El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 13

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cuanto era posible á los hombres libres, era necesario no descuidar
la obra de la emancipación universal; pues que no bastaba mejorar
ese estado, sino que, además, convenía abolirle. La sola fuerza de
las doctrinas cristianas, y el espíritu de caridad que, al par con
ellas, se iba difundiendo por toda la tierra, atacaban tan vivamente
la esclavitud, que, tarde ó temprano, debían llevar á cabo su completa
abolición; porque es imposible que la sociedad permanezca por largo
tiempo en un orden de cosas que esté en oposición con las ideas de que
está imbuída. Según las doctrinas cristianas, todos los hombres tienen
un mismo origen y un mismo destino, todos son hermanos en Jesucristo,
todos están obligados á amarse de todo corazón, á socorrerse en
las necesidades, á no ofenderse ni siquiera de palabra; todos son
iguales ante Dios, pues que serán juzgados sin acepción de personas;
el Cristianismo se iba extendiendo, arraigando por todas partes,
apoderándose de todas las clases, de todos los ramos de la sociedad:
¿cómo era posible, pues, que continuase la esclavitud, ese estado
degradante en que el hombre es propiedad de otro, en que es vendido
como un bruto, en que se le priva de los dulcísimos lazos de familia,
en que no participa de ninguna de las ventajas de la sociedad? Cosas
tan contrapuestas, ¿podían vivir juntas?
Las leyes estaban en favor de la esclavitud, es verdad, y aun puede
añadirse más, y es que el Cristianismo no desplegó un ataque directo
contra esas leyes; pero, en cambio, ¿qué hizo? Procuró apoderarse de
las ideas y costumbres, les comunicó un nuevo impulso, les dió una
dirección diferente, y, en tal caso, ¿qué pueden las leyes? Se afloja
su rigor, se descuida su observancia, se empieza á sospechar de su
equidad, se disputa sobre su conveniencia, se notan sus malos efectos,
van caducando poco á poco, de manera que, á veces, ni es necesario
darles un golpe para destruirlas; se las arrumba por inútiles, ó, si
merecen pena de una abolición expresa, es por mera ceremonia: son como
un cadáver que se entierra con honor.
Mas no se infiera de lo que acabo de decir, que, por dar tanta
importancia á las ideas y costumbres cristianas, pretenda que se
abandonó el buen éxito á esa sola fuerza, sin que, al propio tiempo,
cuidara la Iglesia de tomar las medidas conducentes, demandadas por los
tiempos y circunstancias: nada de eso; antes, como llevo indicado ya,
la Iglesia echó mano de varios medios, los más á propósito para surtir
el efecto deseado.
Si se quería asegurar la obra de emancipación, era muy conveniente,
en primer lugar, poner á cubierto de todo ataque la libertad de los
manumitidos: libertad que, desgraciadamente, no dejaba de verse
combatida con frecuencia, y de correr graves peligros. De este triste
fenómeno no es difícil encontrar las causas en los restos de las ideas
y costumbres antiguas, en la codicia de los poderosos, en el sistema
de violencia generalizado con la irrupción de los bárbaros, y en la
pobreza, desvalimiento y completa falta de educación y moralidad,
en que debían de encontrarse los infelices que iban saliendo de la
esclavitud; porque es de suponer que muchos no conocerían todo el valor
de la libertad, que no siempre se portarían en el nuevo estado conforme
dicta la razón y exige la justicia, y que, entrando de nuevo en la
posesión de los derechos de hombre libre, no sabrían cumplir con sus
nuevas obligaciones. Pero, todos estos inconvenientes, inseparables de
la naturaleza de las cosas, no debían impedir la consumación de una
obra reclamada por la religión y la humanidad; era necesario resignarse
á sufrirlos, considerando que en la parte de culpa que caber pudiera
á los manumitidos, había muchos motivos de excusa, á causa de que
el estado de que acababan de salir, embargaba el desarrollo de las
facultades intelectuales y morales.
