El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 14

Total number of words is 4715
Total number of unique words is 1514
31.2 of words are in the 2000 most common words
45.2 of words are in the 5000 most common words
53.1 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
Bastaba que los esclavos hubiesen servido bien á la Iglesia, para
que los obispos pudiesen concederles la libertad, donándoles también
alguna cosa para su manutención. Este juicio sobre el mérito de los
esclavos se encomendaba, según parece, á la discreción del obispo; y
ya se ve que semejante disposición abría ancha puerta á la caridad
de los prelados, así como, por otra parte, estimulaba á los esclavos
á observar un comportamiento que les mereciese tan precioso galardón.
Como podía ocurrir que el obispo sucesor, levantando dudas sobre la
suficiencia de los motivos que habían inducido al antecesor á dar
libertad á un esclavo, quisiese disputársela, estaba mandado que los
obispos respetasen en esta parte las disposiciones de sus antecesores;
no tan sólo dejando en libertad á los manumitidos, sino también no
quitándoles lo que el obispo les hubiera señalado, fuese en _tierras_,
_viñas_, ó _habitación_. Así lo encontramos ordenado en el canon 7 del
concilio de Agde, en Languedoc, celebrado en el año 506. Ni obsta el
que en otros lugares se prohiba la manumisión, pues que en ellos se
habla en general, y no concretándose al caso en que los esclavos fuesen
beneméritos.
Las enajenaciones ó empeños de los bienes eclesiásticos hechos por un
obispo que no dejase nada al morir, debían revocarse; y ya se echa de
ver que la misma disposición está indicando que se trata de aquellos
casos en que el obispo hubiese obrado con infracción de los cánones;
mas, á pesar de esto, si sucedía que el obispo hubiese dado libertad á
algunos esclavos, encontramos que se templaba el rigor, previniéndose
que los manumitidos continuasen gozando de su libertad. Así lo ordenó
el concilio de Orleans, celebrado en el año 541, en su canon 9; dejando
tan sólo á los manumitidos el cargo de prestar sus servicios á la
Iglesia: servicios que, como es claro, no serían otros que los de los
libertos, y que, por otra parte, eran también recompensados con la
protección que á los de esta clase dispensaba la Iglesia.
Como un nuevo indicio de la indulgencia en punto á los esclavos, puede
también citarse el canon 10 del concilio de Celchite (Celichytense)
en Inglaterra, celebrado en el año 816, canon de que nada menos
resultaba, sino quedar libres en pocos años todos los siervos ingleses
de las iglesias en los países donde se observase; pues que disponía
que á la muerte de un obispo se diese libertad á todos sus siervos
ingleses, añadiendo que cada uno de los demás obispos y abades debía
manumitir tres siervos, dándoles á cada uno tres sueldos. Semejantes
disposiciones iban allanando el camino para adelantar más y más lo
comenzado, y preparando las cosas y los ánimos de manera que, pasado
algún tiempo, pudieran presentarse escenas tan generosas como la
del concilio de Armach, en 1171, en que se dió libertad á todos los
ingleses que se hallaban esclavos en Irlanda.
Estas condiciones ventajosas de que disfrutaban los esclavos de la
Iglesia, eran de mucho más valor, á causa de una disciplina que se
había introducido que se las hacía inadmisibles. Si los esclavos de
la Iglesia hubieran podido pasar á manos de otros dueños, venido este
caso, se habrían hallado sin derecho á los beneficios que recibían
los que continuaban bajo su poder; pero felizmente estaba permitido
el permutar esos esclavos por otros, y, si salían del poder de la
Iglesia, era quedando en libertad. De esta disciplina tenemos un
expreso testimonio en las Decretales de Gregorio IX (l. 3, t. 19, c. 3
y 4); y es notable que en el documento que allí se cita, son tenidos
los esclavos de la Iglesia como consagrados á Dios, fundándose en esto
la disposición de que no puedan pasar á otras manos, y que no salgan
de la Iglesia, á no ser para la libertad. Se ve también allí mismo que
los fieles, en remedio de su alma, solían ofrecer los esclavos á Dios
y á sus santos; y, pasando así al poder de la Iglesia, quedaban fuera
del comercio común, sin que pudiesen volver á servidumbre profana. El
saludable efecto que debían producir esas ideas y costumbres, en que
se enlazaba la religión con la causa de la humanidad, no es menester
ponderarlo: basta observar que el espíritu de la época era altamente
religioso, y que todo cuanto se asía del áncora de la religión estaba
seguro de salir á puerto.
