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El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 02

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  levantada la enseña del error, era imposible que no se agrupasen muchos
  en torno de ella. Sacudido el yugo de la autoridad en países donde
  era tan vasta, tan activa la investigación, donde fermentaban tantas
  discusiones, donde bullían tantas ideas, donde germinaban todas las
  ciencias, ya no era dable que el vago espíritu del hombre se mantuviera
  fijo en ningún punto, y debía por precisión pulular un hormiguero de
  sectas, marchando cada una por su camino, á merced de sus ilusiones
  y caprichos. Aquí no hay medio: las naciones civilizadas, ó serán
  católicas, ó recorrerán todas las fases del error; ó se mantendrán
  aferradas al áncora de la autoridad, ó desplegarán un ataque general
  contra ella, combatiéndola en sí misma, y en cuanto enseña ó prescribe.
  El hombre cuyo entendimiento está despejado y claro, ó vive tranquilo
  en las apacibles regiones de la verdad, ó la busca desasosegado é
  inquieto; y como, estribando en principios falsos, siente que no está
  firme el terreno, que está mal segura y vacilante su planta, cambia
  continuamente de lugar, saltando de error en error, de abismo en
  abismo. El vivir en medio de errores, y estar satisfecho de ellos, y
  transmitirlos de generación en generación, sin hacer modificación ni
  mudanza, es propio de aquellos pueblos que vegetan en la ignorancia y
  envilecimiento: allí el espíritu no se mueve, porque duerme.
  Colocado el observador en este punto de vista, descubre el
  Protestantismo tal cual es en sí; y, como domina completamente la
  posición, ve cada cosa en su lugar, y puede, por tanto, apreciar su
  verdadero tamaño, descubrir sus relaciones, estimar su influencia, y
  explicar sus anomalías. Entonces, situados los hombres en su lugar, y
  comparados con el vasto conjunto de los hechos, aparecen en el cuadro
  como figuras muy pequeñas, que podrían muy bien ser substituídas por
  otras, que nada importa que estuvieran un poco más acá, ó un poco más
  allá; que era indiferente que tuviesen esta ó aquella forma, este ó
  aquel colorido; y entonces salta á los ojos que el entretenerse mucho
  en ponderar la energía de carácter, la fogosidad y audacia de Lutero,
  la literatura de Melanchton, el talento sofístico de Calvino, y otras
  cosas semejantes, es desperdiciar el tiempo y no explicar nada. Y,
  en efecto: ¿qué eran todos esos hombres y otros corifeos? ¿tenían,
  acaso, algo de extraordinario? ¿no eran, por ventura, tales como se
  los encuentra con frecuencia en todas partes? Algunos de ellos ni
  excedieron siquiera de la raya de medianos; y de casi todos puede
  asegurarse que, si no hubieran tenido celebridad funesta, la hubieran
  tenido muy escasa. Pues ¿por qué hicieron tanto? Porque encontraron un
  montón de combustible y le pegaron fuego: ya veis que esto no es muy
  difícil; y, sin embargo, ahí está todo el misterio. Cuando veo á Lutero
  loco de orgullo, precipitarse en aquellos delirios y extravagancias
  que tanto lamentaban sus propios amigos; cuando le veo insultar
  groseramente á cuantos le contradicen, indignarse contra todo lo que no
  se humilla en su presencia; cuando le oigo vomitar aquel torrente de
  dicterios soeces, de palabras inmundas, apenas me causa otra impresión
  que la de lástima: este hombre, que tiene la singular ocurrencia de
  llamarse _Notharius Dei_, desvaría, tiene medio perdido el juicio, y
  no es extraño, porque ha soplado, y con su soplo se ha manifestado un
  terrible incendio; es que había un almacén de pólvora, y su soplo le ha
  aproximado una chispa, y el insensato que en su ceguera no lo advierte,
  dice en su delirio: _muy poderoso soy; mirad: mi soplo es abrasador:
  pone en conflagración al mundo_.