Poníase á cubierto de los ataques de la injusticia, y quedaba, en
cierto modo, revestida de una inviolabilidad sagrada la libertad de
los nuevos emancipados, si su emancipación se enlazaba con aquellos
objetos que á la sazón ejercían más poderoso ascendiente. Hallábase
en este caso la Iglesia, y cuanto era de su pertenencia; y por lo
mismo fué, sin duda, muy conducente que se introdujese la costumbre de
manumitir en los templos. Este acto, al paso que reemplazaba los usos
antiguos, y los hacía olvidar, venía á ser como una declaración tácita
de lo muy agradable que era á Dios la libertad de los hombres; una
proclamación práctica de su igualdad ante Dios, ya que allí mismo se
ejecutaba la manumisión, donde se leía con frecuencia que delante de
Dios no hay acepción de personas, en el mismo lugar donde desaparecían
todas las distinciones mundanas, donde quedaban confundidos todos los
hombres, unidos con suaves lazos de fraternidad y de amor. Verificada
de este modo la manumisión, la Iglesia tenía un derecho más expedito
para defender la libertad del manumitido; pues que, habiendo sido
ella testigo del acto, podía dar fe de su espontaneidad y demás
circunstancias para asegurar la validez; y aun podía también reclamar
su observancia, apoyándose en que faltar á ella era, en cierto modo,
una profanación del lugar sagrado, era no cumplir lo prometido delante
del mismo Dios.
No se olvidaba la Iglesia de aprovechar en favor de los manumitidos,
semejantes circunstancias; y así vemos que el primer concilio de
Orange, celebrado en 441, dispone en su canon 7 que es menester
reprimir con censuras eclesiásticas á los que quieren someter á algún
género de servidumbre á los esclavos á quienes se haya dado libertad
en la Iglesia; y un siglo después encontramos repetida la misma
prohibición en el canon 7 del 5.º concilio de Orleans, celebrado en el
año 549.
La protección dispensada por la Iglesia á los esclavos manumitidos
era tan manifiesta y conocida de todos, que se introdujo la costumbre
de recomendárselos muy particularmente. Hacíase esta recomendación á
veces en testamento, como nos lo indica el concilio de Orange poco ha
citado; ordenando que, por medio de las censuras eclesiásticas, se
impida que sean sometidos á género alguno de servidumbre los esclavos
manumitidos, recomendados en testamento á la Iglesia. No siempre se
hacía por testamento esa recomendación, según se infiere del canon 6
del concilio de Toledo, celebrado en 589, donde se dispone que, cuando
sean recomendados á la Iglesia algunos manumitidos, no se los prive
ni á ellos ni á sus hijos de la protección de la misma. Aquí se habla
en general, sin limitarse al caso de mediar testamento. Lo mismo
puede verse en otro concilio de Toledo, celebrado en el año 633, donde
se dice que la Iglesia recibirá únicamente bajo su protección á los
libertos de los particulares que se los hayan recomendado.
Aun cuando la manumisión no se hubiese hecho en el templo, ni hubiese
mediado recomendación particular, no obstante, la Iglesia no dejaba de
tomar parte en la defensa de los manumitidos, en viendo que peligraba
su libertad. Quien estime en algo la dignidad del hombre, quien abrigue
en su pecho algún sentimiento de humanidad, seguramente no llevará á
mal que la Iglesia se entrometiese en esa clase de negocios, aunque
no consideráramos otros títulos que los que da al hombre generoso la
protección del desvalido; no le desagradará el encontrar mandado en el
canon 29 del concilio de Agde en Languedoc, celebrado en 506, que la
Iglesia, en caso necesario, tome la defensa de aquellos á quienes sus
amos han dado legítimamente libertad.
En la grande obra de la abolición de la esclavitud, ha tenido no
escasa parte el celo que en todos tiempos y lugares ha desplegado la
Iglesia por la redención de los cautivos. Sabido es que una porción
considerable de esclavos debía esta suerte á los reveses de la guerra.
