El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 35

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prisión, y continuando en ella largos años, uno de los hombres más
sabios de Europa, arzobispo de Toledo, honrado con la íntima confianza
de Felipe II y de la reina de Inglaterra, ligado en amistad con los
hombres más distinguidos de la época, y conocido en toda la cristiandad
por el brillante papel que había representado en el concilio de
Trento. Diez y siete años duró la causa, y á pesar de haber sido
avocada á Roma, donde no faltarían al arzobispo protectores poderosos,
todavía no pudo recabarse que en el fallo se declarase su inocencia.
Prescindiendo de lo que podía arrojar de sí una causa tan extensa y
complicada, y de los mayores ó menores motivos que pudieron dar las
palabras y los escritos de Carranza para hacer sospechar de su fe,
yo tengo por cierto que en su conciencia, delante de Dios, era del
todo inocente. Hay de esto una prueba que lo deja fuera de toda duda:
hela aquí. Habiendo caído enfermo al cabo de poco de fallada la causa,
se conoció luego que su enfermedad era mortal y se le administraron
los santos sacramentos. En el acto de recibir el Sagrado Viático,
en presencia de un numeroso concurso, declaró del modo más solemne
que jamás se había apartado de la fe de la Iglesia católica, que de
nada le remordía la conciencia de todo cuanto se le había acusado, y
confirmó su dicho poniendo por testigo á aquel mismo Dios que tenía
en su presencia, á quien iba á recibir bajo las sagradas especies,
y á cuyo tremendo tribunal debía en breve comparecer. Acto patético
que hizo derramar lágrimas á todos los circunstantes, que disipó de
un soplo las sospechas que contra él se habían podido concebir, y
aumentó las simpatías excitadas ya durante la larga temporada de su
angustioso infortunio. El Sumo Pontífice no dudó de la sinceridad de la
declaración, como lo indica el que se puso sobre su tumba un magnífico
epitafio, que por cierto no se hubiera permitido, á quedar alguna
sospecha de la verdad de sus palabras. Y de seguro que fuera temeridad
no dar fe á tan explícita declaración, salida de la boca de un hombre
como Carranza, y moribundo, y en presencia del mismo Jesucristo.
Pagado este tributo al saber, á las virtudes y al infortunio de
Carranza, resta ahora examinar si, por más pura que estuviese su
conciencia, puede decirse con razón que su causa no fué más que una
traidora intriga tramada por la enemistad y la envidia. Ya se deja
entender que no se trata aquí de examinar el inmenso proceso de aquella
causa; pero así como suele pasarse ligeramente sobre ella, echando
un borrón sobre Felipe II y sobre los adversarios de Carranza, séame
permitido también hacer algunas observaciones sobre la misma para
llevar las cosas á su verdadero punto de vista. En primer lugar, salta
á los ojos que es bien singular la duración tan extremada de una causa
destituída de todo fundamento, ó al menos que no hubiese tenido en
su favor algunas apariencias. Además, si la causa hubiese continuado
siempre en España, no fuera tan de extrañar su prolongación; pero no
fué así, sino que estuvo pendiente muchos años también en Roma. ¿Tan
ciegos eran los jueces ó tan malos, que, ó no viesen la calumnia, ó no
la desechasen, si esta calumnia era tan clara, tan evidente, como se ha
querido suponer?
