El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 06

Total number of words is 4668
Total number of unique words is 1551
31.4 of words are in the 2000 most common words
46.5 of words are in the 5000 most common words
54.2 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
Protestantismo, y la posición falsa y arriesgada en que se ha colocado
con respecto al espíritu humano, no es necesario ser teólogo, ni
católico; basta haber leído la Escritura, aun cuando sea únicamente
con ojos de literato y filósofo. Un libro que, encerrando en breve
cuadro el extenso espacio de cuatro mil años, y adelantándose hasta
las profundidades del más lejano porvenir, comprende el origen
y destinos del hombre y del universo; un libro que, tejiendo la
historia particular de un pueblo escogido, abarca en sus narraciones
y profecías las revoluciones de los grandes imperios; un libro en que
los magníficos retratos donde se presentan la pujanza y el lujoso
esplendor de los monarcas de Oriente, se encuentran al lado de la
fácil pincelada que nos describe la sencillez de las costumbres
domésticas, ó el candor é inocencia de un pueblo en la infancia; un
libro donde narra el historiador, vierte tranquilamente el sabio sus
sentencias, predica el apóstol, enseña y disputa el doctor; un libro
donde un profeta, señoreado por el espíritu divino, truena contra la
corrupción y extravío de un pueblo, anuncia las terribles venganzas
del Dios de Sinaí, llora inconsolable el cautiverio de sus hermanos y
la devastación y soledad de su patria, cuenta en lenguaje peregrino y
sublime los magníficos espectáculos que se desplegaron á sus ojos en
momentos de arrobo, en que, al través de velos sombríos, de figuras
misteriosas, de emblemas obscuros, de apariciones enigmáticas, viera
desfilar ante su vista los grandes sucesos de la sociedad y las
catástrofes de la naturaleza; un libro, ó más bien un conjunto de
libros, donde reinan todos los estilos y campean los más variados
tonos, donde se hallan derramadas y entremezcladas la majestad épica
y la sencillez pastoril, el fuego lírico y la templanza didáctica,
la marcha grave y sosegada de la narración histórica y la rapidez y
viveza del drama; un conjunto de libros escritos en diferentes épocas
y países, en varias lenguas, en circunstancias las más singulares y
extraordinarias, ¿cómo podrá menos de trastrocar la cabeza orgullosa
que recorre á tientas sus páginas, ignorando los climas, los tiempos,
las leyes, los usos y costumbres; abrumada de alusiones que la
confunden, de imágenes que la sorprenden, de idiotismos que la
obscurecen; oyendo hablar en idioma moderno al hebreo ó al griego que
escribieron allá en siglos muy remotos? ¿Qué efectos ha de producir ese
conjunto de circunstancias, creyendo el lector que la Sagrada Escritura
es un libro muy fácil, que se brinda de buen grado á la inteligencia
de cualquiera, y que, en todo caso, si se ofreciere alguna dificultad,
no necesita el que lee de la instrucción de nadie, sino que le bastan
sus propias reflexiones, ó concentrarse dentro de sí mismo para prestar
atento oído á la celeste inspiración que levantará el velo que encubre
los más altos misterios? ¿Quién extrañará que se hayan visto entre los
protestantes tan ridículos visionarios, tan furibundos fanáticos?[11]


CAPITULO VIII

Injusticia fuera tachar una religión de falsa, sólo porque en su seno
hubieran aparecido fanáticos: esto equivaldría á desecharlas todas;
pues que no sería dable encontrar una que estuviese exenta de semejante
plaga. No está el mal en que se presenten fanáticos en medio de una
religión, sino en que ella los forme, en que los incite al fanatismo,
ó les abra para él anchurosa puerta. Si bien se mira, en el fondo del
corazón humano hay un germen abundante de fanatismo, y la historia
del hombre nos ofrece de ello tan abundantes pruebas, que apenas se
encontrará hecho que deba ser reconocido como más indudable. Fingid
una ilusión cualquiera, contad la visión más extravagante, forjad el
sistema más desvariado; pero tened cuidado de bañarlo todo con un tinte
religioso, y estad seguros de que no os faltarán prosélitos entusiastas
que tomarán á pecho el sostener vuestros dogmas, el propagarlos, y
que se entregarán á vuestra causa con una mente ciega y un corazón de
fuego; es decir, tendréis bajo vuestra bandera una porción de fanáticos.
