El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 10

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basta pararse en sus ideas más capitales; es necesario seguirle también
los pasos, ver cómo va realizando esas ideas, cómo triunfa de los
obstáculos que le salen al encuentro. Nunca se formará concepto cabal
sobre un hecho histórico, si no se estudia detenidamente su historia;
y el estudio de la historia de la Iglesia católica en sus relaciones
con la civilización deja todavía mucho que desear. Y no es que sobre la
historia de la Iglesia no se hayan hecho estudios profundos; sino que,
desde que se ha desplegado el espíritu de análisis social, no ha sido
todavía objeto de aquellos trabajos admirables que tanto la ilustraron
bajo el aspecto dogmático y crítico.
Otro embarazo media para que pueda dilucidarse cual conviene esta
materia, y es el dar sobrada importancia á las intenciones de los
hombres, distrayéndose de considerar la marcha grave y majestuosa de
las cosas. Se mide la magnitud y se califica la naturaleza de los
acontecimientos por los motivos inmediatos que los determinaron, y por
los fines que se proponían los hombres que en ellos intervinieron; y
esto es un error muy grave: la vista se ha de extender á mayor espacio
y se ha de observar el sucesivo desarrollo de las ideas, el influjo
que anduvieron ejerciendo en los sucesos, las instituciones que de
ellas iban brotando, pero considerándolo todo como es en sí, es decir,
en un cuadro grande, inmenso, sin pararse en hechos particulares,
contemplados en su aislamiento y pequeñez. Que es menester grabar
profundamente en el ánimo la importante verdad de que, cuando se
desenvuelve alguno de esos grandes hechos que cambian la suerte de
una parte considerable del humano linaje, rara vez lo comprenden los
mismos hombres que en ello intervienen, y que como poderosos agentes
figuran: la marcha de la humanidad es un gran drama, los papeles se
distribuyen entre los individuos que pasan y desaparecen: el hombre es
muy pequeño, sólo Dios es grande. Ni los actores de las escenas de los
antiguos imperios de Oriente, ni Alejandro arrojándose sobre el Asia y
avasallando innumerables naciones, ni los romanos sojuzgando el mundo,
ni los bárbaros derrocando y destrozando el imperio romano, ni los
musulmanes dominando el Asia y el África y amenazando la idependencia
de Europa, pensaron, ni pensar podían en que sirviesen de instrumento
para realizar los destinos cuya ejecución nosotros admiramos.
Quiero indicar con esto que, cuando se trata de civilización cristiana,
cuando se van notando y analizando los hechos que señalan su marcha, no
es necesario, y muchas veces ni conveniente, el suponer que los hombres
que á ella han contribuído de una manera muy principal, conocieran en
toda su extensión el resultado de su propia obra; bástale á la gloria
de un hombre, el que se le señale como escogido instrumento de la
Providencia, sin que sea menester atribuir demasiado á su conocimiento
particular, á sus intenciones personales. Basta reconocer que un
rayo de luz ha bajado del cielo y ha iluminado su frente; pero no
hay necesidad de que él mismo previera que ese rayo reflejando se
desparramara en inmensas madejas sobre las generaciones venideras. Los
hombres pequeños son comunmente más pequeños de lo que piensan; pero
los hombres grandes son á veces más grandes de lo que creen; y es que
no conocen todo su grandor, por no saber que son instrumentos de altos
designios de la Providencia.
Otra observación debe tenerse presente en el estudio de esos grandes
hechos, y es que no se debe buscar un sistema cuya trabazón y harmonía
se descubran á la primera ojeada. Preciso es resignarse á sufrir la
vista de algunas irregularidades y algunos objetos poco agradables; es
menester precaverse contra la pueril impaciencia de querer adelantarnos
al tiempo; es indispensable despojarse de aquel deseo, que, más ó
menos vivo, nunca nos abandona, de encontrarlo todo amoldado conforme
á nuestras ideas, de verlo marchar todo de la manera que más nos
agrada. ¿No veis esa naturaleza tan grande, tan variada, tan rica,
cómo prodiga en cierto desorden sus productos ocultando inestimables
piedras y preciosísimos veneros entre montones de tierra ruda, cuál
despliega inmensas cordilleras, riscos inaccesibles, horrendas
fragosidades, que contrastan con amenas y espaciosas llanuras? ¿no veis
ese aparente desorden, esa prodigalidad, en medio de las cuales están
trabajando en secreto concierto innumerables agentes para producir el
admirable conjunto que encanta nuestros ojos y admira al naturalista?
