El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 31

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lo que no puede tolerarse, es que presente como un golpe maestro en
economía política «_el haber quitado los hospitales, donde el pueblo
bajo encontraba su subsistencia_.» ¡Qué! ¿Á tan poco alcanza vuestra
vista, tan desapiadada es vuestra filosofía, que creáis conducente para
el fomento de la industria y comercio la destrucción de los asilos del
infortunio?
Y es lo peor que, seducido Montesquieu por el prurito de hacer lo que
se llama observaciones nuevas y picantes, llega al extremo de negar la
utilidad de los hospitales, pretendiendo que en Roma ésta es la causa
de que viva en comodidad todo el mundo, excepto los que trabajan. Si
las naciones son pobres, no quiere hospitales; si son ricas, tampoco;
y para sostener esa paradoja inhumana se apoya en las razones que verá
el lector en las siguientes palabras. «Cuando la nación es pobre, dice,
la pobreza particular dimana de la miseria general; y no es más, por
decirlo así, que la misma miseria general. Todos los hospitales no
sirven entonces para remediar esa pobreza particular; _al contrario, el
espíritu de pereza que ellos inspiran aumenta la pobreza general, y,
por consiguiente, la particular_.» He aquí los hospitales presentados
como dañosos á las naciones pobres, y, por tanto, condenados. Oigámosle
ahora por lo tocante á las ricas. «He dicho que las naciones ricas
necesitaban hospitales, porque en ellas está sujeta la fortuna á
mil accidentes; pero _échase de ver que socorros pasajeros valdrían
mucho más que establecimientos perpetuos_. El mal es _momentáneo_; de
consiguiente, es menester que _los socorros sean de una misma clase_, y
aplicables al accidente particular.» (_Espíritu de las leyes._ Lib. 23,
cap. 29.) Difícil es encontrar nada más vacío y más falso que lo que
se acaba de citar; de cierto que, si por semejante muestra se hubiese
de juzgar esa obra, cuyo mérito se ha exagerado tanto, merecería una
calificación aun más severa de la que le da M. Bonald cuando la llama
«_la más profunda de las obras superficiales_».
Afortunadamente para los pobres, y para el buen orden de la sociedad,
la Europa en general no ha adoptado esas máximas; y en este punto, como
en muchos otros, se han dejado aparte las preocupaciones contra el
Catolicismo, y se ha seguido con más ó menos modificaciones el sistema
que él había enseñado. En la misma Inglaterra existen en considerable
número los establecimientos de beneficencia, sin que se crea que para
aguijonear la diligencia del pobre sea menester exponerle al peligro
de perecer de hambre. Conviene, sin embargo, observar que ese sistema
de establecimientos públicos de beneficencia, generalizado en la
actualidad por toda Europa, no hubiera existido sin el Catolicismo; y
puede asegurarse que, si el cisma religioso protestante hubiese tenido
lugar antes de que se plantease y organizase el indicado sistema, no
disfrutaría actualmente la sociedad europea de unos establecimientos
que tanto le honran, y que, además, son un precioso elemento de buena
policía y de tranquilidad pública.
No es lo mismo fundar y sostener un establecimiento de esta clase,
cuando ya existen muchos otros del mismo género, cuando los gobiernos
tienen á la mano inmensos recursos, y disponen de la fuerza necesaria
para proteger todos los intereses, que plantear un gran número de ellos
cuando no hay tipos á que referirse, cuando se han de improvisar los
recursos de mil maneras diferentes, cuando el poder público no tiene
ni prestigio ni fuerza para mantener á raya las pasiones violentas
que se esfuerzan en apoderarse de todo lo que les ofrece algún cebo.
Lo primero se ha hecho en los tiempos modernos desde la existencia
del Protestantismo; lo segundo lo había hecho siglos antes la Iglesia
católica.
Y nótese bien que lo que se ha realizado en los países protestantes
á favor de la beneficencia, no ha sido más que actos administrativos
del gobierno, actos que necesariamente debía inspirarle la vista de
los buenos resultados que hasta entonces habían producido semejantes
establecimientos. Pero el Protestantismo en sí, y considerado como
Iglesia separada, nada ha hecho. Ni tampoco podía hacer, pues que allí
donde conserva algo de organización jerárquica, es un puro instrumento
del poder civil, y, por tanto, no puede obrar por inspiración propia.