  Y los abusos ¿qué influencia tuvieron? Si no abandonamos el mismo punto
  de vista en que nos hemos colocado, veremos que dieron tal vez alguna
  ocasión, que suministraron algún pábulo, pero que están muy lejos de
  haber ejercido la influencia que se les ha atribuído, y no es porque
  trate ni de negarlos, ni de excusarlos; no es porque no haga el debido
  caso de los lamentos de grandes hombres; pero no es lo mismo llorar un
  mal, que señalar y analizar su influencia. El varón justo que levanta
  su voz contra el vicio, el ministro del santuario devorado por el celo
  de la Casa del Señor, se expresan con acento tan alto y tan sentido,
  que no siempre sus quejas y gemidos pueden servir de dato seguro para
  estimar el justo valor de los hechos. Ellos sueltan una palabra que
  sale del fondo de su corazón; sale abrasada, porque arde en sus pechos
  el amor, y el celo de la justicia; y viene en pos de ellos la mala fe,
  interpreta á su maligno talante las expresiones, y todo lo exagera y
  desfigura.
  Sea lo que fuere de todo esto, bien claro es que, ateniéndonos á lo
  que dejamos firmemente asentado con respecto al origen y naturaleza
  del Protestantismo, no pueden señalarse como principal causa de él los
  abusos; y que, cuando más, pueden indicarse como ocasiones y pretextos.
  Si así no fuere, sería menester decir que en la Iglesia, ya desde
  su origen, aun en el tiempo de su primitivo fervor, y de su pureza
  proverbial, tan ponderada por los adversarios, ya había muchos abusos:
  porque también entonces pululaban de continuo sectas, que protestaban
  contra sus dogmas, que sacudían su autoridad, y se apellidaban la
  verdadera Iglesia. Esto no tiene réplica; el caso es el mismo; y si se
  alegare la extensión que ha tenido el Protestantismo, y su propagación
  rápida, recordaré que esto se verificó también con respecto á otras
  sectas; reproduciré lo que decía San Jerónimo de los estragos del
  arrianismo: _Gimió el orbe entero y asombróse de verse arriano_. Que,
  si algo más se quiere citar con respecto al Protestantismo, bastante se
  lleva evidenciado que lo que tiene de característico, todo lo debe, no
  á los abusos, sino á la _época en que nació_.
  Lo dicho hasta aquí es bastante para que pueda formarse concepto de
  la influencia que los abusos pudieron ejercer: pero, como este asunto
  ha dado tanto que hablar, y prestado origen á muchas equivocaciones,
  será bien, antes de pasar más adelante, detenerse todavía más en esta
  importante materia, fijando, en cuanto cabe, las ideas, y separando
  lo verdadero de lo falso, lo cierto de lo incierto. Que en los siglos
  medios se habían introducido abusos deplorables, que la corrupción
  de costumbres era mucha, y que, por consiguiente, era necesaria una
  reforma, es cierto, indudable. Por lo que toca á los siglos XI y
  XII, tenemos de esta triste verdad testigos tan intachables como
  San Pedro Damián, San Gregorio VII y San Bernardo. Algunos siglos
  después, si bien se habían corregido mucho los abusos, todavía eran
  de consideración, bastando para convencernos de esta verdad los
  lamentos de los varones respetables que anhelaban por la reforma;
  distinguiéndose muy particularmente el cardenal Julián en las terribles
  palabras con que se dirigía al Papa Eugenio IV, representándole los
  desórdenes del clero, principalmente del de Alemania. Confesada
  paladinamente la verdad, pues no creo que la causa del Catolicismo
  necesite para su defensa del embozo y de la mentira, resolveré en pocas
  palabras algunas cuestiones importantes.
  ¿Quién tenía la culpa de que se hubiesen introducido tamaños
  desórdenes? ¿Era la Corte de Roma? ¿Eran los obispos? Creo que sólo
  se la debe achacar á la calamidad de los tiempos. Para un hombre
  sensato bastará recordar que en Europa se habían consumado los hechos
  siguientes: la disolución del viejo y corrompido imperio romano; la
  irrupción é inundación de los bárbaros del Norte; la fluctuación y las
  guerras de éstos entre sí y con los demás pueblos por espacio de largos
  siglos; el establecimiento y el predominio del feudalismo con todas sus
  turbulencias y desastres; la invasión de los sarracenos, y su ocupación
  de una parte considerable de Europa. La ignorancia, la corrupción,
  la relajación de la disciplina, ¿no debían ser el resultado natural,
  necesario, de tanto trastorno? La sociedad eclesiástica ¿podía menos de
  resentirse profundamente de esa disolución, de ese aniquilamiento de la
  sociedad civil? ¿podía no participar de los males de ese horroroso caos
  en que se hallaba envuelta la Europa?