La fuerza de las ideas religiosas que se andaban desenvolviendo
cada día, dirigiendo su acción á todos los ramos, se enderezaba muy
particularmente á substraer por todos los medios posibles al hombre
del yugo de la esclavitud. Á este propósito, es muy digna de notarse
una disposición canónica del tiempo de San Gregorio el Grande. En
un concilio de Roma, celebrado en el año 597, y presidido por este
Papa, se abrió á los esclavos una nueva puerta para salir de su
abyecto estado, concediéndoles que recobrasen la libertad aquellos
que quisiesen abrazar la vida monástica. Son dignas de notarse las
palabras del Santo Papa, pues que en ellas se descubre el ascendiente
de los motivos religiosos, y cómo iban prevaleciendo sobre todas las
consideraciones é intereses mundanos. Este importante documento se
encuentra entre las epístolas de San Gregorio, y se hallará en las
notas al fin de este tomo.
Sería desconocer el espíritu de aquellas épocas el figurarse que
semejantes disposiciones quedasen estériles; no era así, sino que
causaban los mayores efectos. Puédenos dar de ello una idea lo que
leemos en el decreto de Graciano (Distin. 54, c. 12), donde se ve que
rayaba la cosa en escándalo; pues que fué menester reprimir severamente
el abuso de que los esclavos huían de sus amos ó se iban con pretexto
de religión á los monasterios; lo que daba motivo á que se levantasen
por todas partes quejas y clamores. Como quiera, y aun prescindiendo de
lo que nos indican esos abusos, no es difícil conjeturar que no dejaría
de cogerse abundante fruto, ya por procurarse la libertad de muchos
esclavos; ya también porque los realzaría en gran manera á los ojos del
mundo, el verlos pasar á un estado, que luego fué tornando creces, y
adquiriendo inmenso prestigio y poderosa influencia.
Contribuirá no poco á darnos una idea del profundo cambio que por
esos medios se iba obrando en la organización social, el pararnos un
momento á considerar lo que acontecía con respecto á la ordenación de
los esclavos. La disciplina de la Iglesia sobre este punto era muy
consecuente con sus doctrinas. El esclavo era un hombre como los
demás, y por esta parte podía ser ordenado lo mismo que el primer
magnate; pero, mientras estaba sujeto á la potestad de su dueño,
carecía de la independencia necesaria á la dignidad del augusto
ministerio, y por esta razón se exigía que el esclavo no pudiese ser
ordenado, sin ser antes puesto en libertad. Nada más razonable, más
justo ni más prudente que esta limitación en una disciplina que, por
otra parte, era tan noble y generosa; en esa disciplina que por sí sola
era una protesta elocuente en favor de la dignidad del hombre, una
solemne declaración de que, por tener la desgracia de estar sufriendo
la esclavitud, no quedaba rebajado del nivel de los demás hombres, pues
que la Iglesia no tenía á mengua el escoger sus ministros entre los que
habían estado sujetos á la servidumbre; disciplina altamente humana y
generosa, pues que, colocando en esfera tan respetable á los que habían
sido esclavos, tendía á disipar las preocupaciones contra los que se
hallaban en dicho estado, y labraba relaciones fuertes y fecundas,
entre los que á él pertenecían, y la más acatada clase de los hombres
libres.
