El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 33

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que va difundiéndose por todas partes, y que no ha podido menos de
afectar la legislación criminal. Lo que es extraño es la severidad
que les queda á las leyes relativas á los crímenes políticos, cuando
tantos y tantos de los mismos legisladores, en las diferentes naciones
de Europa, sabían muy bien que ellos á su tiempo habían cometido el
mismo crimen. No serán pocos seguramente los que, al votarse una ley
penal, habrán opinado con indulgencia, porque presentían ó preveían que
aquella misma ley habría de pesar un día sobre sus propias cabezas.
La impunidad de los crímenes políticos traería consigo la subversión
del orden social, porque haría imposible todo gobierno. Pero, aun
dejando aparte ese mal gravísimo, que, como acabamos de ver, dimana
naturalmente de la doctrina que pretende dejar impune al criminal
cuando ha obrado á impulsos de su conciencia, nótase, por otra parte,
que no son únicamente los crímenes políticos los que vendrían á quedar
sin castigo, sino también los delitos comunes. Los atentados contra
la propiedad pertenecen á este género, y, sin embargo, es bien sabido
que no han faltado en otras épocas, y desgraciadamente no faltan en la
nuestra, muchos hombres que miran la propiedad como una usurpación,
como una injusticia. Los atentados contra la santidad del matrimonio
son también delitos comunes, y, no obstante, se han visto sectas que
le declaraban ilícito, y otras han opinado y opinan por la comunidad
de mujeres. Las santas leyes del pudor y el respeto á la inocencia
han sido también consideradas por algunas sectas como una injusta
limitación de la libertad del hombre, y su atropellamiento como una
obra meritoria. ¿Y qué? Aun cuando no se pudiese dudar del extravío de
ideas, del ciego fanatismo de esos hombres que han profesado semejantes
doctrinas, ¿quién se atrevería á negar la justicia del castigo que se
les impusiese, cuando á consecuencia de ellas perpetrasen un crimen, ó
cuando se empeñasen en difundir por la sociedad su funesta enseñanza?
Si injusto fuese el castigo que se impone cuando el criminal obra
conforme á su conciencia, libres serían de cometer todos los crímenes
que se les antojasen los ateos, los fatalistas, los partidarios de la
doctrina del interés privado, porque, destruyendo como destruyen la
base de toda moralidad, no obrarían jamás contra su conciencia, pues
que no tienen ninguna. Si hubiese de tener fuerza el argumento que se
ha querido hacer valer, ¿cuántas y cuántas veces podría echarse en
cara á los tribunales de nuestros tiempos, la injusticia que cometen
cuando aplican el castigo á esa clase de hombres? Entonces podríamos
decirles: «¿Con qué derecho castigáis á ese hombre que, no admitiendo
la existencia de Dios, no puede reconocerse culpable á sus ojos, y, por
tanto, ni á los vuestros? Vosotros habíais hecho la ley en cuya fuerza
le castigáis, pero esa ley ningún valor tenía en su conciencia, porque
vosotros sois sus iguales, y él no reconoce la existencia de ningún ser
superior que haya podido concederos el derecho de coartar la libertad.
¿Con qué justicia castigáis á ese otro que está convencido de que todas
sus acciones son efecto de causas necesarias, que el libre albedrío es
una quimera, y que, cuando se arroja á cometer la acción que vosotros
tacháis de criminal, no piensa ser más libre para dejar de obrar, que
el bruto al precipitarse sobre el alimento que tiene á la vista, ó
sobre otro bruto que le ha enfurecido? ¿Con qué justicia castigáis á
quien está persuadido de que la moral es una mentira, que no hay otra
que el interés privado, que el bien y el mal no son otra cosa que ese
mismo interés bien ó mal entendido? Si le hacéis sufrir una pena, será,
no porque sea culpable según su conciencia, sino porque ha errado un
cálculo, porque se ha equivocado en las probabilidades del resultado
que su acción le había de acarrear.» He aquí las consecuencias
necesarias, inevitables, de la doctrina que niega al poder público la
facultad de castigar los crímenes que se cometen á consecuencia de un
error de entendimiento.
