El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 37

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pintan las costumbres de sus tiempos; el libro se cae de las
manos. Materia es ésta en que se hace necesario contentarse
con indicaciones, que despierten en los lectores la memoria
de lo que les habrá ofendido una y mil veces, al recorrer
la historia y ocuparse en la literatura de la antigüedad
pagana. El autor se ve precisado á contentarse con recuerdos,
absteniéndose de pintar.
[5] Pág. 122.--Como es tan común en la actualidad el ponderar
la fuerza de las ideas, exagerado quizás juzgarán algunos lo
que acabo de decir sobre su flaqueza, no sólo para influir
sobre la sociedad, sino también para conservarse, siempre que,
permaneciendo en su región propia, no alcanzan á realizarse
en instituciones que sean como su órgano, y que, además, les
sirvan de resguardo y defensa. Lejos estoy, y así lo he dicho
claramente en el texto, de negar ni poner en duda lo que se
llama la fuerza de las ideas; sólo me propongo manifestar que
ellas por sí solas pueden poco, y que la ciencia, propiamente
dicha, es más pequeña cosa de lo que generalmente se cree, en
todo lo concerniente á la organización de la sociedad. Tiene
esta doctrina un íntimo enlace con el sistema seguido por la
Iglesia católica, la cual, si bien ha procurado siempre el
desarrollo del espíritu humano por medio de la propagación
de las ciencias, no obstante, ha señalado á éstas un lugar
secundario en el arreglo de la sociedad. Nunca la religión
ha estado reñida con la verdadera ciencia, pero jamás ha
dejado de manifestar cierta desconfianza en todo lo que era
exclusivo producto del pensamiento del hombre; y nótese bien
que ésta es una de las capitales diferencias entre la religión
y la filosofía del siglo pasado, ó, mejor diremos, éste era
el motivo de su fuerte antipatía. La primera no condenaba
la ciencia, antes la amaba, la protegía, la fomentaba; pero
le señalaba, al propio tiempo, sus límites, le advertía que
en ciertos puntos era ciega, le anunciaba que en ciertas
obras sería impotente, y en otras destructora y funesta. La
segunda proclamaba en alta voz la soberanía de la ciencia, la
declaraba omnipotente, la divinizaba, atribuyéndole fuerza
y brío para cambiar la faz del mundo, y bastante previsión
y acierto para verificar ese cambio en pro de la humanidad.
Ese orgullo de la ciencia, esa divinización del pensamiento
es, si bien se mira, el fondo de la doctrina protestante.
Fuera toda autoridad, la razón es el único juez competente,
el entendimiento recibe directa é inmediatamente de Dios toda
la luz que necesita: he aquí las doctrinas fundamentales del
Protestantismo, es decir, el orgullo del entendimiento.
Si bien se observa, el mismo triunfo de las revoluciones en
nada ha desmentido las cuerdas previsiones de la religión,
y la ciencia, propiamente dicha, tan lejos se halla de
haber en esta parte ganado crédito, que, antes bien, lo ha
perdido completamente. En efecto: nada queda de la ciencia
revolucionaria; lo que resta son los efectos de la revolución;
los intereses por ella creados, las instituciones que han
brotado de esos mismos intereses, y que, desde luego, han
buscado en la región misma de la ciencia otros principios
en que apoyarse, muy distintos de los que antes se habían
proclamado.
Tanta verdad es lo que llevo asentado, de que toda idea
necesita realizarse en una institución, que las revoluciones
mismas, guiadas por el instinto que las conduce á conservar
más ó menos enteros los principios que las producen, tienden,
desde luego, á crear esas instituciones donde se puedan
perpetuar las doctrinas revolucionarias, ó donde puedan tener
como un sucesor y representante, después que ellas hayan
desaparecido de las escuelas. Esta indicación podría dar lugar
á extensas consideraciones sobre el origen y el estado actual
de algunas formas de gobierno en distintos pueblos de Europa.
