El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 11

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desde luego que una religión cuya enseñanza era tan sabia y tan pura,
y que, para difundirla, se encaminaba sin rodeos, en derechura, al
entendimiento y al corazón, había de desalojar bien pronto de sus
usurpados dominios á otra religión de impostura y mentira. Y, en
efecto, ¿qué hacía el paganismo para el bien de los hombres? ¿cuál
era su enseñanza sobre las verdades morales? ¿qué diques oponía á la
corrupción de costumbres? «Por lo que toca á las costumbres, dice á
este propósito San Agustín, ¿cómo no cuidaron los dioses de que sus
adoradores no las tuvieran tan depravadas? El verdadero Dios, á quien
no adoraban, los desechó, y con razón; pero los dioses, cuyo culto se
quejan que se les prohiba esos hombres ingratos, esos dioses, ¿por qué
á sus adoradores no les ayudaron con ley alguna para vivir? Ya que
los hombres cuidaban del culto, justo era que los dioses no olvidasen
el cuidado de la vida y costumbres. Se me dirá que nadie es malo sino
por su voluntad; ¿quién lo niega? Pero cargo era de los dioses, no
ocultar á los pueblos sus adoradores los preceptos de la moral, sino
predicárselos á las claras, reconvenir y reprender por medio de los
vates á los pecadores, amenazar públicamente con la pena á los que
obraban mal, y prometer premios á los que obraban bien. En los templos
de los dioses, ¿cuándo resonó una voz alta y vigorosa que á tamaño
objeto se dirigiese?» (_De Civit. Dei_, l. 2, c. 4.) Traza en seguida
el Santo Doctor un negro cuadro de las torpezas y abominaciones que se
cometían en los espectáculos y juegos sagrados celebrados en obsequio
de los dioses, á que él mismo dice que había asistido en su juventud, y
luego continúa: «Infiérese de esto que no se curaban aquellos dioses de
la vida y costumbres de las ciudades y naciones que les rendían culto,
dejándolas que se abandonasen á tan horrendos y detestables males, no
dañando tan sólo á sus campos y viñedos, no á su casa y hacienda, no al
cuerpo sujeto á la mente, sino permitiéndoles, sin ninguna prohibición
imponente, que abrevasen de maldad á la directora del cuerpo, á su
misma alma. Y, si se pretende que vedaban tales maldades, que se nos
manifieste, que se nos pruebe. Jáctanse de no sé qué susurros que
sonaban á los oídos de muy pocos, en que, bajo un velo misterioso, se
enseñaban los preceptos de una vida honrada y pura; pero muéstrennos
los lugares señalados para semejantes reuniones, no los lugares donde
los farsantes ejecutaban los juegos con voces y acciones obscenas, no
donde se celebraban las fiestas fugales con la más estragada licencia,
sino donde oyesen los pueblos los preceptos de los dioses, sobre
reprimir la codicia, quebrantan la ambición, y refrenar los placeres;
donde aprendiesen esos infelices aquella enseñanza que con severo
lenguaje les recomendaba Persio (_Satyr._ 3) cuando decía: «Aprended,
oh miserables, á conocer las causas de las cosas, lo que somos, á
qué nacimos, cuál debe ser nuestra conducta, cuán deleznable es el
término de nuestra carrera, cuál es la razonable templanza en el amor
del dinero, cuál su utilidad verdadera, cuál la norma de nuestra
liberalidad con nuestros deudos y nuestra patria, á dónde te ha llamado
Dios y cuál es el lugar que ocupas entre los hombres.» Dígasenos en qué
lugares solían recitarse de parte de los dioses semejantes preceptos,
dónde pudiesen oirlos con frecuencia los pueblos sus adoradores;
muéstrensenos estos lugares, así como nosotros mostramos iglesias
instituídas para este objeto, dondequiera que se ha difundido la
religión cristiana.» (_De Civit. Dei_, l. 2, c. 6.)