Pero se dirá que el derecho de castigar se entiende con respecto á las
acciones, no á las doctrinas; que las primeras deben sujetarse á la
ley, las segundas deben campear con ilimitada libertad. Si se habla
de las doctrinas en cuanto están únicamente en el entendimiento sin
manifestarse en lo exterior, claro es que, no sólo no hay derecho,
pero ni siquiera posibilidad de castigarlas, porque sólo Dios puede
conocer los secretos del espíritu del hombre; pero, si se trata de las
doctrinas manifestadas, entonces es falso el principio, y acabamos de
demostrar que ni los mismos que le sostienen en teoría pueden atenerse
á él en la práctica. Por fin, se nos podrá replicar que, aun cuando la
doctrina que impugnamos conduce á grandes absurdos, sin embargo, no
deja de permanecer en pie la dificultad capital, que consiste en la
incompatibilidad de la justicia del castigo con la acción dictada ó
permitida por la conciencia de quien la comete. ¿Cómo se suelta esa
dificultad? ¿Cómo se salva tamaño inconveniente? ¿Podrá ser lícito en
ningún caso tratar como culpable á quien no lo es en el tribunal de su
propia conciencia?
Al parecer, los hombres de todas opiniones y religiones deben estar de
acuerdo en los puntos principales sobre que gira la presente cuestión;
y, sin embargo, no es así; y entre los católicos, de una parte, y los
incrédulos y protestantes, de otra, media una diferencia profunda.
Los primeros tienen por principio inconcuso que hay _errores de
entendimiento que son culpables_; los segundos piensan, al contrario,
que todos _los errores de entendimiento son inocentes_. Los católicos
miran como una de las primeras ofensas que puede el hombre hacer á
Dios, el error acerca de las importantes verdades religiosas y morales;
sus adversarios excusan esa clase de errores con la mayor indulgencia,
y no pueden conducirse de otro modo, so pena de ser inconsecuentes.
Los católicos admiten la posibilidad de la ignorancia invencible de
algunas verdades muy graves, pero esta posibilidad la limitan á ciertas
circunstancias, fuera de las cuales declaran al hombre culpable; pero
sus adversarios, ponderando de continuo la libertad del pensar, no
poniéndole más trabas que las que sean del gusto de cada individuo,
afirmando sin cesar que cada cual es libre de tener las opiniones que
más le agraden, han llegado á inspirar á todos sus partidarios la
convicción de que no hay opiniones culpables ni errores culpables,
que no tiene el hombre la obligación de escudriñar cuidadosamente el
fondo de su alma para examinar si hay algunas causas secretas que le
impelen á apartarse de la verdad; han llegado, por fin, á confundir
monstruosamente la libertad física del entendimiento con la libertad
moral; han desterrado del orden de las opiniones las ideas de _lícito_
ó _ilícito_; han dado á entender que estas ideas no tenían aplicación
cuando se trataba del pensamiento. Es decir, que en el orden de las
ideas han confundido el derecho con el hecho, han declarado inútiles é
incompetentes todas las leyes divinas y humanas. ¡Insensatos! ¡Cómo
si fuera posible que lo que hay más alto y más noble en la humana
naturaleza, no estuviera sujeto á ninguna regla; cómo si fuera posible
que lo que hace al hombre rey de la creación, no debiese concurrir á la
inefable harmonía de las partes del universo entre sí, y del todo con
Dios; cómo si esta harmonía pudiese ni subsistir ni concebirse siquiera
en el hombre, no declarando como la primera de sus obligaciones la de
mantenerse adherido á la verdad!