Se puede responder á esto que las intrigas de Felipe II, empeñado en
perder al arzobispo, impedían que se aclarase la verdad, como lo prueba
la morosidad que hubo en remitir á Roma al ilustre preso, á pesar de
las reclamaciones del Papa, hasta verse, según dicen, obligado Pío V
á amenazar con la excomunión á Felipe II, si no se enviaba á Roma á
Carranza. No negaré que Felipe II haya tenido empeño en agravar la
situación del arzobispo, y deseos de que la causa diera un resultado
poco favorable al reo; sin embargo, para saber si la conducta del
rey era criminal ó no, falta averiguar si el motivo que le impelía
á obrar así, era de resentimiento personal, ó si en realidad era la
convicción, ó la sospecha, de que el arzobispo fuese luterano. Antes de
su desgracia era Carranza muy favorecido y honrado de Felipe: dióle de
ello abundantes pruebas con las comisiones que le confió en Inglaterra,
y, finalmente, nombrándole para la primera dignidad eclesiástica de
España; y así es que no podemos presumir que tanta benevolencia se
cambiase de repente en un odio personal, á no ser que la historia
nos suministre algún dato donde fundar esta conjetura. Este dato es
el que yo no encuentro en la historia, ni sé que hasta ahora se haya
encontrado. Siendo esto así, resulta que, si en efecto se declaró
Felipe II tan contrario del arzobispo, fué porque creía, ó al menos
sospechaba fuertemente, que Carranza era hereje. En tal caso pudo ser
Felipe II imprudente, temerario, todo lo que se quiera; pero nunca se
podrá decir que persiguiese por espíritu de venganza, ni por miras
personales.
También se han culpado otros hombres de aquella época, entre los
cuales figura el insigne Melchor Cano. Según parece, el mismo Carranza
desconfió de él; y aun llegó á estar muy quejoso por haber sabido
que Cano se había atrevido á decir que el arzobispo era tan hereje
como Lutero. Pero Salazar de Mendoza, refiriendo el hecho en la
_Vida de Carranza_, asegura que, sabedor Cano de esto, lo desmintió
abiertamente, afirmando que jamás había salido de su boca expresión
semejante. Y á la verdad, el ánimo se inclina fácilmente á dar crédito
á la negativa; hombres de un espíritu tan privilegiado como Melchor
Cano, llevan en su propia dignidad un preservativo demasiado poderoso
contra toda bajeza, para que sea permitido sospechar que descendiera al
infame papel de calumniador.
Yo no creo que las causas del infortunio de Carranza sea menester
buscarlas en rencores ni envidias particulares, sino que se las
encuentra en las circunstancias críticas de la época y en el mismo
natural de este hombre ilustre. Los gravísimos síntomas que se
observaban en España de que el luteranismo estaba haciendo prosélitos;
los esfuerzos de los protestantes para introducir en ella sus libros
y emisarios, y la experiencia de lo que estaba sucediendo en otros
países, y, en particular, en el fronterizo reino de Francia, tenía
tan alarmados los ánimos y los traía tan asustadizos y suspicaces,
que el menor indicio de error, sobre todo en personas constituídas en
dignidad, ó señaladas por su sabiduría, causaba inquietud y sobresalto.
Conocido es el ruidoso negocio de Arias Montano sobre la Poliglota de
Amberes, como y también los padecimientos del insigne fray Luis de León
y de otros hombres ilustres de aquellos tiempos. Para llevar las cosas
al extremo, mezclábase en esto la situación política de España con
respecto al extranjero; pues que, teniendo la monarquía española tantos
enemigos y rivales, temíase con fundamento que éstos se valdrían de
la herejía para introducir en nuestra patria la discordia religiosa,
y, por consiguiente, la guerra civil. Esto hacía naturalmente que
Felipe II se mostrase desconfiado y suspicaz, y que, combinándose en su
espíritu el odio á la herejía y el deseo de la propia conservación, se
manifestase severo é inexorable con todo lo que pudiese alterar en sus
dominios la pureza de la fe católica.
Por otra parte, menester es confesar que el natural de Carranza no era
el más á propósito para vivir en tiempos tan críticos sin dar algún
grave tropiezo. Al leer sus _Comentarios sobre el Catecismo_, conócese
que era hombre de entendimiento muy despejado, de erudición vasta, de
ciencia profunda, de un carácter severo y de un corazón generoso y
franco. Lo que piensa lo dice con pocos rodeos, sin pararse mucho en el
desagrado que en estas ó aquellas personas podían excitar sus palabras.
Donde cree descubrir un abuso, lo señala con el dedo y le condena
abiertamente, de suerte que no son pocos los puntos de semejanza que
tiene con su supuesto antagonista Melchor Cano. En el proceso se le
hicieron cargos, no sólo por lo que resultaba de sus escritos, sino
también por algunos sermones y conversaciones. No sé hasta qué punto
pudiera haberse excedido; pero desde luego no tengo reparo en afirmar
que quien escribía con el tono que él lo hace, debía expresarse de
palabra con mucha fuerza, y quizás con demasiada osadía.
