El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 26

Total number of words is 4723
Total number of unique words is 1537
33.7 of words are in the 2000 most common words
46.8 of words are in the 5000 most common words
54.0 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
Que sus cuadros tenían algo de exagerado en favor de los germanos, y
que entre ellos no eran las costumbres tan puras cual se nos quiere
persuadir, indícanlo otras noticias que tenemos sobre aquellos
bárbaros. Posible es que fueran muy delicados en punto al matrimonio,
pero lo cierto es que no era desconocida en sus costumbres la
poligamia. César, testigo ocular, refiere que el rey germano Ariovisto
tenía dos mujeres (_De bello gall._, L. 1); y esto no era un ejemplo
aislado, pues que el mismo Tácito nos dice que había algunos pocos que
tenían á un tiempo varias mujeres, no por liviandad, sino por nobleza:
«exceptis admodum paucis, qui non libidine, sed ob nobilitatem pluribus
nuptiis ambiuntur.» No deja de hacer gracia aquello de _non libidine,
sed ob nobilitatem_; pero, al fin, resulta que los reyes y los nobles,
bajo uno ú otro pretexto, se tomaban alguna mayor libertad de la que
hubiera querido el austero historiador.
¿Quién sabe cómo estaría la moralidad en medio de aquellas selvas? Si
discurriendo con analogía quisiéramos aventurar algunas conjeturas
fundándonos en las semejanzas que es regular tuviesen entre sí los
diferentes pueblos del Norte, ¿qué no podríamos sospechar por aquella
costumbre de los bretones, quienes, de diez en diez ó de doce en doce,
tenían las mujeres comunes, y mayormente hermanos con hermanos, y
padres con hijos, de suerte que, para distinguir las familias, tenían
que andar á tientas, atribuyendo los hijos al primero que había tomado
la doncella? César, testigo de vista, es quien lo refiere: «Uxores
habent (Britanni) deni duodenique inter se communes, et maxime fratres
cum fratribus et parentes cum liberis; sed si qui sunt ex his nati,
eorum habentur liberi, a quibus primum virgines quaeque ductae sunt.»
(_De bell. gall._, L. 4.)
Sea de esto lo que fuere, es cierto, al menos, que el principio de la
monogamia no era tan respetado entre los germanos como se ha querido
suponer; había una excepción en favor de los nobles, es decir, de los
poderosos, y esto bastaba para desvirtuarle y preparar su ruina. En
estas materias, limitar la ley con excepciones en favor del poderoso
es poco menos que abrogarla. Se dirá que al poderoso nunca le faltan
medios para quebrantar la ley; pero no es lo mismo que él la quebrante
ó que ella misma se retire para dejarle el camino libre: en el primer
caso, el empleo de la fuerza no anonada la ley, el mismo choque con que
se la rompe hace sentir su existencia, y pone de manifiesto la sinrazón
y la injusticia; en el segundo, la misma ley se prostituye, por decirlo
así: las pasiones no necesitan de la violencia para abrirse paso, ella
les franquea villanamente la puerta. Desde entonces queda envilecida
y degradada, hace vacilar el mismo principio moral que le sirve de
fundamento; y, como en pena de su complicidad inicua, se convierte en
objeto de animadversión de aquellos que se encuentran forzados todavía
á rendirle homenaje.
Así que, una vez reconocido entre los germanos el privilegio
de poligamia en favor de los poderosos, debía, con el tiempo,
generalizarse esta costumbre á las demás clases del pueblo; y es muy
probable que así se hubiera verificado luego que la ocupación de nuevos
países más templados y feraces, y algún adelanto en su estado social,
les hubiesen proporcionado en mayor abundancia los medios de satisfacer
las necesidades más urgentes. Sólo puede prevenirse tan grave mal, con
la inflexible severidad de la Iglesia católica. Los nobles y los reyes
conservaban todavía fuerte inclinación al privilegio de que hemos visto
que disfrutaran sus antecesores antes de abrazar la religión cristiana,
y de aquí es que, en los primeros siglos después de la irrupción, vemos
que la Iglesia alcanza á duras penas á contenerlos en sus inclinaciones
violentas. Los que se han empeñado en descubrir entre los germanos
tantos elementos de la civilización moderna, ¿no hubieran quizás andado
más acertados en encontrar en las costumbres que se han indicado más
arriba, una de las causas que ocasionaron tan frecuentes choques entre
los príncipes seculares y la Iglesia?
