El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 21

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cierto punto la vida y las costumbres de los primitivos germanos.
Estos cuadros son ciertamente un poco ideales, tienen algo de poético;
la parte repugnante de las costumbres y de la vida de los bárbaros
no se presenta en ellos con toda su crudeza; y no hablo solamente de
los males acarreados por esas costumbres al estado social, sino de la
situación interior, individual del mismo bárbaro. En esta necesidad
imperiosa de independencia personal había algo de más material, algo de
más grosero de lo que se desprende y pudiera deducirse de la obra de M.
Thierry: dominaba en los bárbaros del Norte cierto grado de brutalidad,
de embriaguez, de apatía, que no siempre se ven fielmente representadas
en aquellas narraciones. No obstante, profundizando más y más las
cosas, á pesar de esa confusa mezcla de brutalidad, de materialismo,
de egoísmo estúpido, se conoce que aquella pasión por la independencia
individual es un sentimiento noble, cuyo poder deriva todo de la parte
superior, de la naturaleza moral del mismo hombre: es el placer de
sentirse hombre, el sentimiento de la personalidad, de la espontaneidad
humana en su libre desarrollo.
»Á los bárbaros germanos, señores, debe la moderna civilización ese
sentimiento desconocido enteramente de los romanos, de la Iglesia, de
casi todas la civilizaciones antiguas. Cuando en éstas hace algún papel
la libertad, es la libertad política, la libertad del ciudadano; ésta
era la que le movía, la que le entusiasmaba; no su libertad personal:
pertenecía á una asociación, se hallaba consagrado á una asociación,
y por una asociación estaba pronto á sacrificarse. Lo mismo sucedía
en la Iglesia cristiana: reinaba entre los fieles un vivo apego á la
corporación cristiana, un rendido acatamiento, un entero abandono á
sus leyes, un fuerte empeño de extender su imperio: otras veces el
sentimiento religioso conducía al hombre á una reacción sobre sí
mismo, sobre su alma, á una lucha interior, para sojuzgar su libre
albedrío y someterlo á las inspiraciones de su fe. El sentimiento,
empero, de independencia personal, ese anhelo de libertad que se
desarrolla sin otro fin ni objeto que el de complacerse, este
sentimiento, repito, era desconocido á los romanos y á la sociedad
cristiana. Los bárbaros le llevaron consigo y le depositaron en la
cuna de la civilización europea. Tan descollante papel ha en ella
representado, tan hermosos resultados ha producido, que es imposible
dejar de reconocerle como uno de sus elementos principales.» (_Historia
de la civilización europea. Lección II._)
El sentimiento de la independencia personal atribuído exclusivamente á
un pueblo, ese sentimiento vago, indefinible, con una extraña mezcla de
noble y de brutal, de bárbaro y de civilizador, tiene algo de poético,
muy propio para seducir la fantasía; pero, como el contraste mismo con
que se procura aumentar el efecto de las pinceladas lleva en sí algo de
extraordinario y hasta contradictorio, la severa razón sospecha algún
error oculto, y se pone en cautelosa guarda.
Si es verdad que tal fenómeno haya existido, ¿de dónde pudo dimanar?
¿fué quizás un resultado del clima? Pero ¿cómo es concebible que
abrigaran los hielos del Norte lo que no abrigaban los ardores del
Mediodía? ¿cómo es que, desenvolviéndose con tanta fuerza en los países
meridionales de Europa el sentimiento de la independencia política,
cabalmente no se encontrara en ellos el sentimiento de la independencia
personal? ¿no fuera una extrañeza, mejor diré, un absurdo, que los
climas se hubiesen repartido como patrimonios los sentimientos de las
dos clases de libertad?
Diráse quizás que procedía este sentimiento del estado social; pero, en
tal caso, no era menester atribuirle como característico á un pueblo;
bastaba asentar, en general, que ese sentimiento era propio de los
pueblos que se hallasen en el estado social de los germanos. Además
que, si era un efecto del estado social, ¿cómo pudo ser un germen, un
principio fecundo de civilización, lo que era propio de la barbarie?