Esta religión divina, profunda conocedora del hombre, no ha olvidado
jamás la debilidad é inconstancia que le caracterizan; y por esta
causa ha tenido siempre por invariable regla de conducta, inculcarle
sin cesar, con incansable constancia, con paciencia inalterable,
las saludables verdades de que dependen su bienestar temporal y
su felicidad eterna. En tratándose de verdades morales, el hombre
olvida fácilmente lo que no resuena de continuo á sus oídos; y, si se
conservan las buenas máximas en su entendimiento, quedan como semilla
estéril, sin fecundar el corazón. Bueno es y muy saludable que los
padres comuniquen esta enseñanza á sus hijos: bueno es y muy saludable
que sea éste un objeto preferente en la educación privada; pero es
necesario, además, que haya un ministerio público que no le pierda
nunca de vista, que se extienda á todas las clases y á todas las
edades, que supla el descuido de las familias, que avive los recuerdos
y las impresiones que las pasiones y el tiempo van de continuo
borrando.
Es tan importante para la instrucción y moralidad de los pueblos
ese sistema de continua predicación y enseñanza practicado en
todas épocas y lugares por la Iglesia católica, que debe juzgarse
como un gran bien el que, en medio del prurito que atormentó á los
primeros protestantes, de desechar todas las prácticas de la Iglesia,
conservasen, sin embargo, la de la predicación. Y no es necesario
por eso el desconocer los daños que en ciertas épocas han traído las
violentas declamaciones de algunos ministros, ó insidiosos ó fanáticos;
sino que, en el supuesto de haberse roto la unidad, en el supuesto de
haberse arrojado á los pueblos por el azaroso camino del cisma, habrá
influído no poco en la conservación de las ideas más capitales sobre
Dios y el hombre, y de las máximas fundamentales de la moral, el oir
los pueblos con frecuencia explicadas semejantes verdades por quien
las había estudiado de antemano en la Sagrada Escritura. Sin duda que
el golpe mortal dado á las jerarquías por el sistema protestante, y
la consiguiente degradación del sacerdocio, hace que la cátedra de
la predicación no tenga entre los disidentes el sagrado carácter de
cátedra del Espíritu Santo; sin duda que es un grande obstáculo, para
que la predicación pueda dar fruto, el que un ministro protestante no
pueda ya presentarse como un ungido del Señor, sino que, como ha dicho
un escritor de talento, sólo sea _un hombre vestido de negro que sube
al púlpito todos los domingos para hablar de cosas razonables_; pero
al menos oyen los pueblos algunos trozos de las excelentes pláticas
morales que se encuentran en el Sagrado Texto; tienen con frecuencia
á su vista los edificantes ejemplos esparcidos en el viejo y nuevo
Testamento; y, sobre todo, se les refieren á menudo los pasos de la
vida de Jesucristo, de esa vida admirable, modelo de toda perfección;
y que, aun mirada con ojos humanos, es, en confesión de todo el mundo,
la pura santidad por excelencia, el más hermoso conjunto moral que se
viera jamás, la realización de un bello ideal que bajo la forma humana
jamás concibió la filosofía en sus altos pensamientos, jamás retrató
la poesía en sus sueños más brillantes. Esto es muy útil, altamente
saludable; porque siempre lo es el nutrir el ánimo de los pueblos con
el jugoso alimento de las verdades morales, y el excitarlos á la virtud
con el estímulo de tan altos ejemplos.


CAPITULO XV

Por grande que fuese la importancia dada por la Iglesia á la
propagación de la verdad, y por más convencida que estuviera de que,
para disipar esa informe masa de inmoralidad y degradación que se
ofrecía á su vista, el primer cuidado había de dirigirse á exponer el
error al disolvente fuego de las doctrinas verdaderas, no se limitó á
esto; sino que, descendiendo al terreno de los hechos, y siguiendo un
sistema lleno de sabiduría y cordura, hizo de manera que la humanidad
pudiese gustar el precioso fruto, que hasta en las cosas terrenas
dan las doctrinas de Jesucristo. No fué la Iglesia sólo una _escuela
grande y fecunda, fué una asociación regeneradora_; no esparció sus
doctrinas generales arrojándolas como al acaso, con la esperanza de
que fructificaran con el tiempo, sino que las desenvolvió en todas
sus relaciones, las aplicó á todos los objetos, procuró inculcarlas
á las costumbres y á las leyes, y realizarlas en instituciones que
sirviesen de silenciosa, pero elocuente, enseñanza á las generaciones
venideras. Veíase desconocida la dignidad del hombre, reinando por
doquiera la esclavitud; degradada la mujer, ajándola la corrupción
de costumbres y abatiéndola la tiranía del varón; adulteradas las
relaciones de familia, concediendo la ley al padre unas facultades
que jamás le dió la naturaleza; despreciados los sentimientos de
humanidad en el abandono de la infancia, en el desamparo del pobre y
del enfermo; llevadas al más alto punto la barbarie y la crueldad en
el derecho atroz que regulaba los procedimientos de la guerra; veíase,
por fin, coronando el edificio social, rodeada de satélites y cubierta
de hierro, la odiosa tiranía, mirando con despreciador desdén á los
infelices pueblos que yacían á sus plantas, amarrados con remachadas
cadenas.