En esta parte llama sobremanera la atención el abuso que se había
introducido de ordenar á los esclavos sin consentimiento de sus dueños:
abuso muy contrario, en verdad, á los sagrados cánones, y que fué
reprimido con laudable celo por la Iglesia, pero que, sin embargo,
no deja de ser muy útil al observador para apreciar debidamente el
profundo efecto que andaban produciendo las ideas é instituciones
religiosas. Sin pretender disculpar en nada lo que en eso hubiera de
culpable, bien se puede hacer también méritos del mismo abuso; pues
que los abusos muchas veces no son más que exageraciones de un buen
principio. Las ideas religiosas estaban mal avenidas con la esclavitud,
ésta se hallaba sostenida por las leyes, y de aquí esa lucha incesante
que se presentaba bajo diferentes formas, pero siempre encaminada al
mismo blanco, á la emancipación universal. Con mucha confianza se
pueden emplear en la actualidad ese linaje de argumentos, ya que los
más horrendos atentados de las revoluciones los hemos visto excusar con
la mayor indulgencia, sólo en gracia de los principios de que estaban
imbuídos los revolucionarios, y de los fines que llevaba la revolución,
que eran el cambiar enteramente la organización social.
Curiosa es la lectura de los documentos que sobre este abuso nos han
quedado, y que pueden leerse por extenso al fin de este volumen,
sacados del Decreto de Graciano. (Dist. 54, c. 9, 10, 11, 12.)
Examinándolos con detenimiento se echa de ver: 1.º Que el número de
esclavos que por este medio alcanzaban libertad era muy numeroso, pues
que las quejas y los clamores que en contra se levantan son generales.
2.º Que los obispos estaban por lo común á favor de los esclavos, que
llevaban muy lejos su protección, y que procuraban realizar de todos
modos las doctrinas de igualdad, pues que se afirma allí mismo que casi
ningún obispo estaba exento de caer en esa reprensible condescendencia.
3.º Que los esclavos, conociendo ese espíritu de protección, se
apresuraban á deshacerse de las cadenas, y arrojarse en brazos de la
Iglesia. 4.º Que ese conjunto de circunstancias debía de producir en
los ánimos un movimiento muy favorable á la libertad, y que, entablada
tan afectuosa correspondencia entre los esclavos y la Iglesia, á la
sazón tan poderosa é influyente, debió de resultar que la esclavitud se
debilitase rápidamente, caminando los pueblos á esa libertad que siglos
adelante vemos llevada á complemento.
La Iglesia de España, á cuyo influjo civilizador han tributado tantos
elogios hombres por cierto poco adictos al Catolicismo, manifestó
también en esta parte la altura de sus miras y su consumada prudencia.
Siendo tan grande como hemos visto el celo caritativo á favor de
los esclavos, y tan decidida la tendencia á elevarlos al sagrado
ministerio, era conveniente dejar un desahogo á ese impulso generoso,
conciliándole, en cuanto era dable, con lo que demandaba la santidad
del ministerio. Á este doble objeto se encaminaba sin duda la
disciplina que se introdujo en España de permitir la ordenación de
los esclavos de la Iglesia, manumitiéndolos antes, como lo dispone el
canon 74 del 4.º concilio de Toledo, celebrado en el año 633, y como
se deduce también del canon 11 del 9.º concilio también de Toledo,
celebrado en el año 655, donde se manda que los obispos no puedan
introducir en el clero á los siervos de la Iglesia sin haberles dado
antes libertad.
Es notable que esta disposición se ensanchó en el canon 18 del concilio
de Mérida, celebrado en el año 666, donde se concede, hasta á los
curas párrocos, el escoger para sí clérigos entre los siervos de su
iglesia, con la obligación, empero, de mantenerlos según sus rentas.
Con esta disciplina sin cometer ninguna injusticia se salvaban todos
los inconvenientes que podía traer consigo la ordenación de los
esclavos; y, además, se conseguían muy benéficos resultados por una vía
más suave: porque, ordenándose siervos de la misma iglesia, era más
fácil que se los pudiera escoger con tino, echando mano de aquellos
que más lo merecieran por sus dotes intelectuales y morales: se abría
también ancha puerta para que pudiese la Iglesia emancipar sus siervos,
haciéndolo por un conducto tan honroso, cual era el de inscribirlos
en el número de sus ministros, y, finalmente, dábase á los legos un
ejemplo muy saludable, pues que, si la Iglesia se desprendía tan
generosamente de sus esclavos, y era en este punto tan indulgente, que,
sin limitarse á los obispos, extendía la facultad hasta á los curas
párrocos, no debía tampoco ser tan doloroso á los seglares el hacer
algún sacrificio de sus intereses en pro de la libertad de aquellos que
pareciesen llamados á tan santo ministerio.