No alcanzo por qué se ha de buscar en los bosques de los bárbaros
el origen de una de las más bellas cualidades que honran nuestra
civilización, ni por qué se les han de atribuir virtudes de que, por
cierto, no se mostraron muy provistos, tan pronto como se arrojaron
sobre el Mediodía. Sin monumentos, sin historia, con escasísimos
indicios sobre el estado social de aquellos pueblos, difícil es, por
no decir imposible, asentar nada fijo sobre sus costumbres; pero ¿qué
había de ser de la moralidad en medio de tanta ignorancia, tanta
superstición y barbarie?
Lo poco que sabemos de aquellos tiempos hemos tenido que tomarlo de
los historiadores romanos, y, desgraciadamente, no es éste uno de
los mejores manantiales para beber el agua bien pura. Sucede, casi
siempre, que los observadores, mayormente cuando son guerreros que van
á conquistar, sólo pueden dar alguna cuenta del estado político de
los pueblos poco conocidos á quienes observan, andando escasos en lo
tocante al social y de familia. Y es que, para formarse idea de esto
último, es necesario mezclarse é intimarse con los pueblos observados,
cosa que no suele consentir el diferente estado de la civilización, y
mucho menos cuando entre observadores y observados reinan encarnizados
odios, hijos de largas temporadas de guerra á muerte. Añádase á esto
que, en tales casos, lo que llama más particularmente la atención es lo
que puede favorecer ó contrariar los designios de los conquistadores,
quienes, por lo común, no dan mucha importancia á las relaciones
morales, y se verá por qué los pueblos que son objeto de observación
quedan conocidos sólo en la corteza, y cuánto debe desconfiarse
entonces de todas las narraciones relativas á religión y costumbres.
Juzgue el lector si esto es aplicable cuando se trata de apreciar
debidamente el valor de lo que sobre los bárbaros nos cuentan los
romanos; basta fijar la vista en aquellas escenas de sangre y horrores
prolongadas por siglos, en las que se veía, de una parte, la ambición
de Roma, que, no contenta con el dominio del orbe conocido, quería
extender su mando hasta lo más recóndito y escabroso de las selvas del
Norte, y, de otra, resaltaba el indomable espíritu de independencia de
los bárbaros, que rompían y hacían pedazos las cadenas que se pretendía
imponerles, y destruían con briosas acometidas las vallas con que se
esforzaba en encerrarlos en los bosques la estrategia de los generales
romanos.
Como quiera, siempre es muy arriesgado buscar en la barbarie el origen
de uno de los más bellos florones de la civilización, y explicar por
sentimientos supersticiosos y vagos, lo que por espacio de muchos
siglos forma el estado normal de un gran conjunto de pueblos, los más
adelantados que se vieron jamás en los fastos del mundo. Si estos
nobles sentimientos que se nos quieren presentar como dimanados de los
bárbaros, existían realmente entre ellos, ¿cómo es que no perecieron
en medio de las transmigraciones y trastornos? Si nada ha quedado de
aquel estado social, ¿serán cabalmente estos sentimientos lo único
que se habrá conservado, y no como quiera, sino despojados de la
superstición y grosería, purificados, ennoblecidos, transformados en
un sentimiento racional, justo, saludable, caballeresco, digno de
pueblos civilizados? Tamañas aserciones presentan á la primera ojeada
el carácter de atrevidas paradojas. Por cierto que, cuando se ofrece
explicar grandes fenómenos en el orden social, es algo más filosófico
buscar su origen en ideas que hayan ejercido por largo tiempo vigorosa
influencia sobre la sociedad, en las costumbres é instituciones que
hayan emanado de esas ideas, en leyes que hayan sido reconocidas y
acatadas durante muchos siglos, como establecidas por un poder divino.