En tamaño conflicto no era pequeña empresa la de desterrar el error,
reformar y suavizar las costumbres, abolir la esclavitud, corregir los
vicios de la legislación, enfrenar el poder y harmonizarle con los
intereses públicos, dar nueva vida al individuo, reorganizar la familia
y la sociedad; y, sin embargo, esto, y nada menos que esto, ejecutó la
Iglesia.
Empecemos por la esclavitud. Ésta es una materia que conviene
profundizar, dado que encierra una de las cuestiones que más pueden
excitar la curiosidad de la ciencia, é interesar los sentimientos del
corazón. ¿Quién ha abolido entre los pueblos cristianos la esclavitud?
¿Fué el Cristianismo? ¿y fué él solo, con sus ideas grandiosas sobre
la dignidad del hombre, con sus máximas y espíritu de fraternidad y
caridad, y, además, con su conducta prudente, suave y benéfica? Me
lisonjeo de poder manifestar que sí.
Ya no se encuentra quien ponga en duda que la Iglesia católica ha
tenido una poderosa influencia en la abolición de la esclavitud; es
una verdad demasiado clara, salta á los ojos con sobrada evidencia,
para que sea posible combatirla. M. Guizot, reconociendo el empeño
y la eficacia con que trabajó la Iglesia para la mejora del estado
social, dice: «Nadie ignora con cuánta obstinación combatió los vicios
de aquel estado, la esclavitud por ejemplo.» Pero á renglón seguido, y
como si le pesase de asentar sin ninguna limitación un hecho que por
necesidad había de excitar á favor de la Iglesia católica las simpatías
de la humanidad entera, continúa: «Mil veces se ha dicho y repetido
que la abolición de la esclavitud en los tiempos modernos, es debida
enteramente á las máximas del Cristianismo. Esto es, á mi entender,
adelantar demasiado: mucho tiempo subsistió la esclavitud en medio
de la sociedad cristiana, sin que semejante estado la confundiese ó
irritase mucho.» Muy errado anda M. Guizot, queriendo probar que no es
debida exclusivamente al Cristianismo la abolición de la esclavitud,
porque subsistiese tal estado por mucho tiempo en medio de la sociedad
cristiana. Si se quería proceder con buena lógica, era necesario mirar
antes si la abolición repentina de la esclavitud era posible; y si el
espíritu de orden y de paz que anima á la Iglesia, podía permitir que
se arrojase á una empresa, con la que hubiera trastornado el mundo,
sin alcanzar el objeto que se proponía. El número de los esclavos era
inmenso; la esclavitud estaba profundamente arraigada en las ideas, en
las costumbres, en las leyes, en los intereses individuales y sociales:
sistema funesto, sin duda, pero que era una temeridad pretender
arrancarle de un golpe, pues que sus raíces penetraban muy hondo, se
extendían á largo trecho debajo de las entrañas de la tierra.
Contáronse en un censo de Atenas veinte mil ciudadanos y cuarenta mil
esclavos; en la guerra del Peloponeso se les pasaron á los enemigos
nada menos que veinte mil, según refiere Tucídides. El mismo autor nos
dice que en Chío era crecidísimo el número de los esclavos, y que la
defección de éstos, pasándose á los atenienses, puso en apuros á sus
dueños; y, en general, era tan grande su número en todas partes, que
no pocas veces estaba en peligro por ellos la tranquilidad pública.