  ¿Faltó nunca en la Iglesia, el espíritu, el deseo, el anhelo de la
  reforma de los abusos? Se puede demostrar que no. Pasaré por alto los
  santos varones, que en todos aquellos calamitosos tiempos no dejó de
  abrigar en su seno; la historia nos los cuenta en número considerable,
  y de virtudes tan acendradas, que, al paso que contrastaban con la
  corrupción que les rodeaba, mostraban que no se había apagado en
  el seno de la Iglesia católica el divino fuego de las _lenguas del
  Cenáculo_. Este solo hecho prueba ya mucho; pero prescindiré de
  él, para llamar la atención sobre otro más notable, menos sujeto á
  cuestiones, menos tachable de exageración, y que no puede decirse
  limitado á este ó á aquel individuo, sino que es la verdadera expresión
  del espíritu que animaba al cuerpo de la Iglesia. Hablo de la incesante
  reunión de concilios en que se reprobaban y condenaban los abusos, y se
  inculcaba la santidad de costumbres, y la observancia de la disciplina.
  Afortunadamente este hecho consolador está fuera de toda duda; está
  patente á los ojos de todo el mundo, bastando, para convencerse de él,
  el haber abierto una vez siquiera algún libro de historia eclesiástica,
  ó alguna colección de concilios. Es sobremanera digno este hecho de
  llamar la atención, y aun puede añadirse que quizá no se ha advertido
  toda la importancia que encierra. En efecto: si observamos las otras
  sociedades, repararemos que, á medida que las ideas ó las costumbres
  cambian, van modificando rápidamente las leyes; y, si éstas le son muy
  contrarias, en poco tiempo las hacen callar, las arrollan, las echan
  por el suelo. Pero en la Iglesia no sucedió así: la corrupción se había
  extendido por todas partes de una manera lamentable: los ministros de
  la religión se dejaban arrastrar de la corriente, y se olvidaban de
  la santidad de su ministerio; pero el fuego santo ardía siempre en
  el santuario: allí se proclamaba, se inculcaba sin cesar la ley; y
  aquellos mismos hombres ¡cosa admirable!, aquellos mismos hombres que
  la quebrantaban, se reunían con frecuencia para condenarse á sí mismos,
  para afear su propia conducta, haciendo de esta manera más sensible,
  más público el contraste entre su enseñanza y sus obras. La simonía
  y la incontinencia eran los dos vicios dominantes; pues bien, abrid
  las colecciones de los concilios, y por dondequiera los encontraréis
  anatematizados. Jamás se vió tan prolongada, tan constante, tan tenaz
  lucha del derecho contra el hecho; jamás, como entonces, se vió por
  espacio de largos siglos á la ley colocada cara á cara contra las
  pasiones desencadenadas; y mantenerse allí firme, inmóvil, sin dar un
  paso atrás, sin permitirles tregua ni descanso hasta haberlas sojuzgado.
  Y no fué inútil esa constancia, esa santa tenacidad: y así es que á
  principios del siglo XVI, es decir, á la época del nacimiento del
  Protestantismo, vemos que los abusos eran incomparablemente menores,
  que las costumbres se habían mejorado mucho, que la disciplina había
  adquirido vigor, y que se la observaba con bastante regularidad. El
  tiempo de las declamaciones de Lutero no era el tiempo calamitoso
  llorado por San Pedro Damián y por San Bernardo: el caos se había
  desembrollado mucho; la luz, el orden y la regularidad se iban
  difundiendo rápidamente; y, por prueba incontestable de que no yacía
  en tanta ignorancia y corrupción como se quería ponderar, podía la
  Iglesia ofrecer una exquisita muestra de hombres tan distinguidos en
  santidad como brillaron en aquel mismo siglo, y tan eminentes en
  sabiduría como resplandecieron en el Concilio de Trento. Es menester
  no olvidar la situación en que se había encontrado la Iglesia; es
  necesario no perder de vista que las grandes reformas exigen largo
  tiempo; que estas reformas encontraban resistencia en los eclesiásticos
  y en los seglares, y que, por haberlas querido emprender con firmeza
  y constancia Gregorio VII, se ha llegado á tacharle de temerario. No
  juzguemos á los hombres fuera de su lugar y tiempo; no pretendamos
  que todo se ajuste á los mezquinos tipos que nos forjamos en nuestra
  imaginación: los siglos ruedan en una órbita inmensa, y la variedad
  de circunstancias produce situaciones tan extrañas y complicadas, que
  apenas alcanzamos á concebirlas.