Para acabar de esterilizarse en este punto, tiene, además del vicio de
su constitución, sus preocupaciones contra los institutos religiosos,
tanto de hombres como de mujeres; y así está privado de uno de los
poderosos medios que tiene el Catolicismo para llevar á cabo las obras
de caridad más arduas y penosas. Para los grandes actos de caridad es
necesario el desprendimiento de todas las cosas, y hasta de sí mismo; y
esto es lo que se encuentra eminentemente en las personas consagradas
á la beneficencia en un instituto religioso; allí se empieza por el
desprendimiento raíz de todos los demás: el de la propia voluntad.
La Iglesia católica, lejos de proceder en esta parte por inspiraciones
del poder civil, ha considerado como objeto propio el cuidar del
socorro de todas las necesidades; y los obispos han sido considerados
como los protectores y los inspectores natos de los establecimientos
de beneficencia. Y de aquí es que por derecho común los hospitales
estaban sujetos á los obispos, y en la legislación canónica ha
ocupado siempre un lugar muy principal el ramo de establecimientos de
beneficencia.
Es antiquísimo en la Iglesia legislar sobre esos establecimientos, y
así vemos que el concilio de Calcedonia, al prescribir que esté bajo la
autoridad del obispo de la ciudad el clérigo constituído _in ptochiis_,
esto es, según explicación de Zonaras, «en unos establecimientos
destinados al alimento y cuidado de los pobres, como son aquellos
donde se reciben y mantienen los pupilos, los viejos y enfermos», usa
la siguiente expresión: _según la tradición de los Santos Padres_;
indicando con esto que existían ya disposiciones antiguas de la Iglesia
sobre tales objetos, pues que ya entonces se apelaba á la tradición,
en tratándose de arreglar algún punto á ellos concerniente. Son
conocidas también de los eruditos las antiguas _Diaconías_, lugares de
beneficencia donde se recogían viudas pobres, huérfanos, viejos y otras
personas miserables.
Cuando con la irrupción de los bárbaros se introdujo por todas partes
el dominio de la fuerza, los bienes que habían adquirido, ó que en lo
sucesivo adquiriesen, los hospitales, estaban muy mal seguros, pues que
de suyo ofrecían un cebo muy estimulante. No faltó, empero, la Iglesia
á cubrirlos con su protección. La prohibición de apoderarse de ellos
se hacía de un modo muy severo, y los perpetradores de este atentado
eran castigados como _homicidas de pobres_. El concilio de Orleans,
celebrado en el año 549, prohibe en su canon 13 el apoderarse de los
bienes de hospitales; y en el canon 15, confirmando la fundación de un
hospital hecho en León por el rey Childeberto y la reina Ultragotha,
encargando la seguridad y la buena administración de sus bienes, impone
á los contraventores la pena de anatema como reos de _homicidio de
pobres_.
Ciertas disposiciones sobre los pobres, que son á un tiempo de
beneficencia y de policia, y adoptadas en la actualidad en varios
países, las encontramos en antiquísimos concilios; como el formar una
lista de los pobres de la parroquia, el obligar á ésta á mantenerlos, y
otras semejantes. Así, el concilio de Tours, celebrado por los años de
566 ó 567, ordena en su canon 5.º que cada ciudad mantenga sus pobres,
y que los sacerdotes rurales y sus feligreses alimenten los suyos, para
evitar que los mendigos anden vagabundos por las ciudades y provincias.
Por lo que toca á los leprosos, el canon 21 del concilio de Orleans,
poco ha citado, prescribe que los obispos cuiden particularmente de
los pobres leprosos de sus diócesis, suministrándoles del fondo de la
Iglesia alimento y vestido; y el concilio de León, celebrado en el
año 583, manda en su canon 6.º que los leprosos de cada ciudad y su
territorio sean mantenidos á expensas de la Iglesia, cuidando de esto
el obispo.