Por esta causa era necesario tomar precauciones para que no pudieran
concertarse. «Es muy conveniente, dice Platón (_Diál. 6. De las
leyes_), que los esclavos no sean de un mismo país, y que, en cuanto
fuere posible, sean discordes sus costumbres y voluntades, pues que
repetidas experiencias han enseñado en las frecuentes defecciones que
se han visto entre los mesenios, y en las demás ciudades que tienen
muchos esclavos de una misma lengua, cuántos daños suelen de esto
resultar.»
Aristóteles en su _Economía_ (1. 1, c. 5) da varias reglas sobre el
modo con que deben tratarse los esclavos, y es notable que coincide
con Platón, advirtiendo expresamente: «que no se han de tener muchos
esclavos de un mismo país». En su _Política_ (l. 2, c. 7) nos dice
que los tesalios se vieron en graves apuros por la muchedumbre de
sus penestas, especie de esclavos; aconteciendo lo propio á los
lacedemonios, de parte de los ilotas. «Con frecuencia ha sucedido,
dice, que los penestas se han sublevado en Tesalia; y los lacedemonios,
siempre que han sufrido alguna calamidad, se han visto amenazados por
las conspiraciones de los ilotas.» Ésta era una dificultad que llamaba
seriamente la atención de los políticos, y no sabían cómo salvar los
inconvenientes que consigo traía esa inmensa muchedumbre de esclavos.
Laméntase Aristóteles de cuán difícil era acertar en el verdadero modo
de tratarlos, y se conoce que era ésta una materia que daba mucho
cuidado. Transcribiré sus propias palabras: «Á la verdad, que el modo
con que se debe tratar á esa clase de hombres es tarea trabajosa y
llena de cuidados: porque, si se usa de blandura, se hacen petulantes
y quieren igualarse con los dueños: y, si se los trata con dureza,
conciben odio y maquinan asechanzas.»
En Roma era tal la multitud de esclavos, que, habiéndose propuesto el
darles un traje distintivo, se opuso á esta medida el Senado, temeroso
de que, si ellos llegaban á conocer su número, peligrase el orden
público: y á buen seguro que no eran vanos semejantes temores, pues que
ya de mucho antes habían los esclavos causado considerables trastornos
en Italia. Platón, para apoyar el consejo arriba citado, recuerda
que «los esclavos repetidas veces habían devastado la Italia con la
piratería y el latrocinio»; y en tiempos más recientes, Espartaco, á la
cabeza de un ejército de esclavos, fué por algún tiempo el terror de
Italia, y dió mucho que entender á distinguidos generales romanos.
Había llegado á tal exceso en Roma el número de los esclavos, que
muchos dueños los tenían á centenares. Cuando fué asesinado el prefecto
de Roma Pedanio Secundo, fueron sentenciados á muerte 400 esclavos
suyos (Tácit., _Ann._, l. 14); y Pudentila, mujer de Apuleyo, los tenía
en tal abundancia, que dió á sus hijos nada menos que 400. Esto había
llegado á ser un objeto de lujo, y á competencia se esforzaban los
romanos en distinguirse por el número de sus esclavos. Querían que, al
hacerse la pregunta de _Quot pascit servos_, cuántos esclavos mantiene,
según expresión de Juvenal (_Satyr._ 3, v. 140), pudiesen ostentarlos
en grande abundancia; llegando la cosa á tal extremo, que, según nos
asegura Plinio, más bien que al séquito de una familia, se parecían á
un verdadero ejército.
No era solamente en Grecia é Italia donde era tan crecido el número de
los esclavos; en Tiro se sublevaron contra sus dueños, y, favorecidos
por su inmenso número, lo hicieron con tal resultado, que los
degollaron á todos. Pasando á pueblos bárbaros, y prescindiendo de
otros más conocidos, nos refiere Herodoto (lib. 3) que, volviendo de la
Media, los escitas se encontraron con los esclavos sublevados, viéndose
forzados los dueños á cederles el terreno, abandonando su patria; y
César en sus comentarios (_De Bello Gall._, lib. 6) nos atestigua lo
abundantes que eran los esclavos en la Galia.
