrional. Los astrólogos habían pronosticado que
por el otoño serían los astros más favorables á las disputas
eclesiásticas, y ese pronóstico basta para consolar á nuestro
buen hombre de que las conferencias de Augsburgo sobre
religión vayan tan lentamente; y se ve además que sus amigos,
es decir, los jefes del partido, se dejan dominar también por
tan poderosas razones. Como si no tuviera bastantes penas,
se le pronostica que había de padecer un naufragio en el
Báltico y él se guardara de surcar aquellas aguas fatales.
Cierto franciscano había tenido la humorada de profetizar que
el poder del Papa iba á debilitarse y en seguida á caer para
siempre, como y también que en el año 1600 el turco dominaría
la Italia y la Alemania; y el bueno de Melanchton se gloría
de tener en su poder la profecía original, además que los
terremotos que suceden le confirman en su creencia.
Apenas acababa de erigirse en juez único el espíritu privado,
ya la Alemania estaba inundada de sangre por las atrocidades
del más furioso fanatismo. Matías Harlem, anabaptista, puesto
á la cabeza de una turba feroz, manda saquear las iglesias,
destrozar sus ornamentos y quemar todos los libros como impíos
ó inútiles, exceptuando sólo la Biblia. Situado en Múnster,
que él llama _La Montaña de Sión_, hace llevar á sus pies todo
el oro y plata y joyas preciosas que poseen los habitantes,
lo deposita en un tesoro común, y nombra diáconos para la
distribución. Obliga á todos sus discípulos á comer en común,
á vivir en perfecta igualdad y á prepararse para la guerra
que habían de emprender, saliendo de la _Montaña de Sión_,
_para someter_, según decía, _á su poder todas las naciones
de la tierra_; y mueren por fin en un arrojo temerario, en
que se prometía que, _cual nuevo Gedeón_, exterminaría con
un puñado de hombres el _ejército de los impíos_. No faltó á
Matías un heredero de fanatismo, presentándose luego Becold,
quizás más conocido bajo el nombre de Juan de Leyde. Este
fanático, sastre de profesión, echó á correr desnudo por las
calles de Múnster gritando: _El rey de Sión viene_. Entró en
su casa, se encerró allí por tres días, y, cuando el pueblo
se presentó preguntando por el, aparentó que no podía hablar.
Como otro Zacarías, pidió por señas recado de escribir, y
escribió que Dios le había revelado que el pueblo había de
ser regido por jueces, á imitación del pueblo de Israel.
Nombró doce jueces, escogiendo aquellos que le eran más
adictos, y hasta que la autoridad de los nuevos magistrados
fué reconocida, tuvo él la precaución de no dejarse ver de
nadie. Estaba ya asegurada en cierto modo la autoridad del
nuevo profeta, pero no se contentó con el mando efectivo, sino
que le ambicionó rodeado de toda pompa y majestad; propúsose
nada menos que proclamarse _rey_. En tan lastimoso vértigo
estaban los fanáticos sectarios, que no le fué difícil salir
á cabo con su loca empresa: no se necesitaba más que jugar
una grosera farsa. Un platero, que estaba en inteligencia con
el aspirante á rey, y que también se hallaba iniciado en el
arte de profetizar, se presenta á los _jueces de Israel_ y les
habla de esta manera: _He aquí lo que dice el Señor Dios, el
Eterno: como en otro tiempo yo establecí á Saúl sobre Israel,
y después de él á David, no siendo más que un simple pastor,
así establezco hoy á Becold, mi profeta, rey de Sión_. Los
jueces no podían determinarse á renunciar; pero Becold aseguró
que también había tenido él la misma revelación, que la había
callado por humildad, pero que, habiendo Dios hablado á otro
profeta, era menester resignarse á subir al trono, _para
cumplir las órdenes del Altísimo_. Los jueces insistieron
en que se convocase al pueblo, que en efecto se reunió en
la plaza del mercado; y allí, habiéndosele presentado por
un _profeta_ de parte de Dios una espada desnuda _en señal
de quedar constituído justiciero sobre toda la tierra para
extender el imperio de Sión por los cuatro ángulos del
mundo_, fué proclamado rey con ruidosa alegría, y coronado
solemnemente en 24 de junio de 1534. Como se había casado con
la esposa de su predecesor, la elevó también á la dignidad
real; pero, si bien á ésta sola la miró como reina, no dejó de
tener hasta diez y siete mujeres; todo conforme á la _santa_
libertad que en esta materia había proclamado. Las orgías, los
asesinatos, las atrocidades y delirios de todas clases que se
siguieron, no hay por qué referirlo: pudiendo asegurarse que
los 16 meses del reinado de este frenético no fueron más que
una cadena de crímenes. Clamaron los católicos contra tamaños
excesos; clamaron también, es verdad, los protestantes; pero
¿quién tenía la culpa? ¿no eran aquellos que habían proclamado
la resistencia á la autoridad de la Iglesia, y que habían
arrojado la Biblia en medio de aquellos miserables, para que
con la interpretación individual se les trastornase la cabeza,
y se arrojaran á proyectos tan criminales como insensatos?