Teníase en la Iglesia una matrícula de los pobres, para distribuirles
una parte de los bienes, y estaba expresamente prohibido el recibir
nada de ellos por inscribirlos en la misma. En el concilio de Reims,
celebrado en el año 874, se prohibe en el 2.º de sus cinco artículos
el recibir nada de los pobres que se matriculaban, y esto so pena de
deposición.
La solicitud por la mejora de la suerte de los presos, que tanto se
ha desplegado en los tiempos modernos, es antiquísima en la Iglesia,
y es de notar que ya en el siglo sexto había en ellas un visitador
de cárceles. El arcediano, ó el prepósito de la iglesia, tenía la
obligación de visitar los presos todos los domingos. No se exceptuaba
de esta solicitud ninguna clase de criminales; y el arcediano debía
enterarse de sus necesidades y suministrarles el alimento y lo demás
que necesitasen, por medio de una persona recomendable elegida por el
obispo. Así consta del canon 20 del concilio de Orleans, celebrado en
el año 549.
Larga sería la tarea de enumerar ni aun una pequeña parte de las
disposiciones que atestiguan el celo desplegado por la Iglesia en el
consuelo y alivio de todos los desgraciados; ni esto fuera propio de
este lugar, dado que sólo me he propuesto comparar el espíritu del
Protestantismo con el del Catolicismo con respecto á las obras de
beneficencia. Pero, ya que el mismo desarrollo de la cuestión me ha
llevado como de la mano á algunas indicaciones históricas, no puedo
menos de recordar el capítulo 141 del concilio de Aix-la-Chapelle,
donde se ordena que los prelados, siguiendo los ejemplos de sus
predecesores, funden un hospital para recibir tantos pobres cuantos
alcancen á mantener las rentas de la iglesia. Los canónigos habían
de dar al hospital el diezmo de sus frutos, y uno de ellos debía
ser nombrado para recibir á los pobres extranjeros, y para la
administración del hospital. Esto en la regla para los canónigos. En la
regla para las canonesas dispone el mismo concilio que se establezca
un hospital cerca del monasterio, y que dentro del mismo haya un sitio
destinado para recibir á las mujeres pobres. De esta práctica resultó
que, muchos siglos después, se veían en varias partes hospitales junto
á la iglesia de los canónigos.
Llegando á tiempos más cercanos, son en muy crecido número los
institutos que se fundaron con objetos de beneficencia; siendo de
admirar la fecundidad con que brotaban por dondequiera los medios
de socorrer las necesidades que se iban ofreciendo. No es dado
calcular á punto fijo lo que hubiera sucedido sin la aparición del
Protestantismo; pero, discurriendo por analogía, se puede conjeturar
que, si el desarrollo de la civilización europea se hubiese llevado
á su complemento bajo el principio de la unidad religiosa, y sin
las revoluciones y reacciones incesantes en que se halló sumida la
Europa, merced á la pretendida reforma, no habría dejado de nacer del
seno de la religión católica algún sistema general de beneficencia
que, organizado con una grande escala y conforme á lo que han ido
exigiendo los nuevos progresos de la sociedad, quizás hubiera prevenido
ó remediado esa plaga del pauperismo, que es el cáncer de los
pueblos modernos. ¿Qué no podía esperarse de los esfuerzos de toda la
inteligencia y de todos los recursos de Europa, obrando de concierto
para lograr este objeto? Desgraciadamente se rompió la unidad de la
fe, se desconoció la autoridad que debía ser el centro en adelante,
como lo había sido hasta allí, y, desde entonces, la Europa, que
estaba destinada á ser en breve un pueblo de hermanos, se convirtió en
un campo de batalla donde se peleó con inaudito encarnizamiento. El
rencor, engendrado por la diferencia de religión, no permitió que se
aunasen los esfuerzos para salir al paso de las nuevas complicaciones
y necesidades que iban á brotar de la organización social y política
alcanzada por la Europa á costa de los trabajos de tantos siglos; en
lugar de esto, se aclimataron entre nosotros las disputas rencorosas,
la insurrección y la guerra.
