El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 12

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sus doctrinas_; empléense estas ó aquellas expresiones, hablando como
católico ó como filósofo: en esto no es menester detenerse ahora; que
lo que conviene manifestar es que ese instinto fué generoso y atinado,
que esa tendencia se dirigía á un grande objeto y que lo alcanzó.
Lo primero que hizo el Cristianismo con respecto á los esclavos,
fué disipar los errores que se oponían, no sólo á su emancipación
universal, sino hasta á la mejora de su estado; es decir, que la
primera fuerza que desplegó en el ataque fué, según tiene de costumbre,
_la fuerza de las ideas_. Era este primer paso tanto más necesario
para curar el mal, cuanto acontecía en él lo que suele suceder en
todos los males, que andan siempre acompañados de algún error, que, ó
los produce, ó los fomenta. Había no sólo la opresión, la degradación
de una gran parte de la humanidad; sino que estaba muy acreditada una
opinión errónea, que procuraba humillar más y más á esa parte de la
humanidad. La raza de los esclavos era, según dicha opinión, una raza
vil, que no se levantaba ni de mucho al nivel de la de los hombres
libres: era una raza degradada por el mismo Júpiter, marcada con un
sello humillante por la naturaleza misma, destinada ya de antemano á
ese estado de abyección y vileza. Doctrina ruin sin duda, desmentida
por la naturaleza humana, por la historia, por la experiencia, pero
que no dejaba por esto de contar distinguidos defensores, y que, con
ultraje de la humanidad y escándalo de la razón, la vemos proclamar por
largos siglos, hasta que el Cristianismo vino á disiparla, tomando á su
cargo la vindicación de los derechos del hombre.
Homero nos dice (_Odis._, 17) que «Júpiter quitó la mitad de la mente
á los esclavos». En Platón encontramos el rastro de la misma doctrina,
pues que, si bien en boca de otros, como acostumbra, no deja, sin
embargo, de aventurar lo siguiente: «Se dice que en el ánimo de los
esclavos nada hay de sano ni entero, y que un hombre prudente no debe
fiarse de esa casta de hombres, cosa que atestigua también el más sabio
de nuestros poetas; citando en seguida el pasaje de Homero, arriba
indicado (_Plat._, _l. de las Leyes._) Pero donde se encuentra esa
degradante doctrina en toda su negrura y desnudez, es en la _Política_
de Aristóteles. No ha faltado quien ha querido defenderle, pero en
vano; porque sus propias palabras le condenan sin remedio. Explicando
en el primer capítulo de su obra la constitución de la familia, y
proponiéndose fijar las relaciones entre el marido y la mujer, y entre
el señor y el esclavo, asienta que, así como la hembra es naturalmente
diferente del varón, así el esclavo es diferente del dueño; he aquí sus
palabras: «_y así la hembra y el esclavo son distinguidos por la misma
naturaleza_.» Esta expresión no se le escapó al filósofo, sino que la
dijo con pleno conocimiento, y no es otra cosa que el compendio de su
teoría. En el capítulo 3 continúa analizando los elementos que componen
la familia y, después de asentar que «una familia perfecta consta de
libres y de esclavos», se fija en particular sobre los últimos, y
empieza combatiendo una opinión que parecía favorecerles demasiado.
«Hay algunos, dice, que piensan que la esclavitud es cosa fuera del
orden de la naturaleza; pues que sólo viene de la ley el ser éste
esclavo y aquél libre, ya que por la naturaleza en nada se distinguen.»
Antes de rebatir esta opinión, explica las relaciones del dueño y del
esclavo, valiéndose de la semejanza del artífice y del instrumento, y
también del alma y del cuerpo, y continúa: «Si se comparan el macho
y la hembra, aquél es superior y por esto manda, ésta inferior y por
esto obedece, y lo propio ha de suceder en todos los hombres; y _así
aquellos que son tan inferiores cuanto lo es el cuerpo respecto del
alma, y el bruto respecto del hombre, y cuyas facultades consisten
principalmente en el uso del cuerpo, siendo este uso el mayor provecho
que de ellos se saca, éstos son esclavos por naturaleza_. Á primera
vista podría parecer que el filósofo habla solamente de los fatuos,
pues así parecen indicarlo sus palabras; pero veremos en seguida por el
contexto que no es tal su intención. Salta á la vista que, si hablara
de los fatuos, nada probaría contra la opinión que se propone impugnar,
siendo el número de éstos tan escaso, que es nada en comparación de
la generalidad de los hombres: además que, si á los fatuos quisiera
ceñirse, ¿de qué sirviera su teoría, fundada únicamente en una
excepción monstruosa y muy rara?