Hablando de la rapidez con que se suceden unas á otras las
teorías científicas, y de la inmensa amplitud que ha tomado
con la prensa el campo de la discusión, he observado que
no era esto una señal infalible de adelanto científico, ni
menos una prenda de fecundidad del pensamiento para realizar
grandes obras en el orden material, ni en el social. He dicho
que los grandes pensamientos nacen más bien de la _intuición_
que del _discurso_, y al efecto he recordado hechos y
personajes históricos que dejan esta verdad fuera de duda. La
ideología pudiera suministrarnos abundantes pruebas, si para
probar la esterilidad de la ciencia fuese necesario acudir
á la misma ciencia. Pero el simple buen sentido, amaestrado
por lo que está enseñando á cada paso la experiencia, basta
para convencer de que los hombres más sabios en el libro,
son no pocas veces, no sólo medianos, sino hasta ineptos en
el mundo. Por lo tocante á lo que he insinuado con respecto
á la _intuición_ y al _discurso_, lo someto al juicio de los
hombres que se han dedicado al estudio del entendimiento
humano: estoy seguro de que su opinión no se diferenciará de
la mía.
[6] Pág. 130.--He atribuído al Cristianismo la suavidad de
costumbres de que disfruta la Europa; y como, á pesar de
haber decaído en el último siglo las creencias religiosas,
ha durado, sin embargo, esta misma suavidad, y se ha elevado
todavía á más alto punto, es menester hacerse cargo de ese
contraste, que á primera vista parece destruir lo que llevo
establecido. Es necesario no olvidar la diferencia indicada
ya en el texto, entre costumbres muelles y costumbres
suaves: lo primero es un defecto; lo segundo, una calidad
preciosa: lo primero dimana del enervamiento del ánimo, del
enflaquecimiento del cuerpo, y del amor de los placeres; lo
segundo trae su origen de la preponderancia de la razón,
del predominio del espíritu sobre el cuerpo, del triunfo de
la justicia sobre la fuerza, y del derecho sobre el hecho.
En las costumbres actuales hay una buena parte de verdadera
suavidad, pero no es poco lo que tiene de molicie: y esto
último no lo han tomado, por cierto, de la religión, sino de
la incredulidad, que, no extendiendo sus ojos más allá de
esta vida, hace olvidar los altos destinos del espíritu, y
hasta su misma existencia, entroniza el egoísmo, despierta
y aviva de continuo la sed de los placeres y hace al hombre
esclavo de sus pasiones. Pero, en lo que nuestras costumbres
tienen de suave, se conoce á la primera ojeada que lo deben
al Cristianismo; pues que todas las ideas y sentimientos en
que se funda dicha suavidad llevan el sello cristiano. La
dignidad del hombre, sus derechos, la obligación de tratarle
con el debido miramiento, de dirigirse antes á su espíritu
por medio de la razón, que á su cuerpo por la violencia, la
necesidad de mantenerse cada cual en la línea de sus deberes,
respetando las propiedades y personas de los demás, todo este
conjunto de principios de donde nace la verdadera suavidad de
costumbres, es debido en Europa á la influencia cristiana,
que, luchando largos siglos con la barbarie y la ferocidad
de los pueblos invasores, logró destruir el sistema de
violencia que éstos habían generalizado. Como la filosofía ha
tenido cuidado de cambiar los antiguos nombres, consagrados
por la religión y autorizados con el uso de muchos siglos,
acontece que hay ciertas ideas que, aun cuando sean hijas
del Cristianismo, sin embargo, apenas se las reconoce como
tales, á causa de que andan disfrazadas con traje mundano.
¿Quién ignora que el mutuo amor de los hombres, la fraternidad
universal, son ideas enteramente debidas al Cristianismo?
¿Quién no sabe que la antigüedad pagana no las conocía, ni
las columbraba siquiera? No obstante, este mismo afecto, que
antes se apellidaba _caridad_, porque ésta era la virtud de
que debía proceder, ahora se cubre siempre con otros nombres y
como que se avergüenza de presentarse en público con ninguna
apariencia religiosa. Pasado el vértigo de atacar la religión
cristiana, se confiesa abiertamente que á ella es debido el
principio de la fraternidad universal; pero el lenguaje ha
quedado infecto de la filosofía volteriana, aun después del
descrédito en que ésta ha caído. De aquí resulta que muchas
veces no apreciamos debidamente la influencia cristiana en la
sociedad que nos rodea, y que atribuímos á otras ideas y á
otras causas fenómenos cuyo origen se encuentra evidentemente
en la religión. La sociedad actual, por más indiferente que
sea, tiene de la religión más de lo que comunmente pensamos:
se parece á aquellos hombres que han salido de una familia
ilustre, donde los buenos principios y una educación esmerada
se transmiten como un patrimonio de generación en generación:
aun en medio de sus desórdenes, de sus crímenes, y hasta de
su envilecimiento, conservan en su porte y modales, algunos
rasgos que manifiestan su hidalga cuna.