Á los antiguos les hubiera parecido fabulosa la índole suave de las
guerras modernas; ¡ay de los vencidos! podíase exclamar con toda
verdad; no había medio entre la muerte y la esclavitud. Agravábase el
mal con una preocupación funesta que se había introducido contra la
redención de los cautivos; preocupación que tenía su apoyo en un rasgo
de asombroso heroísmo. Admirable es sin duda la fortaleza de Régulo;
erízanse los cabellos al leer las valientes pinceladas con que le
retrata Horacio (L. 3, od. 5); y el libro se cae de las manos al llegar
el terrible lance en que:
Fertur pudicae confugis osculum
Parvosque natos, ut capitis minor,
A se removisse, et virilem
Torvus humi possuisse vultum.
Pero, sobreponiéndonos á la profunda impresión que nos causa tanto
heroísmo, y al entusiasmo que excita en nuestro pecho todo cuanto
revela una grande alma, no podremos menos de confesar que aquella
virtud rayaba en feroz; y que en el terrible discurso que sale de los
labios de Régulo, hay una política cruel contra la que se levantarían
vigorosamente los sentimientos de humanidad, si no estuviera embargada
y como aterrada nuestra alma, á la vista del sublime desprendimiento
del hombre que habla.
El Cristianismo no podía avenirse con semejantes doctrinas: no quiso
que se sostuviese la máxima de que, para hacer á los hombres valientes
en la guerra, era necesario dejarlos sin esperanza; y los admirables
rasgos de valor, las asombrosas escenas de inalterable fortaleza y
constancia, que esmaltan por doquiera las páginas de la historia de
las naciones modernas, son un elocuente testimonio del acierto de la
religión cristiana, al proclamar que la suavidad de costumbres no
estaba reñida con el heroísmo. Los antiguos rayaban siempre en uno de
dos extremos: la molicie ó la ferocidad; entre estos extremos hay un
medio, y este medio lo ha enseñado la religión cristiana.
Consecuente, pues, el Cristianismo en sus principios de fraternidad
y de amor, tuvo por uno de los objetos más dignos de su caritativo
celo el rescate de los cautivos; y ora miremos los hermosos rasgos de
acciones particulares que nos ha conservado la historia, ora atendamos
al espíritu que ha dirigido la conducta de la Iglesia, encontraremos
un nuevo y bellísimo título para granjear á la religión cristiana la
gratitud de la humanidad.
Un célebre escritor moderno, M. de Chateaubriand, nos ha presentado en
los bosques de los francos á un sacerdote cristiano esclavo, y esclavo
voluntario, por haberse entregado él mismo á la esclavitud en rescate
de un soldado cristiano que gemía en el cautiverio, y que había dejado
su esposa en el desconsuelo, y á tres hijos en la orfandad y en la
pobreza. El sublime espectáculo que nos ofrece Zacarías, sufriendo
con serena calma la esclavitud por el amor de Jesucristo y de aquel
infeliz á quien había libertado, no es una mera ficción del poeta; en
los primeros siglos de la Iglesia viéronse en abundancia semejantes
ejemplos, y el que haya llorado al ver el heroico desprendimiento y
la inefable caridad de Zacarías, puede estar seguro de que con sus
lágrimas ha pagado un tributo á la verdad. «Á muchos de los nuestros
hemos conocido, dice el Papa San Clemente, que se entregaron ellos
mismos al cautiverio para rescatar á otros.» (Carta 1 á los Corin., c.
55.)
Era la redención de los cautivos un objeto tan privilegiado, que estaba
prevenido por antiquísimos cánones que, si esta atención lo exigía, se
vendiesen las alhajas de las iglesias, hasta sus vasos sagrados: en
tratándose de los infelices cautivos, no tenía límites la caridad; el
celo saltaba todas las barreras, hasta llegar al caso de mandarse que,
por malparados que se hallasen los negocios de una iglesia, primero que
á su reparación, debía atenderse á la redención de los cautivos. (Cuas.
12, q. 2.) Al través de los trastornos que consigo trajo la irrupción
de los bárbaros, vemos que la Iglesia, siempre constante en su
propósito, no desmiente la generosa conducta con que había principiado.
No cayeron en olvido ni en desuso las disposiciones benéficas de los
antiguos cánones, y las generosas palabras del santo obispo de Milán en
favor de los cautivos, encontraron un eco, que nunca se interrumpió, á
pesar del caos de los tiempos. (V. S. Ambros., de off. L. 2, c. 15.)