Algunos filósofos han gastado largas páginas en declamar contra el
fanatismo, y como que se han empeñado en desterrarle del mundo, ora
dando á los hombres empalagosas lecciones filosóficas, ora empleando
contra el _monstruo_ toda la fuerza de una oratoria fulminante. Bien
es verdad que á la palabra _fanatismo_ le han señalado una extensión
tan lata, que han comprendido bajo esta denominación toda clase de
religiones; pero yo creo, sin embargo, que, aun cuando se hubieran
ceñido á combatir el verdadero fanatismo, habrían hecho harto mejor si,
no fatigándose tanto, hubiesen gastado algún tiempo en examinar esta
materia con espíritu analítico, tratándola, después de atento examen,
sin preocupación, con madurez y templanza.
Por lo mismo que veían que éste era un achaque del espíritu humano,
escasas esperanzas podían tener, si es que fueran filósofos cuerdos y
sesudos, de que con razones y elocuencia alcanzaran á desterrar del
mundo al malhadado _monstruo_; pues que, hasta ahora, no sé yo que
la filosofía haya sido parte á remediar ninguna de aquellas graves
enfermedades que son como el patrimonio del humano linaje. Entre tantos
yerros como ha tenido la filosofía del siglo XVIII, ha sido uno de los
más capitales la manía de los tipos: de la naturaleza del hombre, de
la sociedad, de todo se ha imaginado un tipo allá en su mente; todo ha
debido acomodarse á aquel tipo, y cuanto no ha podido doblegarse para
ajustarse al molde, todo ha sufrido tal descarga filosófica, que, al
menos, no ha quedado impune por su poca flexibilidad.
¿Pues qué? ¿podrá negarse que haya fanatismo en el mundo? Y mucho.
¿Podrá negarse que sea un mal? Y muy grave. ¿Cómo se podría extirpar?
De ninguna manera. ¿Cómo se podrá disminuir su extensión, atenuar su
fuerza, refrenar su violencia? Dirigiendo bien al hombre. Entonces, ¿no
será con la filosofía? Ahora lo veremos.
¿Cuál es el origen del fanatismo? Antes es necesario fijar el verdadero
sentido de esta palabra. Entiéndese por fanatismo, tomado en su
acepción más lata, una viva exaltación del ánimo fuertemente señoreado
por alguna opinión, ó falsa, ó exagerada. Si la opinión es verdadera,
encerrada en sus justos límites, entonces no cabe el fanatismo; y, si
alguna vez lo hubiere, será con respecto á los medios que se emplean
en defenderla; pero, entonces ya existirá también un juicio errado, en
cuanto se cree que la opinión verdadera autoriza para aquellos medios;
es decir, que habrá error, ó exageración. Pero, si la opinión fuere
verdadera, los medios de defenderla, legítimos, y la ocasión, oportuna,
entonces no hay fanatismo, por grande que sea la exaltación del ánimo,
por viva que sea la efervescencia, por vigorosos que sean los esfuerzos
que se hagan, por costosos que sean los sacrificios que se arrostren;
entonces habrá entusiasmo en el ánimo y heroísmo en la acción, pero
fanatismo no: de otra manera los héroes de todos tiempos y países
quedarían afeados con la mancha de fanáticos.
Tomado el fanatismo con toda esta generalidad, se extiende á cuantos
objetos ocupan al espíritu humano; y así hay fanáticos en religión, en
política, y hasta en ciencias y literatura; no obstante, el significado
más propio de la palabra _fanatismo_, no sólo atendiendo á su valor
etimológico, sino también usual, es cuando se aplica á materias
religiosas; y, por esta causa, el solo nombre de fanático, sin ninguna
añadidura, expresa un _fanático_ en religión; cuando, al contrario, si
se le aplica con respecto á otras materias, debe andar acompañado del
apuesto que las califique; así se dice: fanáticos políticos, fanáticos
en literatura, y otras expresiones por este tenor.