[7] Pág. 148.--He citado algunas disposiciones conciliares que
bastan á dar una idea del sistema observado por la Iglesia
con la idea de reformar y suavizar las costumbres. Tanto en
este volumen como en el anterior, ya se ha podido notar cuán
inclinado me hallo á recordar esta clase de monumentos; y
advertiré aquí que á esto me inducen dos motivos: primero,
tratando de comparar el Protestantismo con el Catolicismo,
creo que el mejor medio de retratar el verdadero espíritu
de éste y de señalar su influjo en la civilización europea,
es presentarle obrando; y esto se logra aduciendo las
providencias que los Papas y los concilios iban tomando,
según lo exigían las circunstancias; segundo, atendido el
curso que los estudios históricos van siguiendo en Europa,
generalizándose cada día más el gusto de apelar, no á las
historias, sino á los monumentos históricos, conviene tener
presente que la colección de concilios es de la mayor
importancia, no sólo en el orden religioso y eclesiástico,
sino también en el social y político; por manera que la
historia de Europa se trunca monstruosamente, ó, por mejor
decir, se destruye del todo, si se prescinde de lo que arrojan
las colecciones de los concilios. Por esta causa es muy útil,
y en no pocas materias hasta necesario, el revolver dichas
colecciones, por más que de esto retraigan su desmesurado
volumen y el fastidio que á veces se engendra en el ánimo,
al encontrarse con cien y cien cosas que para nuestros
tiempos carecen de interés. Las ciencias, sobre todo las
que tienen por objeto la sociedad, no conducen á resultados
satisfactorios sino después de penosos trabajos; lo útil se
encuentra á menudo mezclado y confundido con lo inútil; y
la más rica preciosidad se descubre á veces al lado de un
objeto repugnante; pero, en la naturaleza, ¿se encuentra, por
ventura, el oro, sin haber revuelto informes masas de tierra?
Los que se han empeñado en encontrar entre los bárbaros
del Norte el germen de algunas preciosas calidades de la
civilización europea, sin duda que debieran haberles atribuído
también la suavidad de costumbres modernas, dado que, en
apoyo de esa paradoja, podían echar mano de un hecho, por
cierto algo más especioso del que les ha servido para hacer
honor á los germanos del realce de la mujer en Europa. Hablo
de la conocida costumbre de abstenerse, en cuanto les era
posible, de la aplicación de penas corporales, castigando con
simples multas los delitos más graves. Nada más á propósito
para inducir á creer que aquellos pueblos tenían una feliz
disposición á la suavidad de costumbres, supuesto que aun
en su barbarie empleaban tan templadamente el derecho de
castigar, excediendo á las naciones más civilizadas y cultas.
Mirada la cosa desde este punto de vista, más bien parece que,
con la influencia cristiana sobre los bárbaros, las costumbres
se endurecieron que no se suavizaron; pues que la aplicación
de penas corporales se hizo general, y no se escaseó la de
muerte.
Pero, fijando atentamente la consideración en esta
particularidad del código criminal de los bárbaros,
echaremos de ver que, tan lejos está de revelar adelanto en
la civilización ni suavidad de costumbres, que antes bien
es la más evidente prueba de su atraso, y el más vehemente
indicio de la dureza y ferocidad que entre ellos reinaban.
En primer lugar, por lo mismo que entre los bárbaros se
castigaban los delitos por medio de multas, ó, como se decía,
por composición, se conoce que la ley atendía más bien á
la _reparación de un daño_ que al _castigo de un crimen_:
circunstancia que muestra de lleno cuán en poco era tenida
la moralidad de la acción, pues que no tanto se atendía á lo
que ella era en sí, como al daño que producía. Esto no era
un elemento de civilización, sino de barbarie; porque tendía
nada menos que á desterrar del mundo la moralidad. La Iglesia
combatió este principio, tan funesto en el orden público como
en el privado, introduciendo en la legislación criminal un
nuevo orden de ideas que cambió completamente su espíritu.