Pero no necesitamos andarnos en conjeturas sobre la verdadera mente
del filósofo; él mismo cuida de explicárnosla, revelándonos, al propio
tiempo, el por qué se había valido de expresiones tan fuertes, que
parecían sacar la cuestión de su quicio. Nada menos se propone que
atribuir á la naturaleza el expreso designio de producir hombres de
dos clases: unos nacidos para la libertad, otros para la esclavitud.
El pasaje es demasiado importante y curioso para que podamos dejar de
copiarle. Dice así: «_Bien quiere la naturaleza procrear diferentes
los cuerpos de los libres y los de los esclavos: de manera que los
de éstos sean robustos, y á propósito para los usos necesarios, y
los de aquéllos bien formados, inútiles sí para trabajos serviles,
pero acomodados para la vida civil, que consiste en el manejo de
los negocios de la guerra y de la paz_; pero muchas veces sucede lo
contrario, y á unos les cabe cuerpo de esclavo y á otros alma de libre.
No hay duda que, si en el cuerpo se aventajasen tanto algunos como las
imágenes de los dioses, todo el mundo sería de parecer que debieran
servirlos aquellos que no hubiesen alcanzado tanta gallardía. Si esto
es verdad hablando del cuerpo, mucho más lo es hablando del alma; bien
que no es tan fácil ver la hermosura de ésta como la de aquél; y así
no puede dudarse que hay algunos hombres nacidos para la libertad, así
como hay otros nacidos para la esclavitud: esclavitud que, á más de ser
útil á los mismos esclavos, es también _justa_.»
¡Miserable filosofía! que para sostener un estado degradante necesitaba
apelar á tamañas cavilaciones, achacando á la naturaleza la intención
de procrear diferentes castas, nacidas las unas para dominar, las
otras para servir: ¡filosofía cruel! la que así procuraba quebrantar
los lazos de fraternidad con que el Autor de la naturaleza ha querido
vincular al humano linaje, que así se empeñaba en levantar una
barrera entre hombre y hombre, que así ideaba teorías para sostener
la desigualdad; y no aquella desigualdad que resulta necesariamente
de toda organización social, sino una desigualdad tan terrible y
degradante cual es la de la esclavitud.
Levanta el Cristianismo la voz, y en las primeras palabras que
pronuncia sobre los esclavos los declara iguales en dignidad de
naturaleza á los demás hombres: iguales también en la participación
de las gracias que el Espíritu Divino va á derramar sobre la tierra.
Es notable el cuidado con que insiste sobre este punto el apóstol San
Pablo: no parece sino que tenía á la vista las degradantes diferencias
que por un funesto olvido de la dignidad del hombre se querían señalar:
nunca se olvida de inculcar la nulidad de la diferencia del esclavo y
del libre. «Todos hemos sido bautizados en un espíritu, para formar un
mismo cuerpo, judíos ó gentiles, _esclavos ó libres_.» (I ad Cor., c.
12, v. 13.) «Todos sois hijos de Dios por la fe que es Cristo Jesús.
Cualesquiera que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido
de Cristo: no hay judío ni griego, no hay _esclavo ni libre_, no hay
macho ni hembra: pues todos sois uno en Jesucristo.» (Ad Gal., c. 3, v.
26, 27, 28.) «Donde no hay gentil ni judío, circunciso é incircunciso,
bárbaro y escita, _esclavo y libre_, sino todo y en todos Cristo.» (_Ad
Coloss._, c. 3, v. 11.)
Parece que el corazón se ensancha al oir proclamar en alta voz esos
grandes principios de fraternidad y de santa igualdad; cuando acabamos
de oir á los oráculos del paganismo ideando doctrinas para abatir
más y más á los desgraciados esclavos, parece que despertamos de un
sueño angustioso, y nos encontramos con la luz del día, en medio de
una realidad halagüeña. La imaginación se complace en mirar á tantos
millones de hombres que, encorvados bajo el peso de la degradación y
de la ignominia, levantan sus ojos al cielo, y exhalan un suspiro de
esperanza.