Este sentimiento debiera haberse borrado por la civilización, no
conservarse en medio de ella, no contribuir á su desarrollo; y, si bajo
alguna forma debía permanecer, ¿por qué no sucedió lo mismo en otras
civilizaciones, ya que no fueron, por cierto, los germanos el único
pueblo que haya pasado de la barbarie á la civilización?
No se pretende, por eso, decir que los bárbaros del Norte no ofrecieran
bajo este aspecto alguna particularidad notable, ni tampoco que no se
encuentre en la civilización europea un sentimiento de personalidad,
por decirlo así, que no se halla en las demás civilizaciones; pero sí
que para explicar el individualismo de los germanos es poco filosófico
valerse de misterios y enigmas, sí que para señalar la razón de la
superioridad que tiene en esta parte la civilización europea, no es
necesario acudir á la barbarie de los germanos. Si queremos formarnos
idea cabal de esta cuestión tan complexa é importante, conviene ante
todo fijar en cuanto cabe la verdadera naturaleza del individualismo
de los bárbaros. En un opúsculo que di á luz hace algún tiempo, cuyo
título era: _Observaciones sociales, políticas y económicas sobre
los bienes del clero_, traté por incidencia de ese individualismo,
y me esforcé en aclarar sobre este punto las ideas, y, como desde
entonces no he variado de opinión, antes me he confirmado más en ella,
trasladaré á continuación lo que allí decía: «¿Qué venía á ser este
sentimiento? ¿era peculiar de aquellos pueblos, era un resultado de
las influencias del clima, de una situación social? ¿era tal vez un
sentimiento, que se halle en todos lugares y tiempos, pero modificado á
la sazón por circunstancias particulares? ¿Cuál era su fuerza, cuál su
tendencia, qué encerraba de justo ó de injusto, de noble ó degradante,
de provechoso ó nocivo? ¿qué bienes llevó á la sociedad, qué males?
y éstos ¿cómo se combatieron, por quién, y por qué medios, con qué
resultado? Muchas cuestiones hay encerradas aquí; pero no traen,
sin embargo, la complicación que pudiera parecer; aclarada una idea
fundamental, las demás se desenvolverán muy fácilmente; y, simplificada
la teoría, vendrá luego la historia en su confirmación y apoyo.
»Hay en el fondo del corazón del hombre un sentimiento fuerte,
vivo, indeleble, que le inclina á conservarse, á evitarse males, y
á procurarse bienestar y dicha. Llámesele amor propio, instinto de
conservación, deseo de la felicidad, anhelo de perfección, egoísmo,
individualismo, llámesele como se quiera, el sentimiento existe: aquí
dentro le tenemos, no podemos dudar de él; él nos acompaña en todos
nuestros pasos, en todas nuestras acciones, desde que abrimos los
ojos á la luz hasta que descendemos al sepulcro. Este sentimiento,
si bien se le observa en su origen, naturaleza y objeto, no es más
que una gran ley de todos los seres, aplicada al hombre; ley que,
siendo una garantía de la conservación y perfección de los individuos,
contribuye de un modo admirable á la harmonía del universo. Bien claro
es que semejante sentimiento nos ha de llevar naturalmente á aborrecer
la opresión, y á experimentar un desagrado por cuanto tiende á
embarazarnos, ó á coartarnos el uso de nuestras facultades: la razón es
obvia; todo esto nos causa un malestar, y á semejante estado se opone
nuestra naturaleza; hasta el niño más tierno sufre ya de mala gana la
ligadura que le embarga el libre movimiento: se enfada, forceja, llora.
»Además, si por una ú otra causa no carece totalmente el individuo
del conocimiento de sí mismo; si, por poco que sea, han podido
desarrollarse algún tanto sus facultades intelectuales, brotará en
el fondo de su alma otro sentimiento que nada tiene de común con el
instinto de conservación que impele á todos los seres, otro sentimiento
que pertenece exclusivamente á la inteligencia: hablo del sentimiento
de dignidad, del aprecio, de la estimación de nosotros mismos, de ese
fuego que brota en el corazón de nuestra más tierna infancia, y que,
nutrido, extendido y avivado con el pábulo que va suministrando el
tiempo, es capaz de aquella fuerza prodigiosa, de aquella expansión que
tan inquietos, tan activos, tan agitados nos trae en todos los períodos
de nuestra vida. La sujeción de un hombre á otro hombre envuelve algo
que hiere este sentimiento de dignidad; porque, aun suponiendo esta
sujeción conciliada con toda la libertad y suavidad posibles, con
todos los respetos á la persona sujeta, revela al menos á ésta alguna
flaqueza ó necesidad que la obliga á dejarse cercenar algún tanto del
libre uso de sus facultades: y he aquí otro origen del sentimiento de
independencia personal.