Así lo conocieron los mismos anabaptistas, y así es que se
indignaron sobremanera contra Lutero, que con sus escritos
los condenaba. Y, en efecto: quien había sentado el principio
¿qué derecho tenía para atajar las consecuencias? Si Lutero
encontraba en la Biblia que el Papa era el Anticristo, y de
su propia autoridad se arrojaba á destruir el reino del Papa,
exhortando á todo el mundo á conjurarse contra él; ¿por qué no
podían también los anabaptistas decir: _que habían hablado con
Dios, y que habían recibido el mandato de exterminar á todos
los impíos, y de constituir un nuevo mundo en que vivieran
solamente los pios é inocentes, siendo dueños de todas las
cosas_?
Hermán predicando la _matanza de todos los sacerdotes y
magistrados del mundo_; David Jorge proclamando que sólo
su doctrina era perfecta, que _la del antiguo y nuevo
Testamento era imperfecta, y que él era el verdadero Hijo de
Dios_; Nicolás desechando la fe y el culto como inútiles,
despreciando los preceptos fundamentales de la moral, y
enseñando que _era bueno perseverar en el pecado para que
la gracia pudiese abundar_; Macket pretendiendo que había
descendido sobre el el espíritu del Mesías, enviando á dos
de sus discípulos, Arthington y Coppinger, á vocear por las
calles de Londres _que el Cristo venía allí con su vaso en
la mano_, y clamando él mismo á la vista del cadalso y en el
trance del suplicio: «_¡Jehovah! ¡Jehovah! ¿no veis que los
cielos se abren, y á Jesucristo que viene á libertarme?_» Esos
deplorables espectáculos, y cien y cien otros que podríamos
recordar, son pruebas harto evidentes del terrible fanatismo
nutrido y avivado por el sistema protestante. Venner, Fox,
William Sympson, J. Naylor, el conde Tinzendorf, Wesley, el
barón de Sweedenborg, y otros nombres semejantes, bastan
para recordar un conjunto de sectas tan locas, y una serie
de extravagancias y crímenes tales, que darían materia para
formar gruesos volúmenes donde se presentarían los cuadros más
ridículos y más negros, las mayores miserias y extravíos del
espíritu humano. Eso no es fingir, no es exagerar; ábrase la
historia, consúltense los autores, no precisamente católicos,
sino protestantes, ó sean cuales fueren; por dondequiera se
encontrarán abundancia de testigos que deponen de la verdad de
esos hechos; hechos ruidosos, sucedidos á la luz del día, en
medio de grandes capitales, en tiempos que casi tocan á los
nuestros. Y no se crea que se haya agotado con el transcurso
del tiempo ese manantial de ilusión y de fanatismo; á lo que
parece, no lleva camino de cegarse, y la Europa está condenada
todavía á escuchar la relación de otras visiones como la
acaecida en la fonda de Londres al barón de Sweedenborg, y á
ver pasaportes de tres sellos como los que despacha para el
cielo Juana Soutchote.
[12] Pág. 86.--Nada más palpable que la diferencia que media
en este punto entre los protestantes y los católicos. En ambas
partes hay personas que se pretenden favorecidas con visiones
celestiales; pero con las visiones los protestantes se vuelven
orgullosos, turbulentos, frenéticos, mientras los católicos
ganan en humildad, y en espíritu de paz y de amor. En el mismo
siglo XVI, cuando el fanatismo de los protestantes llevaba
revuelta la Europa entera, y la inundaba de sangre, había en
España una mujer que, á juicio de los protestantes y de los
incrédulos, debe de ser una de las que más han adolecido de
achaque de ilusión y fanatismo; pero el pretendido fanatismo
de esa mujer, ¿hizo derramar acaso, ni una gota de sangre, ni
una sola lágrima? Y sus visiones ¿eran acaso órdenes del cielo
para exterminar á los hombres como desgraciadamente sucedía
entre les protestantes? Después que en la nota anterior se
habrá horrorizado el lector con las visiones de los sectarios,
quizás no le desagradará tener á la vista un cuadro tan bello
como apacible.