No cabe duda de que, en tratándose de materias religiosas, tiene el
hombre una propensión muy notable á dejarse dominar de una idea, á
exaltarse de ánimo en favor de ella, á transmitirla á cuantos le
rodean, á propagarla luego por todas partes, llegando con frecuencia
á empeñarse en comunicarla á los otros, aunque sea con las mayores
violencias.
Hasta cierto punto se verifica también el mismo hecho en las materias
no religiosas; pero es innegable que en las religiosas adquiere el
fenómeno un carácter que le distingue de cuanto acontece en esfera
diferente. En cosas de religión adquiere el alma del hombre una nueva
fuerza; una energía terrible, una expansión sin límites; para él no hay
dificultades, no hay obstáculos, no hay embarazos de ninguna clase; los
intereses materiales desaparecen enteramente, los mayores padecimientos
se hacen lisonjeros, los tormentos son nada, la muerte misma es una
ilusión agradable.
El hecho es vario, según lo es la persona en quien se verifica, según
lo son las ideas y costumbres del pueblo en medio del cual se realiza;
pero, en el fondo, es el mismo: examinada la cosa en su raíz, se halla
que tienen un mismo origen las violencias de los sectarios de Mahoma,
que las extravagancias de los discípulos de Fox.
Acontece en esta pasión lo propio que en las demás, que, si producen
los mayores males, es sólo porque se extravían de su objeto legítimo, ó
se dirigen á él por medios que no están de acuerdo con lo que dictan la
razón y la prudencia; pues que, bien observado, el fanatismo no es más
que el _sentimiento religioso extraviado_; sentimiento que el hombre
lleva consigo desde la cuna hasta el sepulcro, y que se encuentra como
esparcido por la sociedad, en todos los períodos de su existencia.
Hasta ahora ha sido siempre vano el empeño de hacer irreligioso al
hombre: uno que otro individuo se ha entregado á los desvaríos de una
irreligión completa; pero el linaje humano protesta sin cesar contra
ese individuo, que ahoga en su corazón el sentimiento religioso. Como
este sentimiento es tan fuerte, tan vivo, tan poderoso á ejercer sobre
el hombre una influencia sin límites, apenas se aparta de su objeto
legítimo, apenas se desvía del sendero debido, cuando ya produce
resultados funestos; pues que se combinan desde luego dos causas muy á
propósito para los mayores desastres, como son: _absoluta ceguera del
entendimiento, y una irresistible energía en la voluntad_.
Cuando se ha declamado contra el fanatismo, buena parte de los
protestantes y filósofos no se han olvidado de prodigar ese apodo á
la Iglesia católica; y por cierto que debieran andar en ello con más
tiento, cuando menos en obsequio de la buena filosofía. Sin duda que
la Iglesia no se gloriará de que haya podido curar todas las locuras
de los hombres, y, por tanto, no pretenderá tampoco que de entre sus
hijos haya podido desterrar de tal manera el fanatismo, que, de vez en
cuando, no haya visto en su seno algunos fanáticos; pero sí que puede
gloriarse de que jamás religión alguna ha dado mejor en el blanco para
curar, en cuanto cabe, este achaque del espíritu humano; pudiendo,
además, asegurarse que tiene de tal manera tomadas sus medidas, que,
en naciendo el fanatismo, le cerca desde luego con un vallado, en
que podrá delirar por algún tiempo, pero no producirá efectos de
consecuencias desastrosas.
