El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 30

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paz á la tierra; ahora vemos que el respeto á los domingos y demás
fiestas se utiliza también para preparar la abolición de la bárbara
costumbre de que los parientes de un hombre muerto pudiesen vengar la
muerte, dándola al matador.
El lamentable estado de la sociedad europea en aquella época se retrata
vivamente en los mismos medios que el poder eclesiástico se veía
obligado á emplear para disminuir algún tanto los desastres ocasionados
por las violencias de las costumbres. El no acometer á nadie para
maltratarle, el no recurrir á la fuerza para obtener una reparación, ó
desahogar la venganza, nos parece á nosotros tan justo, tan conforme
á razón, tan natural, que apenas concebimos posible que puedan las
cosas andar de otra manera. Si en la actualidad se promulgase una ley
que prohibiese el atacar á su enemigo en este ó en aquel día, en esta
ó en aquella hora, nos parecería el colmo de la ridiculez y de la
extravagancia. No lo parecía, sin embargo, en aquellos tiempos; y una
prohibición semejante se hacía á cada paso, no en obscuras aldeas, sino
en las grandes ciudades, en asambleas numerosísimas, donde se contaban
á centenares los obispos, donde acudían los condes, los duques, los
príncipes y reyes. Esa ley que á nosotros nos parecería tan extraña,
y por la que se ve que la autoridad se tenía por dichosa si podía
alcanzar que los principios de justicia fuesen respetados al menos
algunos días, particularmente en las mayores solemnidades, esa ley fué
por largo tiempo uno de los puntos capitales del derecho público y
privado de Europa.
Ya se habrá conocido que estoy hablando de la _Tregua de Dios_. Muy
necesaria debía ser á la sazón una ley semejante, cuando la vemos
repetida tantas veces en países muy distantes unos de otros. Entre lo
mucho que se podría recordar sobre esta materia, me contentaré con
apuntar algunas decisiones conciliares de aquella época.
El concilio de Tubuza, en la diócesis de Elna, en el Rosellón,
celebrado por Guifredo, arzobispo de Narbona, en el año 1041, establece
la _Tregua de Dios_, mandando que, desde la tarde del miércoles hasta
la mañana del lunes, nadie tomase cosa alguna por fuerza, ni se vengase
de ninguna injuria, ni exigiese prendas de fiador. Quien contraviniese
á este decreto, debía pagar la composición de las leyes, como merecedor
de muerte, ó ser excomulgado y desterrado del país.
Considerábase tan beneficiosa la práctica de esta disposición, que, en
el mismo año, se tuvieron en Francia otros muchos concilios sobre el
mismo asunto. Teníase también el cuidado de recordar con frecuencia
esta obligación, como lo vemos en el concilio de Saint-Gilles, en
Languedoc, celebrado en el año 1042, y en el de Narbona, celebrado en
1045.
Á pesar de insistirse tanto sobre lo mismo, no se alcanzaba todo
el fruto deseado, como lo indica la fluctuación que sufrían las
disposiciones de la ley. Así vemos que, en el año 1047, la _Tregua de
Dios_ se limitaba á un tiempo menor del que tenía en 1041, pues que el
concilio de Telugis, de la diócesis de Elna, celebrado en 1047, dispone
que en todo el condado del Rosellón nadie acometa á su enemigo desde la
hora nona del sábado hasta la hora de prima del lunes; por manera que
la ley era entonces mucho más lata que en 1041, donde hemos visto que
la _Tregua de Dios_ comprendía desde la tarde del miércoles hasta la
mañana del lunes.
En el mismo concilio que acabo de citar, se encuentra una disposición
notable, pues que se manda que nadie pueda acometer á un hombre que va
á la iglesia, ó vuelve de ella, ó que _acompaña mujeres_.