CAPITULO XIX

Así andaba la Iglesia deshaciendo, por mil y mil medios, la cadena de
la servidumbre, sin salirse, empero, nunca de los límites señalados
por la justicia y la prudencia: así procuraba que desapareciese de
entre los cristianos ese estado degradante, que de tal modo repugnaba
á sus grandiosas ideas sobre la dignidad del hombre, á sus generosos
sentimientos de fraternidad y de amor. Dondequiera que se introduzca
el Cristianismo, las cadenas de hierro se trocarán en suaves lazos, y
los hombres abatidos podrán levantar con nobleza su frente. Agradable
es sobremanera el leer lo que pensaba sobre este punto uno de los
más grandes hombres del Cristianismo: San Agustín. (_De Civit. Dei_,
1. 19, c. 14, 15, 16.) Después de haber sentado en pocas palabras la
obligación del que manda, sea padre, marido ó señor, de mirar por el
bien de aquel á quien manda, encontrando así uno de los cimientos de
la obediencia en la misma utilidad del que obedece; después de haber
dicho que los justos no mandan por prurito ni soberbia, sino por el
deseo de hacer bien á sus súbditos: «_neque enim dominandi cupiditate
imperant, sed officia consulendi, nec principandi superbia, sed
providendi misericordia_»; después de haber proscripto con tan nobles
doctrinas toda opinión que se encaminara á la tiranía, ó que fundase la
obediencia en motivos de envilecimiento; como si temiese alguna réplica
contra la dignidad del hombre, enardécese de repente su grande alma,
aborda de frente la cuestión, la eleva á su altura más encumbrada, y,
desatando sin rebozo los nobles pensamientos que hervían en su frente,
invoca en su favor el orden de la naturaleza, y la voluntad del mismo
Dios, exclamando: «Así lo prescribe el orden natural, así crió Dios
al hombre; díjole que dominara á los peces del mar, á las aves del
cielo, y á los reptiles que se arrastran sobre la tierra. _La criatura
racional, hecha á su semejanza, no quiso que dominase sino á los
irracionales, no el hombre al hombre, sino el hombre al bruto._»
Este pasaje de San Agustín es uno de aquellos briosos rasgos que se
encuentran en los escritores de genio, cuando, atormentados por la
vista de un objeto angustioso, sueltan la rienda á la generosidad
de sus ideas y pensamientos, expresándose con osada valentía. El
lector, asombrado con la fuerza de la expresión, busca, suspenso y sin
aliento, lo que está escrito en las líneas que siguen, como abrigando
un recelo de que el autor se haya extraviado, seducido por la nobleza
de su corazón y arrastrado por la fuerza de su genio; pero se siente
un placer inexplicable cuando se descubre que no se ha apartado del
camino de la sana doctrina, sino que únicamente ha salido, cual
gallardo atleta, á defender la causa de la razón, de la justicia y de
la humanidad. Tal se nos presenta aquí San Agustín: la vista de tantos
desgraciados como gemían en la esclavitud, víctimas de la violencia y
caprichos de los amos, atormentaba su alma generosa; mirando al hombre
á la luz de la razón y de las doctrinas cristianas, no encontraba
motivo por que hubiese de vivir en tanto envilecimiento una porción
tan considerable del humano linaje; y por eso, mientras proclama las
doctrinas que acabo de indicar, lucha por encontrar el origen de tamaña
ignominia, y, no hallándola en la naturaleza del hombre, la busca en el
pecado, en la maldición. «Los primeros justos, dice, fueron más bien
constituídos pastores de ganados que no reyes de hombres, dándonos
Dios á entender con esto lo que pedía el orden de las criaturas, y lo
que exigía la pena del pecado: pues que la condición de la servidumbre
fué con razón impuesta al pecador; y por esto no encontramos en las
Escrituras la palabra _sirvió_ hasta que el justo Noé la arrojó como
un castigo sobre su hijo culpable. De lo que se sigue que este nombre
vino de la culpa, no de la naturaleza.»