He aquí una razón profunda que justifica á la Iglesia católica, cuando
considera el pecado de herejía como uno de los mayores que el hombre
puede cometer. ¡Qué! Vosotros que os sonreís de lástima y desprecio al
sólo mentar el nombre de pecado de herejía; vosotros que le consideráis
como una invención sacerdotal para dominar las conciencias y escatimar
la libertad del pensamiento, ¿con qué derecho os arrogáis la facultad
de condenar las herejías que se oponen á vuestra ortodoxia? ¿Con qué
derecho condenáis esas sociedades donde se enseñan máximas atentatorias
á la propiedad, al orden público, á la existencia del poder? Si el
pensamiento es libre, si quien pretende coartarle en lo más mínimo
viola derechos sagrados, si la conciencia no debe estar sujeta á
ninguna traba, si es un absurdo, un contrasentido el pretender obligar
á obrar contra ella ó á desobedecer sus inspiraciones, ¿por qué no
dejáis hacer á esos hombres que quieren destruir todo el orden social
existente, á esas asociaciones subterráneas que de vez en cuando
envían algunos de sus miembros á disparar el plomo homicida contra el
pecho de los reyes? Sabed que si, para declarar injusta y cruel la
intolerancia que se ha tenido en ciertas épocas con vuestros errores,
invocáis vosotros vuestras convicciones, ellos también pueden invocar
las suyas. Vosotros decíais que las doctrinas de la Iglesia eran
invenciones humanas, ellos dicen que las doctrinas reinantes en la
sociedad son también invenciones humanas; vosotros decíais que el orden
social antiguo era un monopolio, ellos dicen que es un monopolio el
orden actual; vosotros decíais que los poderes antiguos eran tiránicos,
y ellos dicen que los poderes actuales tiránicos son; vosotros
decíais que queríais destruir lo existente para fundar instituciones
nuevas que harían la dicha de la humanidad, ellos dicen que quieren
derribar todo lo existente para plantear también otras instituciones
que labrarán la dicha del humano linaje; vosotros declarabais santa
la guerra que se hacía al poder antiguo, y ellos declaran santa
la guerra que se hace al poder actual; vosotros apelasteis á los
medios de que podíais disponer y los pretendisteis legitimados por
la necesidad, ellos declaran también legítimo el único medio que
tienen, que consiste en concertarse, en prepararse para el momento
oportuno, procurando acelerarle asesinando personas augustas. Habéis
pretendido hacer respetar todas vuestras opiniones hasta el ateísmo,
y habéis enseñado que nadie tenía el derecho de impediros el obrar
conforme á vuestros principios: pues bien, principios tienen también,
y principios horribles, los fanáticos de quienes estamos hablando;
convicciones tienen también, y convicciones horribles. ¿Qué prueba más
convincente de que existe entre ellos esa convicción espantosa, que
verlos, en medio de la alegría y de las fiestas públicas, deslizarse
pálidos y sombríos entre la alborozada muchedumbre, escoger el puesto
oportuno y aguardar imperturbables el momento fatal, para sumergir
en la desolación una augusta familia, y cubrir de luto una nación,
con la seguridad de atraer sobre la propia cabeza la execración
pública y acabar la vida en un cadalso? Pero, nos dirán nuestros
adversarios, estas convicciones no tienen escusa; bien la tendrían,
si tenerla hubieran podido las vuestras; con la diferencia de que
vosotros labrasteis vuestros funestos y ambiciosos sistemas en medio
de la comodidad y de los regalos, quizás en medio de la opulencia y á
la sombra del poder, y ellos se formaron sus abominables doctrinas,
en medio de la obscuridad, de la pobreza, de la miseria, de la
desesperación.
En verdad que la inconsecuencia de ciertos hombres es en extremo
chocante. El burlarse de todas las religiones, el negar la
espiritualidad é inmortalidad del alma, la existencia de Dios, el
derribar toda la moral y socavar sus más profundos cimientos, todo ha
sido para ellos una cosa muy excusable, y hasta, si se quiere, digna
de alabanza. Los escritores que desempeñaron tan funesta tarea, son
todavía dignos de apoteosis; es menester lanzar la Divinidad de los
templos para colocar en ellos los nombres y las imágenes de los jefes
de aquellas escuelas: debajo de las bóvedas de la magnífica basílica,
en los lugares destinados al reposo de las cenizas del cristiano
que espera la resurrección, es necesario levantar los sepulcros de
Voltaire y de Rousseau, para que las generaciones venideras desciendan
á recogerse algunos momentos en aquellas mansiones silenciosas y
sombrías, y á recibir las inspiraciones de aquellos genios. Entonces,
¿cómo es posible quejarse con razón de que se ataque la propiedad, la
familia, el orden social? La propiedad es sagrada, pero ¿es acaso más
sagrada que Dios? Por más transcendentales que quieran suponerse las
verdades relativas á la familia y á la sociedad, ¿son, por ventura,
de un orden superior á los eternos principios de la moral? ó, por
mejor decir, ¿son, acaso, otra cosa que la aplicación de esos eternos
principios?