En el año 1054, la _Tregua de Dios_ iba ganando terreno, pues, no sólo
vuelve á comprender desde el miércoles por la tarde hasta el lunes por
la mañana después de la salida del sol, sino que se extiende á largas
temporadas. Así vemos que el concilio de Narbona, celebrado por el
arzobispo Guifredo en dicho año, á más de señalar comprendido en la
_Tregua de Dios_ desde el miércoles por la tarde hasta el lunes por la
mañana, la declara obligatoria para el tiempo y días siguientes: desde
el primer domingo de Adviento hasta la octava de la Epifanía, desde el
domingo de la Quincuagésima hasta la octava de Pascua, desde el domingo
que precede la Ascensión hasta la octava de Pentecostés, en los días
de las fiestas de Nuestra Señora, de San Pedro, de San Lorenzo, de San
Miguel, de Todos los Santos, de San Martín, de Santos Justo y Pastor,
titulares de la Iglesia de Narbona, y todos los días de ayuno; y esto,
so pena de anatema y de destierro perpetuo.
En el mismo concilio se encuentran otras disposiciones tan bellas, que
no es posible dejar de recordarlas, dado que se trata de manifestar
y hacer sentir la influencia de la Iglesia católica en suavizar las
costumbres. En el canon 9.º se prohibe cortar los olivos, señalándose
una razón, que, si á los ojos de los juristas no parecerá bastante
general y adecuada, es á los de la filosofía de la historia un hermoso
símbolo de las ideas religiosas, ejerciendo sobre la sociedad su
benéfica influencia. La razón que señala el concilio, es que los
_olivos suministran la materia del santo Crisma y del alumbrado de las
iglesias_. Una razón semejante producía, sin duda, más efecto que todas
las que pudieran sacarse de Ulpiano y Justiniano.
En el canon 10 se manda que, en todo tiempo y lugar, gocen de la
seguridad de la _Tregua_ los pastores y sus ovejas, disponiéndose lo
mismo en el canon 11 con respecto á las casas situadas á treinta pasos
al rededor de las iglesias. En el canon 18 se prohibe á los que tienen
pleito usar de procedimientos de hecho ó cometer alguna violencia,
antes que la causa haya sido juzgada en presencia del obispo y del
señor del lugar. En los demás cánones se prohibe robar á los mercaderes
y peregrinos, y hacer daño á nadie, bajo la pena de ser separados de
la Iglesia los perpetradores de este delito, si lo hubiesen cometido
durante la _Tregua_.
Á medida que iba adelantando el siglo XI, notamos que se inculca más y
más la saludable práctica de la _Tregua de Dios_, interviniendo en este
negocio la autoridad de los Papas.
En el concilio de Gerona, celebrado por el cardenal Hugo el Blanco
en 1068, se confirmó la _Tregua de Dios_ por autoridad de Alejandro
II, so pena de excomunión; y en 1080, el concilio de Lilebona, en
Normandía, supone establecida ya muy generalmente esta _Tregua_, pues
que manda en su canon primero que los obispos y los señores cuiden de
su observancia, aplicando á los prevaricadores censuras y otras penas.
En el año 1093, el concilio de Troya, en la Pulla, celebrado por Urbano
II, confirma también la _Tregua de Dios_; siendo notable el ensanche
que debía ir tomando esa disposición eclesiástica, pues que á dicho
concilio asistían setenta y cinco obispos. Mucho mayor era el número
en el concilio de Clermont, en Auvernia, celebrado por el mismo Urbano
II en el año 1095, pues que contaba nada menos que trece arzobispos,
doscientos veinte obispos y muchos abades. En su canon 1.º confirma la
_Tregua_ con respecto al jueves, viernes, sábado y domingo; pero quiere
que se observe todos los días de la semana con respecto á los monjes,
clérigos y mujeres.
En los cánones 29 y 30 se dispone que, si alguno, perseguido por su
enemigo, se refugia junto á una cruz, debe estar allí tan seguro
como si hubiese buscado asilo en la iglesia. Esta enseña sublime de
redención, después de haber dado salud al linaje humano, empapándose
en la cima del Calvario con la sangre del Hijo de Dios, servía ya de
amparo á los que, en el asalto de Roma, se refugiaban á ella, huyendo
del furor de los bárbaros; y siglos después encontramos que, levantada
en los caminos, salvaba todavía al desgraciado que se abrazaba con
ella, huyendo de un enemigo sediento de venganza.