  Bossuet, en su _Historia de las variaciones_, después de haber hecho
  una clasificación del diferente espíritu que guiaba á los hombres que
  habían intentado una reforma antes del siglo XVI, y después de citar
  las amenazadoras palabras del cardenal Julián, dice: «Así es como, en
  el siglo XV, ese cardenal, el hombre más grande de su tiempo, deploraba
  los males, previendo sus funestas consecuencias; de manera que parece
  haber pronosticado los que Lutero iba á causar á toda la cristiandad,
  empezando por la Alemania; y no se engañó al creer que el _no haber
  cuidado de la reforma_, y el aumento del odio contra el clero, iba á
  producir una secta más temible para la Iglesia que la de los bohemios.»
  De estas palabras se infiere que el ilustre obispo de Meaux encontraba
  una de las principales causas del Protestantismo en no haberse hecho á
  tiempo la reforma legítima. No se crea, por esto, que Bossuet excuse
  en lo más mínimo á los corifeos del Protestantismo, ni que trate de
  poner en salvo las intenciones de los novadores; antes al contrario,
  los coloca en la clase de los reformadores turbulentos, que, lejos
  de favorecer la verdadera reforma deseada por los hombres sabios y
  prudentes, sólo servían para hacerla más difícil, introduciendo con sus
  malas doctrinas el espíritu de desobediencia, de cisma y de herejía.
  Á pesar de la autoridad de Bossuet, no puedo inclinarme á dar tanta
  importancia á los abusos, que los mire como una de las principales
  causas del Protestantismo, y no es necesario repetir lo que en apoyo de
  mi opinión he dicho antes. Pero no será fuera del caso advertir que mal
  pueden apoyarse en la autoridad de Bossuet los que intenten sincerar
  las intenciones de los primeros reformadores; pues que el ilustre
  prelado es el primero en suponerlos altamente culpables, y en reconocer
  que, si bien existían los abusos, nunca tuvieron los novadores la
  intención de corregirlos, antes sí de valerse de este pretexto para
  apartarse de la fe de la Iglesia, substraerse al yugo de la legítima
  autoridad, quebrantar todos los lazos de la disciplina, é introducir de
  esta suerte el desorden y la licencia.
  Y á la verdad, ¿cómo sería posible atribuir á los primeros reformadores
  el espíritu de una verdadera reforma, cuando casi todos cuidaron
  de desmentirlo con su vergonzosa conducta? Si al menos se hubieran
  entregado á un riguroso ascetismo, si con la austeridad de sus
  costumbres hubiesen condenado la relajación de que se lamentaban,
  entonces podríamos sospechar si sus mismos extravíos fueron efecto de
  un celo exagerado, si fueron arrebatados al mal por un exceso de amor
  al bien; pero ¿sucedió algo de semejante? Oigamos lo que dice sobre el
  particular un testigo de vista, un hombre que por cierto no puede ser
  tildado de fanático, un hombre que guardó con los primeros corifeos
  del Protestantismo tantas consideraciones y miramientos, que no pocos
  los han calificado de culpables: es Erasmo, que, hablando con su
  acostumbrada gracia y malignidad, dice así: «Según parece, la reforma
  viene á parar á la secularización de algunos frailes, y al casamiento
  de algunos sacerdotes: y esa gran tragedia se termina, al fin, por un
  suceso muy cómico, pues que todo se desenlaza, como en las comedias,
  por un casamiento.»
  Esto manifiesta hasta la evidencia cuál era el verdadero espíritu de
  los novadores del siglo XVI, y que, lejos de intentar la enmienda de
  los abusos, se proponían más bien agravarlos. En esta parte, la simple
  consideración de los hechos ha guiado á M. Guizot por el camino de la
  verdad, cuando no admite la opinión de aquellos que pretenden que «la
  reforma había sido una tentativa concebida y ejecutada con el solo
  designio de reconstituir una Iglesia pura, la Iglesia primitiva; ni una
  simple mira de mejora religiosa, ni el fruto de una utopia de humanidad
  y de verdad.» (_Historia general de la civilización europea, lección
  12._)
  Tampoco será difícil ahora el apreciar en su justo valor el mérito de
  la explicación que ha dado de este fenómeno el escritor que acabo de
  citar. «La reforma, dice M. Guizot, fué un esfuerzo extraordinario en
  nombre de la libertad, una insurrección de la inteligencia humana.»