Este modo de mirar la esclavitud como hija del pecado, como un fruto de
la maldición de Dios, era de la mayor importancia; pues que, dejando
salva la dignidad de la naturaleza del hombre, atajaba de raíz todas
las preocupaciones de superioridad natural que en su desvanecimiento
pudieran atribuirse los libres. Quedaba también despejada la esclavitud
del valor que podía darle el ser mirada como un pensamiento político,
ó medio de gobierno; pues sólo se debía considerarla como una de
tantas plagas arrojadas sobre la humanidad por la cólera del Altísimo.
En tal caso, los esclavos tenían un motivo de resignación; pero la
arbitrariedad de los amos encontraba un freno, y la compasión de todos
los libres, un estímulo; pues que, habiendo nacido todos en culpa,
todos hubieran podido hallarse en igual estado; y, si se envanecían por
no haber caído en él, no tenían más razón que quien se gloriase, en
medio de una epidemia, de haberse conservado sano, y se creyese por eso
con derecho de insultar á los infelices enfermos. En una palabra, el
estado de la esclavitud era una plaga, y nada más; era como la peste,
la guerra, el hambre ú otras semejantes; y por esta causa era deber de
todos los hombres el procurar, por de pronto, aliviarla, y el trabajar
para abolirla.
Semejantes doctrinas no quedaban estériles; proclamadas á la faz
del mundo, resonaban vigorosamente por los cuatro ángulos del orbe
católico: y, á más de ser puestas en práctica como lo acabamos de ver
en ejemplos innumerables, eran conservadas, como una teoría preciosa
al través del caos de los tiempos. Habían pasado ocho siglos, y las
vemos reproducidas por otra de las lumbreras más resplandecientes de
la Iglesia católica: Santo Tomás de Aquino. (1 p, q. 96, art. 4.) En
la esclavitud no ve tampoco ese grande hombre, ni diferencia de razas,
ni la inferioridad imaginaria, ni medios de gobierno; no acierta á
explicársela de otro modo que considerándola como una plaga acarreada á
la humanidad por el pecado del primer hombre.
Tanta es la repugnancia con que ha sido mirada entre los cristianos la
esclavitud, tan falso es lo que asienta M. Guizot de que «á la sociedad
cristiana no la confundiese ni irritase ese estado». Por cierto que
no hubo aquella confusión é irritación ciegas, que, salvando todas
las barreras, y no reparando en lo que dicta la justicia y aconseja
la prudencia, se arrojan sin tino á borrar la marca de abatimiento é
ignominia; pero, si se habla de aquella confusión é irritación que
resultan de ver oprimido y ultrajado al hombre, que no están, empero,
reñidas con una santa resignación y longanimidad, y que, sin dar
treguas á la acción de un celo caritativo, no quieren, sin embargo,
precipitar los sucesos, antes los preparan maduramente para alcanzar
efecto más cumplido; si hablamos de esta santa confusión é irritación,
¿cabe mejor prueba de ella, que los hechos que he citado, que las
doctrinas que he recordado? ¿cabe protesta más elocuente contra la
duración de la esclavitud que la doctrina de los dos insignes doctores,
que, como acabamos de ver, la declaran un fruto de maldición, un
castigo de la prevaricación del humano linaje; que no la pueden
concebir sino poniéndola en la misma línea de las grandes plagas que
afligen á la humanidad?
Las profundas razones que mediaron para que la Iglesia recomendase á
los esclavos la obediencia, bastante las llevo evidenciadas, y no puede
haber nadie imparcial que se lo achaque á olvido de los derechos del
hombre. Ni se crea por eso que faltase en la sociedad cristiana la
firmeza necesaria para decir la verdad toda entera, con tal que fuera
verdad saludable. Tenemos de ello una prueba en lo que sucedió con
respecto al matrimonio de los esclavos: sabido es que no era reputado
como tal, y que ni aun podían contraerle sin el consentimiento de sus
amos, so pena de considerarse como nulo. Había en esto una usurpación,
que luchaba abiertamente con la razón y la justicia: ¿qué hizo, pues,
la Iglesia? Rechazó sin rodeos tamaña usurpación. Oigamos, ó si no,
lo que decía el Papa Adriano I. «Según las palabras del Apóstol, así
como en Cristo Jesús no se ha de remover de los sacramentos de la
Iglesia ni al libre ni al esclavo, así tampoco entre los esclavos no
deben de ninguna manera prohibirse los matrimonios; y, si los hubieren
_contraído contradiciéndolo y repugnándolo los amos, de ninguna manera
se deben por eso disolver_.» (_De Coniu. serv._, l. 4., t. 9, c. 1.)