Por el canon 5 del concilio de Macón, celebrado en 585, vemos que los
sacerdotes se ocupaban en el rescate de los cautivos, empleando para
ello los bienes eclesiásticos; el de Reims, celebrado en el año 625,
impone la pena de suspensión de sus funciones al obispo que deshaga
los vasos sagrados; añadiendo, empero, generosamente: «_por cualquier
otro motivo que no sea el de redimir cautivos_»; y mucho tiempo después
hallamos en el canon 12 del de Verneuil, celebrado en el año 844, que
los bienes de la Iglesia servían para la redención de cautivos.
Restituído á la libertad el cautivo, no le dejaba sin protección la
Iglesia, antes se la continuaba con solicitud, librándole cartas
de recomendación; seguramente con el doble objeto de guardarle de
nuevas tropelías en su viaje, y de que no le faltasen los medios para
repararse de los quebrantos sufridos en el cautiverio. De este nuevo
género de protección tenemos un testimonio en el canon 2 del concilio
de Lión, celebrado en 583, donde se dispone: que los obispos deben
poner en las cartas de recomendación que dan á los cautivos, la fecha,
y el precio del rescate.
De tal manera se desplegó en la Iglesia el celo por la redención de
los cautivos, que hasta se llegaron á cometer imprudencias, que se
vió en la necesidad de reprimirlas la autoridad eclesiástica. Pero
estos mismos excesos nos indican hasta qué punto llegaba el celo, pues
que por su impaciencia caía en extravíos. Sabemos por un concilio
celebrado en Irlanda, llamado de San Patricio, y que tuvo lugar por
los años de 451 ó 456, que algunos clérigos se ocupaban en procurar
la libertad de los cautivos haciéndoles huir; exceso que reprime
con mucha prudencia el concilio en su canon 32, disponiendo que el
eclesiástico que quiera redimir cautivos, lo haga con su dinero, pues
que el robarlos para hacerles huir, daba ocasión á que los clérigos
fuesen mirados como ladrones, y redundaba en deshonra de la Iglesia.
Documento notable, que, si bien nos manifiesta el espíritu de orden
y de equidad que dirige á la Iglesia, no deja, al propio tiempo, de
indicarnos cuán profundamente estaba grabado en los ánimos lo santo, lo
meritorio, lo generoso que era el dar libertad á los cautivos, pues que
algunos llegaban al exceso de persuadirse de que la bondad de la obra
autorizaba la violencia.
Es también muy loable el desprendimiento de la Iglesia en este punto:
una vez invertidos sus bienes en la redención de un cautivo, no quería
que se la recompensase en nada, aun cuando alcanzasen á hacerlo las
facultades del redimido. De esto tenemos un claro testimonio en las
cartas del Papa San Gregorio, donde vemos que, estando recelosas
algunas personas, libradas del cautiverio con la plata de la Iglesia,
de si con el tiempo podría venir caso en que se les pidiera la cantidad
expendida, les asegura el Papa que no, y manda que nadie se atreva á
molestarles ni á ellos ni á sus herederos, en ningún tiempo, atendido
que los sagrados cánones permiten invertir los bienes eclesiásticos en
la redención de los cautivos. (L. 7, ep. 14.)
Este celo de la Iglesia por tan santa obra debió de contribuir
sobremanera á disminuir el número de los esclavos; y fué mucho más
saludable su influencia por haberse desplegado cabalmente en las épocas
de más necesidad; es decir, cuando, por la disolución del imperio
romano, por la irrupción de los bárbaros, por la fluctuación de los
pueblos, que fué el estado de Europa durante muchos siglos, y por la
ferocidad de las naciones invasoras, eran tan frecuentes las guerras,
y tan repetidos los trastornos, y tan familiar se había hecho por
doquiera el reinado de la fuerza. Á no haber mediado la acción benéfica
y libertadora del Cristianismo, lejos de disminuirse el inmenso número
de los esclavos legado por la sociedad vieja á la sociedad nueva, se
habría acrecentado más y más: porque dondequiera que prevalece el
derecho brutal de la fuerza, si no le sale al paso para contenerla y
suavizarla algún poderoso elemento, el humano linaje camina rápidamente
al envilecimiento, resultando, por necesidad, el que la esclavitud gane
terreno.