Aconteció con esta enseñanza del Cristianismo lo que acontece con
todas las doctrinas generosas y fecundas: penetran hasta el corazón
de la sociedad, quedan allí depositadas como un germen precioso y,
desenvueltas con el tiempo, producen un árbol inmenso que cobija bajo
su sombra las familias y las naciones. Como esparcidas entre hombres,
no pudieron tampoco librarse de que se las interpretase mal, y se las
exagerase; y no faltaron algunos que pretendieron que la libertad
cristiana era la proclamación de la libertad universal. Al resonar á
los oídos de los esclavos las dulces palabras del Cristianismo, al oir
que se los declaraba hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, al ver que
no se hacía distinción alguna entre ellos y sus amos, ni aun los más
poderosos señores de la tierra, no ha de parecer tampoco muy extraño
que hombres acostumbrados solamente á las cadenas, al trabajo y á
todo linaje de pena y envilecimiento, exagerasen los principios de la
doctrina cristiana, é hiciesen de ella aplicaciones, que ni eran en sí
justas, ni tampoco capaces de ser reducidas á la práctica.
Sabemos por San Jerónimo que muchos, oyendo que se los llamaba á la
libertad cristiana, pensaron que con ésta se les daba la libertad; y
quizás el Apóstol aludía á este error, cuando en su primera carta á
Timoteo (c. 6, v. 1) decía: «Todos los que están bajo el yugo de la
esclavitud, que honren con todo respeto á sus dueños para que el nombre
y la doctrina del Señor no sean blasfemados.» Este error había tenido
tal eco, que después de tres siglos andaba todavía muy válido, viéndose
obligado el concilio de Gangres, celebrado por los años de 324, á
excomulgar á aquellos que, bajo pretexto de piedad, enseñaban que los
esclavos debían dejar á sus amos, y retirarse de su servicio. No era
esto lo que enseñaba el Cristianismo; y, además, queda ya bastante
evidenciado que no hubiera sido éste el verdadero camino para llegar á
la emancipación universal.
Así es que el mismo Apóstol, á quien hemos oído hablar á favor de
los esclavos un lenguaje tan generoso, les inculca repetidas veces
la obediencia á sus dueños; pero es notable que, mientras cumple con
este deber impuesto por el espíritu de paz y de justicia que anima al
Cristianismo, explica de tal manera los motivos en que se ha de fundar
la obediencia de los esclavos, recuerda con tan sentidas y vigorosas
palabras las obligaciones que pesan sobre los dueños, y asienta tan
expresa y terminantemente la igualdad de todos los hombres ante Dios,
que bien se conoce cuál era su compasión para con esa parte desgraciada
de la humanidad, y cuán diferentes eran sobre este particular sus ideas
de las de un mundo endurecido y ciego.
Albérgase en el corazón del hombre un sentimiento de noble
independencia, que no le consiente sujetarse á la voluntad de otro
hombre, á no ser que se le manifiesten títulos legítimos en que
fundarse puedan las pretensiones del mando. Si estos títulos andan
acompañados de razón y de justicia, y, sobre todo, si están radicados
en altos objetos que el hombre acata y ama, la razón se convence, el
corazón se ablanda, y el hombre cede. Pero, si la razón del mando es
sólo la voluntad de otro hombre, si se hallan encarados, por decirlo
así, hombre con hombre, entonces bullen en la mente los pensamientos
de igualdad, arde en el corazón el sentimiento de la independencia,
la frente se pone altanera y las pasiones braman. Por esta causa, en
tratándose de alcanzar obediencia voluntaria y duradera, es menester
que el que manda se oculte, desaparezca el hombre, y sólo se vea el
representante de un poder superior, ó la personificación de los motivos
que manifiestan al súbdito la justicia y la utilidad de la sumisión: de
esta manera no se obedece á la voluntad ajena por lo que es en sí, sino
porque representa un poder superior, ó porque es el intérprete de la
razón y de la justicia; y así no mira el hombre ultrajada su dignidad,
y se le hace la obediencia suave y llevadera.