Pues he aquí la sociedad: los hechos andan dispersos, desparramados
acá y acullá, sin ofrecer muchas veces visos de orden ni concierto;
los acontecimientos se suceden, se empujan, sin que se descubra un
designio; los hombres se aúnan, se separan, se auxilian, se chocan;
pero va pasando el tiempo, ese agente indispensable para la producción
de las grandes obras, y va todo caminando al destino señalado en los
arcanos del Eterno.
He aquí cómo se concibe la marcha de la humanidad, he aquí la norma
del estudio filosófico de la historia, he aquí el modo de comprender
el influjo de esas ideas fecundas, de esas instituciones poderosas que
aparecen de vez en cuando entre los hombres para cambiar la faz de la
tierra. En semejante estudio, y cuando se descubre obrando en el fondo
de las cosas una idea fecunda, una institución poderosa, lejos de
asustarse el ánimo por encontrar alguna irregularidad, se complace y se
alienta; porque es excelente señal de que la idea está llena de verdad,
de que la institución rebosa de vida, cuando se las ve atravesar
el caos de los siglos y salir enteras de entre los más horrorosos
sacudimientos. Que estos ó aquellos hombres no se hayan regido por la
idea, que no hayan correspondido al objeto de la institución, nada
importa, si la institución ha sobrevivido á los trastornos, si la idea
ha sobrenadado en el borrascoso piélago de las pasiones. Entonces
el mentar las flaquezas, las miserias, la culpa, los crímenes de
los hombres, es hacer la más elocuente apología de la idea y de la
institución.
Mirados los hombres de esta manera, no se los saca de su lugar
propio, ni se exige de ellos lo que racionalmente no se puede exigir.
Encajonados, por decirlo así, en el hondo cauce del gran torrente
de los sucesos, no se atribuye á su inteligencia ni voluntad, mayor
esfera de la que les corresponde: y, sin dejar, por eso, de apreciar
debidamente la magnitud y naturaleza de las obras en que tomaron
parte, no se da exagerada importancia á sus personas, honrándolas con
encomios que no merezcan ó achacándoles cargos injustos. Entonces no se
confunden monstruosamente tiempos y circunstancias; el observador mira
con sosiego y templanza los acontecimientos que se van desplegando ante
sus ojos; no habla del imperio de Carlomagno como hablar pudiera del
imperio de Napoleón, ni se desata en agrias invectivas contra Gregorio
VII, porque no siguió en su política la misma línea de conducta que
Gregorio XVI.
Y cuenta que no exijo del historiador filósofo una impasible
indiferencia por el bien y por el mal, por lo justo y lo injusto;
cuenta que no reclamo indulgencia para el vicio, ni pretendo que
se escaseen los elogios á la virtud; no simpatizo con esa escuela
histórica fatalista, que ha vuelto á presentar sobre el mundo
el Destino de los antiguos; escuela que, si extendiera mucho su
influencia, malograría la más hermosa parte de los trabajos históricos,
y ahogaría los destellos de las inspiraciones más generosas. En la
marcha de la sociedad veo un plan, veo un concierto, mas no ciega
necesidad; no creo que los sucesos se revuelvan y barajen en confusa
mezcolanza en la obscura urna del destino, ni que los hados tengan
ceñido el mundo con un arco de hierro.
Veo sí una cadena maravillosa tendida sobre el curso de los siglos;
pero es cadena que no embarga el movimiento de los individuos ni de las
naciones; que, ondeando suavemente, se aviene con el flujo y reflujo
demandado por la misma naturaleza de las cosas; que con su contacto
hace brotar de la cabeza de los hombres pensamientos grandiosos: cadena
de oro que está pendiente de la mano del Hacedor Supremo, labrada con
infinita inteligencia y regida con inefable amor.