Siendo tan crecido en todas partes el número de esclavos, ya se ve que
era del todo imposible predicar su libertad, sin poner en conflagración
el mundo. Desgraciadamente, queda todavía en los tiempos modernos un
punto de comparación, que, si bien en una escala muy inferior, no deja
de cumplir á nuestro propósito. En una colonia donde los esclavos
negros sean muy numerosos, ¿quién se arroja de golpe á ponerlos en
libertad? ¿Y cuánto se agrandan las dificultades, qué dimensión tan
colosal adquiere el peligro, tratándose, no de una colonia, sino del
universo? El estado intelectual y moral de los esclavos los hacía
incapaces de disfrutar de un tal beneficio en provecho suyo y de la
sociedad; y en su embrutecimiento, aguijoneados por el rencor y por el
deseo de venganza nutridos en sus pechos con el mal tratamiento que
se les daba, hubieran reproducido en grande las sangrientas escenas
con que dejaran ya manchadas en tiempos anteriores las páginas de
la historia. ¿Y qué hubiera acontecido entonces? Que, amenazada la
sociedad por tan horroroso peligro, se hubiera puesto en vela contra
los principios favorecedores de la libertad, hubiéralos en adelante
mirado con prevención y suspicaz desconfianza, y, lejos de aflojar
las cadenas de los esclavos, se las habría remachado con más ahinco y
tenacidad. De aquella inmensa masa de hombres brutales y furibundos,
puestos sin preparación en libertad y movimiento, era imposible que
brotase una organización social: porque una organización social no se
improvisa, y mucho menos con semejantes elementos; y, en tal caso,
habiéndose de optar entre la esclavitud y el aniquilamiento del
orden social, el instinto de conservación que anima á la sociedad,
como á todos los seres, hubiera acarreado indudablemente la duración
de la esclavitud allí donde hubiese permanecido todavía, y su
restablecimiento allí donde se la hubiese destruído.
Los que se han quejado de que el Cristianismo no anduviera más pronto
en la abolición de la esclavitud, debían recordar que, aun cuando
supongamos posible una emancipación repentina ó muy rápida, aun cuando
queramos prescindir de los sangrientos trastornos que por necesidad
habrían resultado, la sola fuerza de las cosas, saliendo al paso con
sus obstáculos insuperables, hubiera inutilizado semejante medida.
Demos de mano á todas las consideraciones sociales y políticas, y
fijémonos únicamente en las económicas. Por de pronto era necesario
alterar todas las relaciones de la propiedad: porque, figurando en ella
los esclavos como una parte principal, cultivando ellos las tierras,
ejerciendo los oficios mecánicos, en una palabra, estando distribuído
entre ellos lo que se llama trabajo, y hecha esta distribución en
el supuesto de la esclavitud, quitada esta base se acarreaba una
dislocación tal, que la mente no alcanza á comprender sus últimas
consecuencias.
Quiero suponer que se hubiese procedido á despojos violentos, que
se hubiese intentado un reparto, una nivelación de propiedades; que
se hubiesen distribuído tierras á los emancipados, y que á los más
opulentos señores se les hubiese forzado á manejar el azadón y el
arado; quiero suponer realizados todos estos absurdos, todos esos
sueños de un delirante: ni aun así, se habría salido del paso: porque
es menester no olvidar que la producción de los medios de subsistencia
ha de estar en proporción con las necesidades de los que han de
subsistir; y esto era imposible, supuesta la emancipación de los
esclavos. La producción estaba regulada, no suponiendo precisamente el
número de individuos que á la sazón existían, sino también que la mayor
parte de éstos eran esclavos; y las necesidades de un hombre libre son
alguna cosa más que las necesidades de un esclavo.