Es menester no olvidar que con el cisma de los protestantes, no sólo se
ha impedido la reunión de todos los esfuerzos de Europa para alcanzar
el fin indicado, sino que se ha causado, además, otro mal muy grave,
cual es: que el Catolicismo no ha podido obrar de una manera regular,
aun en los países donde se ha conservado con predominio, ó principal,
ó exclusivo. Casi siempre ha tenido que mantenerse en actitud de
defensa, y así se ha visto precisado á gastar una gran parte de sus
recursos en procurarse medios de salvar su existencia propia. Resulta
de esto ser muy probable que el orden actual de cosas en Europa es del
todo diferente del que hubiera sido en la suposición contraria, y que
tal vez, en este último caso, no hubiera sido necesario fatigarse en
esfuerzos impotentes contra un mal que, según todas las apariencias, si
no se imaginan otros medios que los conocidos hasta aquí, es poco menos
que incurable.
Se me dirá que, en tal caso, la Iglesia hubiera conservado una
autoridad excesiva sobre todo el ramo de beneficencia, lo que habría
sido una limitación injusta de las facultades del poder civil; pero
esto es un error. Porque es falso que la Iglesia pretendiese nada
que no estuviese muy de acuerdo con lo que exige el mismo carácter de
protectora de todos los desgraciados, de que se halla tan dignamente
revestida. Verdad es que en ciertos siglos apenas se oye otra voz,
ni se ve otra acción que la suya, en todo lo tocante al ramo de
beneficencia; pero es menester observar que en aquellos siglos estaba
muy lejos el poder civil de poseer una administración ordenada y
vigorosa, con que pudiese auxiliar como corresponde á la Iglesia. Tanto
dista de haber mediado en esto ninguna ambición por parte de ella, que,
antes bien, llevada por su celo sin límites, había cargado sobre sus
hombros todo el cuidado, así de lo espiritual como de lo temporal, sin
reparar en ninguna clase de sacrificios y dispendios.
Tres siglos han pasado desde el funesto acontecimiento que lamentamos,
y la Europa, que durante este tiempo ha estado sujeta en buena parte
á la influencia del Protestantismo, no ha dado un solo paso más allá
de lo que estaba ya hecho antes de aquella época. No puedo creer que,
si estos tres siglos hubiesen corrido bajo la influencia exclusiva
del Catolicismo, no hubiese brotado de su seno alguna invención
caritativa, que hubiese elevado los sistemas de beneficencia á toda la
altura reclamada por la complicación de los nuevos intereses. Echando
una ojeada sobre los varios sistemas que fermentan en el espíritu de
los que se ocupan en esta cuestión gravísima, figura la _asociación_
bajo una ú otra forma. Cabalmente éste ha sido uno de los principales
favoritos del Catolicismo, el cual, así como proclama la _unidad_ en
la fe, así proclama la _unión_ en todo. Pero hay la diferencia de que
muchas de las asociaciones que se conciben y plantean, no son más que
_aglomeración_ de intereses, faltándoles la _unión_ de voluntades,
la _unidad_ de fin, circunstancias que no se encuentran sino por
medio de la caridad cristiana; y, no obstante, son necesarias estas
circunstancias para llevar á cabo las grandes obras de beneficencia, si
en ella se ha de encontrar algo más que una medida de administración
pública. Esta administración de poco sirve cuando no es vigorosa; y,
desgraciadamente, cuando alcanza este vigor, su acción se resiente un
poco de la dureza y tirantez de los resortes. Por esto se necesita
la caridad cristiana, que, filtrándose por todas partes á manera de
bálsamo, suavice lo que tenga de duro la acción del hombre.