No es menester decir si eran tales los títulos en que se fundaba la
obediencia de los esclavos antes del Cristianismo: las costumbres los
equiparaban á los brutos, y las leyes venían, si cabe, á recargar la
mano, usando de un lenguaje que no puede leerse sin indignación.
El dueño mandaba porque tal era su voluntad, y el esclavo se veía
precisado á obedecer, no en fuerza de motivos superiores, ni de
obligaciones morales, sino porque era una propiedad del que mandaba,
era un caballo regido por el freno, era una máquina que había de
corresponder al impulso del manubrio. ¿Qué extraño, pues, si aquellos
infelices, abrevados de infortunio y de ignominia, abrigaban en su
pecho aquel hondo y concentrado rencor, aquella virulenta saña, aquella
terrible sed de venganza, que á la primera oportunidad reventaba
con explosión espantosa? El horroroso degüello de Tiro, ejemplo y
terror del universo, según la expresión de Justino, las repetidas
sublevaciones de los penestas en Tesalia, de los ilotas en Lacedemonia,
las defecciones de los de Chío y Atenas, la insurrección acaudillada
por Herdonio, y el terror causado por ella á todas las familias de
Roma, las sangrientas escenas, la tenaz y desesperada resistencia de
las huestes de Espartaco, ¿qué eran sino el resultado natural del
sistema de violencia, de ultraje y desprecio con que se trataba á los
esclavos? ¿No es esto lo mismo que hemos visto reproducido en tiempos
recientes, en las catástrofes de los negros de las colonias? Tal es la
naturaleza del hombre: quien siembra desprecio y ultraje, recoge furor
y venganza.
Estas verdades no se ocultaron al Cristianismo, y así es que, si
predicó la obediencia, procuró fundarla en títulos divinos; si
conservó á los dueños sus derechos, también les enseñó altamente sus
obligaciones; y allí donde prevalecieron las doctrinas cristianas,
pudieron los esclavos decir: «Somos infelices, es verdad; á la desdicha
nos han condenado, ó el nacimiento, ó la pobreza, ó los reveses de
la guerra; pero al fin se nos reconoce por hombres, por hermanos; y
entre nosotros y nuestros dueños hay una reciprocidad de obligaciones
y de derechos.» Oigamos, ó si no, lo que dice el Apóstol: «Esclavos,
obedeced á los señores carnales con temor y temblor, con sencillez
de corazón como á Cristo, _no sirviendo con puntualidad para agradar
á los hombres_, sino como siervos de Cristo, haciendo de corazón la
voluntad de Dios, sirviendo de buena voluntad, _como al Señor, y no
como á los hombres_; sabiendo que cada uno recibirá del Señor el bien
que hiciere, sea _esclavo_, sea _libre_. Y vosotros, señores, haced lo
mismo con vuestros esclavos, aflojando en vuestras amenazas; sabiendo
que el Señor de ellos y vuestro está en los cielos; y _delante de él no
hay acepción de personas_.» (_Ad Ephes._, c. 6, v. 5, 6, 7, 8, 9.)
En la carta á los colosenses (c. 3) vuelve á inculcar la misma
doctrina de la obediencia, fundándola en los mismos motivos; y, como
consolando á los infelices esclavos, les dice: «Del Señor recibiréis
la retribución de la heredad. Servid á Cristo Señor. Pues, quien
hace injuria, recibirá su condigno castigo: y no hay delante de Dios
acepción de personas.» Y más abajo (c. 4, v. 1), dirigiéndose á
los señores, añade: «Señores, dad á los esclavos lo que es justo y
equitativo; sabiendo que vosotros también tenéis un Señor en el cielo.»
Esparcidas doctrinas tan benéficas, ya se ve que había de mejorarse
en gran manera la condición de los esclavos, siendo el resultado más
inmediato el templarse aquel rigor tan excesivo, aquella crueldad que
nos sería increíble, si no nos constara en testimonios irrecusables.