Si ahora, después de diez y ocho siglos, rectificadas las ideas,
suavizadas las costumbres, mejoradas las leyes, amaestrados los pueblos
y los gobiernos, fundados tantos establecimientos públicos para el
socorro de la indigencia, ensayados tantos sistemas para la buena
distribución del trabajo, repartidas de un modo más equitativo las
riquezas, hay todavía tantas dificultades para que un número inmenso
de hombres no sucumba víctima de horrorosa miseria; si es éste el mal
terrible que atormenta á la sociedad, y que pesa sobre su porvenir como
un sueño funesto, ¿qué hubiera sucedido con la emancipación universal
al principio del Cristianismo, cuando los esclavos no eran reconocidos
en el derecho como _personas_, sino como _cosas_; cuando su unión
conyugal no era juzgada como matrimonio, cuando la pertenencia de los
frutos de esa unión era declarada por las mismas reglas que rigen con
respecto á los brutos, cuando el infeliz esclavo era maltratado,
atormentado, vendido, y aun muerto, conforme á los caprichos de su
dueño? ¿No salta á los ojos que el curar males semejantes era obra de
siglos? ¿No es esto lo que nos están enseñando las consideraciones de
humanidad, de política y de economía?
Si se hubiesen hecho insensatas tentativas, á no tardar mucho, los
mismos esclavos habrían protestado contra ellas, reclamando una
esclavitud que al menos les aseguraba pan y abrigo, y despreciando
una libertad incompatible con su existencia. Éste es el orden de la
naturaleza: el hombre necesita ante todo tener para vivir, y si le
faltan los medios de subsistencia, no le halaga la misma libertad. No
es necesario recorrer á ejemplos de particulares, que se nos ofrecieran
con abundancia; en pueblos enteros se ha visto una prueba patente de
esta verdad. Cuando la miseria es excesiva, difícil es que no traiga
consigo el envilecimiento, sofocando los sentimientos más generosos,
desvirtuando los encantos que ejercen sobre nuestro corazón las
palabras de independencia y libertad. «La plebe, dice César, hablando
de los galos (_Bello Gallico_, lib. 6), está casi en el lugar de los
esclavos, y de sí misma ni se atreve á nada, ni es contado su voto para
nada; y muchos hay que, agobiados de deudas y de tributos, ú oprimidos
por los poderosos, _se entregan á los nobles en esclavitud_: habiendo
sobre éstos así entregados, todos los mismos derechos que sobre los
esclavos.» En los tiempos modernos no faltan tampoco semejantes
ejemplos; porque sabido es que entre los chinos abundan en gran manera
los esclavos, cuya esclavitud no reconoce otro origen, sino que ellos ó
sus padres no se vieron capaces de proveer á su subsistencia.
Estas reflexiones, apoyadas en datos que nadie me podrá contestar,
manifiestan hasta la evidencia la profunda sabiduría del Cristianismo
en proceder con tanto miramiento en la abolición de la esclavitud.
Hízose todo lo que era posible en favor de la libertad del hombre; no
se adelantó más rápidamente en la obra, porque no podía ejecutarse sin
malograr la empresa, sin poner gravísimos obstáculos á la deseada
emancipación. He aquí el resultado que, al fin, vienen á dar siempre
los cargos que se hacen á algún procedimiento de la Iglesia: se le
examina á la luz de la razón, se le coteja con los hechos, viniéndose
á parar á que el procedimiento de que se la culpa, está muy conforme
con lo que dicta la más alta sabiduría, y con los consejos de la más
exquisita prudencia.
¿Qué quiere decirnos, pues, M. Guizot cuando, después de haber
confesado que el Cristianismo trabajó con ahinco en la abolición de
la esclavitud, le echa en cara el que consintiese por largo tiempo su
duración? ¿Con qué lógica pretende de aquí inferir que no es verdad
que sea debido exclusivamente al Cristianismo ese inmenso beneficio
dispensado á la humanidad? Duró siglos la esclavitud en medio del
Cristianismo, es cierto; pero anduvo siempre en decadencia, y su
duración fué sólo la necesaria para que el beneficio se realizase sin
violencias, sin trastornos, asegurando su universalidad y su perpetua
conservación. Y de estos siglos en que duró, débese todavía cercenar
una parte muy considerable, á causa de que, en los tres primeros, se
halló la Iglesia proscripta á menudo, mirada siempre con aversión, y
enteramente privada de ejercer influjo directo sobre la organización
social. Débese también descontar mucho de los siglos posteriores,
porque había transcurrido todavía muy poco tiempo desde que la Iglesia
ejercía su influencia directa y pública, cuando sobrevino la irrupción
de los bárbaros del Norte, que, combinada con la disolución de que se
hallaba atacado el imperio, y que cundía de un modo espantoso, acarreó
un trastorno tal, una mezcolanza tan informe de lenguas, de usos, de
costumbres y de leyes, que no era casi posible ejercer con mucho fruto
una acción reguladora. Si en tiempos más cercanos ha costado tanto
trabajo el destruir el feudalismo, si después de siglos de combates
quedan todavía en pie muchas de sus reliquias, si el tráfico de los
negros, á pesar de ser limitado á determinados países, á peculiares
circunstancias, está todavía resistiendo al grito universal de
reprobación que contra semejante infamia se levanta de los cuatro
ángulos del mundo, ¿cómo hay quien se atreva á manifestar extrañeza,
é inculpar al Cristianismo, porque la esclavitud duró algunos siglos,
después de proclamadas la fraternidad entre todos los hombres, y su
igualdad ante Dios?