Esta disposición, que aseguraba la libertad de los esclavos en uno
de los puntos más importantes, no debe ser tenida como limitada á
determinadas circunstancias; era algo más, era una proclamación de
su libertad en esta materia, era que la Iglesia no quería consentir
que los hombres estuviesen al nivel de los brutos, viéndose forzados
á obedecer al capricho ó al interés de otro hombre, sin consultar
siquiera los sentimientos del corazón. Así lo entendía Santo Tomás,
pues que sostiene abiertamente que, en punto á contraer matrimonio, _no
deben los esclavos obedecer á sus dueños_. (2.ª 2.^{ae}, q. 104, art.
5.)
En el rápido bosquejo que acabo de trazar, he cumplido, según creo,
con lo que al principio insinué: de que no adelantaría una proposición
que no la apoyara en irrecusables documentos, sin dejarme extraviar
por el entusiasmo á favor del Catolicismo, hasta atribuirle lo que
no le pertenezca. Velozmente, á la verdad, hemos atravesado el caos
de los siglos: pero se nos han presentando, en diversísimos tiempos
y lugares, pruebas convincentes de que el Catolicismo es quien ha
abolido la esclavitud, á pesar de las ideas, de las costumbres, de los
intereses, de las leyes que formaban un reparo, al parecer invencible;
y todo sin injusticias, sin violencias, sin trastornos, y todo con la
más exquisita prudencia, con la más admirable templanza. Hemos visto
á la Iglesia católica desplegar contra la esclavitud un ataque tan
vasto, tan variado, tan eficaz, que, para quebrantarse la ominosa
cadena, no se ha necesitado siquiera un golpe violento; sino que,
expuesta á la acción de poderosísimos agentes, se ha ido aflojando,
deshaciendo, hasta caerse á pedazos. Primero se enseñan en alta voz
las verdaderas doctrinas sobre la dignidad del hombre, se marcan las
obligaciones de los amos y de los esclavos, se los declara iguales
ante Dios, reduciéndose á polvo las teorías degradantes que manchan
los escritos de los mayores filósofos de la antigüedad; luego se
empieza la aplicación de las doctrinas, procurando suavizar el trato
de los esclavos; se lucha con el derecho atroz de vida y muerte, se
les abren por asilo los templos, no se permite que á la salida sean
maltratados, y se trabaja por substituir á la vindicta privada la
acción de los tribunales; al propio tiempo se garantiza la libertad de
los manumitidos enlazándola con motivos religiosos, se defiende con
tesón y solicitud la de los ingenuos, se procura cegar las fuentes
de la esclavitud, ora desplegando vivísimo celo por la redención de
los cautivos, ora saliendo al paso á la codicia de los judíos, ora
abriendo expeditos senderos por donde los vendidos pudiesen recobrar
la libertad; se da en la Iglesia el ejemplo de la suavidad y del
desprendimiento, se facilita la emancipación admitiendo á los esclavos
á los monasterios y al estado eclesiástico, y por otros medios que iba
sugiriendo la caridad: y así, á pesar del hondo arraigo que tenía la
esclavitud en la sociedad antigua, á pesar del trastorno traído por la
irrupción de los bárbaros, á pesar de tantas guerras y calamidades de
todos géneros, con que se inutilizaba en gran parte el efecto de toda
acción reguladora y benéfica, se vió, no obstante, que la esclavitud,
esa lepra que afeaba á las civilizaciones antiguas, fué disminuyéndose
rápidamente en las naciones cristianas, hasta que al fin desapareció.