El concilio de Ruán, celebrado en el año 1096, extiende todavía más
el dominio de la _Tregua_, mandando observarla desde el domingo antes
del miércoles de Ceniza hasta la segunda feria después de la octava de
Pentecostés, desde la puesta del sol en el miércoles antes del Adviento
hasta la octava de la Epifanía, y en cada semana, desde el miércoles
puesto el sol hasta su salida del lunes siguiente; y, por fin, en todas
las fiestas y vigilias de la Virgen y de los Apóstoles.
En el canon 2.º se ordena que gocen de una paz perpetua todos los
clérigos, monjas y religiosas, _mujeres_, _peregrinos_, _mercaderes_
y sus criados, _los bueyes y caballos de arado_, _los carreteros_,
_los labradores_ y todas las tierras que pertenecen á los santos,
prohibiendo acometerlos, robarlos, ó ejercer en ellos alguna violencia.
En aquella época se conoce que la ley se sentía más fuerte, y que
podía exigir la obediencia en tono más severo; pues vemos que en el
canon 3.º del mismo concilio se prescribe que todos los varones que
hayan cumplido doce años, presten juramento de observar la _Tregua_;
y en el canon 4.º se excomulga á los que se resistan á prestarle; así
como algunos años después, á saber, en 1115, la _Tregua_ empieza á
comprender, no ya algunas temporadas, sino años enteros: el concilio
de Troya, en la Pulla, celebrado en dicho año por el papa Pascual,
establece la _Tregua_ por tres años.
Los papas continuaban con ahinco la obra comenzada, sancionando con
el peso de su autoridad, y difundiendo con su influencia, entonces
universal y poderosa en toda la Europa, la observancia de la _Tregua_.
Ésta, aunque en la apariencia no fuese otra cosa que un acatamiento á
la religión por parte de las pasiones violentas, que por respeto á ella
suspendían sus hostilidades, era, en el fondo, el triunfo del derecho
sobre el hecho, y uno de los más admirables artificios que se han visto
empleados jamás para suavizar las costumbres de un pueblo bárbaro.
Quien se veía precisado á no poder echar mano de la fuerza en cuatro
días de la semana, y largas temporadas del año, claro es que debía de
inclinarse á costumbres más suaves, no empleándola nunca. Lo que cuesta
trabajo, no es convencer al hombre de que obra mal, sino hacerle perder
el hábito de obrar mal; y sabido es que todo hábito se engendra por la
repetición de los actos, y se pierde cuando se logra que éstos cesen
por algún tiempo.
Así, es sumamente satisfactorio el ver que los papas procuraban
sostener y propagar esa _Tregua_ renovando el mandamiento de su
observancia en concilios numerosos, y, por tanto, de una influencia
más eficaz y universal. En el concilio de Reims, abierto por el mismo
pontífice Calixto II en 1119, se expidió un decreto en confirmación
de la misma _Tregua_. Asistieron á este concilio trece arzobispos,
más de doscientos obispos y un gran número de abades y eclesiásticos
distinguidos en dignidad. Inculcóse la misma observancia en el concilio
de Letrán IX, general, celebrado en 1123, congregado por Calixto II.
Eran más de trescientos los prelados entre arzobispos y obispos, y el
número de los abades pasaba de seiscientos. En 1130 se insiste sobre lo
mismo en el concilio de Clermont, en Auvernia, celebrado por Inocencio
II, renovándose los reglamentos pertenecientes á la observancia de la
_Tregua_; y en el concilio de Aviñón en 1209, celebrado por Hugo,
obispo de Riez, y Milón, notario del papa Inocencio III, ambos legados
de la Santa Sede, se confirman las leyes anteriormente establecidas
para la observancia de la _paz_ y de la _Tregua_, condenándose á los
revoltosos que la perturbaban. En el concilio de Montpeller, celebrado
en 1215, juntado por Roberto de Corceón, y presidido por el cardenal de
Benevento como legado que era en la provincia, se renueva y confirma
todo cuanto en distintos tiempos se había arreglado para la seguridad
pública, y más recientemente para la subsistencia de la paz entre señor
y señor, y entre los pueblos.