CAPITULO XIV

¿En qué estado encontró al mundo el Cristianismo? Pregunta es ésta
en que debemos fijar mucho nuestra atención, si queremos apreciar
debidamente los beneficios dispensados por esa religión divina al
individuo y á la sociedad; si deseamos conocer el verdadero carácter de
la civilización cristiana.
Sombrío cuadro, por cierto, presentaba la sociedad en cuyo centro
nació el Cristianismo. Cubierta de bellas apariencias, y herida en su
corazón con enfermedad de muerte, ofrecía la imagen de la corrupción
más asquerosa, velada con el brillante ropaje de la ostentación y de
la opulencia. La moral sin base, las costumbres sin pudor, sin freno
las pasiones, las leyes sin sanción, la religión sin Dios, flotaban
las ideas á merced de las preocupaciones, del fanatismo religioso,
y de las cavilaciones filosóficas. Era el hombre un hondo misterio
para sí mismo, y ni sabía estimar su dignidad, pues que consentía
que se le rebajase al nivel de los brutos; ni, cuando se empeñaba en
ponderarla, acertaba á contenerse en los lindes señalados por la razón
y la naturaleza: siendo á este propósito bien notable que, mientras una
gran parte del humano linaje gemía en la más abyecta esclavitud, se
exaltasen con tanta facilidad los héroes, y hasta los más detestables
monstruos, sobre las aras de los dioses.
Con semejantes elementos debía cundir tarde ó temprano la disolución
social; y, aun cuando no hubiera sobrevenido la violenta arremetida
de los bárbaros, más ó menos tarde aquella sociedad se hubiera
trastornado: porque no había en ella ni una idea fecunda, ni un
pensamiento consolador, ni una vislumbre de esperanza que pudiese
preservarla de la ruina.
La idolatría había perdido su fuerza: resorte gastado con el tiempo y
por el uso grosero que de él habían hecho las pasiones; expuesta su
frágil contextura al disolvente fuego de la observación filosófica,
estaba en extremo desacreditada; y, si, por efecto de arraigados
hábitos, ejercía sobre el ánimo de los pueblos algún influjo maquinal,
no era éste capaz ni de restablecer la harmonía de la sociedad, ni
de producir aquel fogoso entusiasmo inspirador de grandes acciones:
entusiasmo que, en tratándose de corazones vírgenes, puede ser excitado
hasta por la superstición más irracional y absurda. Á juzgar por
la relajación de costumbres, por la flojedad de los ánimos, por la
afeminación y el lujo, por el completo abandono á las más repugnantes
diversiones y asquerosos placeres, se ve claro que las ideas religiosas
nada conservaban de aquella majestad que notamos en los tiempos
heroicos; y que, faltas de eficacia, ejercían sobre el ánimo de los
pueblos escaso ascendiente, mientras servían de un modo lamentable
como instrumentos de disolución. Ni era posible que sucediese de otra
manera: pueblos que se habían levantado al alto grado de cultura de
que pueden gloriarse griegos y romanos; que habían oído disputar á
sus sabios sobre las grandes cuestiones acerca de la Divinidad y el
hombre, no era regular que permaneciesen en aquella candidez que era
necesaria para creer de buena fe los intolerables absurdos de que
rebosa el paganismo: y, sea cual fuere la disposición de ánimo de la
parte más ignorante del pueblo, á buen seguro que lo creyeran cuantos
se levantaban un poco sobre el nivel regular, ellos que acababan de oir
filósofos tan cuerdos como Cicerón, y que se estaban saboreando en las
maliciosas agudezas de sus poetas satíricos.