Además, es necesario también añadir, en obsequio de la verdad, que en
sus _Comentarios sobre el Catecismo_, tratando de la justificación,
no se explica con aquella claridad y limpieza que era de desear, y
que reclamaban las calamitosas circunstancias de aquella época. Los
versados en estas materias saben cuán delicados son ciertos puntos,
que cabalmente eran entonces el objeto de los errores de Alemania; y
fácilmente se concibe cuánto debían de llamar la atención las palabras
de un hombre como Carranza, por poca ambigüedad que ofreciesen. Lo
cierto es que en Roma no salió absuelto de los cargos, que se le obligó
á abjurar una serie de proposiciones, de las cuales se le consideró
sospechoso, y que se le impusieron por ello algunas penitencias.
Carranza en el lecho de la muerte protestó de su inocencia, pero tuvo
el cuidado de declarar que no por esto tenía por injusta la sentencia
del Papa. Esto explica el enigma; pues no siempre la inocencia del
corazón anda acompañada de la prudencia en los labios.
Heme detenido algún tanto en esta causa célebre, porque se brinda
á consideraciones que hacen sentir el espíritu de aquella época;
consideraciones que sirven, además, para restablecer en su puesto la
verdad, y para que no se explique todo por la miserable clave de la
perversidad de de los hombres. Desgraciadamente hay una tendencia á
explicarlo todo así, y por cierto que no es escaso el fundamento que
muchas veces dan los hombres para ello; pero, mientras no haya una
evidente necesidad de hacerlo, deberíamos abstenernos de acriminar. El
cuadro de la historia de la humanidad es de suyo demasiado sombrío,
para que podamos tener gusto en obscurecerle, echándole nuevas manchas;
y es menester pensar que á veces acusamos de crimen lo que no fué más
que ignorancia. El hombre está inclinado al mal, pero no está menos
sujeto al error; y el error no siempre es culpable.
Yo creo que pueden darse las gracias á los protestantes del rigor y
de la suspicacia que desplegó en aquellos tiempos la Inquisición de
España. Los protestantes promovieron una revolución religiosa; y es una
ley constante que toda revolución, ó destruye el poder atacado, ó le
hace más severo y duro. Lo que antes se hubiera juzgado indiferente,
se considera como sospechoso, y lo que en otras circunstancias sólo se
hubiera tenido por una falta, es mirado entonces como un crimen. Se
está con un temor continuo de que la libertad se convierta en licencia;
y como las revoluciones destruyen, invocando la reforma, quien se
atreva á hablar de ella corre peligro de ser culpado de perturbador. La
misma prudencia en la conducta será tildada de precaución hipócrita;
un lenguaje franco y sincero, calificado de insolencia y de sugestión
peligrosa; la reserva lo será de mañosa reticencia; y hasta el mismo
silencio será tenido por significativo, por disimulo alarmante. En
nuestros tiempos hemos presenciado tantas cosas, que estamos en
excelente posición para comprender fácilmente todas las fases de la
historia de la humanidad.
Es un hecho indudable la reacción que produjo en España el
Protestantismo: sus errores y excesos hicieron que, así el poder
eclesiástico como el civil, concediesen en todo lo tocante á religión
mucha menor latitud de la que antes se permitía. La España se preservó
de las doctrinas protestantes, cuando todas las probabilidades
estaban indicando que al fin se nos llegarían á comunicar de un modo
ú otro: y claro es que este resultado no pudo obtenerse sin esfuerzos
extraordinarios. Era aquello una plaza sitiada, con un poderoso enemigo
á la vista, donde los jefes andan vigilantes de continuo, en guarda
contra los ataques de afuera y en vela contra las traiciones de adentro.