¡Ay de los desgraciados que no reciben el socorro en sus necesidades,
sino por medio de la administración civil, sin intervención de la
caridad cristiana! En las relaciones que se darán al público, la
_filantropía_ exagerará los cuidados que prodiga al infortunio,
pero en la realidad las cosas pasarán de otra manera. El amor de
nuestros hermanos, si no está fundado en principios religiosos, es
tan abundante de palabras como escaso de obras. La vista del pobre,
del enfermo, del anciano desvalido, es demasiado desagradable para
que podamos soportarla por mucho tiempo, cuando no nos obligan á
ello muy poderosos motivos. ¿Cuánto menos se puede esperar que los
cuidados penosos, humillantes, de todas horas, que reclama el socorro
de esos infelices, puedan ser sostenidos cual conviene por un vago
sentimiento de humanidad? No: donde falte la caridad cristiana, podrá
haber puntualidad, exactitud, todo lo que se quiera, por parte de los
asalariados para servir, si el establecimiento está sujeto á una buena
administración; pero faltará una cosa que con nada se suple, que no se
paga, _el amor_. Mas, se nos dirá, ¿no tenéis fe en la filantropía? No;
porque, como ha dicho Chateaubriand, la filantropía es la moneda falsa
de la caridad.
Muy razonable era, pues, que la Iglesia tuviese una intervención
directa en todos los ramos de beneficencia, pues que ella era quien
debía saber mejor que nadie el modo de hacer obrar la caridad
cristiana, aplicándola á todo linaje de necesidades y miserias. No
era esto satisfacer la ambición, sino dar pábulo al celo; no era
reclamar un privilegio, sino hacer valer un derecho. Por lo demás, si
os empeñareis en apellidar ambición este deseo, al menos no podréis
negarnos que es una ambición de nueva clase, una ambición muy digna de
gloria y prez, la de reclamar el privilegio de socorrer y consolar el
infortunio.[8]


CAPITULO XXXIV

La cuestión sobre la suavidad de costumbres, tratada en los capítulos
anteriores, me conduce naturalmente á otra, harto difícil ya de suyo,
y que, además, ha llegado á ser en extremo espinosa, á causa de las
muchas preocupaciones que la rodean. Hablo de la tolerancia en materias
religiosas. Para ciertos hombres la palabra Catolicismo es sinónima de
intolerancia; y es tal el embrollo de ideas en este punto, que es tarea
trabajosa el empeño de aclarárselas. Basta pronunciar el nombre de
intolerancia, para que el ánimo de algunas personas se sienta asaltado
de toda clase de ideas tétricas y horrorosas. La legislación, las
instituciones, los hombres de los tiempos pasados, todo es condenado
sin apelación, al menor asomo que se descubre de intolerancia. Las
causas que á esto contribuyen son varias; pero, si se quiere señalar la
principal, se podría repetir la profunda sentencia de Catón, cuando,
acusado, á la edad de 86 años, de no sé qué delitos de su vida, en
épocas muy anteriores, dijo: «Difícil es dar cuenta de la propia
conducta á hombres de otro siglo del en que uno ha vivido.»
Cosas hay sobre las que no es posible formar juicio acertado, sin
poseer no sólo el conocimiento, sino un sentimiento vivo de la época en
que se realizaron. ¿Y cuántos son los hombres capaces de llegar á este
punto? Pocos son los que consiguen poner su entendimiento á cubierto
del influjo de la atmósfera que los circunda; pero todavía son menos
los que lo alcanzan con respecto al corazón. Cabalmente el siglo en
que vivimos es el reverso de los siglos de la intolerancia, y he aquí
la primera dificultad que ocurre en la discusión de esta clase de
cuestiones.
El acaloramiento y la mala fe de algunos que las examinaron, han tenido
también no escasa parte en el extravío de la opinión. Nada existe en el
mundo que no pueda desacreditarse si no se mira más que por un lado;
porque las cosas, miradas así, son falsas, ó, en otros términos, no son
ellas mismas. Todo cuerpo tiene tres dimensiones: quien no atienda más
que á una, no se forma idea del cuerpo, sino de una cantidad que es muy
diferente de él. Tomad una institución cualquiera, la más justa, la
más útil que podáis imaginar; proponeos examinarla bajo el aspecto de
los males é inconvenientes que haya acarreado, cuidando de agrupar en
pocas páginas lo que en realidad está desparramado en muchos siglos.