Pero volvamos al hilo del discurso. Una vez sentado el principio de que
hay errores culpables, principio que, si no en la teoría, al menos en
la práctica todo el mundo debe admitir, pero principio que en teoría
sólo el Catolicismo sostiene cumplidamente, resulta bien clara la
razón de la justicia con que el poder humano castiga la propalación y
la enseñanza de ciertas doctrinas, y los actos que á consecuencia de
ellas se cometen, sin pararse en la convicción que pudiera abrigar el
delincuente. La ley conviene en que existió ó pudo existir ese error
de entendimiento; pero en tal caso declara culpable ese mismo error; y
cuando el hombre invoca el testimonio de la propia conciencia, la ley
le recuerda el deber que tenía de rectificarla. He aquí el fundamento
de la justicia de una legislación que parecía tan injusta; fundamento
que era necesario encontrar, si no se quería dejar una gran parte de
las leyes humanas con la mancha más negra; porque negra mancha fuera
la de arrogarse el derecho de castigar á quien no fuera verdaderamente
culpable: derecho absurdo, que tan lejos está de pertenecer á la
justicia humana, que no compete al mismo Dios. La misma justicia
infinita dejaría de ser lo que es, si pudiese castigar al inocente.
Podríase señalar quizás otro origen al derecho que tienen los gobiernos
de castigar la propagación de ciertas doctrinas, y las acciones que á
consecuencia de ellas se cometen, aun en el caso en que la convicción
de los criminales sea la más profunda. Podríase decir que los gobiernos
obran en nombre de la sociedad, la cual, como todo ser, tiene un
derecho á su propia defensa. Hay doctrinas que amenazan la existencia
misma de la sociedad, y, por tanto, ésta se halla en la necesidad y en
el derecho de combatir á sus autores. Por más plausible que parezca
una razón semejante, adolece, sin embargo, de un inconveniente muy
grave, y es que hace desaparecer de un golpe la idea de castigo y de
justicia. Quien se defiende, cuando hiere al invasor, no le castiga,
sino que le rechaza; y, si se mira la sociedad desde este punto de
vista, el criminal conducido al patíbulo no será un verdadero criminal:
no será más que un desgraciado que sucumbe en una lucha desigual en
que temerariamente se empeñó. La voz del juez que le condena no será
la augusta voz de la justicia; su fallo no representará otra cosa que
la acción de la sociedad, vengándose de quien ha osado atacarla. La
palabra _pena_ tiene entonces un sentido muy diferente: y la graduación
de ella sólo depende del cálculo, no de un principio de justicia. Es
menester no olvidarlo: en suponiéndose que la sociedad, por derecho de
defensa, impone castigo al que ella, por otra parte, considera como
del todo inocente, la sociedad no juzga, no castiga, sino que lucha.
Esto asienta muy bien, tratándose de sociedad con sociedad; pero, muy
mal, tratándose de sociedad con individuo. Parécenos entonces ver la
lucha desigual de un desmesurado gigante con un pequeñísimo pigmeo. El
gigante le toma en sus manos y le aplasta contra una roca.
Con la doctrina que acabo de exponer se ve con toda evidencia lo
que vale el tan ponderado principio de la tolerancia universal:
demostrado está que es tan impracticable en la región de los hechos
como insostenible en teoría; y, por tanto, vienen al suelo todas las
acusaciones que se han hecho al Catolicismo por su intolerancia. En
claro queda que la intolerancia es, en cierto modo, un derecho de todo
poder público; que así se ha reconocido siempre; que así se reconoce
ahora todavía; á pesar de que, generalmente hablando, se han elevado
á las regiones del poder los filósofos partidarios de la tolerancia.