¿Á qué, pues, para explicar la consideración de que disfrutan las
mujeres europeas, recurrir á la veneración supersticiosa tributada por
pueblos bárbaros, allá en sus salvajes guaridas, á Velleda, á Aurinia ó
á Gauna? La razón, el simple buen sentido, nos están diciendo que no es
éste el verdadero origen del admirable fenómeno que vamos examinando;
que es necesario buscar en otra parte el conjunto de causas que han
concurrido á producirle. La historia nos revela estas causas, mejor
diremos, nos las hace palpables, ofreciéndonos en abundancia los hechos
que no dejan la menor duda sobre el principio del cual ha dimanado tan
saludable y transcendental influencia. Antes del Cristianismo, la mujer
estaba oprimida bajo la tiranía del varón, pero elevada sobre el rango
de esclava: como débil que era, veíase condenada á ser la víctima del
fuerte. Vino la religión cristiana, y con sus doctrinas de fraternidad
en Jesucristo, y de igualdad ante Dios, sin distinción de condiciones
ni sexos, destruyó el mal en su raíz, enseñando al hombre que la
mujer no debía de ser su esclava, sino su compañera. Desde entonces
la mejora de la condición de la mujer se hizo sentir en todas partes
donde iba difundiéndose el Cristianismo; y en cuanto era posible,
atendido el arraigo de las costumbres antiguas, la mujer recogió bien
pronto el fruto de una enseñanza que venía á cambiar completamente
su posición, dándole, por decirlo así, una nueva existencia. He aquí
una de las primeras causas de la mejora de la condición de la mujer:
causa sensible, patente, cuyo señalamiento no pide ninguna suposición
gratuita, que no se funda en conjeturas, que salta á los ojos con sólo
dar una mirada á los hechos más conocidos de la historia.
Además, el Catolicismo, con la severidad de su moral, con la alta
protección dispensada al delicado sentimiento del pudor, corrigió y
purificó las costumbres; así realzó considerablemente á la mujer,
cuya dignidad es incompatible con la corrupción y la licencia. Por
fin: el mismo Catolicismo, ó la Iglesia católica, y nótese bien que
no decimos el Cristianismo, con su firmeza en establecer y conservar
la monogamia y la indisolubilidad del matrimonio, puso un freno á los
caprichos del varón, y concentró sus sentimientos hacia su esposa,
única é inseparable. Así con este conjunto de causas pasó la mujer del
estado de esclava al rango de compañera del hombre; así se convirtió
el instrumento de placer en digna madre de familia rodeada de la
consideración y respeto de los hijos y dependientes; así se creó en
las familias la identidad de intereses, se garantizó la educación de
los hijos, resultando esa intimidad en que se hermanan marido y mujer,
padres é hijos, sin el derecho atroz de vida y muerte, sin facultad
siquiera para castigos demasiado graves: y todo vinculado por lazos
robustos, pero blandos, afianzados en los principios de la sana moral;
sostenidos por las costumbres, afirmados y vigilados por las leyes,
apoyados en la reciprocidad de intereses, asegurados con el sello de la
perpetuidad y endulzados por el amor. He aquí descifrado el misterio,
he aquí explicado á satisfacción el origen del realce y de la dignidad
de la mujer europea, he aquí de donde nos ha venido esa admirable
organización de la familia que los europeos poseemos sin apreciarla,
sin conocerla bastante, sin procurar, cual debiéramos, su conservación.
Al ventilar esta importante materia, he distinguido de propósito
entre el Cristianismo y el Catolicismo, para evitar la confusión de
palabras, que nos habría llevado á la confusión de las cosas. En la
realidad, el verdadero, el único Cristianismo es el Catolicismo; pero
hay ahora la triste necesidad de no poder emplear indistintamente
estas palabras: y esto no sólo á causa de los protestantes, sino por
razón de esa monstruosa nomenclatura filosófico-cristiana que no se
olvida jamás de mezclar el Cristianismo entre las sectas filosóficas;
ni más ni menos que si esa religión divina no fuera otra cosa que un
sistema imaginado por el pensamiento del hombre. Como el principio de
la caridad descuella en todas partes donde se encuentra la religión
de Jesucristo, y se hace visible hasta á los ojos de los incrédulos,
aquellos filósofos que han querido permanecer en la incredulidad, sin
incurrir, empero, en la nota de volterianos, se han apoderado de las
palabras de fraternidad y de humanidad, para hacerlas servir de tema
á su enseñanza, atribuyendo principalmente al Cristianismo el origen
de esas ideas sublimes y de los generosos sentimientos que de ellas
emanan. Así aparentan que no rompen con toda la historia de lo pasado,
como lo hiciera allá en sus sueños la filosofía del siglo anterior,
sino que pretenden acomodarlo á lo presente, y preparar el camino á más
grande y dichoso porvenir.