Su historia resultará repugnante, negra, digna de execración. Dejad
que un amante de la democracia os pinte en breve cuadro, y con hechos
históricos, los males é inconvenientes de la monarquía, y los vicios y
los crímenes de los monarcas; ¿qué parece entonces la monarquía? Pero,
á un amante de ésta, dejadle que á su vez pueda retrataros también con
hechos históricos, la democracia y los demagogos; ¿qué resulta entonces
la democracia? Reunid en un cuadro los males acarreados por el mucho
adelanto de los pueblos; la civilización y la cultura os parecerán
detestables. Andando en busca de hechos en los fastos del espíritu
humano, se puede hacer de la historia de la ciencia, la historia de
la locura y hasta del crimen. Acumulando los accidentes funestos
ocasionados por los profesores del arte de curar, se puede presentar
esta profesión benéfica, como la carrera del homicidio. En una
palabra: todo se puede falsear procediendo de esta suerte. Dios mismo
se nos ofrecerá como un monstruo de crueldad y tiranía, si, haciendo
abstracción de su bondad, de su sabiduría, de su justicia, no atendemos
á otra cosa que á los males que presenciamos en un mundo creado por su
poder y sujeto á su providencia.
Apliquemos estos principios. Si, dejando aparte el espíritu de los
tiempos, de circunstancias particulares de un orden de cosas del todo
diferente, se nos hace la historia de la intolerancia religiosa de los
católicos, cuidando de que los rigores de Fernando é Isabel, de Felipe
II, de la reina María de Inglaterra, de Luis XIV, y todo lo acontecido
en el espacio de tres siglos, se vean reducidos en pocas páginas, y
con los colores tan recargados como posible sea; el lector que recibe
en pocos momentos la impresión de sucesos que se anduvieron realizando
en trescientos años, el lector que, viviendo en una sociedad donde las
cárceles se van convirtiendo en casas de recreo, y donde es vivamente
combatida la pena de muerte, ve delante de sus ojos tanto lóbrego
calabozo, aparatos de tormento, sambenitos y hogueras, siente latir
vivamente su corazón, llora sobre el infortunio de los desgraciados
que perecen, y se indigna contra los autores de lo que él apellida
horrendas atrocidades. Nada se le ha dicho al cándido lector de los
principios y de la conducta de los protestantes en la misma época,
nada se le ha recordado de la crueldad de Enrique VIII y de Isabel de
Inglaterra, y así todo su odio se concentra sobre los católicos, y
se acostumbra á mirar el Catolicismo como una religión de tiranía y
de sangre. Pero el juicio que de ahí se forme, ¿será recto? ¿será un
fallo dado con pleno conocimiento de causa? Veamos lo que haríamos al
encontrar un negro cuadro, tal como se ha indicado más arriba, sobre
la monarquía, sobre la democracia, sobre la civilización, sobre la
ciencia, sobre las profesiones más benéficas. Lo que haríamos, ó al
menos lo que ciertamente debiéramos hacer, sería extender más allá
nuestra vista, volver el objeto mirándole en sus diferentes caras,
atender á los bienes después de habernos hecho cargo de los males;
disminuir la impresión que éstos nos han causado y considerarlos
como fueron en sí, es decir, distribuídos á grandes distancias en
el curso de los siglos; en una palabra, procuraríamos ser justos
tomando en nuestras manos la balanza para pesar el bien y el mal,
para compararlos, como debe hacerse siempre que se trate de apreciar
debidamente las cosas en la historia de la humanidad. Lo propio se
habría de ejecutar en el caso en cuestión, para precaverse contra
el error á que conducen las falsas relaciones, y la exageración de
ciertos hombres, cuyo objeto evidente ha sido falsear los hechos, no
presentándolos sino por un lado. Ahora no existe la Inquisición y por
cierto que no hay probabilidades de que se restablezca; no existen
tampoco las leyes severas que sobre este particular regían en otros
tiempos: ó están abrogadas, ó han caído en desuso; y así nadie puede
tener un interés en que se las mire desde un punto de vista falso.
Concíbese que para algunos existiese ese interés, mientras se trató de
hacerles la guerra con la mira de destruirlas; pero, una vez logrado el
objeto, la Inquisición y esas leyes son un hecho histórico que conviene
examinar con detenimiento é imparcialidad.