En esta parte M. Guizot ha hecho á la Iglesia católica la
debida justicia; complázcome en reconocerlo y en consignarlo
aquí, transcribiendo sus propias palabras. Después de haber
hecho notar la diferencia que mediaba entre las leyes de
los visigodos, salidas en buena parte de los concilios de
Toledo, y las otras leyes bárbaras, y de haber observado la
inmensa superioridad de las ideas de la Iglesia en materia
de legislación, de justicia, y de todo lo concerniente á la
investigación de la verdad y al destino de los hombres, dice:
«En materia criminal, la relación de las penas con los delitos
está determinada (en las leyes de los visigodos) por nociones
filosóficas y bastante justas; descúbrense los esfuerzos de
un legislador ilustrado que lucha contra la violencia y la
irreflexión de las costumbres bárbaras: hallaremos de esto
un ejemplo muy notable comparando el título de _Caede et
morte hominum_, con las leyes correspondientes de los demás
pueblos. En las otras legislaciones, lo único que parece
constituir el delito es el daño; y el objeto de la pena es
la reparación material que resulta de la composición; pero,
entre los visigodos, se busca en el crimen su elemento moral
y verdadero, la intención. Los varios grados de criminalidad,
el homicidio absolutamente involuntario, el cometido por
inadvertencia, por provocación, con premeditación ó sin
ella, son clasificados y definidos igualmente bien, á poca
diferencia, que en nuestros códigos; y las penas están
señaladas en una proporción bastante equitativa. No satisfecha
con esto la justicia del legislador, intentó abolir, ó al
menos atenuar, la diversidad de valor legal establecida entre
los hombres por las otras leyes bárbaras; no conservándose
otra distinción que la de libre y de esclavo. Con respecto
á los libres, la pena no varía, ni por el origen ni por el
rango del muerto, sino únicamente por los diversos grados
de culpabilidad del asesino. Tocante á los esclavos, no
atreviéndose á quitar enteramente á los dueños el derecho
de vida y muerte, procuró restringirle, sujetándole á un
procedimiento público y regular. El texto de la ley merece ser
citado.
«Si no debe quedar impune ningún culpable ó cómplice de un
crimen, con mucha más razón debe ser castigado quien haya
cometido un homicidio con malicia ó ligereza. Por lo que,
habiendo algunos dueños, que, en su orgullo, dan muerte á sus
esclavos, sin que éstos hayan cometido falta alguna, conviene
extirpar del todo semejante licencia, y ordenar que la
presente ley sea enteramente observada por todos. Ningún dueño
ni dueña podrá dar muerte á ninguno de sus esclavos, varones
ó hembras, ni á otro de sus dependientes, sin preceder juicio
público. Si un esclavo, ú otro serviente, comete un crimen que
pueda acarrearle pena capital, su amo, ó su acusador, darán
inmediatamente noticia del suceso al juez del lugar donde se
ha cometido el delito, ó al conde, ó al duque. Discutido el
asunto, si el crimen queda probado, el culpable sufrirá la
pena de muerte merecida: aplicándosela, ó el mismo juez ó el
propio dueño; pero haciéndose de tal suerte, que, si el juez
no quiere cuidar de la ejecución, extenderá por escrito la
sentencia de pena capital, y entonces el amo será dueño de
quitar la vida al esclavo, ó de perdonársela. A la verdad, si
el esclavo por una fatal audacia, resistiendo á su señor, ha
intentado herirle, con arma, piedra, ó de otra suerte, y éste,
defendiéndose, mata en su cólera al esclavo, no será reo de la
pena de homicidio, pero será necesario probar que el hecho ha
sucedido así, y esto por el testimonio ó el juramento de los
esclavos, varones ó hembras, que habrán estado presentes, ó
por el juramento del autor del hecho. Cualquiera que por pura
malicia matare á su esclavo, por su propia mano ó la de otro,
sin preceder juicio público, será declarado infame, incapaz
de ser testigo, y obligado á vivir el resto de sus días en el
destierro y en la penitencia, pasando sus bienes á sus más
próximos parientes llamados por la ley á sucederle. (_For.