Á los que han mirado la intervención de la sociedad eclesiástica en
los negocios civiles como una usurpación de las atribuciones del poder
público, podríase preguntarles si puede ser usurpado lo que no existe,
y si un poder incapacitado para ejercer sus atribuciones propias, se
quejaría con razón de que las ejerciese otro que tuviese para ello la
inteligencia y la fuerza necesarias. No se quejaba entonces el poder
político de esas pretendidas usurpaciones, y así los gobiernos como los
pueblos las miraban como muy justas y legítimas, porque, como se ha
dicho más arriba, eran naturales, necesarias, traídas por la fuerza de
los acontecimientos, dimanadas de la situación de las cosas. Por cierto
que sería ahora curioso ver que los obispos se ocupasen en la seguridad
de los caminos, que publicasen edictos contra los incendiarios, los
ladrones, los que cortasen los olivos ó causasen otros estragos
semejantes; pero en aquellos tiempos se consideraba este proceder como
muy natural y muy necesario. Merced á estos cuidados de la Iglesia, á
este solícito desvelo, que después se ha culpado con tanta ligereza,
pudieron echarse los cimientos de este edificio social cuyos bienes
disfrutamos, y llevarse á cabo una reorganización que hubiera sido
imposible sin la influencia religiosa y sin la acción de la potestad
eclesiástica.
¿Queréis saber el concepto que debe formarse de un hecho, descubriendo
si es hijo de la naturaleza misma de las cosas, ó efecto de
combinaciones astutas? Reparad el modo con que se presenta, los
lugares en que nace, los tiempos en que se verifica; y cuando le veáis
reproducido en épocas muy distintas, en lugares muy lejanos, entre
hombres que no han podido concertarse, estad seguros que lo que obra
allí no es el plan del hombre, sino la fuerza misma de las cosas.
Estas condiciones se verifican de un modo palpable en la acción de la
potestad eclesiástica sobre los negocios públicos. Abrid los concilios
de aquellas épocas y por doquiera os ocurrirán los mismos hechos; así,
por ejemplo, el concilio de Palencia, en el reino de León, celebrado
en 1129, ordena en su canon 12 que se destierre ó se recluya en un
monasterio á los que acometan á los clérigos, monjes, mercaderes,
peregrinos y mujeres. Pasad á Francia y encontraréis el concilio de
Clermont, en Auvernia, celebrado en 1130, que en su canon 13 excomulga
á los incendiarios. En 1157 os ocurrirá el concilio de Reims, mandando
en su canon 3.º que durante la guerra no se toque la persona de los
clérigos, monjes, mujeres, viajantes, labradores y viñeros. Pasad á
Italia y encontraréis el concilio de Letrán IX, general, convocado
en 1179, que prohibe, en su canon 22, maltratar é inquietar á los
monjes, clérigos, peregrinos, mercaderes, aldeanos que van de viaje,
ó están ocupados en la agricultura, y á los animales empleados en
ella. En el canon 24 se excomulga á los que apresen ó despojen á los
cristianos que naveguen para su comercio ú otras causas legítimas y á
los que roben á los náufragos, si no restituyen lo robado. Pasando á
Inglaterra, encontramos el concilio de Oxford, celebrado en 1222 por
Esteban Langton, arzobispo de Cantorbery, prohibiendo en el canon 20
que nadie pueda tener ladrones para su servicio. En Suecia el concilio
de Arbogen, celebrado en 1396 por Enrique, arzobispo de Upsal, dispone
en su canon 5.º que no se conceda sepultura eclesiástica á los piratas,
raptores, incendiarios, ladrones de caminos reales, opresores de pobres
y otros malhechores. Por manera que, en todas partes, y en todos
tiempos, se encuentra el mismo hecho: la Iglesia luchando contra la
injusticia, contra la violencia, y esforzándose por reemplazarlas con
el reinado de la justicia y de la ley.