»Infiérese de lo que acabo de exponer, que el hombre lleva siempre
consigo el amor á la independencia, que este sentimiento es común á
todos los tiempos y países, y que no puede ser de otra manera, pues que
hemos encontrado su raíz en dos sentimientos tan naturales al hombre,
como son: _el deseo de bienestar, y el sentimiento de su dignidad_.
»Es evidente que en la infinidad de situaciones, física y moralmente
diversas, en que puede encontrarse el individuo, las modificaciones de
tales sentimientos podrán también variarse hasta lo infinito; y que
éstos, sin salir del círculo que les traza su esencia, tienen mucha
latitud para que sean susceptibles de muy diferentes graduaciones
en su energía ó debilidad, y para que sean morales ó inmorales,
justos ó injustos, nobles ó innobles, provechosos ó nocivos, y, por
consiguiente, para que puedan comunicar al individuo á quien afectan
mucha diversidad de inclinaciones, de hábitos y costumbres, dando así
á la fisonomía de los pueblos rasgos muy diferentes, según sea el modo
particular y característico con que se hallan afectados los individuos.
Aclaradas ya estas nociones, sin haber dejado nunca de la mano el
corazón del hombre, queda también manifestado cómo deben resolverse
todas las cuestiones generales que se habían ofrecido con relación
al sentimiento de individualismo; echándose de ver también que no es
menester recurrir á palabras misteriosas, ni á explicaciones poéticas;
porque nada hay aquí que no pueda sujetarse á riguroso análisis.
»Las ideas que el hombre se forme de su bienestar y dignidad, y los
medios de que disponga para alcanzar aquél, y conservar ésta, he
aquí lo que graduará la fuerza, determinará la naturaleza, fijará
el carácter, señalará la tendencia de todos estos sentimientos;
es decir, que todo dependerá del estado físico y moral en que se
hallen la sociedad y el individuo. Y, aun en igualdad de las demás
circunstancias, dad al hombre las verdaderas ideas de su bienestar y
dignidad, tales como las enseñan la razón y, sobre todo, la religión
cristiana, y formaréis un buen ciudadano; dádselas equivocadas,
exageradas, absurdas, tales como las explican escuelas perversas y como
las propalan los tribunos de todos los tiempos y países, y sembraréis
abundante semilla de turbulencias y desastres.
»Falta ahora hacer una aplicación de esta doctrina, para que,
concretándonos al objeto que nos ocupa, podamos manifestar con toda
claridad el punto principal que nos hemos propuesto.
»Si fijamos nuestra atención sobre los pueblos que invadieron y
derribaron el imperio romano, ateniéndonos á los rasgos que sobre
ellos nos ha conservado la historia, á lo que de sí arrojan las mismas
circunstancias en que se encontraban, y á lo que en esta materia
ha podido enseñar á la ciencia moderna la inmediata observación de
algunos pueblos de América, no nos será imposible formarnos idea de
cuál era entre los bárbaros invasores el estado de la sociedad y del
individuo. Situados los bárbaros en su país natal, en medio de sus
montes y bosques cubiertos de nieve y de escarcha, tenían también
sus lazos de familia, sus relaciones de parentesco, su religión, sus
tradiciones, sus hábitos, sus costumbres, su apego al propio suelo, su
amor á la independencia de la patria, su entusiasmo por las hazañas
de sus mayores, su amor á la gloria adquirida en el combate, su anhelo
de perpetuar en sus hijos una raza robusta, valiente y libre, sus
distinciones de familias, sus divisiones en tribus, sus sacerdotes, sus
caudillos, su gobierno. Sin que sea menester entrar ahora en cuestiones
sobre el carácter que entre ellos tenían las formas de gobierno, y
dando de mano á cuanto pudiera decirse sobre su monarquía, asambleas
públicas y otros puntos semejantes, cuestiones todas que, á más de ser
ajenas de este lugar, llevan siempre consigo mucho de imaginario é
hipotético, me contentaré con observar lo que para todos los lectores
será incontestable, y es, que la organización de la sociedad era entre
ellos cual debía esperarse de ideas rudas y supersticiosas, usos
groseros y costumbres feroces; es decir, que su estado social no se
elevaba sobre aquel nivel que naturalmente debían de haberle señalado
tan imperiosas necesidades, como son, el que no se convirtieran en
absoluto caos sus bosques, y que á la hora del combate no marcharan sin
alguna cabeza y guía confusos pelotones.