Jud._, L. VI, Tit. V, L. 12.)» (Guizot, _Historia General de
la Civilización Europea_. Lección 6.)
Con mucho gusto he copiado este texto de M. Guizot, por ser
una confirmación de lo que acabo de decir sobre la influencia
de la Iglesia con respecto á suavizar las costumbres, y de
lo que de ella llevo asentado en el tomo primero, tocante á
lo mucho que contribuyó á mejorar la suerte de los esclavos,
restringiendo las excesivas facultades de los dueños. Allí
dejé probada esta verdad con abundantes documentos, y por
consiguiente no necesito insistir aquí en demostrarla;
bastando á mi propósito en la actualidad el hacer observar
que M. Guizot está completamente de acuerdo en que la Iglesia
moralizó la legislación de los bárbaros, haciendo que en los
delitos no se considerase únicamente el daño que causaban,
sino la malicia que envolvían; es decir, elevando la acción
del orden físico al moral, y dando á las penas el verdadero
carácter de tales, no permitiendo que quedasen en la línea de
una reparación material.
Por donde se echa de ver que el sistema criminal de los
bárbaros, que á primera vista parecía indicar un adelanto en
la civilización, procedía del escaso ascendiente que entre
ellos tenían los principios morales, y de que las miras del
legislador se elevaban muy poco sobre el orden puramente
material.
Todavía hay otra observación que hacer en este punto, y es
que la misma lenidad con que se castigaban los delitos es
la mejor prueba de la facilidad con que se cometían. Cuando
en un país son muy raros los asesinatos, las mutilaciones y
otros atentados semejantes, son mirados con horror; y quien
de ellos se haga culpable, es castigado con severidad. Pero,
cuando el delito se repite á cada paso, pierde insensiblemente
su fealdad y negrura, se acostumbran á su repugnante aspecto,
no sólo los perpetradores, sino también los demás; y entonces
el legislador se siente naturalmente llevado á tratarle con
indulgencia. Esto nos lo demuestra la experiencia de cada día;
y no será difícil al lector el encontrar en la sociedad actual
repetidos delitos á que podría ser aplicable la observación
que acabo de hacer. Entre los bárbaros, era común el apelar
á las vías de hecho, no sólo contra las propiedades, sino
también contra las personas; por cuya razón era muy natural
que este linaje de delitos no fuesen mirados con la aversión
y hasta horror con que lo son en un pueblo donde, habiendo
prevalecido las ideas de razón, de justicia, de derecho, de
ley, no se concibe siquiera cómo pueda subsistir una sociedad
donde cada cual se considere facultado para hacerse justicia
por sí mismo. Así es que las leyes contra esos delitos debían
naturalmente ser benignas, contentándose el legislador con
la reparación del daño, sin cuidar mucho de la culpabilidad
del perpetrador. Esto tiene íntimas relaciones con lo dicho
más arriba sobre la conciencia pública; porque el legislador
es siempre, más ó menos, el órgano de esta misma conciencia.
Cuando en una sociedad es mirada una acción como un crimen
horrendo, no puede el legislador señalarle una pena benigna;
y, al contrario, no le es posible castigar con mucho rigor
lo que la sociedad absuelve ó excusa. Una que otra vez se
alterará esta proporción, una que otra vez desaparecerá dicha
harmonía; pero bien pronto las cosas volverán á su curso
regular, apartándose del camino que seguían con violencia.
Siendo las costumbres muy castas y puras, hay delitos que
andan cubiertos de execración é infamia; pero, en llegando
á ser muy corrompidas, los mismos actos, ó son mirados como
indiferentes, ó cuando más calificados de ligeros deslices. En
un pueblo donde las ideas religiosas ejerzan mucho predominio,
la violación de todo cuanto está consagrado al Señor es mirada
como un horrendo atentado, digno de los mayores castigos; pero
en otro donde la incredulidad haya hecho sus estragos, la
misma violación no llegará á la esfera de los delitos comunes;
y, lejos de atraer sobre el culpable la justicia de la ley,
mucho será si le acarrea una ligera corrección de la policía.