Sin duda que los gobiernos han abusado mil veces de este principio;
sin duda que en su nombre se ha perseguido también á la verdad; pero,
¿de qué no abusan los hombres? Lo que debía hacerse, pues, en buena
filosofía, no era establecer proposiciones insostenibles, y además
altamente peligrosas; no era declamar hasta el fastidio contra los
hombres y las instituciones de los siglos que nos han precedido, sino
procurar la propagación de sentimientos suaves é indulgentes, y,
sobre todo, no combatir las altas verdades, sin las cuales no puede
sostenerse la sociedad, y cuya desaparición dejaría el mundo entregado
á la fuerza, y, por consiguiente, á la arbitrariedad y á la tiranía.
Se han atacado los dogmas, pero no se ha reflexionado bastante que con
ellos estaba ligada íntimamente la moral, y que esa moral misma es un
dogma. Con la proclamación de una libertad de pensar ilimitada, se ha
concedido al entendimiento la impecabilidad; el error ha dejado de
figurar entre las faltas de que puede el hombre hacerse culpable. Se ha
olvidado que para _querer_, es necesario _conocer_, y que para _querer
bien_, es indispensable _conocer bien_. Si se examinan la mayor parte
de los extravíos de nuestro corazón, se encontrará que tienen su origen
en un concepto errado; ¿cómo es posible, pues, que no sea para el
hombre un deber el preservar su entendimiento de error? Pero, desde que
se ha dicho que las opiniones importaban poco, que el hombre era libre
de escoger las que quisiese, sin ningún género de trabas, aun cuando
perteneciesen á la religión y á la moral, la verdad ha perdido de su
estimación y no disfruta á los ojos del hombre aquella alta importancia
que antes tenía por sí misma, por su valor intrínseco; y muchos son los
que no se creen obligados á ningún esfuerzo para alcanzarla. Lamentable
situación de los espíritus y que encierra uno de los más terribles
males que afligen á la sociedad.[9]


CAPITULO XXXVI

Hállome naturalmente conducido á decir cuatro palabras sobre la
intolerancia de algunos príncipes católicos, sobre la Inquisición,
y particularmente la de España; á examinar brevemente qué es lo que
puede echarse en cara al Catolicismo por la conducta que ha seguido en
los últimos siglos. Los calabozos y las hogueras de la Inquisición,
y la intolerancia de algunos príncipes católicos, ha sido uno de
los argumentos de que más se han servido los enemigos de la Iglesia
para desacreditarla, y hacerla objeto de animadversión y de odio. Y
menester es confesar que, en esta especie de ataque, tenían de su
parte muchas ventajas que les daban gran probabilidad de triunfo. En
efecto, y como ya llevo indicado más arriba, para el común de los
lectores que no cuidan de examinar á fondo las cosas, que se dejan
llevar candorosamente á donde quiera el sagaz autor, que abrigan un
corazón sensible y dispuesto á interesarse por el infortunio, ¿qué
medio más á propósito para excitar la indignación, que presentar á su
vista negros calabozos, caballetes, sambenitos y hogueras? En medio de
nuestra tolerancia, de nuestra suavidad de costumbres, de la benignidad
de los códigos criminales, ¿qué efecto no debe producir el resucitar de
golpe otros siglos con su rigor, con su dureza, y todo exagerado, todo
agrupado, presentando en un solo cuadro las desagradables escenas que
anduvieron ocurriendo en diferentes lugares, y en el espacio de largo
tiempo? Entonces, teniendo el arte de recordar que todo esto se hacía
en nombre de un Dios de paz y de amor, se ofrece más vivo el contraste,
la imaginación se exalta, el corazón se indigna; y resulta que el
clero, los magistrados, los reyes, los papas de aquellos tiempos son
considerados como una tropa de verdugos que se complacen en atormentar
y desolar á la humanidad. Los escritores que así han procedido, no
se han acreditado, por cierto, de muy concienzudos; porque es regla
que no deben perder nunca de vista ni el orador ni el escritor, que
no es legítimo el movimiento que excitan en el ánimo, si antes no le
convencen ó no le suponen convencido; y, además, es una especie de mala
fe el tratar únicamente con argumentos de sentimiento materias que, por
su misma naturaleza, sólo pueden examinarse cual conviene, mirándolas
á la luz de la fría razón. En tales casos no debe empezarse moviendo,
sino convenciendo: lo contrario es engañar al lector.