»Nacidos aquellos pueblos en climas destemplados y rigurosos,
embarazándose y estrechándose unos á otros por su asombrosa
multiplicación, escasos, por lo mismo, de medios de subsistencia, y
teniendo á la vista la abundancia y comodidades con que les brindaban
espaciosas y cultivadas comarcas, sentíanse á la vez acosados de
grandes necesidades, y estimulados vivamente por la presencia y
cercanía de la presa; y, como que no veían otro dique que las flacas
legiones de una civilización muelle y caduca, sintiéndose ellos
robustos de cuerpo, esforzados y briosos de ánimo, y alentados por
su misma muchedumbre, despegábanse fácilmente de su país natal,
desenvolvíase en su pecho el espíritu emprendedor, y se precipitaban
impetuosos sobre el imperio, como un torrente que se despeña de un alto
risco, inundando las llanuras vecinas.
»Por imperfecto que fuera su estado social, por groseros que fueran
los lazos de que estaba formado, bastábales, sin embargo, á ellos
en su país natal, y en sus costumbres primitivas; y, si los bárbaros
hubiesen permanecido en sus bosques, habría continuado aquella forma de
gobierno llenando á su modo su objeto, como nacida que era de la misma
necesidad, adaptada á las circunstancias, arraigada con el hábito,
sancionada por la antigüedad, y enlazada con todo linaje de tradiciones
y recuerdos.
»Pero eran sobrado débiles estos lazos sociales para que pudieran ser
trasladados sin quebrantarse; y aquellas formas de gobierno eran,
como se echa de ver, tan acomodadas al estado de barbarie, y, por
consiguiente, tan circunscriptas y limitadas, que mal podían aplicarse
á la nueva situación en que casi de repente se encontraron aquellos
pueblos.
»Figuraos ahora á los bravos hijos de las selvas arrojados sobre el
Mediodía, como un león sobre su presa, precedidos de sus feroces
caudillos, seguidos del enjambre de sus mujeres é hijos, llevando
consigo sus rebaños y sus groseros arreos, destrozando de paso
numerosas legiones, saltando trincheras, salvando fosos, escalando
baluartes y murallas, talando campiñas, arrasando bosques, incendiando
populosas ciudades, arrastrando grandes pelotones de esclavos recogidos
en el camino, arrollando cuanto se les opone, y llevando delante de
sí numerosas bandadas de fugitivos, corriendo pavorosas y azoradas
por escapar del hierro y del fuego; figuráoslos un momento después,
engreídos por la victoria, ufanos con tantos despojos, encrudecidos
con tantos combates, incendios, saqueos y matanzas; trasladados
como por encanto á un nuevo clima, bajo otro cielo, nadando en la
abundancia, en los placeres, en nuevos goces de todas clases; con una
confusa mezcla de idolatría y de Cristianismo, de mentira y de verdad,
muertos en los combates los principales caudillos, confundidas con el
desorden las familias, mezcladas las razas, alterados y perdidos los
antiguos hábitos y costumbres, y desparramados, por fin, los pueblos
en países inmensos, en medio de otros pueblos de diversas lenguas, de
otras ideas, de distintos usos y costumbres; figuraos, si podéis, ese
desorden, esa confusión, ese caos; y decidme si no veis quebrantados,
hechos mil trozos todos los lazos que formaban la sociedad de esos
pueblos, y si no veis desaparecer de repente la sociedad civilizada con
la sociedad bárbara, aniquilarse todo lo antiguo, antes que pudiera
reemplazarlo nada nuevo.