Pero no creáis que el Cristianismo de esos filósofos sea una religión
divina; nada de eso: es una idea feliz, grandiosa, fecunda en grandes
resultados, pero no es más que una idea puramente humana. Es un
producto de largos y penosos trabajos de la humanidad. El politeísmo,
el judaísmo, la filosofía de Oriente, la de Egipto, de Grecia, todo era
una especie de trabajo preparatorio para la grande obra. Jesucristo,
según ellos, no hizo más que formular ese pensamiento que en embrión
se removía y se agitaba en el seno de la humanidad: él fijó la idea,
la desenvolvió, y, haciéndola bajar al terreno de la práctica, hizo
dar al linaje humano un paso de inmensa importancia en el camino de la
perfección á que se dirige. Pero, en todo caso, Jesucristo no es más, á
los ojos de esos filósofos, que un filósofo en Judea, como un Sócrates
en Grecia, ó un Séneca en Roma:[.?] Y no es poca fortuna si le conceden
todavía esa existencia de hombre, y no les place transformarle en un
ser mitológico, convirtiendo la narración del Evangelio en una pura
alegoría.
Así es de la mayor importancia en la época actual el distinguir entre
el Cristianismo y el Catolicismo, siempre que se trata de poner en
claro y de presentar á la gratitud de los pueblos los inefables
beneficios de que son deudores á la religión cristiana. Conviene
demostrar que lo que ha regenerado al mundo no ha sido una idea lanzada
como al acaso en medio de tantas otras que se disputaban la preferencia
y el predominio; sino un conjunto de verdades y de preceptos bajados
del cielo, transmitidos al género humano por un Hombre-Dios por medio
de una sociedad formada y autorizada por él mismo, para continuar hasta
la consumación de los siglos la obra que él estableció con su palabra,
sancionó con sus milagros y selló con su sangre. Conviene, por tanto,
mostrar á esa sociedad, que es la Iglesia católica, realizando en sus
leyes y en sus instituciones las inspiraciones y la enseñanza del
Divino Maestro, y cumpliendo al mismo tiempo el alto destino de guiar
á los hombres hacia la felicidad eterna, y el de mejorar su condición
y consolar y disminuir sus males en esta tierra de infortunio. De esta
suerte se concreta, por decirlo así, el Cristianismo, ó mejor diremos,
se le muestra tal cual es, no cual lo finge el vano pensamiento del
hombre.
Y cuenta que no debemos temer jamás por la suerte de la verdad á causa
de un examen detallado y profundo de los hechos históricos: que, si
en el vasto campo á que nos conducen semejantes investigaciones
encontramos de vez en cuando la obscuridad, andando largos trechos
por caminos abovedados donde no penetran los rayos del sol, donde
sonoroso el terreno que pisamos amenaza con abismos á nuestra planta,
marchemos todavía con más aliento y brío; á la vuelta de la sinuosidad
más medrosa descubriremos en lontananza la luz que alumbra la
extremidad del camino, y la verdad sentada á sus umbrales, sonriéndose
apaciblemente de nuestros temores y sobresaltos.