Sabido es que el dueño tenía el derecho de vida y de muerte, y que se
abusaba de esta facultad hasta matar á un esclavo por un capricho,
como lo hizo Quinto Flaminio en medio de un convite; y hasta arrojar
á las murenas á uno de esos infelices, por haber tenido la desgracia
de quebrar un vaso, como se nos refiere de Vedio Polión. Y no se
limitaba tamaña crueldad al círculo de algunas familias que tuviesen un
dueño sin entrañas, no, sino que estaba erigida en sistema; resultado
funesto, pero necesario, del extravío de las ideas sobre este punto,
del olvido de los sentimientos de humanidad: sistema violento que sólo
se sostenía teniendo hincado sin cesar el pie sobre la cerviz del
esclavo, que sólo se interrumpía cuando, pudiendo éste prevalecer, se
arrojaba sobre su dueño y lo hacía pedazos. Era antiguo proverbio:
«tantos enemigos, cuantos esclavos.»
Ya hemos visto los estragos que hacían esos hombres furiosos y
abrasados de sed de venganza, siempre que podían quebrantar las
cadenas que los oprimían; pero, á buen seguro que no les iban en zaga
los dueños, cuando se trataba de inspirarles terror. En Lacedemonia,
temiéndose un día de la mala voluntad de los ilotas, los reunieron á
todos cerca del templo de Júpiter, y los pasaron á cuchillo (_Tucy._,
l. 4); y en Roma había la bárbara costumbre de que, siempre que fuese
asesinado algún dueño, fueran condenados á muerte todos sus esclavos.
Congoja da el leer en Tácito (_Ann._, l. 14, 43) la horrorosa escena
ocurrida después de haber sido asesinado por uno de sus esclavos
el prefecto de la ciudad, Pedanio Secundo. Eran nada menos que 400
los esclavos del difunto, y, según la antigua costumbre, debían ser
conducidos todos al suplicio. Espectáculo tan cruel y lastimoso en que
se iba á dar la muerte á tantos inocentes, movió á compasión al pueblo,
que llegó al extremo de amotinarse para impedir tamaña carnicería.
Perplejo el Senado, deliberaba sobre el negocio, cuando, tomando la
palabra un orador llamado Casio, sostuvo con energía la necesidad de
llevar á cabo la sangrienta ejecución, no sólo á causa de prescribirlo
así la antigua costumbre, sino también por no ser posible de otra
manera el preservarse de la mala voluntad de los esclavos. En sus
palabras sólo hablan la injusticia y la tiranía; ve por todas partes
peligros y asechanzas; no sabe excogitar otros preservativos que la
fuerza y el terror; siendo notable en particular la siguiente cláusula,
porque en breve espacio nos retrata las ideas y costumbres de los
antiguos sobre este punto: «Sospechosa fué siempre á nuestros mayores
la índole de los esclavos, aun de aquellos que, por haberles nacido
en sus propias posesiones y casas, podían desde la cuna haber cobrado
afición á los dueños; pero, después que tenemos esclavos de naciones
extrañas, de diferentes usos y de diversa religión, para contener á
esa canalla no hay otro medio que el terror.» La crueldad prevaleció:
se reprimió la osadía del pueblo, se cubrió de soldados la carrera, y
los 400 desgraciados fueron conducidos al patíbulo.
Suavizar ese trato cruel, desterrar esas horrendas atrocidades, era
el primer fruto que debían dar las doctrinas cristianas; y puede
asegurarse que la Iglesia no perdió jamás de vista tan importante
objeto, procurando que la condición de los esclavos se mejorase en
cuanto era posible; que en materia de castigo se substituyese la
indulgencia á la crueldad; y, lo que más importaba, se esforzó en
que ocupase la razón el lugar del capricho, que á la impetuosidad
de los dueños sucediese la calma de los tribunales: es decir, que
se anduvieran aproximando los esclavos á los libres, rigiendo, con
respecto á ellos, no el hecho, sino el derecho.
La Iglesia no ha olvidado jamás la hermosa lección que le dió el
Apóstol cuando, escribiendo á Filemón, intercedía por un esclavo, y
esclavo fugitivo, llamado Onésimo, y hablaba en su favor un lenguaje
que no se había oído nunca en favor de esa clase desgraciada. «Te
ruego, le decía, por mi hijo Onésimo; ahí te lo he remitido, recíbelo
como mis entrañas, no como á esclavo, sino como á hermano cristiano;
si me amas, recíbelo como á mí; si en algo te ha dañado, ó te debe,
yo quedo responsable.» (_Ep. ad Philem._) No, la Iglesia no olvidó
esta lección de fraternidad y de amor, y el suavizar la suerte de los
esclavos fué una de sus atenciones más predilectas.