»Y entonces, si fijáis vuestra vista sobre el adusto hijo del aquilón,
al sentir que se relajan de repente todos los vínculos que le unían
con su sociedad, que se quebrantan todas las trabas que contenían su
fiereza, al encontrarse solo, aislado, en posición tan nueva, tan
singular y extraordinaria, conservando un obscuro recuerdo de su país,
sin haberse aficionado todavía al recién ocupado, sin respeto á una
ley, sin temor á un hombre, sin apego á una costumbre, ¿no le veis,
arrastrado de su impetuosa ferocidad, arrojarse sin freno á dondequiera
que le conducen sus hábitos de violencia, de vagancia, de pillaje y
matanzas; y, confiado siempre en su nervudo brazo, en su planta ligera,
guiado por las inspiraciones de un corazón lleno de brío y de fuego, y
por una fantasía exaltada con la vista de tantos, tan nuevos y variados
países, por los azares de tantos viajes y combates, no le veis acometer
temerario todas las empresas, rechazar toda sujeción, sacudir todo
freno, y saborearse en los peligros de nuevas luchas y aventuras? ¿Y
no encontráis aquí el misterioso individualismo, el sentimiento de
independencia personal, con toda su realidad filosófica y con toda su
verdad histórica?
»Este individualismo brutal, este feroz sentimiento de independencia,
que ni podía conciliarse con el bienestar del individuo, ni con su
verdadera dignidad; que, entrañando un principio de guerra eterna, y de
vida errante, debía acarrear necesariamente la degradación del hombre
y la completa disolución de la sociedad, tan lejos estaba de encerrar
un germen de civilización, que antes bien era lo más á propósito para
conducir la Europa al estado salvaje, ahogando en su misma cuna toda
sociedad, desbaratando todas las tentativas encaminadas á organizarla
y acabando de aniquilar cuantos restos hubiesen quedado de la
civilización antigua.»
Las reflexiones que se acaban de presentar serán más ó menos felices,
pero al menos no adolecen de la inconcebible incoherencia, por no
decir contradicción, de hermanar la barbarie y la brutalidad con
la civilización y la cultura; por lo menos no se llama principio
descollante, fecundo en la civilización europea, á lo mismo que un
poco más allá se señala como uno de los obstáculos más poderosos que
salían al paso á las tentativas de organización social. Como en este
punto coincide M. Guizot con la opinión que acabo de manifestar, y
hace resaltar notablemente la incoherencia de su doctrina, el lector
no llevará á mal que se lo haga oir de su propia boca: «Es claro
que, si los hombres carecen de ideas que se extiendan más allá de su
propia existencia; si su horizonte intelectual no alcanza más allá del
individualismo; si se dejan arrastrar por la fuerza de sus pasiones é
intereses; si no poseen un cierto número de nociones y de sentimientos
comunes que sirvan como de lazo entre todos los asociados; es claro,
digo, que será imposible entre ellos toda idea de sociedad, que cada
individuo será en la sociedad á que pertenezca, un principio de
trastorno y de disolución.
»Dondequiera que domine casi absolutamente el individualismo;
dondequiera que el hombre no se considere más que á sí propio, que
sus ideas no se extiendan más allá de sí mismo, no obedezca más que
á su pasión, la sociedad (hablo de una sociedad un poco dilatada y
permanente) llega á ser poco menos que imposible. Tal era en el tiempo
de que hablamos el estado moral de los conquistadores de Europa.
Hice ya notar en la última reunión que debíamos á los germanos el
sentimiento enérgico de la libertad particular y del individualismo
humano. Pues bien: cuando el hombre se halla en un estado de extrema
rusticidad y de ignorancia, entonces ese sentimiento es el egoísmo
con toda su brutalidad, con toda su insociabilidad, y en este estado
se encontraba entre los germanos desde el siglo V hasta el VIII.