Yo no sé con qué espíritu han leído algunos la historia eclesiástica,
que no hayan sentido la belleza del cuadro que se ofrece en las
repetidas disposiciones que no he hecho más que apuntar, todas
dirigidas á proteger al débil contra el fuerte. Si al clérigo y al
monje, como débiles que son por pertenecer á una profesión pacífica, se
les protege de una manera particular en los cánones citados, notamos
que se dispensa la misma protección á las mujeres, á los peregrinos,
á los mercaderes, á los aldeanos que van de viaje y se ocupan en los
trabajos del campo, á los animales de cultivo, en una palabra, á todo
lo débil. Y cuenta que esta protección no es un mero arranque de
generosidad pasajera: es un sistema seguido en lugares muy diferentes,
continuado por espacio de siglos, desenvuelto y aplicado por los
medios que la caridad sugiere, inagotable en recursos y artificios
cuando se trata de hacer el bien y de evitar el mal. Y por cierto que
aquí no puede decirse que la Iglesia obrase por miras interesadas,
porque, ¿cuál era el provecho material que podía resultarle de impedir
el despojo de un obscuro viajante, el atropellamiento de un pobre
labrador, ó el insulto hecho á una desvalida mujer? El espíritu que la
animaba entonces, á pesar de los abusos que consigo traía la calamidad
de los tiempos; el espíritu que la animaba entonces, como ahora, era el
Espíritu de Dios; ese Espíritu que le comunica sin cesar una decidida
inclinación á lo bueno, á lo justo, y que la impele de continuo á
buscar los medios más á propósito para realizarlo.
Juzgue ahora el lector imparcial si esfuerzos tan continuados por
parte de la Iglesia para desterrar de la sociedad el dominio de la
fuerza debieron ó no contribuir á suavizar las costumbres. Esto aun
limitándonos al tiempo de paz; pues, por lo que toca al de guerra, no
es necesario siquiera detenerse en probarlo. El _vae victis_ de los
antiguos ha desaparecido en la historia moderna, merced á la religión
divina que ha inspirado á los hombres otras ideas y sentimientos;
merced á la Iglesia católica, que con su celo por la redención de
los cautivos ha suavizado las máximas feroces de los romanos, que
conceptuaban necesario, para hacer á los hombres valientes, no dejarles
esperanza de salir de la esclavitud, en caso de que á ella los
condujesen los azares de la guerra. Si el lector quiere tomarse la pena
de leer el capítulo XVII de esta obra con el § III de la nota primera,
donde se hallan algunos de los muchos documentos que se podrían citar
sobre este punto, formará cabal concepto de la gratitud que se merece
la Iglesia católica por su caridad, su desprendimiento, su celo
incansable en favor de los infelices que, privados de libertad, gemían
en poder de los enemigos. Á esto debe añadirse también la consideración
de que, abolida la esclavitud, había de suavizarse por necesidad el
sistema de la guerra. Porque, si al enemigo no era lícito matarle, una
vez rendido, ni tampoco retenerle en esclavitud, todo se reducía á
retenerle el tiempo necesario para que no pudiese hacer daño, ó hasta
que se recibiese por él la compensación correspondiente. He aquí el
sistema moderno, que consiste en retener los prisioneros hasta que se
haya terminado la guerra ó verificado un canje.
Bien que, según lo dicho más arriba, la suavidad de costumbres
consiste, propiamente hablando, en la _exclusión de la fuerza_, no
obstante, como en este mundo todo se enlaza, no debe mirarse esta
exclusión de un modo abstracto, considerando posible que exista por la
sola fuerza del desarrollo de la inteligencia. Una de las condiciones
necesarias para una verdadera suavidad de costumbres, es que, no sólo
se eviten en cuanto sea posible los medios violentos, sino que, además,
se empleen los _benéficos_. Si esto no se verifica, las costumbres
serán más bien enervadas que suaves, y el uso de la fuerza no será
desterrado de la sociedad, sino que andará en ella disfrazado con
artificio. Por estas razones conviene echar una ojeada sobre el
principio de donde ha sacado la civilización europea el espíritu de
beneficencia que la distingue; pues que así se acabará de manifestar
que al Catolicismo es debida principalmente nuestra suavidad de
costumbres. Además, que, aun prescindiendo del enlace que con esto
tiene la beneficencia, ella por sí sola entraña demasiada importancia,
para que sea posible desentenderse de consagrarle algunas páginas,
cuando se hace una reseña analítica de los elementos de nuestra
civilización.[7]


CAPITULO XXXIII

Las costumbres no serán jamás suaves, si no existe la beneficencia
pública. De suerte que la suavidad y esta beneficencia, si bien no
se confunden, no obstante, se hermanan. La beneficencia pública,
propiamente tal, era desconocida entre los antiguos. El individuo
podía ser benéfico una que otra vez; la sociedad no tenía entrañas.