Ese lamentable estado de fluctuación y de violencia, era de suyo muy
á propósito para inutilizar los esfuerzos que hacía la Iglesia en la
abolición de la esclavitud; y no le costaba escaso trabajo el impedir
que se malograse por una parte lo que ella procuraba remediar por
otra. La falta de un poder central, la complicación de las relaciones
sociales, pocas bien deslindadas, muchas violentas, y todas sin prenda
de estabilidad, hacía que estuviesen mal seguras las propiedades y
las personas, y que, así como eran invadidas aquéllas, fueran éstas
privadas de su libertad. Por manera que era menester evitar que hiciese
ahora la violencia de los particulares, lo que antes hacían las
costumbres y la legislación. Así vemos que en el canon 3 del concilio
de Lión, celebrado por los años de 566, se excomulga á los que retienen
injustamente en la esclavitud á personas libres; en el canon 17 del de
Reims, celebrado en el año 625, se prohibe bajo pena de excomunión el
perseguir á personas libres para reducirlas á esclavitud; en el canon
27 del de Londres, celebrado en el año 1102, se prohibe la bárbara
costumbre de hacer comercio de hombres cual si fueran brutos animales;
y en el capítulo 7 del concilio de Coblenza, celebrado en el año 922,
se declara reo de homicidio al que seduce á un cristiano para venderlo.
Declaración notable, en que la libertad es tenida en tanto precio, que
se la equipara con la vida.
Otro de los medios de que se valió la Iglesia para ir aboliendo la
esclavitud, fué el dejar á los infelices que por su pobreza hubiesen
caído en ese estado, camino abierto para salir de él. Ya he notado más
arriba que la indigencia era una de las fuentes de la esclavitud; y
hemos visto el pasaje de Julio César, en que nos dice cuán general era
esto entre los galos. Sabido es también que, por el derecho antiguo,
el que había caído en la esclavitud, no podía recuperar su libertad
sino conforme á la voluntad de su amo; pues que, siendo el esclavo una
verdadera propiedad, nadie podía disponer de ella sin consentimiento
del dueño, y mucho menos el mismo esclavo. Este derecho era muy
corriente, supuestas las doctrinas paganas; pero el Cristianismo miraba
la cosa con otros ojos; y, si el esclavo era una propiedad, no dejaba
por esto de ser hombre. Así fué que la Iglesia no quiso seguir en este
punto las estrictas reglas de las otras propiedades; y, en mediando
alguna duda, ó en ofreciéndose alguna oportunidad, siempre se ponía
de parte del esclavo. Previas estas consideraciones, se comprenderá
todo el mérito de un nuevo derecho que introdujo la Iglesia, cual es,
que las personas libres que hubiesen sido vendidas ó empeñadas por
necesidad, tornasen á su estado primitivo, en devolviendo el precio que
hubiesen recibido.
Este derecho, que se halla expresamente consignado en un concilio de
Francia, celebrado por los años 616, según se cree en Boneuil, abría
anchurosa puerta para recobrar la libertad: pues que, á más de dejar
en el corazón del esclavo la esperanza, con la que podía discurrir y
practicar medios para obtener el rescate, hacía la libertad dependiente
de la voluntad de cualquiera, que, compadecido de la suerte de un
desgraciado, quisiera pagar ó adelantar la cantidad necesaria.
Recuérdese ahora lo que se ha notado sobre el ardiente celo despertado
en tantos corazones para esa clase de obras, y que los bienes de la
Iglesia se daban por muy bien empleados, siempre que podían acudir
al socorro de un infeliz, y se verá la influencia incalculable que
había de tener la disposición que se acaba de mentar; se verá que
esto equivalía á cegar uno de los más abundantes manantiales de la
esclavitud, y abrir á la libertad un anchuroso camino.