Esos extravíos de la mente, esos sueños de delirio que, nutridos
y avivados, con el tiempo arrastran al hombre á las mayores
extravagancias, y hasta á los más horrorosos crímenes, apáganse por
lo común en su mismo origen, cuando existe en el fondo del alma el
saludable convencimiento de la propia debilidad, y el respeto y
sumisión á una autoridad infalible; y, ya que á veces no se logre
sofocar el delirio en su nacimiento, quédase al menos aislado,
circunscrito á una porción de hechos más ó menos verosímiles, pero
dejando intacto el depósito de la verdadera doctrina, y sin quebrantar
aquellos lazos que unen y estrechan á todos los fieles como miembros de
un mismo cuerpo. ¿Se trata de revelaciones, de visiones, de profecías,
de éxtasis? Mientras todo esto tenga un carácter privado, y no se
extienda á las verdades de fe, la Iglesia, por lo común, disimula,
tolera, se abstiene de entrometerse, calla, dejando á los críticos la
discusión de los hechos, y al común de los fieles amplia libertad para
pensar lo que más les agrade. Pero, si toman las cosas un carácter más
grave, si el visionario entra en explicaciones sobre algunos puntos
de doctrina, veréis, desde luego, que se despliega el espíritu de
vigilancia; la Iglesia aplica atentamente el oído para ver si se mezcla
por allí alguna voz que se aparte de lo enseñado por el divino Maestro;
fija una mirada observadora sobre el nuevo predicador, por si hay algo
que manifieste, ó al hombre alucinado y errante en materias de dogma, ó
al lobo cubierto con piel de oveja; y, en tal caso, levanta desde luego
el grito, advierte á todos los fieles, ó del error, ó del peligro, y
llama con la voz de pastor á la oveja descarriada. Si ésta no escucha,
si no quiere seguir más que sus caprichos, entonces la separa del
rebaño, la declara como lobo, y, de allí en adelante, el error y el
fanatismo ya no se hallan en ninguno que desee perseverar en el seno de
la Iglesia.
Por cierto que no dejarán los protestantes de echar en cara á los
católicos la muchedumbre de visionarios que ha tenido la Iglesia,
recordando las revelaciones y visiones de los muchos Santos que
veneramos sobre los altares; echaránnos también en cara el fanatismo:
fanatismo que dirán no haberse limitado á estrecho círculo, pues que
ha sido bastante á producir los resultados más notables. «Los solos
fundadores de las órdenes religiosas, dirán ellos, ¿no ofrecen acaso
el espectáculo de una serie de fanáticos que, alucinados ellos mismos,
ejercían sobre los demás, con su palabra y ejemplo, la influencia más
fascinadora que jamás se haya visto?» Como no es éste el lugar de
tratar por extenso el punto de las comunidades religiosas, cosa que me
propongo hacer en otra parte de esta obra, me contentaré con observar
que, aun dando por supuesto que todas las visiones y revelaciones
de nuestros Santos y las inspiraciones del cielo con que se creían
favorecidos los fundadores de las órdenes religiosas, no pasaran de
pura ilusión, nada tendrían adelantado los adversarios para achacar á
la Iglesia católica la nota de fanatismo. Por de pronto, ya se echa
de ver que, en lo tocante á visiones de un particular, mientras se
circunscriban á la esfera individual, podrá haber allí ilusión, y,
si se quiere, fanatismo; pero no será el fanatismo dañoso á nadie, y
nunca alcanzará á acarrear trastornos á la sociedad. Que una pobre
mujer se crea favorecida con particulares beneficios del cielo, que se
figure oir con frecuencia la palabra de la Virgen, que se imagine que
confabula con los ángeles, que le traen mensajes de parte de Dios; todo
esto podrá excitar la credulidad de unos y la mordacidad de otros; pero
á buen seguro que no costará á la sociedad ni una gota de sangre, ni
una sola lágrima.