Es Santa Teresa, que, escribiendo su propia vida, por motivos
de pura obediencia, nos refiere sus visiones con un candor
angelical, con una dulzura inefable. «Quiso el Señor que
viese aquí algunas veces esta visión, veía un ángel cabe mí,
hacia el lado izquierdo, en forma corporal; lo que no suelo
ver, sino por maravilla, aunque muchas veces se me representan
ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada, que dije
primero. En esta visión quiso el Señor le viese ansí, no era
grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido,
que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se
abrasan: deben ser los que llaman serafines; que los nombres
no me los dicen; mas, bien veo que en el cielo hay tanta
diferencia de unos ángeles á otros, y de otros á otros, que no
lo sabría decir. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y
al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me
parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba á
las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me
dejaba toda abrasada en amor grande de Dios.» (_Vida de Santa
Teresa_, capítulo 29, n.º 11.)
He aquí otra muestra: «Estando en esto, veo sobre mi cabeza
una paloma bien diferente de las de acá, porque no tenía estas
plumas, sino las de unas conchitas, que echaban de sí gran
resplandor. Era grande más que paloma, paréceme que oía el
ruido que hacia con las alas. Estaría aleando por espacio de
una Avemaría. Ya el alma estaba de tal suerte, que perdiéndose
á sí de sí la perdió de vista. Sosegóse el espíritu con tan
buen huésped, que, según mi parecer, la merced tan maravillosa
le debía de desasosegar y espantar, y como comenzó á gozarla,
quitósele el miedo y comenzó la quietud con el gozo, quedando
en arrobamiento.» (_Vida_, cap. 28, n.º 7.)
Difícil será encontrar algo de tan bello, expresado con tan
vivo colorido, y con tan amable sencillez.
No será inoportuno el copiar otros dos trozos de distinto
género, que, al paso que harán sensible lo que nos proponemos
evidenciar, podrán contribuir á despertar la afición hacia
cierta clase de escritores castellanos que van cayendo en
olvido entre nosotros, mientras los extranjeros los buscan con
afán, y hacen de ellos lujosas ediciones.
»Estando una vez en las horas con todas, de presto se recogió
mi alma, y parecióme ser como un espejo claro toda, sin haber
espaldas, ni lado, ni alto, ni bajo, que no estuviese toda
clara, y en el centro de ella se me representó Cristo Nuestro
Señor como le suelo ver. Parecíame en todas las partes de mi
alma, le veía claro como en un espejo, y también este espejo
(yo no sé decir cómo) se esculpía todo en el mismo Señor,
por una comunicación que yo no sabré decir, muy amorosa. Sé
que me fué esta visión de gran provecho, cada vez que se me
acuerda, en especial cuando acabo de comulgar. Dióseme á
entender que estar una alma en pecado mortal, es cubrirse este
espejo de gran niebla, y quedar muy negro, y ansí no se puede
representar, ni ver este Señor, aunque esté siempre presente
dándonos el ser, y que los herejes, es como si el espejo fuese
quebrado, que es muy peor que obscurecido. Es muy diferente
el cómo se ve, á decirse, porque se puede mal dar á entender.
Mas hame hecho mucho provecho y gran lástima de las veces que,
con mis culpas, obscurecí mi alma, para no ver este Señor.»
(_Vida_, capítulo 40, número 4.)
En otro lugar explica un modo de ver las cosas en Dios, y
presenta su idea bajo una imagen tan brillante y grandiosa,
que nos parece que leemos á Malebranche explanando su famoso
sistema.
«Digamos ser la Divinidad como un claro diamante muy mayor
que todo el mundo, ó espejo, á manera de lo que dije del alma
en otra visión, salvo que es por tan sublime manera que yo no
lo sabré encarecer, y que todo lo que hacemos se ve en este
diamante, siendo de manera que él encierra todo en sí, porque
no hay nada que salga fuera de esta grandeza. Cosa espantosa
me fué en tan breve espacio ver tantas cosas juntas aquí
en este claro diamante, y lastimosísima cada vez que se me
acuerda ver que cosas tan feas se me representan en aquella
limpieza de claridad, como eran mis pecados.» (_Vida_, cap.