Entre tanto es necesario decirlo á esos filósofos, como á los
protestantes: el Cristianismo, sin estar realizado en una sociedad
visible que esté en continuo contacto con los hombres, y autorizada,
además, para enseñarlos y dirigirlos, no sería más que una teoría
semejante á tantas otras como se han visto y se ven sobre la tierra;
y, por consiguiente, fuera también, si no del todo estéril, á lo menos
impotente para levantar ninguna de esas obras que atraviesan intactas
el curso de los siglos. Y es una de éstas, sin duda, el matrimonio
cristiano, la organización de la familia, que ha sido su inmediata
consecuencia. En vano se hubieran difundido ideas favorables á la
dignidad de la mujer, y encaminadas á la mejora de su condición, si
la santidad del matrimonio no se hubiese hallado escudada por un
poder generalmente reconocido y acatado. Las pasiones, que á pesar de
encontrarse con este poder forcejaban, no obstante, por abrirse camino,
¿qué hubieran hecho en el caso de no hallar otro obstáculo que el de
una teoría filosófica, ó de una idea religiosa no realizada en ninguna
sociedad que exigiese sumisión y obediencia?
No tenemos, pues, necesidad de acudir á esa filosofía extravagante que
anda buscando la luz en medio de las tinieblas, y que, al ver que el
orden ha sucedido al caos, tiene la peregrina ocurrencia de afirmar que
el orden fué producido por el caos. Supuesto que encontramos en las
doctrinas, en las leyes de la Iglesia católica el origen de la santidad
del matrimonio y de la dignidad de la mujer, ¿por qué lo buscaríamos
en las costumbres brutales de unos bárbaros que tenían apenas un velo
para el pudor, y para los secretos del tálamo nupcial? Hablando César
de las costumbres de los germanos de no conocer á las mujeres hasta
cierta edad, dice: «Y en esto no cabe ocultación ninguna, pues que
en los ríos se bañan mezclados y sólo usan de unas pieles ó pequeños
zamarros, dejando desnuda gran parte del cuerpo»; «_cuius res nulla est
ocultatio. quod et promiscui in fluminibus perluuntur, et pellibus aut
rhenonum tegumentis utuntur magna corporis parte nuda_.» (César, _De
bel. gall._, L. 6.)
Heme visto obligado á contestar á textos con textos, disipando los
castillos aéreos levantados por el prurito de cavilar y de andar en
busca de causas extrañas en la explicación de fenómenos cuyo origen se
encuentra fácilmente, apelando con sinceridad y buena fe á lo que nos
enseñan de consuno la filosofía y la historia. Así era menester, dado
que se trataba de esclarecer uno de los puntos más delicados de la
historia del linaje humano, de buscar la procedencia de uno de los más
fecundos elementos de la civilización europea: se trataba nada menos
que de comprender la organización de la familia, es decir, de fijar uno
de los polos sobre que gira el eje de la sociedad.
Gloríese enhorabuena el Protestantismo de haber introducido el
divorcio, de haber despojado el matrimonio del bello y sublime carácter
de sacramento, de haber substraído del cuidado y de la protección de
la Iglesia el acto más importante de la vida del hombre; gócese en
las destrucciones de los sagrados asilos de las vírgenes consagradas
al Señor, y en sus declamaciones contra la virtud más angelical y más
heroica: nosotros, después de haber defendido la doctrina y la conducta
de la Iglesia católica en el tribunal de la filosofía y de la historia,
concluiremos invocando el fallo, no precisamente de la alta filosofía,
sino del simple buen sentido, de las inspiraciones del corazón.[3]


CAPITULO XXVIII

Al enumerar en el capítulo XX los principales caracteres que distinguen
la civilización europea, señalé, como uno de ellos, «_una admirable
conciencia pública, rica de sublimes máximas morales, de reglas de
justicia y equidad, y de sentimientos de pundonor y decoro, conciencia
que sobrevive al naufragio de la moral privada, y que no consiente
que el descaro de la corrupción llegue al exceso de los antiguos_».
Ahora es menester explicar con alguna extensión en qué consiste esa
conciencia pública, cuál es su origen, y cuáles sus resultados,
indagando al propio tiempo la parte que en formularla ha cabido, así
al Protestantismo como al Catolicismo. Cuestión importante y delicada,
y que, sin embargo, me atrevería á decir que está intacta; pues que
no sé que nadie se haya ocupado en ella. Se habla continuamente de
la excelencia de la moral cristiana, y en este punto están acordes
los hombres de todas las sectas y escuelas de Europa; pero no se
fija bastante la atención en el modo con que esa moral ha llegado á
dominarlo todo, desalojando primero la corrupción del paganismo, y
manteniéndose después, á pesar de los estragos de la incredulidad,
formando una admirable conciencia pública, cuyos beneficios disfrutamos
todos, sin apreciarlos debidamente, sin advertirlos siquiera.