En confirmación de estas observaciones aduciré un ejemplo, que servirá
por muchos otros: quiero hablar de lo que sucedió con respecto á las
Biblias en lengua vulgar, pues que esto nos dará una idea de lo que
anduvo sucediendo en lo demás, por el mismo curso natural de las
cosas. Cabalmente tengo á la mano un testimonio tan respetable como
interesante: el mismo Carranza, de quien acabo de hablar. Oigamos
lo que dice en el prólogo que precede á sus _Comentarios sobre el
Catecismo Cristiano_. «Antes que las herejías de Lutero saliesen del
infierno á esta luz del mundo, no sé yo que estuviese vedada la Sagrada
Escritura en lenguas vulgares entre ningunas gentes. En España, había
Biblias trasladadas en vulgar por mandato de reyes católicos, en
tiempo que se consentían vivir entre cristianos los moros y judíos en
sus leyes. Después que los judíos fueron echados de España, hallaron
los jueces de la religión que algunos de los que se convirtieron á
nuestra santa fe, instruían á sus hijos en el judaísmo, enseñándoles
las ceremonias de la ley de Moisés, por aquellas Biblias vulgares; las
cuales ellos imprimieron después en Italia, en la ciudad de Ferrara.
Por esta causa tan justa se vedaron las Biblias vulgares en España;
pero siempre se tuvo miramiento á los colegios y monasterios, y á las
personas nobles que estaban fuera de sospecha, y se les daba licencia
que las tuviesen y leyesen.» Continúa Carranza haciendo en pocas
palabras la historia de estas prohibiciones en Alemania, Francia y
otras partes, y después prosigue: «En España, que estaba y está limpia
de la cizaña, por merced y gracia de Nuestro Señor, proveyeron en
vedar generalmente todas las traslaciones vulgares de la Escritura,
por quitar la ocasión á los extranjeros de tratar de sus diferencias
con personas simples y sin letras. _Y también porque tenían y tienen
experiencia de casos particulares y errores que comenzaban á nacer
en España, y hallaban que la raíz era haber leído algunas partes de
la Escritura sin las entender._ Esto que he dicho aquí es historia
verdadera de lo que ha pasado. Y por este fundamento se ha prohibido la
Biblia en lengua vulgar.»
Este curioso pasaje de Carranza nos explica en pocas palabras el
curso que anduvieron siguiendo las cosas. Primero no existe ninguna
prohibición, pero el abuso de los judíos la provoca; bien que
dejándose, como se ve por el mismo texto, alguna latitud. Vienen en
seguida los protestantes, perturban la Europa con sus Biblias, amenaza
el peligro de introducirse los nuevos errores en España, se descubre
que algunos extraviados lo han sido por mala inteligencia de algún
pasaje de la Biblia, lo que obliga á quitar esta arma á los extranjeros
que intentasen seducir á las personas sencillas, y así la prohibición
se hace general y rigurosa.
Volviendo á Felipe II, no conviene perder de vista que este monarca
fué uno de los más firmes defensores de la Iglesia católica, que fué
la personificación de la política de los siglos fieles en medio del
vértigo que á impulsos del Protestantismo se había apoderado de la
política europea. Á él se debió en gran parte que al través de tantos
trastornos pudiese la Iglesia contar con la poderosa protección de los
príncipes de la tierra. La época de Felipe II fué crítica y decisiva
en Europa; y, si bien es verdad que no fué afortunado en Flandes,
también lo es que su poder y su habilidad formaron un contrapeso á la
política protestante, á la que no permitió señorearse de Europa como
ella hubiera deseado. Aun cuando supusiéramos que entonces no se hizo
más que ganar tiempo, quebrantándose el primer ímpetu de la política
protestante, no fué poco beneficio para la religión católica, por
tantos lados combatida. ¿Qué hubiera sido de la Europa, si en España
se hubiese introducido el Protestantismo como en Francia, si los
hugonotes hubiesen podido contar con el apoyo de la Península? Y si el
poder de Felipe II no hubiese infundido respeto, ¿qué no hubiera podido
suceder en Italia? Los sectarios de Alemania ¿no hubieran alcanzado
á introducir allí sus doctrinas? Posible fuera, y en esto abrigo la
seguridad de obtener el asentimiento de todos los hombres que conocen
la historia; posible fuera que, si Felipe II hubiese abandonado su
tan acriminada política, la religión católica se hubiese encontrado,
al entrar en el siglo XVII, en la dura necesidad de vivir, no más que
como tolerada, en la generalidad de los reinos de Europa. Y lo que vale
esta tolerancia, cuando se trata de la Iglesia católica, nos lo dice
siglos ha la Inglaterra, nos lo dice en la actualidad la Prusia, y,
finalmente, la Rusia, de un modo todavía más doloroso.