No es mi ánimo hacer aquí la historia de la Inquisición, ni del sistema
que en diferentes países se ha seguido en punto de intolerancia en
materias religiosas; esto me fuera imposible, atendidos los estrechos
límites á que me hallo circunscrito; y sería, además, inconducente
para el objeto de esta obra. De la Inquisición en general, de la de
España en particular, y de la legislación más ó menos intolerante
que ha regido en varios países, ¿puede resultar un cargo contra el
Catolicismo? Bajo este respecto, ¿puede sufrir un parangón con el
Protestantismo? Éstas son las cuestiones que yo debo examinar.
Tres cosas se presentan desde luego á la consideración del observador:
la legislación é instituciones de intolerancia; el uso que de ellas
se ha hecho, y, finalmente, los actos de intolerancia que se han
cometido fuera del orden de dichas leyes é instituciones. Por lo que
á esto último corresponde, diré, en primer lugar, que nada tiene que
ver con el objeto que nos ocupa. La matanza de San Bartolomé, y las
demás atrocidades que se hayan cometido en nombre de la religión, en
nada deben embarazar á los apologistas de la misma; porque la religion
no puede hacerse responsable de todo lo que se hace en su nombre, si
no se quiere proceder con la más evidente injusticia. El hombre tiene
un sentimiento tan fuerte y tan vivo de la excelencia de la virtud,
que aun los mayores crímenes procura disfrazarlos con su manto; ¿y
sería razonable el desterrar por esto la virtud de la tierra? Hay en
la historia de la humanidad épocas terribles en que se apodera de
las cabezas un vértigo funesto; el furor encendido por la discordia,
ciega los entendimientos y desnaturaliza los corazones; llámase bien
al mal, y mal al bien; y los más horrendos atentados se cometen
invocando nombres augustos. En encontrándose en semejantes épocas, el
historiador y el filósofo tienen señalada bien claramente la conducta
que han de seguir: veracidad rigurosa en la narración de los hechos,
pero guardarse de juzgar, por ellos, ni las ideas ni las instituciones
dominantes. Están entonces las sociedades como un hombre en un acceso
de delirio; y mal se juzgaría, ni de las ideas, ni de la índole, ni de
la conducta del delirante, por lo que dice y hace mientras se halla en
ese lamentable estado.
En tiempos tan calamitosos ¿qué bando puede gloriarse de no haber
cometido grandes crímenes? Ateniéndonos á la misma época que acabamos
de nombrar, ¿no vemos los caudillos de ambos partidos, asesinados de
una manera alevosa? El almirante Coligny muere á manos de los asesinos
que comienzan el degüello de los hugonotes, pero el duque de Guisa
había sido también asesinado por Poltrot delante de Orleans; Enrique
III muere asesinado por Jacobo Clement, pero éste es el mismo Enrique
que había hecho asesinar traidoramente al otro duque de Guisa en los
corredores de palacio, y al cardenal hermano del duque en la torre de
Moulins; y que, además, había tenido parte también en el degüello de
San Bartolomé. Entre los católicos se cometieron atrocidades; pero, ¿no
las cometieron también sus adversarios? Échese, pues, un velo sobre
esas catástrofes, sobre estos aflictivos monumentos de la miseria y
perversidad del corazón del hombre.