Así es que la fundación de establecimientos públicos de beneficencia
no entró jamás en su sistema de administración. ¿Qué hacían, pues, de
los desgraciados? se nos dirá; y nosotros responderemos á esta pregunta
con el autor del _Genio del Cristianismo_: «Tenían dos conductos para
deshacerse de ellos: el infanticidio y la esclavitud.»
Dominaba ya el Cristianismo en todas partes, y vemos todavía que los
rastros de costumbres atroces daban mucho que entender á la autoridad
eclesiástica. El concilio de Vaisón, celebrado en el año 442, al
establecer un reglamento sobre pertenencia legítima de los expósitos,
manda castigar con censura eclesiástica á los que perturbaban con
reclamaciones importunas á las personas caritativas que habían recogido
un niño; lo que hacía el concilio con la mira de no apartar de esta
costumbre benéfica, porque, en el caso contrario, según añade, _estaban
expuestos á ser comidos por los perros_. No dejaban, todavía, de
encontrarse algunos, padres desnaturalizados que mataban á sus hijos;
pues que un concilio de Lérida, celebrado en el año 546, impone siete
años de penitencia á los que cometan semejante crimen; y el de Toledo,
celebrado en 589, dispone en su canon 17 que se impida que los padres y
madres quiten la vida á sus hijos.
No estaba, sin embargo, la dificultad en corregir estos excesos,
que por su misma oposición á las primeras ideas de moral, y por su
repugnancia á los sentimientos más naturales, se prestaban á ser
desarraigados y extirpados. La dificultad consistía en encontrar
los medios para organizar un vasto sistema de beneficencia, donde
estuviesen siempre á la mano los socorros, no sólo para los niños,
sino también para los viejos inválidos, para los enfermos, para los
pobres que no pudiesen vivir de su trabajo; en una palabra, para todas
las necesidades. Como nosotros vemos esto planteado ya, y nos hemos
familiarizado con su existencia, nos parece una cosa tan natural y
sencilla, que apenas acertamos á distinguir una mínima parte del mérito
que encierra. Supóngase, empero, por un instante que no existiesen
semejantes establecimientos; trasladémonos con la imaginación á aquella
época en que no se tenía de ellos ni idea siquiera; ¿qué esfuerzos tan
continuados no supone el plantearlos y organizarlos?
Es claro que, extendida por el mundo la caridad cristiana, debían ser
socorridas todas las necesidades con más frecuencia y eficacia que
no lo eran anteriormente, aun suponiendo que el ejercicio de ella se
hubiese limitado á medios puramente individuales: porque nunca habría
faltado un número considerable de fieles que hubieran recordado las
doctrinas y el ejemplo de Jesucristo, quien, mientras nos enseñaba
la obligación de amar á los demás hombres como á nosotros mismos, y
esto no con un afecto estéril, sino dando de comer al hambriento, de
beber al que tiene sed, vistiendo al desnudo y visitando al enfermo
y al encarcelado, nos ofrecía en su propia conducta un modelo de la
práctica de esa virtud. De mil maneras podía ostentar el infinito
poder que tenía sobre el cielo y la tierra: al imperio de su voz se
hubieran humillado dóciles todos los elementos, los astros se hubieran
detenido en su carrera, y la naturaleza toda hubiera suspendido sus
leyes; pero es de notar que se complace en manifestar su omnipotencia,
en atestiguar su divinidad, haciendo milagros que servían de remedio ó
consuelo de los desgraciados. Su vida está compendiada en la sencillez
sublime de aquellas dos palabras del sagrado texto: _Pertransiit
benefaciendo._ _Pasó haciendo bien._
Sin embargo, por más que pudiese esperarse de la caridad cristiana
entregada á sus propias inspiraciones, y obrando en la esfera meramente
individual, no era conveniente dejarla en semejante estado, sino que
era menester realizarla en instituciones permanentes, por medio de
las cuales se evitase que el socorro de las necesidades estuviese
sujeto á las contingencias inseparables de todo lo que depende de la