Es menester mirar á Felipe II desde este punto de vista; y fuerza es
convenir que, considerado así, es un gran personaje histórico, de los
que han dejado un sello más profundo en la política de los siglos
siguientes, y que más influjo han tenido en señalar una dirección al
curso de los acontecimientos.
Aquellos españoles que anatematizan al fundador del Escorial, menester
es que hayan olvidado nuestra historia, ó que al menos la tengan en
poco. Vosotros arrojáis sobre la frente de Felipe II la mancha de
odioso tirano, sin reparar que, disputándole su gloria, ó trocándola en
ignominia, destruís de una plumada toda la nuestra, y hasta arrojáis
en el fango la diadema que orló las sienes de Fernando y de Isabel.
Si no podéis perdonar á Felipe II el que sostuviese la Inquisición,
si por esta sola causa no podéis legar á la posteridad su nombre sino
cargado de execraciones, haced lo mismo con el de su ilustre padre
Carlos V, y llegando á Isabel de Castilla escribid también en la lista
de los tiranos, de los azotes de la humanidad, el nombre que acataron
ambos mundos, el emblema de la gloria y pujanza de la monarquía
española. Todos participaron en el hecho que tanto levanta vuestra
indignación; no anatematicéis, pues, al uno, perdonando á los otros con
una indulgencia hipócrita; indulgencia que no empleáis por otra causa,
sino porque el sentimiento de nacionalidad que late en vuestros pechos
os obliga á ser parciales, inconsecuentes, para no veros precisados
á borrar de un golpe las glorias de España, á marchitar todos sus
laureles, á renegar de vuestra patria. Ya que desgraciadamente nada
nos queda sino grandes recuerdos, no los despreciemos; que estos
recuerdos en una nación son como en una familia caída los títulos de
su antigua nobleza: elevan el espíritu, fortifican en la adversidad,
y, alimentando en el corazón la esperanza, sirven á preparar un nuevo
porvenir.
El inmediato resultado de la introducción del Protestantismo en España
habría sido, como en los demás países, la guerra civil. Ésta nos
fuera á nosotros más fatal por hallarnos en circunstancias mucho más
críticas. La unidad de la monarquía española no hubiera podido resistir
á las turbulencias y sacudimientos de una disensión intestina; porque
sus partes eran tan heterogéneas, y estaban, por decirlo así, tan
mal pegadas, que el menor golpe hubiera deshecho la soldadura. Las
leyes y las costumbres de los reinos de Navarra y de Aragón eran muy
diferentes de las de Castilla; un vivo sentimiento de independencia,
nutrido por las frecuentes reuniones de sus Cortes, se abrigaba en
sus pueblos indómitos; y sin duda que hubieran aprovechado la primera
ocasión de sacudir un yugo que no les era lisonjero. Con esto, y las
facciones que hubieran desgarrado las entrañas de todas las provincias,
se habría fraccionado miserablemente la monarquía, cabalmente cuando
debía hacer frente á tan multiplicadas atenciones en Europa, en África
y en América. Los moros estaban aún á nuestra vista, los judíos no
se habían olvidado de España; y por cierto que unos y otros hubieran
aprovechado la coyuntura, para medrar de nuevo á favor de nuestras
discordias. Quizás estuvo pendiente de la política de Felipe II, no
sólo la tranquilidad, sino también la existencia de la monarquía
española. Ahora se le acusa de tirano; en el caso contrario, se le
hubiera acusado de incapaz é imbécil.