Si la religión era impotente, quedaba, al parecer, otro recurso: la
_ciencia_. Antes de entrar en el examen de lo que podía esperarse de
ella, es necesario observar que jamás la ciencia fundó una sociedad,
ni jamás fué bastante á restituirle el equilibrio perdido. Revuélvase
la historia de los tiempos antiguos: hallaránse al frente de algunos
pueblos hombres eminentes que, ejerciendo un mágico influjo sobre el
corazón de sus semejantes, dictan leyes, reprimen abusos, rectifican
las ideas, enderezan las costumbres, y asientan sobre sabias
instituciones un gobierno, labrando más ó menos cumplidamente la dicha
y la prosperidad de los pueblos que se entregaron á su dirección y
cuidado. Pero muy errado anduviera quien se figurase que esos hombres
procedieron á consecuencia de lo que nosotros llamamos combinaciones
científicas: sencillos por lo común, y hasta rudos y groseros, obraban
á impulsos de su buen corazón, y guiados por aquel buen sentido, por
aquella sesuda cordura que dirigen al padre de familia en el manejo de
los negocios domésticos; mas nunca tuvieron por norma esas miserables
cavilaciones que nosotros apellidamos teorías, ese fárrago indigesto
de ideas que nosotros disfrazamos con el pomposo nombre de ciencia. ¿Y
qué? ¿fueron acaso los mejores tiempos de la Grecia aquellos en que
florecieron los Platones y los Aristóteles? Aquellos fieros romanos que
sojuzgaron el mundo, no poseían, por cierto, la extensión y variedad de
conocimientos que admiramos en el siglo de Augusto: y ¿quién trocara,
sin embargo, unos tiempos con otros tiempos, unos hombres con otros
hombres?
Los siglos modernos podrían también suministrarnos abundantes pruebas
de la esterilidad de la ciencia en las instituciones sociales; cosa
tanto más fácil de notar, cuando son tan patentes los resultados
prácticos que han dimanado de las ciencias naturales. En éstas diríase
que se ha concedido al hombre lo que en aquéllas le fué negado; si bien
que, mirada á fondo la cosa, no es tanta la diferencia como á primera
vista pudiera parecer. Cuando el hombre trata de hacer aplicación de
los conocimientos que ha adquirido sobre la naturaleza, se ve forzado
á respetarla; y como, aunque quisiese, no alcanzara con su débil
mano á causarle considerable trastorno, se limita en sus ensayos á
tentativas de poca monta, excitándole el mismo deseo del acierto, á
obrar conforme á las leyes á que están sujetos los cuerpos sobre los
cuales se ejercita. En las aplicaciones de las ciencias sociales sucede
muy de otra manera: el hombre puede obrar directa á inmediatamente
sobre la misma sociedad; con su mano puede trastornarla, no se ve
por precisión limitado á practicar sus ensayos en objetos de poca
entidad y respetando las eternas leyes de las sociedades, sino que
puede imaginarlas á su gusto, proceder conforme á sus cavilaciones,
y acarrear desastres de que se lamente la humanidad. Recuérdense las
extravagancias que sobre la naturaleza han corrido muy válidas en las
escuelas filosóficas antiguas y modernas, y véase lo que hubiera sido
de la admirable máquina del universo, si los filósofos la hubieran
podido manejar á su arbitrio. Por desgracia, no sucede así en la
sociedad: los ensayos se hacen sobre ella misma, sobre sus eternas
bases, y entonces resultan gravísimos males, pero males que evidencian
la debilidad de la ciencia del hombre. Es menester no olvidarlo:
la ciencia, propiamente dicha, vale poco para la organización de
las sociedades; y en los tiempos modernos, en que tan orgullosa se
manifiesta por su pretendida fecundidad, será bien recordarle que
atribuye á sus trabajos lo que es fruto del transcurso de los siglos,
del sano instinto de los pueblos, y á veces de las inspiraciones de un
genio: y ni el instinto de los pueblos, ni el genio, tienen nada de
parecido á la ciencia.
Pero, dando de mano á esas consideraciones generales, siempre muy
útiles, como que son tan conducentes para el conocimiento del hombre,
¿qué podía esperarse de la falsa vislumbre de ciencia que se conservaba
sobre las ruinas de las antiguas escuelas, á la época de que hablamos?
Escasos como eran en semejantes materias los conocimientos de los
filósofos antiguos, aun de los más aventajados, no puede menos de
confesarse que los nombres de Sócrates, de Platón, de Aristóteles,
recuerdan algo de respetable; y que, en medio de desaciertos y
aberraciones, ofrecen conceptos dignos de la elevación de sus genios.