Sin hallarse acostumbrados á más que á cuidar de su propio interés,
á satisfacer sus pasiones, á dar cumplimiento á su voluntad, ¿cómo
habrían podido acomodarse á un estado un poco organizado? Habíase
intentado varias veces hacerlos entrar en él, ellos mismos lo deseaban;
mas, burlaban siempre esos deseos, y hacían inútil toda tentativa,
la brutalidad, la ignorancia, la imprevisión. Á cada instante se ve
levantarse un embrión de sociedad, y á cada instante se ve esa misma
sociedad desmembrarse, arruinarse, por faltar en los hombres ideas
morales y comunes, elementos tan necesarios é indispensables.
»Tales eran, señores, las dos verdaderas causas que prolongaron el
estado de la barbarie: mientras existieron, ella también duró.»
(_Historia general de la civilización europea. Lección III._)
Á M. Guizot sucedióle con su _individualismo_ lo que suele acontecer
á los grandes talentos: un fenómeno singular los hiere vivamente,
inspírales un ardiente deseo de averiguar la causa, y tropiezan á
menudo, caen en error, arrastrados por una secreta inclinación á
señalar un origen nuevo, inesperado, sorprendente. Para extraviarle,
mediaba todavía otra causa. En su mirada vasta y penetrante sobre la
civilización europea, en el cotejo que de ella hizo con las más famosas
civilizaciones antiguas, descubrió una diferencia muy notable entre el
individuo de la primera y el individuo de las otras; vió, sintió en el
hombre europeo algo de más noble, de más independiente que no hallaba
ni en el griego ni en el romano; era menester señalar el origen de esta
diferencia, y no era poco trabajosa la tarea para la posición en que se
encontraba el historiador filósofo. Ya al echar una ojeada sobre los
varios elementos de la civilización europea, se le había presentado la
Iglesia como uno de los más poderosos, como uno de los más influyentes
en la organización social, y en el impulso que hizo marchar el
mundo hacia un porvenir grande y venturoso; ya lo había reconocido
expresamente así, y tributado un testimonio á la verdad, con aquellos
rasgos magníficos que trazar sabe su elocuente pluma; ¿y queríase ahora
que, para explicar el fenómeno que llamaba su atención, recurriese
también al Cristianismo, á la Iglesia? Eso hubiera sido dejarla
sola en la grande obra de la civilización, y M. Guizot á toda costa
quería señalarle coadjutores; por esta causa fija sus miradas sobre
las hordas bárbaras; y en la frente adusta, en la fisonomía feroz,
en el mirar inquieto y fulminante del hijo de las selvas, pretende
descubrir el tipo, algo tosco sí, pero no menos verdadero, de la noble
independencia, de la elevación y dignidad, que lleva rasgueadas en su
frente el individuo europeo.
Aclarada ya la naturaleza del misterioso individualismo de los
germanos, y demostrado también que, lejos de ser un elemento de
civilización, lo era de desorden y barbarie, falta ahora examinar cuál
es la diferencia que media entre la civilización europea y las demás
con respecto al sentimiento de dignidad é independencia que anima al
individuo; falta determinar á punto fijo cuáles son las modificaciones
que en Europa ha tomado un sentimiento, el cual, como vimos ya, mirado
en sí, es común á todos los hombres.
En primer lugar, carece de fundamento lo que afirma M. Guizot: que
_el sentimiento de independencia personal, ese anhelo de libertad que
agita los corazones sin otro fin ni objeto que el de complacerse, fuese
característico de los bárbaros, y desconocido entre los romanos_.
Claro es que, al entablarse semejante comparación, no puede entenderse
del sentimiento en su estado de bravura y ferocidad, pues que esto
equivaldría á decirnos que los pueblos civilizados no podían tener el
carácter distintivo de la barbarie; pero, si le despojamos de esta
circunstancia, hallábase, y muy vivo, no sólo entre los romanos, sino
también entre los pueblos más famosos de la antigüedad.