Una de las mayores injusticias de los enemigos de la religión, al
atacar á los que la han sostenido, es el suponerlos de mala fe; el
acusarlos de llevar en todo segundas intenciones, miras tortuosas é
interesadas. Cuando se habla, por ejemplo, del maquiavelismo de Felipe
II, se supone que la Inquisición, aun cuando en la apariencia tenía
un objeto puramente religioso, no era más en realidad que un dócil
instrumento político, puesto en las manos del astuto monarca. Nada más
especioso para los que piensan que estudiar la historia es ofrecer esas
observaciones picantes y maliciosas, pero nada más falso en presencia
de los hechos.
Viendo en la Inquisición un tribunal extraordinario, no han podido
concebir algunos cómo era posible su existencia sin suponer en el
monarca que le sostenía y fomentaba, razones de Estado muy profundas,
miras que alcanzaban mucho más allá de lo que se descubre en la
superficie de las cosas. No se ha querido ver que cada época tiene
su espíritu, su modo particular de mirar los objetos, y su sistema
de acción, sea para procurarse bienes, sea para evitarse males. En
aquellos tiempos, en que por todos los reinos de Europa se apelaba
al hierro y al fuego en las cuestiones religiosas, en que así los
protestantes como los católicos quemaban á sus adversarios, en que la
Inglaterra, la Francia, la Alemania estaban presenciando las escenas
más crueles, se encontraba tan natural, tan en el orden regular la
quema de un hereje, que en nada chocaba con las ideas comunes. Á
nosotros se nos erizan los cabellos á la sola idea de quemar á un
hombre vivo. Hallándonos en una sociedad donde el sentimiento religioso
se ha amortiguado en tal manera, y acostumbrados á vivir entre hombres
que tienen religión diferente de la nuestra, y á veces ninguna, no
alcanzamos á concebir que pasaba entonces como un suceso muy ordinario
el ser conducidos al patíbulo esta clase de hombres. Léanse, empero,
los escritores de aquellos tiempos; y se notará la inmensa diferencia
que va de nuestras costumbres á los suyas; se observará que nuestro
lenguaje templado y tolerante hubiera sido para ellos incomprensible.
¿Qué más? El mismo Carranza, que tanto sufrió de la Inquisición,
¿piensan quizás algunos cómo opinaba sobre estas materias? En su citada
obra, siempre que se ofrece la oportunidad de tocar este punto, emite
las mismas ideas de su tiempo, sin detenerse siquiera en probarlas,
dándolas como cosa fuera de duda. Cuando en Inglaterra se encontraba al
lado de la reina María, sin ningún reparo ponía también en planta sus
doctrinas sobre el rigor con que debían ser tratados los herejes; y á
buen seguro que lo hacía sin sospechar, en su intolerancia, que tanto
había de servir su nombre para atacar esa misma intolerancia.
Los reyes y los pueblos, los eclesiásticos y los seglares, todos
estaban acordes en este punto. ¿Qué se diría ahora de un rey que con
sus manos aproximase la leña para quemar á un hereje, que impusiese
la pena de horadar la lengua á los blasfemos con un hierro? Pues lo
primero se cuenta de San Fernando, y lo segundo lo hacía San Luis.
Aspavientos hacemos ahora, cuando vemos á Felipe II asistir á un auto
de fe; pero, si consideramos que la corte, los grandes, lo más escogido
de la sociedad, rodeaban en semejante caso al rey, veremos que, si esto
á nosotros nos parece horroroso, insoportable, no lo era para aquellos
hombres, que tenían ideas y sentimientos muy diferentes. No se diga que
la voluntad del monarca lo prescribía así, y que era fuerza obedecer;
no, no era la voluntad del monarca lo que obraba, era el espíritu de
la época. No hay monarca tan poderoso que pueda celebrar una ceremonia
semejante, si estuviere en contradicción con el espíritu de su tiempo;
no hay monarca tan insensible que no esté él propio afectado del siglo
en que reina. Suponed el más poderoso, el más absoluto de nuestros
tiempos: Napoleón en su apogeo, el actual emperador de Rusia, y ved si
alcanzar podría su voluntad á violentar hasta tal punto las costumbres
de su siglo.