  Este esfuerzo nació, según el mismo autor, de la _vivísima actividad_
  que desplegaba el espíritu humano, y del estado de _inercia_ en que
  había caído la Iglesia romana: de que á la sazón caminaba el espíritu
  humano con fuerte é impetuoso movimiento, y la Iglesia se hallaba
  _estacionaria_. Ésta es una de aquellas explicaciones que son muy á
  propósito para granjearse admiradores y prosélitos; porque, colocados
  los pensamientos en terreno tan general y elevado, no pueden ser
  examinados de cerca por la mayor parte de los lectores, y, presentados
  con el velo de una imagen brillante, deslumbran los ojos, y preocupan
  el juicio.
  Como lo que coarta la libertad de pensar, tal como la entiende aquí
  M. Guizot, y como la entienden los protestantes, es la _autoridad_ en
  materias de fe, infiérese que el levantamiento de la inteligencia debió
  ser seguramente contra esa _autoridad_; es decir, que aconteció la
  sublevación del entendimiento, porque él marchaba, y la Iglesia no se
  movía de sus dogmas; ó, por valerme de la expresión de M. Guizot: «la
  Iglesia se hallaba _estacionaria_.»
  Sea cual fuere la disposición de ánimo de M. Guizot con respecto á los
  dogmas de la Iglesia católica, al menos como filósofo debió advertir
  que andaba muy desacertado en señalar, como particular de una época, lo
  que para la Iglesia era un carácter de que ella se había glorificado
  en todos tiempos. En efecto: van ya más de 18 siglos que á la Iglesia
  se la puede llamar _estacionaria_ en sus dogmas; y ésta es una prueba
  inequívoca de que ella sola está en posesión de la verdad: porque la
  verdad es _invariable_, por ser _una_.
  Si, pues, el levantamiento de la inteligencia se hizo por esta causa,
  nada tuvo la Iglesia en aquel siglo que no tuviera en todos los
  anteriores, y no lo haya conservado en los siguientes; nada hubo de
  particular, nada de característico; nada, por consiguiente, se ha
  adelantado en la explicación de las causas del fenómeno; y si por
  esta razón la compara M. Guizot á los gobiernos _viejos_, ésta es
  una _vejez_ que la tuvo la Iglesia desde su cuna. Como si M. Guizot
  hubiese sentido él propio la flaqueza de sus raciocinios, presenta
  los pensamientos en grupo, en tropel; hace desfilar á los ojos del
  lector diferentes órdenes de ideas, sin cuidar de clasificaciones, ni
  deslindes, para que la variedad distraiga y la mezcla confunda. En
  efecto: á juzgar por el contexto de su discurso, no parece que entienda
  aplicar á la Iglesia los epítetos de _inerte_, ni _estacionaria_ con
  respecto á los dogmas, sino que más bien se deja conjeturar que trata
  de referirlo á pretensiones bajo el aspecto político y económico; pues,
  por lo que toca á la _tiranía é intolerancia_ que han achacado algunos
  á la Corte de Roma, lo rechaza M. Guizot como una calumnia.
  Supuesto que en esta parte presenta una incoherencia de ideas que
  parece no debíamos esperar de su claro entendimiento, incoherencia
  que á muchos se les haría recio de creer, me es indispensable copiar
  literalmente sus propias palabras, y en ellas aprenderemos que nada
  hay más incoherente que los grandes talentos, una vez colocados en una
  posición falsa.