Y los fundadores de las órdenes religiosas ¿qué muestras nos dan de
fanatismo? Aun cuando prescindiéramos del profundo respeto que se
merecen sus virtudes, y de la gratitud con que debe corresponderles
la humanidad por los beneficios inestimables que han dispensado;
aun cuando diéramos por supuesto que se engañaron en todas sus
inspiraciones, podríamos apellidarlos _ilusos_, más no _fanáticos_. En
efecto: nada encontramos en ellos, ni de frenesí, ni de violencia; son
hombres que desconfían de sí mismos; que, á pesar de creerse llamados
por el cielo para algún grande objeto, no se atreven á poner manos
á la obra sin haberse postrado antes á los pies del Sumo Pontífice,
sometiendo á su juicio las reglas en que pensaban cimentar la nueva
orden, pidiéndole sus luces, sujetándose dócilmente á su fallo, y no
realizando nada sin haber obtenido su licencia. ¿Qué semejanza hay,
pues, de los fundadores de las órdenes religiosas con esos fanáticos
que arrastran en pos de sí una muchedumbre de furibundos, que matan,
destruyen por todas partes, dejando por doquiera regueros de sangre
y de ceniza? En los fundadores de las órdenes religiosas vemos á un
hombre que, dominado fuertemente por una idea, se empeña en llevarla á
cabo, aun á costa de los mayores sacrificios; pero vemos siempre una
idea fija, desenvuelta en un plan ordenado, teniendo á la vista algún
objeto altamente religioso y social; y, sobre todo, vemos ese plan
sometido al juicio de una autoridad, examinado con madura discusión, y
enmendado, ó retocado, según parece más conforme á la prudencia. Para
un filósofo imparcial, sean cuales fueren sus opiniones religiosas,
podrá haber en todo esto más ó menos ilusión, más ó menos preocupación,
más ó menos prudencia y acierto; pero, fanatismo, no, de ninguna
manera, porque nada hay aquí que presente semejante carácter.[12]


CAPITULO IX

El fanatismo de secta, nutrido y avivado en Europa por la _inspiración
privada_ del Protestantismo, es ciertamente una llaga muy profunda y
de mucha gravedad; pero no tiene, sin embargo, un carácter tan maligno
y alarmante como la incredulidad y la indiferencia religiosa: males
funestos que las sociedades modernas tienen que agradecer en buena
parte á la pretendida reforma. Radicados en el mismo principio que es
la base del Protestantismo; ocasionados y provocados por el escándalo
de tantas y tan extravagantes sectas que se apellidan cristianas,
empezaron á manifestarse con síntomas de gravedad ya en el mismo siglo
XVI. Andando el tiempo, llegaron á extenderse de un modo terrible,
filtrándose en todos los ramos científicos y literarios, comunicando
su expresión y sabor á los idiomas, y poniendo en peligro todas las
conquistas que en pro de la civilización y cultura había hecho por
espacio de muchos siglos el linaje humano.
En el mismo siglo XVI, en el mismo calor de las disputas y guerras
religiosas encendidas por el Protestantismo, cundía la incredulidad
de un modo alarmante; y es probable que sería más común de lo que
aparentaba, pues que no era fácil quitarse de repente la máscara,
cuando, poco antes, estaban tan profundamente arraigadas las creencias
religiosas. Es muy verosímil que andaría disfrazada la incredulidad con
el manto de la reforma; y que, ora alistándose bajo la bandera de una
secta, ora pasando á la de otra, trataría de enflaquecerlas á todas
para levantar su trono sobre la ruina universal de las creencias.
No es necesario ser muy lógico para pasar del Protestantismo al
Deísmo, y de éste al Ateísmo no hay más que un paso; y es imposible
que, al tiempo de la aparición de los nuevos errores, no hubiese
muchos hombres reflexivos que desenvolviesen el sistema hasta sus
últimas consecuencias. La religión cristiana, tal como la conciben
los protestantes, es una especie de sistema filosófico más ó menos
razonable; pues que, examinada á fondo, pierde el carácter de divina;
y, en tal caso, ¿cómo podrá señorear un ánimo que á la reflexión y á
las meditaciones reuna espíritu de independencia? Y, á decir verdad,
una sola ojeada sobre el comienzo del Protestantismo debía de arrojar
hasta el escepticismo religioso á todos los hombres que, no siendo
fanáticos, no estaban, por otra parte, aferrados con el áncora de la
autoridad de la Iglesia; porque tal es el lenguaje y la conducta de
los corifeos de las sectas, que brota naturalmente en el ánimo una
vehemente sospecha de que aquellos hombres se burlaban completamente de
todas las creencias cristianas; que encubrían su ateísmo ó indiferencia
asentando doctrinas extrañas que pudieran servir de enseña para
reunir prosélitos; que extendían sus escritos con la más insigne mala
fe, encubriendo el pérfido intento de alimentar en el ánimo de sus
secuaces el fanatismo de secta.