Pero, cuando apareció el Cristianismo, estaban sofocados los gérmenes
del saber esparcidos por aquellos grandes hombres: los sueños habían
ocupado el lugar de los pensamientos altos y fecundos; el prurito de
disputar reemplazaba el amor de la sabiduría, y los sofismas y las
cavilaciones se habían substituído á la madurez del juicio y á la
severidad del raciocinio. Derribadas las antiguas escuelas, formadas
de sus escombros otras, tan estériles como extrañas, brotaba por todas
partes cuantioso número de sofistas, como aquellos insectos inmundos
que anuncian la corrupción de un cadáver. La Iglesia nos ha conservado
un dato preciosísimo para juzgar de la ciencia de aquellos tiempos: la
historia de las primeras herejías. Si prescindimos de lo que en ellas
indigna, cual es su profunda inmoralidad, ¿puede darse cosa más vacía,
más insulsa, más digna de lástima?[14]
La legislación romana, tan recomendable por la justicia y equidad que
entraña y por el tino y sabiduría con que resplandece, si bien puede
contarse como uno de los más preciosos esmaltes de la civilización
antigua, no era parte, sin embargo, á prevenir la disolución de
que estaba amenazada la sociedad. Nunca debió ésta su salvación á
jurisconsultos; porque obra tamaña no está en la esfera del influjo de
la jurisprudencia. Que sean las leyes tan perfectas como se quiera, que
la jurisprudencia se haya levantado al más alto punto de esplendor, que
los jurisconsultos estén animados de los sentimientos más puros, que
vayan guiados por las miras más rectas, ¿de qué servirá todo esto, si
el corazón de la sociedad está corrompido, si los principios morales
han perdido su fuerza, si las costumbres están en perpetua lucha con
las leyes?
Ahí están los cuadros que de las costumbres romanas nos han dejado sus
mismos historiadores, y véase si en ellos se encuentran retratadas la
equidad, la justicia, el buen sentido, que han merecido á las leyes
romanas el honroso dictado de _razón escrita_.
Como una prueba de imparcialidad, omito de propósito el notar
los lunares de que no carece el derecho romano; no fuera que se
me achacase que trato de rebajar todo aquello que no es obra del
Cristianismo. No debe, sin embargo, pasarse por alto que no es verdad
que al Cristianismo no le cupiese ninguna parte en la perfección de
la jurisprudencia romana; no sólo con respecto al período de los
emperadores cristianos, lo que no admite duda, sino también hablando
de los anteriores. Es cierto que algún tiempo antes de la venida de
Jesucristo era muy crecido el número de las leyes romanas, y que su
estudio y arreglo llamaba la atención de los hombres más ilustres.
Sabemos por Suetonio (in _Caesa._, c. 44) que Julio César se había
propuesto la utilísima tarea de reducir á pocos libros lo más selecto y
necesario que andaba desparramado en la inmensa abundancia de leyes;
un pensamiento semejante había ocurrido á Cicerón, quien escribió un
libro sobre la redacción metódica del derecho civil (_De iure civili in
arte dirigendo_), como atestigua Gellio (_Noct. Att._, l. 1, c. 22);
y, según nos dice Tácito (_Ann._, l. 3, c. 28), este trabajo había
también ocupado la atención del emperador Augusto. Esos proyectos
revelan ciertamente que la legislación no estaba en su infancia; pero
no deja por ello de ser verdad que el derecho romano, tal como le
tenemos, es casi todo un producto de siglos posteriores. Varios de los
jurisconsultos más afamados, y cuyas sentencias forman una buena parte
del derecho, vivían largo tiempo después de la venida de Jesucristo;
y las constituciones de los emperadores llevan en su propio nombre el
recuerdo de su época.