El tribunal de la Inquisición, considerado en sí, no es más que la
aplicación á un caso particular de la doctrina de intolerancia,
que, con más ó menos extensión, es la doctrina de todos los poderes
existentes. Así es que sólo nos resta examinar el carácter de esa
aplicación, y ver si con justicia se le pueden hacer los cargos que le
han hecho sus enemigos. En primer lugar, es necesario advertir que los
encomiadores de todo lo antiguo falsean lastimosamente la historia, si
pretenden que esa intolerancia soló se vió en los tiempos en que, según
ellos, la Iglesia había degenerado de su pureza. Yo lo que veo es que,
desde los siglos en que empezó la Iglesia á tener influencia pública,
comienza la herejía á figurar en los códigos como delito; y hasta ahora
no he podido encontrar una época de completa tolerancia.
Hay también que hacer otra observación importante, que indica una de
las causas del rigor desplegado en los siglos posteriores. Cabalmente
la Inquisición tuvo que empezar sus procedimientos contra herejes
maniqueos; es decir, contra los sectarios que en todos tiempos habían
sido tratados con más dureza. En el siglo XI, cuando no se aplicaba
todavía á los herejes la pena de fuego, eran exceptuados de la regla
general los maniqueos; y hasta en tiempo de los emperadores gentiles
eran tratados esos sectarios con mucho rigor; pues que Diocleciano y
Maximiano publicaron en el año 296 un edicto que condenaba á diferentes
penas á los maniqueos que no abjurasen sus dogmas, y á los jefes de
la secta á la pena de fuego. Esos sectarios han sido mirados siempre
como grandes criminales; su castigo se ha considerado necesario, no
sólo por lo que toca á la religión, sino también por lo relativo á
las costumbres, y al buen orden de la sociedad. Ésta fué una de las
causas del rigor que se introdujo en esta materia; y, añadiéndose al
carácter turbulento que presentaron las sectas que bajo varios nombres
aparecieron en los siglos XI, XII y XIII, se atinará en otro de los
motivos que produjeron escenas que á nosotros nos parecen inconcebibles.
Estudiando la historia de aquellos siglos, y fijando la atención sobre
las turbulencias y desastres que asolaron el mediodía de la Francia,
se ve con toda claridad que, no sólo se disputaba sobre este ó aquel
punto de dogma, sino que todo el orden social existente se hallaba en
peligro. Los sectarios de aquellos tiempos eran los precursores de los
del siglo XVI, mediando, empero, la diferencia de que estos últimos
eran en general menos democráticos, menos aficionados á dirigirse á
las masas, si se exceptúan los frenéticos anabaptistas. En la dureza
de costumbres de aquellos tiempos, cuando, á causa de largos siglos
de trastornos y violencias, la fuerza había llegado á obtener una
preponderancia excesiva, ¿qué podía esperarse de los poderes que se
veían amenazados de un peligro semejante? Claro es que las leyes y su
aplicación habían de resentirse del espíritu de la época.
En cuanto á la Inquisición de España, la cual no fué más que una
extensión de la misma que se había establecido en otras partes, es
necesario dividir su duración en tres grandes épocas, aun dejando
aparte el tiempo de su existencia en el reino de Aragón, anteriormente
á su importación en Castilla. La primera comprende el tiempo en que
se dirigió principalmente contra los judaizantes y los moros, desde
su instalación en tiempo de los Reyes Católicos hasta muy entrado el
reinado de Carlos V; la segunda abraza desde que comenzó á dirigir
todos sus esfuerzos para impedir la introducción del Protestantismo en
España, hasta que cesó este peligro, la que contiene desde mediados
del reinado de Carlos V hasta el advenimiento de los Borbones; y,
finalmente, la última encierra la temporada en que se ciñó á reprimir
vicios nefandos, y á cerrar el paso á la filosofía de Voltaire, hasta
su desaparición en el primer tercio del presente siglo. Claro es que,
siendo en dichas épocas una misma la institución, pero que se andaba
modificando según las circunstancias, no pueden deslindarse á punto
fijo, ni el principio de la una, ni el fin de la otra. Pero no deja,
por esto, de ser verdad que estas tres épocas existen en la historia de
la Inquisición, y que presentan caracteres muy diferentes.
Nadie ignora las circunstancias particulares en que fué establecida la
Inquisición en tiempo de los Reyes Católicos; pero bueno será hacer
notar que quien solicitó del Papa la bula para el establecimiento de
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