voluntad del hombre y de circunstancias de momento. Por este motivo,
fué sumamente cuerdo y previsor el pensamiento de plantear un gran
número de establecimientos de beneficencia. La Iglesia fué quien lo
concibió y lo realizó; y en esto no hizo otra cosa que aplicar á un
caso particular la regla general de su conducta: no dejar nunca á la
voluntad del individuo lo que puede vincularse en una institución. Y
es digno de notarse que ésta es una de las razones de la robustez que
tiene todo cuanto pertenece al Catolicismo: de manera que, así como el
principio de la autoridad en materias de dogma le conserva la unidad
y la firmeza en la fe, así la regla de reducirlo todo á instituciones
asegura la solidez y duración á todas sus obras. Estos dos principios
tienen entre sí una correspondencia íntima; porque, si bien se mira, el
uno supone la desconfianza en el entendimiento del hombre, el otro en
su voluntad y en sus medios Individuales. El uno supone que el hombre
no se basta á sí mismo para el conocimiento de muchas verdades, el otro
que es demasiado veleidoso y débil para que el hacer el bien pueda
quedar encomendado á su inconstancia y flaqueza. Y ni uno ni otro hacen
injuria al hombre, ni uno ni otro rebajan su dignidad; no hacen más
que decirle lo que en realidad es, sujeto al error, inclinado al mal,
variable en sus propósitos y escaso en sus recursos. Verdades tristes,
pero atestiguadas por la experiencia de cada día, y cuya explicación
nos ofrece la religión cristiana, asentando como dogma fundamental la
caída del humano linaje en la prevaricación del primer padre.
El Protestantismo, siguiendo principios diametralmente opuestos, aplica
también á la voluntad el espíritu de individualismo que predica para
el entendimiento, y así es que de suyo es enemigo de instituciones.
Concretándonos al objeto que nos ocupa, vemos que su primer paso, en
el momento de su aparición, fué destruir lo existente, sin pensar
cómo podría reemplazarse. Increíble parecerá que Montesquieu haya
llegado al extremo de aplaudir esa obra de destrucción, y ésta es
otra prueba de la maligna influencia ejercida sobre los espíritus
por la pestilente atmósfera del siglo pasado. «Enrique VIII, dice
el citado autor, queriendo reformar la Inglaterra, destruyó los
frailes; gente perezosa que fomentaba la pereza de los demás, porque,
practicando la _hospitalidad_, hacía que una infinidad de personas
ociosas, nobles y de la clase del pueblo, pasasen su vida corriendo
de convento en convento. _Quitó también los hospitales, donde el
pueblo bajo encontraba su subsistencia_, como los nobles la suya en
los monasterios. Desde aquella época se estableció en Inglaterra
el espíritu de industria y de comercio.» (_Espíritu de las leyes._
Lib. 23, cap. 29.) Que Montesquieu hubiese encomiado la conducta de
Enrique VIII en destruir los conventos apoyándose en la miserable
razón de que, faltando la hospitalidad que en ellos se encontraba,
se quitaría á los ociosos este recurso, es cosa que no fuera de
extrañar, supuesto que semejantes vulgaridades eran del gusto de la
filosofía que empezaba á cundir á la sazón. En todo lo que estaba en
oposición con las instituciones del Catolicismo se pretendía encontrar
profundas razones de economía y de política; cosa muy fácil, porque
un ánimo preocupado encuentra en los libros, como en los hechos, todo
lo que quiere. Podíase, sin embargo, preguntar á Montesquieu cuál
había sido el paradero de los bienes de los conventos; y, como de
esos pingües despojos cupo una buena parte á esos mismos nobles que
antes encontraban allí la hospitalidad, quizás podría reconvenirse al
autor del _Espíritu de las leyes_, por haber pretendido disminuir la
ociosidad de éstos por un medio tan singular como era darles los bienes
de aquellos que los hospedaban. Por cierto que, teniendo los nobles
en su casa los mismos bienes que sufragaban para darles hospitalidad,
se les ahorraba el trabajo de _correr de convento en convento_. Pero
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