El concilio de Elvira, celebrado á principios del siglo IV, sujeta á
penitencia á la mujer que haya golpeado con daño grave á su esclava. El
de Orleans, celebrado en 549 (can. 22), prescribe que, si se refugiare
en la iglesia algún esclavo que hubiere cometido algunas faltas, se le
vuelva á su amo, pero haciéndole antes prestar juramento de que, al
salir, no le hará daño ninguno; mas que, si le maltratare quebrantando
el juramento, sea separado de la comunión y de la mesa de los
católicos. Este canon nos revela dos cosas: la crueldad acostumbrada
de los amos, y el celo de la Iglesia por suavizar el trato de los
esclavos. Para poner freno á la crueldad, nada menos se necesitaba
que exigir un juramento; y la Iglesia, aunque de suyo tan delicada en
materia de juramentos, juzgaba, sin embarco, el negocio de bastante
importancia para que pudiera y debiera emplearse en él el augusto
nombre de Dios.
El favor y protección que la Iglesia dispensaba á los esclavos, se iba
extendiendo rápidamente: y, á lo que parece, debía de introducirse en
algunos lugares la costumbre de exigir juramento, no tan sólo de que el
esclavo refugiado en la iglesia no sería maltratado en su persona, pero
que ni aun se le impondría trabajo extraordinario, ni se le señalaría
con ningún distintivo que le diera á conocer. De esta costumbre,
procedente sin duda del celo por el bien de la humanidad, pero que
quizás hubiera traído inconvenientes aflojando con demasiada prontitud
los lazos de la obediencia, y dando lugar á excesos de parte de los
esclavos, encuéntranse los indicios en una disposición del concilio de
Epaona (hoy, según algunos, Abbón), celebrado por los años de 517, en
que se procura atajar el mal, prescribiendo una prudente moderación,
sin levantar por eso la mano de la protección comenzada. En el canon
39 ordena que, si un esclavo reo de algún delito atroz se retrae á la
iglesia, sólo se le libre de las penas corporales; sin obligar al dueño
á prestar juramento de que no le impondrá trabajo extraordinario, ó que
no le cortará el pelo para que no sea conocido. Y nótese bien que, si
se pone esa limitación, es cuando el esclavo haya cometido un delito
atroz, y que, en tal caso, la facultad que se le deja al amo, es la de
imponerle trabajo extraordinario, ó de distinguirle cortándole el pelo.
Quizás no faltará quien tizne de excesiva semejante indulgencia; pero
es menester advertir que, cuando los abusos son grandes y arraigados,
el empuje para arrancarlos ha de ser fuerte; y que á veces, si bien
parece á primera vista que se traspasan los límites de la prudencia,
este exceso aparente no es más que aquella oscilación indispensable
que sufren las cosas antes de alcanzar su verdadero aplomo. Aquí no
trataba la Iglesia de proteger el crimen, no reclamaba indulgencia
para el que no la mereciese; lo que se proponía era poner coto á la
violencia y al capricho de los amos; no quería consentir que un hombre
sufriese los tormentos y la muerte, porque tal fuese la voluntad de
otro hombre. El establecimiento de leyes justas, y la legítima acción
de los tribunales, son cosas á que jamás se ha opuesto la Iglesia; pero
la violencia de los particulares no ha podido consentirla nunca.