El lector no encontrará inoportuna esa digresión sobre la
legislación criminal de los bárbaros, si advierte que,
tratándose de examinar la influencia del Catolicismo en la
civilización europea, es indispensable atender á los otros
elementos que en la formación de ella se han combinado.
De otra suerte, sería imposible apreciar debidamente la
respectiva acción que en bien ó en mal ha cabido á cada uno
de ellos, y, por tanto, no se sacaría en limpio la parte que
puede vindicar como exclusivamente propia la Iglesia, ni
resolver la gran cuestión promovida por los partidarios del
Protestantismo, sobre las pretendidas ventajas acarreadas por
éste á las sociedades modernas. Las naciones bárbaras son uno
de esos elementos, y por esta causa es preciso ocuparse en
ellas con tanta frecuencia.
[8] Pág. 161.--En los siglos medios, casi todos los
monasterios y colegios de canónigos tenían anejo un hospital,
no sólo para hospedar peregrinos, sino también para el
sustento y alivio de pobres y enfermos. No cabe más hermoso
símbolo de la religión cubriendo con su velo todo linaje de
infortunios, que el ver convertidas en asilo de miserables,
las casas consagradas á la oración y á la práctica de la más
sublimes virtudes. Cabalmente esto se verificaba en aquella
época en que el poder público, no sólo carecía de la fuerza y
luces necesarias para plantear una buena administración con
que acudir al socorro de los necesitados, sino que ni aun
alcanzaba á cubrir con su égida los más sagrados intereses de
la sociedad. Por donde se ve que, cuando todo era impotente,
la religión era todavía robusta y fecunda; cuando todo
perecía, la religión, no sólo se conservaba, sino que fundaba
establecimientos inmortales. Y nótese bien lo que repetidas
veces hemos observado ya: á saber, que la religión que estos
prodigios obraba, no era una religión vaga, abstracta; no era
el cristianismo de los protestantes, sino la religión con
todos sus dogmas, su disciplina, su jerarquía, su Pontífice
supremo, en una palabra, la Iglesia católica.
Tan lejos estuvo la antigüedad de imaginar que el socorro del
infortunio pudiese encomendarse á sola la administración civil
ó á la caridad individual, que antes bien, como se ha indicado
ya, se consideró como muy conveniente que los hospitales
estuviesen sujetos á los obispos; es decir, que se procuró que
el ramo de beneficencia pública se entroncase en cierto modo
con la jerarquía de la Iglesia; y es de aquí que, por antigua
disciplina, los hospitales estaban sujetos á los obispos en lo
espiritual y en lo temporal; sin atenderse al estado clerical
ó seglar de las personas que cuidaban del establecimiento, ni
tampoco si se había erigido ó no por mandato del obispo.
No es éste el lugar de referir las vicisitudes que sufrió
esta disciplina, ni las varias causas que las motivaron;
bastando observar que el principio fundamental, es decir,
la intervención de la autoridad eclesiástica en los
establecimientos de beneficencia, ha quedado siempre salvo;
y que nunca la Iglesia ha consentido que se la despojase del
todo de tan hermoso privilegio. Nunca ha creído que pudiese
mirar con indiferencia los abusos que en este punto se
introdujesen en perjuicio de los desgraciados; y así es que
se ha reservado cuando menos el derecho de acudir al remedio
de los males que resultasen de la malicia ó indolencia de
los administradores. A este propósito podemos notar que el
concilio de Viena establece que, si los administradores de
un hospital, clérigos ó legos, se portan con desidia en el
desempeño de su cargo, procedan contra ellos los obispos,
reformando y restaurando el hospital, por autoridad propia, si
no fuera exento, y, si lo fuere, por delegación pontificia.
El concilio de Trento otorgó también á los obispos la
facultad de visitar los hospitales, hasta como delegados de
la Sede Apostólica, en los casos concedidos por el derecho;
prescribiendo, además, que los administradores, clérigos ó
legos, den cada año cuentas al ordinario del lugar, á no
ser que se hubiese prevenido lo contrario en la fundación;
y ordenando que, si, por privilegio, costumbre ó estatuto
particular, las cuentas debiesen presentarse á otro que
al ordinario, al menos se reuna éste á los que hayan de
recibirlas.
Prescindiendo de las varias modificaciones que en esta parte
hayan podido introducir las leyes y costumbres de diferentes
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