  «Había caído la Iglesia, dice M. Guizot, en un estado de inercia,
  se hallaba estacionaria: el crédito político de la Corte de Roma se
  había disminuído mucho: la dirección de la sociedad europea ya no le
  pertenecía, puesto que había pasado al gobierno civil. Con todo, tenía
  el poder espiritual las mismas pretensiones que antes; conservaba
  aún toda su pompa, toda su importancia exterior: sucedíale lo que ha
  acontecido, más de una vez á los gobiernos viejos y que han perdido
  su influencia: se dirigían de continuo quejas contra ella, y la mayor
  parte eran fundadas.» ¿Cómo es posible que M. Guizot no advirtiese
  que nada señalaba aquí que tuviese relación con la libertad del
  pensamiento, nada que no fuera de un orden muy diferente? El haberse
  disminuído el influjo político de la Corte de Roma, y el conservar
  aún sus pretensiones; el no pertenecerle ya la dirección de la
  sociedad europea, y el conservar ella su pompa é importancia exterior,
  ¿significa acaso otra cosa que las rivalidades que pudieron existir
  con respecto á asuntos políticos? ¿Y cómo pudo olvidar M. Guizot que
  poco antes había dicho que el señalar como causa del Protestantismo la
  _rivalidad de los soberanos con el poder eclesiástico_, no le parecía
  _fundado_, ni muy _filosófico_, ni en correspondiente _proporción con
  la extensión é importancia de este suceso_?
  Si algunos creyesen que, aun cuando todo esto no tuviera relación
  directa con la libertad del pensamiento, no obstante, se provocó la
  sublevación intelectual con la intolerancia que manifestaba á la sazón
  la Corte de Roma: «No es verdad, les responderá M. Guizot, que en el
  siglo XVI la Corte de Roma fuese muy tiránica; no es verdad que los
  abusos, propiamente dichos, fuesen entonces más numerosos y más graves
  de lo que hasta aquella época habían sido. _Al contrario, nunca quizás_
  el gobierno eclesiástico se había mostrado más _condescendiente y
  tolerante_, más dispuesto á dejar marchar todas las cosas mientras
  no se cuestionase sobre su poder, mientras se le reconociesen, aun
  dejándolos sin ejercicio, los derechos que tenía: mientras se le
  asegurase la misma existencia, se le pagasen los mismos tributos. De
  este modo el gobierno eclesiástico hubiera dejado tranquilo al espíritu
  humano, si el espíritu humano hubiese querido hacer otro tanto con
  respecto á él.» Es decir, que no parece sino que M. Guizot se olvidó
  completamente de que asentaba todos esos antecedentes para manifestar
  que la reforma protestante había sido un _grande esfuerzo en nombre
  de la libertad, un levantamiento de la inteligencia humana_; pues que
  nada nos alega, nada recuerda que se opusiese á esta libertad; y aun
  si algo pudiera provocar el _levantamiento_, como habría sido _la
  intolerancia_, _la crueldad_, el no dejar tranquilo al espíritu humano,
  ya nos ha dicho M. Guizot que el gobierno eclesiástico en el siglo XVI
  no era tiránico, antes bien era _condescendiente_, _tolerante_, y que
  de su parte hubiera _dejado tranquilo al espíritu humano_.
  Á la vista de tales datos, es evidente que el _esfuerzo extraordinario
  en nombre de la libertad de pensar_, es, en boca de M. Guizot, una
  palabra vaga, indefinible; y, al proferirla, parece que se propuso
  cubrir con brillante velo la cuna del Protestantismo, aun á expensas
  de la consecuencia en sus propias opiniones. Desechó las rivalidades
  políticas y apela luego á ellas; no da importancia á la influencia de
  los abusos, no los juzga por verdadera causa, y se olvida que en la
  lección antecedente había asentado que, si se hubiera hecho á tiempo
  una reforma legal _tan oportuna y necesaria_, tal vez se hubiera
  evitado la revolución religiosa: traza un cuadro en que se propone
  presentar puntos de contraste con esta libertad, quiere alzarse á
  consideraciones generales, elevadas, que abarquen la posición y las
  relaciones de la inteligencia, y se detiene en _la pompa y aparato
  exterior_, recuerda las _rivalidades políticas_, y, abatiendo su vuelo,
  hasta desciende al terreno de los _tributos_.