CAPITULO XVIII

No dejó también de contribuir á la abolición de la esclavitud la
conducta de la Iglesia con respecto á los judíos. Ese pueblo singular,
que lleva en su frente la marca de un proscripto, que anda disperso
entre todas las naciones, sin confundirse con ellas, como nadan enteras
en un líquido las porciones de una materia insoluble, procura mitigar
su infortunio acumulando tesoros, y parece que se venga del desdeñoso
aislamiento en que le dejan los otros pueblos, chupándoles la sangre
con crecidas usuras. En tiempos de grandes trastornos y calamidades,
que por necesidad debían de acarrear la miseria, podía campear á sus
anchuras el detestable vicio de una codicia desapiadada; y, recientes
como eran la dureza y crueldad de las antiguas leyes y costumbres sobre
la suerte de los deudores, no estimado aún en su justa medida todo el
valor de la libertad, no faltando ejemplos de algunos que la vendían
para salir de un apuro, era urgente evitar el riesgo y no consentir que
tomase sobrado incremento el poderío de las riquezas de los judíos, en
perjuicio de la libertad de los cristianos.
Que no era imaginario el peligro, demuéstralo el mal nombre que desde
muy antiguo llevan los judíos en la materia; y lo confirman los hechos
que todavía se están presenciando en nuestros tiempos. El célebre
Herder, en su _Adrastea_, se atreve á pronosticar que los hijos de
Israel llegarán con el tiempo, á fuerza de su conducta sistemática
y calculada, á reducir á los cristianos á no ser más que esclavos
suyos: si, pues, en circunstancias infinitamente menos favorables á
los judíos, cabe que hombres distinguidos abriguen semejantes temores,
¿qué no debía recelarse de la codicia inexorable de los judíos en los
desgraciados tiempos á que nos referimos?
Por estas consideraciones, un observador imparcial, un observador
que no esté dominado del miserable prurito de salir abogando por una
secta cualquiera, con tal que pueda tener la complacencia de inculpar
á la Iglesia católica, aun cuando sea en contra de los intereses de
la humanidad; un observador que no pertenezca á la clase de aquellos
que no se alarmarían tanto de una irrupción de cafres como de una
disposición en que la potestad eclesiástica parezca extender algún
tanto el círculo de sus atribuciones; un observador que no sea tan
rencoroso, tan pequeño, tan miserable, verá, no con escándalo, sino con
mucho gusto, que la Iglesia seguía con prudente vigilancia los pasos de
los judíos, aprovechando las ocasiones que se ofrecían, para favorecer
á los esclavos cristianos, y llegando al fin á madurar el negocio
hasta prohibirles el tenerlos.
El tercer concilio de Orleans, celebrado en el año 538, en su canon
13 prohibe á los judíos el obligar á los esclavos cristianos á cosas
opuestas á la religión de Jesucristo. Esta disposición, que aseguraba
al esclavo la libertad en el santuario de su conciencia, le hacía
respetable á los ojos de su propio dueño, y era una proclamación
solemne de la dignidad del hombre, en que se declaraba que la
esclavitud no podía extender sus dominios á la sagrada región del
espíritu. Esto, sin embargo, no bastaba, sino que era conveniente
facilitar á los esclavos de los judíos el recobro de la libertad.
Sólo habían pasado tres años cuando se celebró el cuarto concilio
de Orleans, y es notable lo que se adelantó en éste con respecto al
anterior: pues que en su canon 30 permite rescatar á los esclavos
cristianos que huyan á la iglesia, con tal que se pague á los dueños
judíos el precio correspondiente. Si bien se mira, una disposición
semejante debía producir abundantes resultados en favor de la libertad,
dando asa á los esclavos cristianos para que huyesen á la iglesia,
é implorando desde allí la caridad de sus hermanos, lograsen más
fácilmente que se les socorriera con el precio del rescate.
El mismo concilio, en su canon 31, dispone que el judío que pervierta
á un esclavo cristiano, sea condenado á perder todos sus esclavos.
Nueva sanción á la seguridad de la conciencia del esclavo, nuevo camino
abierto por donde pudiera entrar la libertad.