No se descubre, por cierto, un plan concebido y concertado por los
hombres; mas, por lo mismo que sin ese plan se nota tanta unidad de
tendencias, tanta identidad de miras, tanta semejanza en los medios,
hay una prueba evidente del espíritu civilizador y libertador entrañado
por el Catolicismo; y los verdaderos observadores se complacerán, sin
duda, en ver en el cuadro que acabo de presentar, cuál concuerdan
admirablemente en dirigirse al mismo blanco, los tiempos del imperio,
los de la irrupción de los bárbaros, y los de la época del feudalismo;
y, más que en aquella mezquina regularidad que distingue lo que es
obra exclusiva del hombre, se complacerán, repito, los verdaderos
observadores, en andar recogiendo los hechos desparramados en aparente
desorden, desde los bosques de la Germania hasta las campiñas de la
Bética, desde las orillas del Támesis hasta las márgenes del Tiber.
Estos hechos yo no los he fingido; anotadas van las épocas, citados
los concilios; al fin de este volumen encontrará el lector, originales
y por extenso, los textos que aquí he extractado y resumido, y allí
podrá cerciorarse plenamente de que no le he engañado. Que, si tal
hubiera sido mi intención, á buen seguro que no hubiera descendido al
terreno de los hechos: entonces habría divagado por las regiones de
las teorías; habría pronunciado palabras pomposas y seductoras; habría
echado mano de los medios más á propósito para encantar la fantasía
y excitar los sentimientos; me habría colocado en una de aquellas
posiciones, en que puede un escritor suponer á su talante cosas que
jamás han existido, y lucir, con harto escaso trabajo, las galas de la
imaginación y la fecundidad del ingenio. Me he impuesto una tarea algo
más penosa, quizás no tan brillante, pero ciertamente más fecunda.
Y ahora podremos preguntar á M. Guizot, cuáles han sido las _otras
causas_, las _otras ideas_, los _otros principios_ de _civilización_,
cuyo completo desarrollo, según nos dice, ha sido necesario _para que
triunfase al fin la razón, de la más vergonzosa de las iniquidades_.
Esas causas, esas ideas, esos principios de civilización que, según
él, ayudaron á la Iglesia en la abolición de la esclavitud, menester
era explicarlos, indicarlos cuando menos; que así el lector hubiera
podido evitarse el trabajo de buscarlos como quien adivina. Si no
brotaron del seno de la Iglesia, ¿dónde estaban? ¿Estaban en los
restos de la civilización antigua? Pero los restos de una civilización
destrozada, y casi aniquilada, ¿podrían hacer lo que no hizo ni
pensó hacer jamás esa misma civilización cuando se hallaba en todo
su vigor, pujanza y lozanía? ¿Estaban quizás en el individualismo de
los bárbaros, cuando este individualismo era inseparable compañero de
la violencia, y, por consiguiente, debía ser una fuente de opresión
y esclavitud? ¿Estaban quizás en el patronazgo militar, introducido,
según Guizot, por los mismos bárbaros, que puso los cimientos de esa
organización aristocrática, convertida más tarde en feudalismo? Pero,
¿qué tenía que ver ese patronazgo con la abolición de la esclavitud,
cuando era lo más á propósito para perpetuarla en los indígenas de
los países conquistados, y extenderla á una porción considerable
de los mismos conquistadores? ¿Dónde está, pues, una idea, una
costumbre, una institución que, sin ser hija del Cristianismo, haya
contribuído á la abolición de la esclavitud? Señálese la época de su
nacimiento, el tiempo de su desarrollo; muéstresenos que no tuvo su
origen en el Cristianismo, y entonces confesaremos que él no puede
pretender exclusivamente el honroso título de haber abolido estado
tan degradante; y no dejaremos por eso de aplaudir y ensalzar aquella
idea, costumbre ó institución que haya tomado una parte en la bella y
grandiosa empresa de libertar á la humanidad.
Y ahora, bien se puede preguntar á las Iglesias protestantes, á esas
hijas ingratas que, después de haberse separado del seno de su madre,
se empeñan en calumniarla y afearla: ¿dónde estabais vosotras cuando la
Iglesia católica iba ejecutando la inmensa obra de la abolición de la
esclavitud? ¿Cómo podréis achacarle que simpatiza con la servidumbre,
que trata de envilecer al hombre, de usurparle sus derechos? ¿Podréis
vosotras presentar un título, que así os merezca la gratitud del
linaje humano? ¿Qué parte podéis pretender en esa grande obra, que es
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 15