CAPITULO XVI

Afortunadamente la Iglesia católica fué más sabia que los filósofos,
y supo dispensar á la humanidad el beneficio de la emancipación, sin
injusticias y trastornos: ella regenera las sociedades, pero no lo hace
en baños de sangre. Veamos, pues, cuál fué su conducta en la abolición
de la esclavitud.
Mucho se ha encarecido ya el espíritu de amor y fraternidad que anima
al Cristianismo; y esto basta para convencer de que debió de ser grande
la influencia que tuvo en la grande obra de que estamos hablando.
Pero quizás no se ha explorado bastante todavía cuáles son los medios
positivos, prácticos, digámoslo así, de que echó mano para conseguir su
objeto. Al través de la obscuridad de los siglos, en tanta complicación
y variedad de circunstancias, ¿será posible rastrear algunos hechos que
sean como las huellas que indiquen el camino seguido por la Iglesia
católica para libertar á una inmensa porción del linaje humano de la
esclavitud en que gemía? ¿Será posible decir algo más que algunos
encomios generales de la caridad cristiana? ¿Será posible señalar un
plan, un sistema, y probar su existencia y desarrollo, apoyándose,
no precisamente en expresiones sueltas, en pensamientos altos, en
sentimientos generosos, en acciones aisladas de algunos hombres
ilustres, sino en hechos positivos, en documentos históricos, que
manifiesten cuál era el espíritu y la tendencia del mismo cuerpo de la
Iglesia? Creo que sí: y no dudo que me sacará airoso en la empresa lo
que puede haber de más convincente y decisivo en la materia, á saber:
los monumentos de la legislación eclesiástica.
Y ante todo no será fuera del caso recordar lo que se lleva ya indicado
anteriormente: que, cuando se trata de conducta, de designios, de
tendencias, con respecto á la Iglesia, no es necesario suponer que
esos designios cupieran en toda su extensión en la mente de ningún
individuo en particular, ni que todo el mérito y efecto de semejante
conducta fuesen bien comprendidos por ninguno de los que en ella
intervenían: y aun puede decirse que no es necesario suponer que los
primeros cristianos conociesen toda la fuerza de las tendencias del
Cristianismo con respecto á la abolición de la esclavitud. Lo que
conviene manifestar es que se obtuvo el resultado por las doctrinas y
la conducta de la Iglesia; pues que entre los católicos, si bien se
estiman los méritos y el grandor de los individuos en lo que valen, no
obstante, cuando se habla de la Iglesia, desaparecen los individuos;
sus pensamientos y su voluntad son nada, porque el espíritu que anima,
que vivifica y dirige á la Iglesia, no es el espíritu del hombre,
sino el Espíritu del mismo Dios. Los que no pertenezcan á nuestra
creencia, echarán mano de otros nombres; pero estaremos conformes,
cuando menos, en que, mirados los hechos de esta manera, elevados
sobre el pensamiento y voluntad del individuo, conservan mucho mejor
sus verdaderas dimensiones, y no se quebranta en el estudio de la
historia la inmensa cadena de los sucesos. Dígase que la conducta de la
Iglesia fué inspirada y dirigida por Dios, ó bien que fué hija de un
_instinto_, que fué el _desarrollo de una te tendencia entrañada por
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