Iba la Iglesia avanzando con aquella unidad de plan, con aquella
constancia admirable que han reconocido en ella sus mismos enemigos,
y en el breve espacio que media entre la época indicada y el último
tercio del mismo siglo, se deja notar el adelanto, pues se encuentra en
las disposiciones canónicas mayor empresa, y, si podemos expresarnos
así, mayor osadía. En el concilio de Macón, celebrado en el año 581
ó 582, en su canon 16 llega á prohibir expresamente á los judíos el
tener esclavos cristianos: y á los existentes permite rescatarlos,
pagando 12 sueldos. La misma prohibición encontramos en el canon 14
del concilio de Toledo, celebrado en el año 589; por manera que, á
esta época, manifestaba la Iglesia sin rebozo cuál era su voluntad: no
quería absolutamente que un cristiano fuese esclavo de un judío.
Constante en su propósito, atajaba el mal por todos los medios
posibles, limitando, si era menester, la facultad de vender los
esclavos, en ocurriendo peligro de que pudieran caer en manos de los
judíos. Así vemos que en el canon 9 del concilio de Châlons, celebrado
en el año 650, se prohibe el vender esclavos cristianos fuera del reino
de Clodoveo, con la mira de que no caigan en poder de los judíos.
No todos comprendían el espíritu de la Iglesia en este punto, ni
secundaban debidamente sus miras; pero ella no se cansaba de repetirlas
y de inculcarlas. Á mediados del siglo VII se nota que en España no
faltaban seglares y aun clérigos cristianos que vendieran sus esclavos
á los judíos; pero acude desde luego á reprimir este abuso el concilio
10 de Toledo, tenido en el año 656, prohibiendo en su canon 7 que
los cristianos, y principalmente los clérigos, vendan sus esclavos á
judíos; «porque, añade bellamente el concilio, no se puede ignorar que
estos esclavos fueron redimidos con la sangre de Jesucristo, por cuyo
motivo antes se los debe comprar que venderlos.»
Esa inefable dignación de un Dios hecho hombre, vertiendo la sangre
por la redención de todos los hombres, era el más poderoso motivo que
inducía á la Iglesia á interesarse con tanto celo en la manumisión
de los esclavos; y, en efecto, no se necesitaba más para concebir
aversión á desigualdad tan afrentosa, que pensar cómo aquellos mismos
hombres, abatidos hasta el nivel de los brutos, habían sido objeto
de las miradas bondadosas del Altísimo, lo mismo que sus dueños, lo
mismo que los monarcas más poderosos de la tierra. «Ya que nuestro
Redentor, decía el Papa San Gregorio, y Criador de todas las cosas,
se dignó propicio tomar carne humana, para que, roto con la gracia de
su divinidad el vínculo de la servidumbre que nos tenía en cautiverio,
nos restituyese á la libertad primitiva, es obra saludable el restituir
por la manumisión su nativa libertad á los hombres, pues que en
su principio á todos los crió libres la naturaleza, y sólo fueron
sometidos al yugo de la servidumbre por el derecho de gentes.» (Lib. 5,
ep. 12.)
Siempre juzgó la Iglesia muy necesario el limitar todo lo posible la
enajenación de sus bienes; y puede asegurarse que, en general, fué
regla de su conducta, en esta materia, confiar poco en la discreción
de ninguno de los ministros, tomados en particular. Obrando de esta
manera, se proponía evitar las dilapidaciones, que de otra suerte
hubieran sido frecuentes, estando esos bienes desparramados por todas
partes, y encontrándose á cargo de ministros escogidos de todas
las clases del pueblo, y expuestos á la diversidad de influencias
que consigo llevan las relaciones de parentesco, de amistad, y mil
y mil otras circunstancias, efecto de la variedad de índole, de
conocimientos, de prudencia, y aun de tiempos, climas y lugares: por
esto se mostró recelosa la Iglesia en punto á conceder la facultad
de enajenar; y, si venía el caso, sabía desplegar saludable rigor
contra los ministros que olvidasen sus deberes, dilapidando los bienes
que tenían encomendados. Á pesar de todo esto, ya hemos visto que
no reparaba en semejantes consideraciones cuando se trataba de la
redención de cautivos: y se puede también manifestar que, en lo tocante
á la propiedad que consistía en esclavos, miraba la cosa con otros
ojos, y trocaba su rigor en indulgencia.
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