Profundizaremos mejor la materia si ante todo nos formamos una idea
bien clara de lo que se entiende por conciencia. La conciencia, tomando
esta palabra en su sentido general ó más bien ideológico, significa
el conocimiento que tiene cada cual de sus propios actos. Así se dice
que el alma tiene conciencia de sus pensamientos, de los actos de su
voluntad, de sus sensaciones; por manera que, tomada en esta acepción
la palabra conciencia, expresa una percepción de lo que estamos
haciendo ó padeciendo.
Trasladada esta palabra al orden moral, significa el juicio que
formamos de nuestras acciones, en cuanto son buenas ó malas. Así,
antes de ejercer una acción, la conciencia nos la señala como buena ó
mala, y, de consiguiente, como lícita ó ilícita, dirigiendo de este
modo nuestra conducta; así, después de haberla ejercido, nos dice la
conciencia si hemos obrado bien ó mal, excusándonos ó condenándonos,
premiándonos con la tranquilidad del corazón ó atormentándonos con el
remordimiento.
Previas estas aclaraciones, no será difícil concebir la que debe
entenderse por conciencia pública; la cual no es otra cosa que el
juicio que forma sobre las acciones la generalidad de los hombres;
resultando de esto que, así como la conciencia privada puede ser recta
ó errónea, ajustada ó lata, lo propio sucede con la pública; y que
entre la generalidad de los hombres de distintas sociedades ha de
mediar una diferencia semejante á la que se nota en este punto entre
los individuos. Es decir, que, así como en una misma sociedad se
encuentran hombres de una conciencia más ó menos recta, más ó menos
errónea, más ó menos ajustada, más ó menos lata, deben encontrarse
también sociedades que aventajan á otras en formar el juicio más ó
menos acertado sobre la moralidad de las acciones, y que sean en este
punto más ó menos delicadas.
Si bien se observa, la conciencia del individuo es el resultado de
varias causas muy diferentes. Es un error el creer que la conciencia
esté sólo en el entendimiento; tiene raíces en el corazón. La
conciencia es un juicio, es verdad; pero juzgamos de las cosas de
una manera muy diferente, según el modo con que las sentimos, y si á
esto se añade que, en tratándose de ideas y acciones morales, tienen
muchísima influencia los sentimientos, resulta que la conciencia
se forma bajo el influjo de todas las causas que obran con alguna
eficacia sobre nuestro corazón. Comunicad á los niños los mismos
principios morales, dándoles la enseñanza por un mismo libro y por un
mismo maestro; pero suponed que el uno vea en su propia familia la
aplicación continua de la instrucción que recibe, cuando el otro no
observa más en la suya que tibieza ó distracción. Suponed, además,
que estos dos niños entran en la adolescencia con la misma convicción
religiosa y moral, de suerte que, por lo tocante á su entendimiento, no
se descubra entre los dos la menor diferencia. ¿Creéis, sin embargo,
que su juicio será idéntico sobre la moralidad de las acciones que se
les vaya ofreciendo? Es cierto que no. Y esto, ¿por qué? Porque el uno
no tiene más que convicciones, el otro tiene, además, los sentimientos;
en el uno la doctrina ilustraba la mente, en el otro venía el ejemplo
continuo á grabar la doctrina en el corazón. Así es que lo que aquél
mirará con indiferencia, éste lo contemplará con horror; lo que el
primero practicará con descuido, el segundo lo practicará con mucho
cuidado; lo que para el uno será objeto de mediano interés, será para
el otro de alta importancia.