Á los que afirman que la Inquisición era un instrumento de Felipe II,
se les puede salir al encuentro con una anécdota, que por cierto no
es muy á propósito para confirmarnos en esta opinión. No quiero dejar
de referirla aquí, pues que, á más de ser muy curiosa é interesante,
retrata las ideas y costumbres de aquellos tiempos. Reinando en Madrid
Felipe II, cierto orador dijo en un sermón, en presencia del rey, que
_los reyes tenían poder absoluto sobre las personas de los vasallos y
sobre sus bienes_. No era la proposición para desagradar á un monarca,
dado que el buen predicador le libraba, de un tajo, de todas las
trabas en el ejercicio de su poder. Á lo que parece, no estaría todo
el mundo en España tan encorvado bajo la influencia de las doctrinas
despóticas como se ha querido suponer, pues que no faltó quien delatase
á la Inquisición las palabras con que el predicador había tratado de
lisonjear la arbitrariedad de los reyes. Por cierto que el orador no
se había guarecido bajo un techo débil; y así es que los lectores
darán por supuesto que, rozándose la denuncia con el poder de Felipe
II, trataría la Inquisición de no hacer de ella ningún mérito. No fué
así, sin embargo: la Inquisición instruyó su expediente, encontró la
proposición contraria á las sanas doctrinas, y el pobre predicador,
que no esperaría tal recompensa, á más de varias penitencias que se
le impusieron, fué condenado á retractarse públicamente, en el mismo
lugar, con todas las ceremonias del auto jurídico, con la particular
circunstancia de leer en un papel, conforme se le había ordenado, las
siguientes notabilísimas palabras: «_Porque, señores, los reyes no
tienen más poder sobre sus vasallos, del que les permite el derecho
divino y humano: y no por su libre y absoluta voluntad_.» Así lo
refiere D. Antonio Pérez, como se puede ver en el pasaje que se inserta
por entero en la nota correspondiente á este capítulo. Sabido es que D.
Antonio Pérez no era apasionado de la Inquisición.
Este suceso se verificó en aquellos tiempos que algunos no nombran
jamás, sin acompañarles el título de _obscurantismo_, de _tiranía_, de
_superstición_; yo dudo, sin embargo, que en los más cercanos, y en que
se dice que comenzó á lucir para España la aurora de la ilustración
y de la libertad, por ejemplo, de Carlos III, se hubiese llevado
á término una condenación pública, solemne, del despotismo. Esta
condenación era tan honrosa al tribunal que la mandaba, como al monarca
que la consentía.
Por lo que toca á la ilustración, también es una calumnia lo que se
dice, que hubo el plan de establecer y perpetuar la ignorancia. No lo
indica así, por cierto, la conducta de Felipe II, cuando, á más de
favorecer la grande empresa de la Poliglota de Amberes, recomendaba
á Arias Montano que las sumas que se fuesen recobrando del impresor
Platino, á quien para dicha empresa había suministrado el monarca una
crecida cantidad, se emplease en la compra de libros _exquisitos, así
de impresos como de mano_, para ponerlos en la librería del monasterio
del Escorial, que entonces se estaba edificando; habiendo hecho también
el encargo, como dice el rey en la carta á Arias Montano, á _D. Francés
de Alaba, su embajador en Francia, que procurase de haber los mejores
libros que pudiere en aquel reino_.
No, la historia de España, desde el punto de vista de la intolerancia
religiosa, no es tan negra como se ha querido suponer. Á los
extranjeros, cuando nos echan en cara la crueldad, podemos responderles
que, mientras la Europa estaba regada de sangre por las guerras
religiosas, en España se conservaba la paz; y por lo que toca al número
de los que perecieron en los patíbulos, ó murieron en el destierro,
podemos desafiar á las dos naciones que se pretenden á la cabeza de la
civilización, la Francia y la Inglaterra, á que muestren su estadística
de aquellos tiempos sobre el mismo asunto, y la comparen con la
nuestra. Nada tememos de semejante cotejo.
Á medida que anduvo menguando el peligro de introducirse en España el
Protestantismo, el rigor de la Inquisición se disminuyó también; y,
además, podemos observar que suavizaba sus procedimientos, siguiendo
el espíritu de la legislación criminal en los otros países de Europa.
Así vemos que los autos de fe van siendo más raros, según los tiempos
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