De este espíritu de oposición al ejercicio de la fuerza privada,
espíritu que entraña nada menos que la organización social, encontramos
una muestra muy á propósito en el canon 15 del concilio de Mérida,
celebrado en el año 666. Sabido es, y lo llevo ya indicado, que los
esclavos eran una parte principal de la propiedad, y que, estando
arreglada la distribución del trabajo conforme á esa base, no le era
posible prescindir de tener esclavos á quien tuviese propiedades,
sobre todo si eran algo considerables. La Iglesia se hallaba en este
caso; y, como no estaba en su mano el cambiar de golpe la organización
social, tuvo que acomodarse á esta necesidad, y tenerlos también. Si
con respecto á éstos quería introducir mejoras, bueno era que empezase
ella misma á dar el ejemplo; y este ejemplo se halla en el canon del
concilio que acabo de citar. En él, después de haber prohibido á los
obispos y á los sacerdotes el maltratar á los sirvientes de la Iglesia
mutilándolos, dispone el concilio que, si cometen algún delito, se los
entregue á los jueces seglares, pero de manera que los obispos moderen
la pena á que sean condenados. Es digno de notarse que, según se deduce
de este canon, estaba todavía en uso el derecho de mutilación, hecha
por el dueño particular, y que quizás se conservaba aún muy arraigado,
cuando vemos que el concilio se limita á prohibir esta pena á los
eclesiásticos, y nada dice con respecto á los legos.
En esta prohibición influía, sin duda, la mira de que, derramando
sangre humana, no se hicieran incapaces los eclesiásticos de ejercer
aquel elevado ministerio, cuyo acto principal es el augusto sacrificio
en que se ofrece una víctima de paz y de amor; pero esto nada quita de
su mérito, ni disminuye su influencia en la mejora de la suerte de los
esclavos: siempre era reemplazar la vindicta particular con la vindicta
pública; era una nueva proclamación de la igualdad de los esclavos con
los libres cuando se trataba de efusión de sangre; era declarar que las
manos que derramasen la de un esclavo, quedaban con la misma mancha que
si hubiesen vertido la de un hombre libre. Y era necesario inculcar de
todos modos esas verdades saludables, ya que estaban en tan abierta
contradicción con las ideas y costumbres antiguas; era necesario
trabajar asiduamente en que desapareciesen las expresiones vergonzosas
y crueles, que mantenían privados á la mayor parte de los hombres de la
participación de los derechos de la humanidad.
En el canon que acabo de citar hay una circunstancia notable, que
manifiesta la solicitud de la Iglesia para restituir á los esclavos la
dignidad y consideración de que se hallaban privados. El rapamiento de
los cabellos era entre los godos una pena muy afrentosa, y que, según
nos dice Lucas de Tuy, casi les era más sensible que la muerte. Ya se
deja entender que, cualquiera que fuese la preocupación sobre este
punto, podía la Iglesia permitir el rapamiento, sin incurrir en la
nota que consigo lleva el derramamiento de sangre; pero, sin embargo,
no quiso hacerlo; y esto indica que procuraba borrar las marcas de
humillación, estampadas en la frente del esclavo. Después de haber
prevenido á los sacerdotes y obispos, que entreguen al juez á los que
sean culpables, dispone que «no toleren que se los rape con ignominia».
Ningún cuidado estaba de más en esta materia: era necesario
acechar todas las ocasiones favorables, procurando que anduviesen
desapareciendo las odiosas excepciones que afligían á los esclavos.
Esta necesidad se manifiesta bien á las claras en el modo de expresarse
el concilio undécimo de Toledo, celebrado en el año 675. En su canon
6.º prohibe á los obispos el juzgar por sí los delitos dignos de
muerte, y el mandar la mutilación de los miembros; pero véase cómo
juzgó necesario advertir que no consentía excepción, añadiendo: «ni aun
contra los siervos de su Iglesia». El mal era grave, y no podía ser
curado sino con solicitud muy asidua; por manera que, aun limitándonos
al derecho más cruel de todos, cual es el de vida y muerte, vemos
que cuesta largo trabajo el extirparle. Á principios del siglo VI no
faltaban ejemplos de tamaño exceso, pues que el concilio de Epaona en
su canon 34 dispone «que sea privado por dos años de la comunión de la
Iglesia el amo que por su _propia autoridad_ haga quitar la vida á un
esclavo». Había promediado ya el siglo IX, y todavía nos encontramos
con atentados semejantes; atentados que procuraba reprimir el concilio
de Wormes, celebrado en el año 868, sujetando á dos años de penitencia
al amo que con su _autoridad privada_ hubiese dado muerte á su esclavo.


CAPITULO XVII

Mientras se suavizaba el trato de los esclavos, y se los aproximaba en
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