«Cuando en las civilizaciones antiguas, dice M. Guizot, hace algún
papel la libertad, debe entenderse de la libertad política, de
la libertad del ciudadano; ésta era la que le movía, la que le
entusiasmaba, no su libertad personal; pertenecía á una asociación, y
por una asociación estaba pronto á sacrificarse.» Sin que sea menester
negar que había ese espíritu de consagrarse á una asociación, y con
algunas particularidades notables, que más abajo me propongo explicar,
puédese afirmar, no obstante, que el deseo de _la libertad personal,
con el solo fin y objeto de complacerse_, quizás era entre ellos
más vivo que entre nosotros; si no, ¿qué buscaban los fenicios, los
griegos isleños y asiáticos, y los cartagineses, cuando emprendían
sus navegaciones, que, para el atraso de aquellos tiempos, eran tan
osadas y peligrosas como las de nuestros más intrépidos marinos?
¿Era acaso por _sacrificarse á una asociación_, cuando sólo ansiaban
descubrir nuevas playas donde pudiesen amontonar plata y oro, y
todo linaje de preciosidades? ¿No los guiaba el anhelo de adquirir,
de _complacerse_? ¿Dónde está la asociación? ¿Dónde se la divisa?
¿Vemos acaso otra cosa que el individuo con sus pasiones, con sus
gustos, con su afán de satisfacerlos? Y los griegos, esos griegos
tan muelles, tan voluptuosos, tan sedientos de placer, ¿no tenían
vivísimo el sentimiento de su _libertad personal_, de poder vivir con
amplia libertad, con el _solo fin y objeto de complacerse_? Sus poetas
cantando el néctar y los amores, sus libres cortesanas recibiendo los
obsequios de los hombres más famosos, y haciendo olvidar á los sabios
la mesura y gravedad filosóficas, y el pueblo celebrando sus fiestas
en medio de la disolución más espantosa, ¿era todo esto un sacrificio
que se hacía en las aras de la asociación? ¿Tampoco había aquí el
individualismo, el afán de _complacerse_?
Por lo que toca á los romanos, si se hablase de lo que se llama bellos
tiempos de la república, no fuera quizás tan fácil ofrecer pruebas de
lo que estamos manifestando; pero cabalmente se trata de los romanos
del imperio, de los romanos que vivían en la época de la irrupción
de los bárbaros; de esos romanos tan sedientos de _complacerse_, y
tan devorados de esa fiebre de que tan negros cuadros nos conserva la
historia. Sus soberbios palacios, sus magníficas quintas, sus regalados
baños, sus espléndidos cenáculos, sus mesas opíparas, sus lujosos
trajes, su disipación voluptuosa, ¿no muestran acaso al individuo,
que, sin pensar en la asociación á que pertenece, trata tan sólo de
lisonjear sus pasiones y caprichos, viviendo con la mayor comodidad,
regalo y esplendor posibles; que no cuida de otra cosa que de solazarse
con sus amigos, de mecerse blandamente en los brazos del placer, de
satisfacer todos sus caprichos, de saciar todas sus pasiones, que todo
lo ha olvidado, que en nada piensa, sino en que tiene un corazón que
ansía por complacerse y gozar?
No es fácil tampoco atinar por qué M. Guizot atribuye exclusivamente
á los bárbaros _el placer de sentirse hombre, el sentimiento de su
personalidad, de la espontaneidad humana en su libre desarrollo_. ¿Y
podemos creer que de tales sentimientos carecieran los vencedores
de Maratón y de Platea, los pueblos que tantos monumentos nos han
legado que inmortalizan sus nombres? Cuando en las bellas artes, en
las ciencias, en la oratoria, en la poesía, brillaban por doquiera
hermosísimos rasgos de genio, ¿no existía el _placer de sentirse
hombre_, no se tenía _el sentimiento y poder del libre desarrollo en
todas las facultades_? Y en una sociedad donde tan apasionadamente
se amaba la gloria, como sucedía entre los romanos, que puede
presentarnos hombres como Cicerón y Virgilio; en una sociedad donde
pudieron escribirse las valientes plumadas de Tácito, esas plumadas
que á la distancia de diez y nueve siglos hacen retemblar todavía los
corazones generosos; ¿allí no había el _placer de sentirse hombre, no
había el orgullo de comprender su dignidad, no había el sentimiento
de la espontaneidad humana en su libre desarrollo_? ¿Cómo es posible
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