La conciencia pública, que en último resultado viene á ser en cierto
modo la suma de las conciencias privadas, está sujeta á las mismas
influencias á que lo están éstas: por manera que tampoco le basta la
enseñanza, sino que le es necesario, además, el concurso de otras
causas que pueden, no sólo instruir el entendimiento, sino formar el
corazón. Comparando la sociedad cristiana con la pagana, échase de ver
al instante que en esta parte debe aquélla encontrarse muy superior á
ésta, no sólo por la pureza de su moral y la fuerza de los principios
y motivos con que la sanciona, sino también porque sigue el sabio
sistema de inculcar de continuo esa moral, consiguiendo de esta suerte
grabarla más vivamente en el ánimo de los que la aprendan y recordarla
incesantemente para que no pueda olvidarse.
Con esta continua repetición de las mismas verdades consigue el
Cristianismo lo que no pueden alcanzar las demás religiones, de las
cuales ninguna ha podido acertar en la organización y ejercicio de
un sistema tan importante. Pero, como quiera que sobre este punto me
extendí bastante en el primer tomo de esta obra (cap. XIV), no repetiré
aquí lo que dije allí, y pasaré á consideraciones particulares sobre la
conciencia pública europea.
Es innegable que en esta conciencia dominan, generalmente hablando, la
razón y la justicia. Revolved los códigos, observad los hechos, y, ni
en las leyes, ni en las costumbres, descubriréis aquellas chocantes
injusticias, aquellas repugnantes inmoralidades que encontraréis en
otros pueblos. Hay males, por cierto, y muy graves; pero al menos nadie
los desconoce, y se los llama con su nombre. No se apellida bien al
mal y mal al bien; es decir, que está en ciertas materias la sociedad
como aquellos individuos de buenos principios y de malas costumbres,
que son los primeros en reconocer que su conducta es errada, que hay
contradicción entre sus doctrinas y sus obras.
Lamentámonos con frecuencia de la corrupción de costumbres, del
libertinaje de nuestras capitales; pero, ¿qué son la corrupción y el
libertinaje de las sociedades modernas, si se los compara al desenfreno
de las sociedades antiguas? No puede negarse que hay en algunas
capitales de Europa una corrupción espantosa. En los registros de la
policía figuran un asombroso número de mujeres perdidas; en los de las
casas de beneficencia, el de los niños expósitos; y en las casas más
acomodadas hacen dolorosos estragos la infidelidad conyugal y todo
linaje de disipación y desorden. Sin embargo, los excesos no llegan
ni de mucho al extremo en que los vemos entre los pueblos más cultos
de la antigüedad, como son los griegos y romanos. Por manera que
nuestra sociedad, tal como nosotros la vemos con harta pena, hubiérales
parecido á ellas un modelo de pudor y de decoro. ¿Será menester
recordar los nefandos vicios, tan comunes y tan públicos entonces,
y que ahora apenas se nombran entre nosotros, ó por cometerse muy
raras veces, ó porque, temiendo la mirada de la conciencia pública,
se ocultan en las más densas sombras, como debajo de las entrañas de
la tierra? ¿Será necesario traer á la memoria las infamias de que
están mancillados los escritos de los antiguos cuando nos retratan
las costumbres de su tiempo? Nombres ilustres, así en las ciencias
como en las armas, han pasado á la posteridad con manchas tan negras,
que, no sin dificultad, se estampan ahora en un escrito; y esto nos
revela la profunda corrupción en que yacerían sumidas todas las
clases, cuando se sabía, ó al menos se sospechaba, que hasta tal punto
se habían degradado los hombres que por su elevada posición y demás
circunstancias eran las lumbreras que guiaban la sociedad en su marcha.
¿Habláis de la codicia, de esa sed de oro que todo lo invade y
marchita? Pues mirad á esos usureros que chupaban la sangre del
pueblo por todas partes: leed los poetas satíricos, y allí veréis
lo que eran en este punto las costumbres; consultad los anales de
la Iglesia, y veréis sus trabajos para atenuar las males de ese
vicio. Leed los monumentos de la historia romana, y encontraréis
la _maldita sed de oro_, y los desapiadados pretores robando sin
pudor, llevando á Roma en triunfo el fruto de sus rapiñas, para vivir
allí con escandaloso fausto y comprar los sufragios que habían de
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 27