Esto es lo que dictaba al padre del célebre Montagne el simple buen
sentido, pues, aunque sólo alcanzó los primeros principios de la
reforma, sabemos que decía: «este principio de enfermedad degenerará en
un execrable ateísmo»; testimonio notable, cuya conservación debemos
á un escritor que, por cierto, no era apocado ni fanático: á su hijo
Montagne. (_Ensayos_, de Montagne, 1. 2, c. 12.) Tal vez no presagiaría
ese hombre, que con tanta cordura juzgaba la verdadera tendencia del
Protestantismo, que fuese su hijo una confirmación de sus predicciones;
porque es bien sabido que Montagne fué uno de los primeros escépticos,
que figuraron con gran nombradía en Europa. Por aquellos tiempos era
menester andar con cuidado en manifestarse ateo ó indiferente, aun
entre los mismos protestantes; pero, aun cuando sea fácil sospechar
que no todos los incrédulos tendrían el atrevimiento de Gruet, por
cierto que no ha de costar trabajo el dar crédito al célebre toledano
Chacón, cuando, al empezar el último tercio del siglo XVII, decía que
la «herejía de los ateístas, de los que nada creen, andaba muy válida
en Francia y en otras partes».
Seguían ocupando la atención de todos los sabios de Europa las
controversias religiosas, y, entre tanto, la gangrena de la
incredulidad avanzaba de un modo espantoso; por manera que, al
promediar el siglo XVI, se conoce que el mal se presentaba bajo un
aspecto alarmante. ¿Quién no ha leído con asombro los profundos
pensamientos de Pascal sobre la indiferencia en materias de religión?
¿quién no ha percibido en ellos aquel acento conmovido, que nace de la
viva impresión causada en el ánimo por la presencia de un mal terrible?
Se conoce que á la sazón estaban ya muy adelantadas las cosas, y que
la incredulidad se hallaba ya muy cercana á poder presentarse como
una escuela que se colocara al lado de las demás que se disputaban la
preferencia en Europa. Con más ó menos disfraz habíase ya presentado
desde mucho tiempo en el socinianismo; pero esto no era bastante,
porque el socinianismo llevaba al menos el nombre de una secta
religiosa, y la religión empezaba á sentirse demasiado fuerte para que
no pudiera apellidarse ya con su propio nombre.
El último tercio del siglo XVII nos presenta una crisis muy notable con
respecto á la religión: crisis que tal vez no ha sido bien reparada,
pero que se dió á conocer por hechos muy palpables. Esta crisis fué
un cansancio de las disputas religiosas marcada en dos tendencias
diametralmente opuestas, y, sin embargo, muy naturales: _la una hacia
el Catolicismo, la otra hacia el Ateísmo_.
Bien sabido es cuánto se había disputado hasta aquella época sobre
la religión: las controversias religiosas eran el gusto dominante,
bastando decir que no formaban solamente la ocupación favorita de los
escolásticos, así católicos como protestantes, sino también de los
sabios seculares; habiendo penetrado esa afición hasta en los palacios
de los príncipes y reyes. Tanta controversia debía naturalmente
descubrir el vicio radical del Protestantismo; y, no pudiendo
mantenerse firme el entendimiento en un terreno tan resbaladizo, había
de esforzarse en salir de él, ó bien llamando en su apoyo el principio
de autoridad, ó bien abandonándose al ateísmo ó á una completa
indiferencia. Estas dos tendencias se hicieron sentir de una manera
nada equívoca; y así es que, mientras Bayle creía la Europa bastante
preparada para que pudiera abrirse ya en medio de ella una cátedra de
incredulidad y de escepticismo, se había entablado seria y animada
correspondencia para la reunión de los disidentes de Alemania al gremio
de la Iglesia católica.
Conocidas son de todos los eruditos las contestaciones que mediaron
entre el luterano Molano, abate de Lockum, y Cristóbal, obispo de
Tyna, y después de Neustad; y para que no faltase un monumento del
carácter grave que habían tomado las negociaciones, se conserva aún la
correspondencia motivada por este asunto, entre dos hombres de los
más insignes que se contaban en Europa en ambas comuniones: Bossuet
y Leibnitz. No había llegado aún el feliz momento, y consideraciones
políticas que debieran desaparecer á la vista de tamaños intereses,
ejercieron maligna influencia sobre la grande alma de Leibnitz, para
que no conservara en el curso de la discusión y de las negociaciones
aquella sinceridad y buena fe y aquella elevación de miras con que al
parecer había comenzado. Aunque no surtiese buen efecto la negociación,
el sólo haberse entablado indica ya bastante que era muy grande el
vacío descubierto en el Protestantismo, cuando los dos hombres más
célebres de su comunión, Molano y Leibnitz, se atrevían ya á dar
pasos tan adelantados: y sin duda debían de ver en la sociedad que
los rodeaba abundantes disposiciones para la reunión al gremio de
la Iglesia, pues no de otra manera se hubieran comprometido en una
negociación de tanta importancia.