  Esa incoherencia de ideas, esa debilidad de raciocinio, ese olvido
  de los propios asertos, sólo podrá parecer extraño á quien esté más
  acostumbrado á admirar el vuelo de los grandes talentos que á estudiar
  la historia de sus aberraciones. Cabalmente M. Guizot se hallaba en
  tal posición, que es muy difícil no equivocarse y deslumbrarse; porque,
  si es verdad que el caminar rastreramente sobre los hechos individuales
  trae el inconveniente de circunscribir la vista, y de conducir al
  observador á la colección de una serie de hechos aislados, más bien
  que á la formación de un cuerpo de ciencia, también es cierto que,
  divagando el espíritu por un inmenso espacio donde haya de abarcar
  muchos y muy variados hechos en todos sus aspectos y relaciones, corre
  peligro de alucinarse á cada paso; también es cierto que la demasiada
  generalidad suele rayar en hipotética y fantástica; que no pocas veces,
  alzándose con inmoderado vuelo el entendimiento para descubrir mejor el
  conjunto de los objetos, llega á no verlos como son en sí, quizás hasta
  los pierda enteramente de vista; y por eso es menester que los más
  elevados observadores recuerden con frecuencia el dicho de Bacón: «_no
  alas, sino plomo_».
  M. Guizot tenía demasiada imparcialidad para que no pudiese menos de
  confesar la exageración con que habían sido abultados los abusos;
  además, tenía mucha filosofía para desconocer que no eran causa
  suficiente para producir un efecto tamaño; y hasta el sentimiento de
  su propia dignidad y decoro no le permitió mezclarse con esa turba
  bulliciosa y descomedida, que clama sin cesar contra la crueldad y la
  intolerancia; y así es que en esta parte hizo un esfuerzo para hacer
  justicia á la Iglesia romana. Pero desgraciadamente sus prevenciones
  contra la Iglesia no le permitieron ver las cosas como son en sí:
  columbró que el origen del Protestantismo debía buscarse en el mismo
  espíritu humano; pero, conocedor del siglo en que vive, y, sobre todo,
  de la época en que hablaba, presintió que, para ser bien acogidos sus
  discursos, era menester lisonjear al auditorio apellidando _libertad_;
  templó con algunas palabras suaves la amargura de los cargos contra
  la Iglesia, mas procurando luego que todo lo bello, todo lo grande
  y generoso, estuviera de parte del pensamiento engendrador de la
  reforma, y que recayesen sobre la Iglesia todas las sombras que habían
  de obscurecer el cuadro.
  Á no ser así, hubiera visto, sin duda, que, si bien la principal
  causa del Protestantismo se halla en el espíritu humano, no era
  necesario recurrir á parangones injustos; no hubiera caído en la
  incoherencia que acabamos de ver; hubiera encontrado la raíz del hecho
  en el propio carácter del espíritu humano, y hubiera explicado su
  gravedad y transcendencia, con sólo recordar la naturaleza, posición
  y circunstancias de las sociedades en cuyo centro apareció. Habría
  notado que no hubo allí un _esfuerzo extraordinario, sino una simple
  repetición de lo acontecido en cada siglo; un fenómeno común, que
  tomó un carácter especial, á causa de la particular disposición de la
  atmósfera que le rodeaba_.
  Este modo de considerar el Protestantismo como un hecho común,
  agrandado, empero, y extendido á causa de las circunstancias de la
  sociedad en que nació, me parece tan filosófico como poco reparado:
  y así presentaré otra proposición, que nos suministrará juntamente
  razones y ejemplos. Tal es el estado de las sociedades modernas,
  de tres siglos á esta parte, que todos los hechos que en ellas se
  verifiquen, han de tomar un carácter de generalidad, y, por tanto, de
  gravedad, que los ha de distinguir de los mismos hechos, verificados,
  empero, en otras épocas en que era diferente el estado de las
  sociedades. Dando una ojeada á la historia antigua, observaremos que
  todos los hechos tenían cierto aislamiento, por el cual ni eran tan
  provechosos cuando eran buenos, ni tan nocivos cuando eran malos.
  Cartago, Roma, Lacedemonia, Atenas, y todos esos pueblos antiguos,
  más ó menos adelantados en la carrera de la civilización, siguen cada
  cual su camino; pero siempre de una manera particular: las ideas, las
  costumbres, las formas políticas se sucedían unas á otras; pero no se
  descubre esa influencia de las ideas de un pueblo sobre las ideas de
  otro pueblo, de las costumbres del uno sobre las costumbres del otro;
  ese espíritu propagador que tiende á confundirlos á todos en un mismo
  centro: por manera que, excepto el caso de violenta conmixtión, se
  conoce muy bien que podrían los pueblos antiguos estar largo tiempo muy
  cercanos, conservando íntegramente cada uno sus propias fisonomías, sin
  
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