Asentados estos hechos, observaré que, por ser paganos los emperadores
y los jurisconsultos, no se infiere que las ideas cristianas dejasen
de ejercer influencia sobre sus obras. El número de los cristianos
era inmenso por todas partes; la misma crueldad con que se los había
perseguido, la heroica fortaleza con que arrostraban los tormentos y
la muerte, debían de haber llamado la atención de todo el mundo; y es
imposible que entre los hombres pensadores no se excitara la curiosidad
de examinar cuál era la enseñanza que la religión nueva comunicaba á
sus prosélitos. La lectura de las apologías del Cristianismo, escritas
ya en los primeros siglos con tanta fuerza de raciocinio y elocuencia,
las obras de varias clases publicadas por los primeros Padres, las
homilías de los obispos dirigidas á los pueblos, encierran un caudal
tan grande de sabiduría, respiran tanto amor á la verdad y á la
justicia, proclaman tan altamente los eternos principios de la moral,
que no podía menos de hacerse sentir su influencia aun entre aquellos
que condenaban la religión del Crucificado.
Cuando van extendiéndose doctrinas que tengan por objeto aquellas
grandes cuestiones que más interesan al hombre, si estas doctrinas
son propagadas con fervoroso celo, aceptadas con ardor por un crecido
número de discípulos, y sustentadas con el talento y el saber de
hombres ilustres, dejan en todas direcciones hondos surcos, y afectan
aun á aquellos mismos que las combaten con acaloramiento. Su influencia
en tales casos es imperceptible, pero no deja de ser muy real y
verdadera; se asemejan á aquellas exhalaciones de que se impregna la
atmósfera: con el aire que respiramos absorbemos á veces la muerte, á
veces un aroma saludable que nos purifica y conforta.
No podía menos de verificarse el mismo fenómeno con respecto á una
doctrina predicada de un modo tan extraordinario, propagada con tanta
rapidez, sellada su verdad con torrentes de sangre, y defendida por
escritores tan ilustres como Justino, Clemente de Alejandría, Ireneo
y Tertuliano. La profunda sabiduría, la embelesante belleza de las
doctrinas explanadas por los doctores cristianos, debían de llamar
la atención hacia los manantiales donde las bebían; y es regular
que esa picante curiosidad pondría en manos de muchos filósofos y
jurisconsultos los libros de la Sagrada Escritura. ¿Qué tuviera de
extraño que Epicteto se hubiese saboreado largos ratos en la lectura
del _sermón sobre la montaña_; ni que los oráculos de la jurisprudencia
recibiesen sin pensarlo las inspiraciones de una religión que,
creciendo de un modo admirable en extensión y pujanza, andaba
apoderándose de todos los rangos de la sociedad? El ardiente amor á
la verdad y á la justicia, el espíritu de fraternidad, las grandiosas
ideas sobre la dignidad del hombre, temas perpetuos de la enseñanza
cristiana, no eran para quedar circunscritos al solo ámbito de los
hijos de la Iglesia. Con más ó menos lentitud, íbanse filtrando por
todas las clases; y cuando con la conversión de Constantino adquirieron
influencia política y predominio público, no se hizo otra cosa que
repetir el fenómeno de que, en siendo un sistema muy poderoso en el
orden social, pasa á ejercer un señorío, ó al menos su influencia, en
el orden político. Con entera confianza abandono estas reflexiones al
juicio de los hombres pensadores, seguro de que, si no las adoptan, al
menos no las juzgarán desatendibles. Vivimos en una época fecunda en
acontecimientos, y en que se han realizado revoluciones profundas: y
por eso estamos más en proporción de comprender los inmensos efectos
de las influencias indirectas y lentas, el poderoso ascendiente de las
ideas, y la fuerza irresistible con que se abren paso las doctrinas.
Á esa falta de principios vitales para regenerar la sociedad, á tan
poderosos elementos de disolución como abrigaba en su seno, allegábase
otro mal, y no de poca cuantía, en lo vicioso de la organización
política. Doblegada la cerviz del mundo bajo el yugo de Roma, veíanse
cien y cien pueblos, muy diferentes en usos y costumbres, amontonados
en desorden como el botín de un campo de batalla, forzados á formar un
cuerpo facticio, como trofeos ensartados en el astil de una lanza.