Alléguese á todo esto la declaración de la universidad luterana de
Helmstad en favor de la religión católica, y las nuevas tentativas
hechas á favor de la reunión por un príncipe protestante que se dirigió
al Papa Clemente XI, y tendremos vehementes indicios de que la reforma
se sentía ya herida de muerte; y que, si obra tan grande hubiese Dios
querido que tuviera alguna apariencia de depender en algo de la mano
del hombre, tal vez no fuera ya entonces imposible que, á fuerza de la
convicción que de lo ruinoso del sistema protestante se habían formado
sus sabios más ilustres, se adelantase no poco para cicatrizar las
llagas abiertas á la unidad religiosa por los perturbadores del siglo
XVI.
Pero el Eterno, en la altura de sus designios, lo tenía destinado de
otra manera; y, permitiendo que la corriente de los espíritus tomase
la dirección más extraviada y perversa, quiso castigar al hombre con
el fruto de su orgullo. No fué la propensión á la unidad la que dominó
en el siglo inmediato, sino el gusto por una filosofía escéptica,
indiferente con respecto á todas las religiones, pero muy enemiga
en particular de la católica. Cabalmente á la sazón se combinaban
influencias muy funestas para que la tendencia hacia la unidad pudiese
alcanzar su objeto; eran ya innumerables las fracciones en que se
habían dividido y subdividido las sectas protestantes: y esto, si bien
es verdad que debilitaba al Protestantismo, sin embargo, estando él
como estaba difundido por la mayor parte de Europa, había inoculado
el germen de la duda religiosa en la sociedad europea; y, como no
quedaba ya verdad que no hubiera sufrido ataques, ni cabía imaginar
error ni desvarío que no tuviera sus apóstoles y prosélitos, era muy
peligroso que cundiera en los ánimos aquel cansancio y desaliento,
que viene siempre en pos de los grandes esfuerzos hechos inútilmente
para la consecución de un objeto, y aquel fastidio que se engendra con
interminables disputas y chocantes escándalos.
Para colmo de infortunio, para llevar al más alto punto el cansancio y
fastidio, sobrevino una nueva desgracia, que produjo los más funestos
resultados. Combatían con gran denuedo y con notable ventaja los
adalides del Catolicismo contra las innovaciones religiosas de los
protestantes: las lenguas, la historia, la crítica, la filosofía, todo
cuanto tiene de más precioso, de más rico y brillante el humano saber,
todo se había desplegado con el mayor aparato en esa gran palestra; y
los grandes hombres que por doquiera se veían figurar en los puestos
más avanzados de los defensores de la Iglesia católica, parecían
consolarla algún tanto de las lamentables pérdidas que le habían hecho
sufrir las turbulencias del siglo XVI, cuando he aquí que, mientras
estrechaba en sus brazos á tantos hijos predilectos que se gloriaban
de este nombre, notó con pasmosa sorpresa que algunos de éstos se
le presentaban en ademán hostil, bien que solapado: y al través de
palabras mal encubiertas, y de una conducta mal disfrazada, no le
fué difícil reparar que trataban de herirla con herida de muerte.
Protestando siempre la sumisión y la obediencia, pero sin someterse
ni obedecer jamás; resistiendo siempre á la autoridad de la Iglesia,
ensalzando, empero, de continuo esa misma autoridad de origen divino;
encubriendo sagazmente el odio á todas las leyes é instituciones
existentes, con la apariencia del celo por el restablecimiento de la
antigua doctrina; zapando los cimientos de la moral, al paso que se
mostraban entusiastas encarecedores de su pureza; disfrazando con falsa
humildad y afectada modestia la hipocresía y el orgullo, llamando
firmeza á la obstinación, y entereza de conciencia á la ceguedad
refractaria, presentaban esos rebeldes el aspecto más peligroso que
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 07