40, número 7.)
Supongamos ahora con los protestantes que todas esas visiones
no sean más que pura ilusión; pues es evidente que ni
extravían las ideas, ni corrompen las costumbres, ni perturban
el orden público; y ciertamente que, aun cuando no hubieran
servido más que para inspirar tan hermosas páginas, no habría
por qué dolernos de la ilusión. Y he aquí confirmado lo que he
dicho sobre los saludables efectos que produce en las almas
el principio católico, no dejándolas cegar por el orgullo,
ni andar por caminos peligrosos, antes limitándolas á un
círculo, desde el cual no pueden dañar á nadie, si es que sus
favores del cielo no sean más que ilusión, y no perdiendo nada
de su fuerza y energía para hacer el bien, dado caso que su
inspiración sea una realidad.
Mil y mil otros ejemplos podría citar; pero, en obsequio de
la brevedad, me he limitado á uno solo, escogiendo á Santa
Teresa, ya por ser una de las que más se han distinguido en la
materia, ya por ser contemporánea de las grandes aberraciones
de los protestantes, ya también por ser española; aprovechando
esta oportunidad de recordarla á los españoles que empiezan á
olvidarla.
[13] Pág. 96.--He indicado las sospechas que inspiraban
algunos de los corifeos de la reforma, de que, procediendo de
mala fe, no dando asenso á lo mismo que predicaban, tratasen
únicamente de alucinar á sus prosélitos. No quiero que se diga
que he andado con ligereza en achacarles ese cargo, y así
produciré algunas pruebas que garanticen mi aserción.
Oigamos al mismo Lutero. «Muchas veces pienso á mis solas
que casi no sé dónde estoy, ni si enseño la verdad ó no.»
«Saepe sic mecum cogito: propemodum nescio quo loco sim, et
utrum veritatem doceam, necne.» (Luther, colloquio. Isleb. de
Christo.) Y éste es el mismo hombre que decía: «Es cierto que
yo he recibido mis dogmas del cielo: no permitiré que juzguéis
de mi doctrina, ni vosotros, ni los mismos ángeles del cielo.»
«Certum est dogmata mea habere me de coelo. Non sinam vel vos
vel ipsos angelos de coelo de mea doctrina iudicare.» (Luth.
Contra Reg. Ang.) Juan Metthei, que publicó algunos escritos
sobre la vida de Lutero, y que se deshace en alabanzas del
heresiarca, nos ha conservado una anécdota curiosa sobre las
convicciones de Lutero; dice así: «Un predicante llamado Juan
Musa me contó que cierta vez se había lamentado con Lutero,
de que no podía resolverse á creer lo que predicaba á los
otros. _Bendito sea Dios_, respondió Lutero, _pues que sucede
á los demás lo mismo que á mí: antes creía yo que sólo á mí me
sucedía_.» (Ioannes Matthesius, condone 12.)
Las doctrinas de la incredulidad no se hicieron esperar mucho,
y quizás no se figurarían algunos lectores que se hallen
consignadas expresamente en varios lugares de las obras de
Lutero. «Es verosímil, dice, que, excepto pocos, todos duermen
insensibles.» «Soy de parecer que los muertos están sepultados
en tan inefable y admirable sueño, que sienten ó ven menos que
los que duermen con sueño común.» «Las almas de los muertos no
entran ni en el purgatorio ni en el infierno.» «El alma humana
duerme embargados todos los sentidos.» «En la mansión de los
muertos no hay tormentos.» «Verisimile est, exceptis paucis,
omnes dormire insensibiles.» «Ego puto mortuos sic ineffabili,
et miro somno sopitos, ut minus sentiant aut videant, quam
hi qui alias dormiunt.» «Animae mortuorum non ingrediuntur
in purgatorium nec infernum.» «Anima humana dormit omnibus
sensibus sepultis.» «Mortuorum locus cruciatus nullus habet.»
(Tom. 2, Epist Latin Isleb. fol. 44. Tom. 6, Lat. Wittemberg,
in cap. 2, cap. 23, cap. 25, cap. 42, et cap. 49. Genes. et
Tom. 4, Lat Wittemberg, fol. 109.) No faltaba quien recogiese
semejantes doctrinas, y los estragos que tal enseñanza andaba
haciendo eran tales, que el luterano Brentzen, discípulo y
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