La unidad en el gobierno no podía ser provechosa, porque era violenta;
y añadiéndose que esta unidad era despótica, desde la silla del imperio
hasta los últimos mandarines, no podía traer otro resultado que el
abatimiento y la degradación de los pueblos; siéndoles imposible
desplegar aquella elevación y energía de ánimo, frutos preciosos del
sentimiento de la propia dignidad, y el amor á la independencia de la
patria. Si al menos Roma hubiese conservado sus antiguas costumbres,
si abrigara en su seno aquellos guerreros tan célebres por la fama de
sus victorias como por la sencillez y austeridad de sus costumbres,
pudiérase concebir la esperanza de que emanara á los pueblos vencidos
algo de las prendas de los vencedores, como un corazón joven y
robusto reanima con su vigor un cuerpo extenuado con las más rebeldes
dolencias. Pero desgraciadamente no era así: los Fabios, los Camilos,
los Escipiones, no hubieran conocido su indigna prole; y Roma, la
señora del mundo, yacía esclava bajo los pies de unos monstruos,
que ascendían al trono por el soborno y la violencia, manchaban el
cetro con su corrupción y crueldad, y acababan la vida en manos de un
asesino. La autoridad del Senado y la del pueblo habían desaparecido:
quedaban tan sólo algunos vanos simulacros, _vestigia morientis
libertatis_, como los apellida Tácito; vestigios de la libertad
expirante; y aquel pueblo rey, _que antes distribuía el imperio, las
fasces, las legiones, y todo, á la sazón ansiaba tan sólo dos cosas:
pan y juegos_.
Qui dabat olim
Imperiun, fasces, legiones, omnia, nunc se
Continet, atque duas tantum res anxius optat:
Panem et circenses.
(JUVENAL, SATYR. 10.)
Vino, por fin, la plenitud de los tiempos: el Cristianismo apareció, y
sin proclamar ninguna alteración en las formas políticas, sin atentar
contra ningún gobierno, sin ingerirse en nada que fuese mundanal y
terreno, llevó á los hombres una doble salud, llamándolos al camino
de una felicidad eterna, al paso que iba derramando á manos llenas
el único preservativo contra la disolución social, el germen de una
regeneración lenta y pacífica, pero grande, inmensa, duradera, á la
prueba de los trastornos de los siglos. Y ese preservativo contra
la disolución social, y ese germen de inestimables mejoras, era una
enseñanza elevada y pura, derramada sobre todos los hombres, sin
excepción de edades, de sexos, de condiciones, como una lluvia benéfica
que se desata en suavísimos raudales sobre una campiña mustia y
agostada.
No hay religión que se haya igualado al Cristianismo, ni en conocer el
secreto de dirigir al hombre, ni cuya conducta en esa dirección sea un
testimonio más solemne del reconocimiento de la alta dignidad humana.
El Cristianismo ha partido siempre del principio de que el primer paso
para apoderarse de todo el hombre es apoderarse de su entendimiento;
que, cuando se trata de extirpar un mal, ó de producir un bien, es
necesario tomar por blanco principal las ideas, dando de esta manera un
golpe mortal á los sistemas de violencia, que tanto dominan dondequiera
que él no existe, y proclamando la saludable verdad de que, cuando se
trata de dirigir á los hombres, el medio más indigno y más débil es la
fuerza. Verdad benéfica y fecunda, que abría á la humanidad un nuevo y
venturoso porvenir.
Sólo desde el Cristianismo se encuentran, por decirlo así, cátedras de
la más sublime filosofía, abiertas á todas horas, en todos lugares,
para todas las clases del pueblo: las más altas verdades sobre Dios
y el hombre, las reglas de la moral más pura, no se limitan ya á ser
comunicadas á un número escogido de discípulos en lecciones ocultas
y misteriosas: la sublime filosofía del Cristianismo ha sido más
resuelta, se ha atrevido á decir á los hombres la verdad entera y
desnuda, y eso en público, en alta voz, con aquella generosa osadía,
compañera inseparable de la verdad.
«Lo que os digo de noche, decidlo á la luz del día, y lo que os digo
al oído, predicadlo desde los terrados.» Así hablaba Jesucristo á sus
discípulos. (Mat., c. 10, v. 27.)
Luego que se hallaron encarados el Cristianismo y el paganismo, hízose
palpable la superioridad de aquél, no tan sólo por el contenido de las
doctrinas, sino también por el modo de propagarlas: púdose conocer
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