Aquí hay dos cuestiones: la del principio, y la de su aplicación; ó
bien, de la intolerancia, y del modo de ejercerla. Es menester no
confundir estas dos cosas, que, por más enlazadas que se hallen, son,
sin embargo, muy diferentes. Empezaré por examinar la primera.
En la actualidad se proclama como un principio la tolerancia universal,
y se condena sin restricción todo linaje de intolerancia. ¿Quién cuida
de examinar el verdadero sentido de esas palabras? ¿Quién analiza á
la luz de la razón las ideas que encierran? ¿Quién, para aclararlas,
echa mano de la historia y de la experiencia? Muy pocos. Se pronuncian
maquinalmente, se emplean á cada paso para establecer proposiciones
de la mayor transcendencia, sin recelo siquiera de que en ellas se
envuelva un orden de ideas, de cuya buena ó mala inteligencia y
aplicación está pendiente la sociedad. Pocos se paran en que hay aquí
cuestiones de derecho tan profundas como delicadas, que hay una gran
parte de la historia en que, según como se resuelvan los problemas
sobre la tolerancia, se condena todo lo pasado, se derriba todo lo
presente, y no se deja, para edificar en el porvenir, más que un
movedizo cimiento de arena. Por cierto que lo más cómodo en semejantes
casos, es recibir y emplear las palabras tales como circulan, de la
misma suerte que se toma y da una moneda corriente, sin pararse en
examinar si es ó no es de buena ley. Pero lo más cómodo no es siempre
lo más útil; y así como, en tratándose de monedas de algún valor, nos
tomamos la molestia de examinarlas para evitar el engaño, es menester
observar la misma conducta con respecto á palabras cuyo significado sea
muy transcendental.
_Tolerancia_: ¿que significa esa palabra? Propiamente hablando,
significa el sufrimiento de una cosa que se conceptúa mala, pero que
se cree conveniente dejarla sin castigo. Así se toleran cierta clase
de escándalos, se toleran las mujeres públicas, se toleran estos ó
aquellos abusos; de manera que la idea de tolerancia anda siempre
acompañada de la idea del mal. Tolerar lo bueno, tolerar la virtud,
serían expresiones monstruosas. Cuando la tolerancia es en el orden de
las ideas, supone también un mal del entendimiento: el error. Nadie
dirá jamás que _tolera la verdad_.
En contra de esto último puede hacerse una observación, fundada en
el uso generalmente introducido de decir: _tolerar las opiniones_;
y opinión es muy diferente de error. Á primera vista, la dificultad
parece no tener solución; pero, bien mirada la cosa, es muy difícil
encontrársela. Cuando decimos que toleramos una opinión, hablamos
siempre de opinión contraria á la nuestra. En este caso, la opinión
ajena es en nuestro juicio un error; pues que no es posible que
tengamos una opinión sobre un punto, es decir, que pensemos que una
cosa es ó no es, ó es de esta manera ó de la otra, sin que al propio
tiempo juzguemos que los que no piensan como nosotros, yerran. Si
nuestra opinión no pasa de tal, es decir, si el juicio, bien que
afianzado en razones que nos parecen buenas, no ha llegado á una
completa seguridad, entonces nuestro juicio sobre el error de los
otros será también una mera opinión; pero, si llega la convicción á
tal punto, que se afirme y consolide del todo, esto es, si llegamos á
la certeza, entonces estaremos también ciertos de que los que forman
un juicio opuesto, yerran. De donde se infiere que en la palabra
tolerancia referida á opiniones, se envuelve siempre la significación
de tolerancia de errores. Quien está por el _sí_, tiene por falso el
_no_; y quien está por el _no_, tiene por falso el _sí_. Esto no es más
que una simple aplicación de aquel famoso principio: _es imposible que
una cosa sea y no sea al mismo tiempo_.
Pero, entonces, se me dirá, ¿qué significamos cuando decimos _respetar
las opiniones_? ¿Se sobrentenderá también que respetamos errores? No.
El _respetar las opiniones_ puede tener dos sentidos muy razonables.
El primero se funda en la misma flaqueza de convicción de la persona
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