El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 23

Total number of words is 4709
Total number of unique words is 1520
32.9 of words are in the 2000 most common words
47.8 of words are in the 5000 most common words
56.2 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
pasajera; sino en medio de la soledad y lobreguez de los calabozos, en
la aterradora calma de los tribunales, es decir, en aquella situación
en que el hombre se encuentra solo, aislado, y en que el mostrar
fortaleza y dignidad revela la acción de las ideas, la nobleza de los
sentimientos, la firmeza de una conciencia inalterable, el grandor del
alma.
El Cristianismo fué quien grabó fuertemente en el corazón del hombre,
que el individuo tiene sus deberes que cumplir, aun cuando se
levante contra él el mundo entero; que el individuo tiene un destino
inmenso que llenar, y que es para él un negocio propio, enteramente
propio, y cuya responsabilidad pesa sobre su libre albedrío. Esta
importante verdad, sin cesar inculcada por el Cristianismo á todas las
edades, sexos y condiciones, ha debido de contribuir poderosamente
á despertar en el hombre un sentimiento vivo de su personalidad, en
toda su magnitud, en todo su interés, y combinándose con las demás
inspiraciones del Cristianismo, llenas todas de grandor y dignidad,
ha levantado el alma humana del polvo en que la tenían sumida la
ignorancia, las más groseras supersticiones, y los sistemas de
violencia que la oprimían por todas partes. Como extrañas y asombrosas
sonarían sin duda á los oídos de los paganos las valientes palabras de
Justino, que expresaban nada menos que la disposición de ánimo de la
generalidad de los fieles, cuando en su Apología dirigida á Antonio Pío
decía: «Como no tenemos puestas las esperanzas en las cosas presentes,
despreciamos á los matadores, mayormente siendo la muerte una cosa que
tampoco se puede evitar.»
Esa admirable entereza, ese heroico desprecio de la muerte, esa
presencia de ánimo en el hombre, que, apoyado en el testimonio de su
conciencia, desafía todos los poderes de la tierra, debía de influir
tanto más en el engrandecimiento del alma, cuanto no dimanaba de
aquella fría impasibilidad estoica, que, sin contar con ningún motivo
sólido, se empeñaba en luchar con la misma naturaleza de las cosas;
sino que tenía su origen en un sublime desprendimiento de todo lo
terreno, en la profunda convicción de lo sagrado del deber, y de que
el hombre, sin cuidar de los obstáculos que le oponga el mundo, debe
marchar con firme paso al destino que le ha señalado el Criador. Ese
conjunto de ideas y sentimientos comunicaba al alma un temple fuerte
y vigoroso, que, sin rayar en aquella dureza feroz de los antiguos,
dejaba al hombre en toda su dignidad, en toda su nobleza y elevación. Y
conviene notar que esos preciosos efectos no se limitaban á un reducido
número de individuos privilegiados, sino que, conforme al genio de
la religión cristiana, se extendían á todas las clases: porque la
expansión ilimitada de todo lo bueno, el no conocer ninguna acepción
de personas, el procurar que resuene su voz hasta en los más obscuros
lugares, es uno de los más bellos distintivos de esa religión divina.
No se dirigía tan sólo á las clases elevadas, ni á los filósofos, sino
á la generalidad de los fieles, la lumbrera del África, San Cipriano,
cuando compendiaba en pocas palabras la grandeza del hombre, y
rasgueaba con osada mano el alto temple en que debe mantenerse nuestra
alma, sin aflojar jamás. «Nunca, decía, nunca admirará las obras
humanas quien se conociere hijo de Dios. _Despéñase de la cumbre de su
nobleza quien puede admirar algo que no sea Dios._» (_De Spectaculis._)
Sublimes palabras que hacen levantar la frente con dignidad, que hacen
latir el corazón con generoso brío, que, derramándose sobre todas las
clases como un calor fecundo, hacían que el último de los hombres
pudiese decir lo que antes pareciera exclusivamente propio del ímpetu
de un vate:
Os homini sublime dedit, coelumque tueri
Iussit, et erectos ad sidera tullere vultus.
El desarrollo de la vida moral, de la vida interior, de esa vida en que
el hombre se acostumbra á concentrarse sobre sí mismo, dándose razón
circunstanciada de todas sus acciones, de los motivos que las dirigen,
de la bondad ó malicia que encierran, y del fin á que le conducen, es
debido principalmente al Cristianismo, á su influjo incesante sobre
el hombre en todos los estados, en todas las situaciones, en todos
los momentos de su existencia. Con un desarrollo semejante de la
vida individual, en todo lo que tiene de más íntimo, de más vivo é
interesante para el corazón del hombre, era incompatible esa absorción
del individuo en la sociedad, esa abnegación ciega en que el hombre se
olvidaba de sí mismo para no pensar en otra cosa que en la asociación
á que pertenecía. Esa vida moral, interior, faltaba á los antiguos,
porque carecían de principios donde fundarla, de reglas para dirigirla,
de inspiraciones con que fomentarla y nutrirla; y así observamos que en
Roma, tan pronto como el elemento político fué perdiendo su ascendiente
sobre las almas, gastándose el entusiasmo con las disensiones
intestinas, y sofocándose todo sentimiento generoso con el insoportable
despotismo que sucedió á las últimas turbulencias de la república, se
desenvuelven rápidamente la corrupción y la molicie más espantosas;
pues que la actividad del alma, consumida poco antes en los debates del
foro, y en las gloriosas hazañas de la guerra, no encontrando pábulo
en que cebarse, se abandona lastimosamente á los goces materiales, con
un desenfreno tal, que nosotros apenas acertamos á concebir, á pesar
de la relajación de costumbres de que con razón nos lamentamos. Por
manera que entre los antiguos sólo vemos dos extremos: ó un patriotismo
llevado al más alto punto de exaltación, ó una postración completa
de las facultades de una alma, que se abandona sin tasa á cuanto le
sugieren sus pasiones desordenadas: el hombre era siempre esclavo, ó de
sus propias pasiones, ó de otro hombre, ó de la sociedad.
Merced al enflaquecimiento de las creencias, acarreado por el
individualismo intelectual en materias religiosas proclamado por el
Protestantismo; merced al quebrantamiento del lazo moral con que reunía
á los hombres la unidad católica, podemos observar en la civilización
europea algunas muestras de lo que debía de ser entre los antiguos el
hombre, falto como estaba de los verdaderos conocimientos sobre sí
mismo, y sobre su origen y destino. Pero, dejando para más adelante
el señalar los puntos de semejanza que se descubren entre la sociedad
antigua y la moderna en aquellas partes donde se ha debilitado la
influencia de las ideas cristianas, bástame por ahora observar que,
si la Europa llegase á perder completamente el Cristianismo, como
lo han deseado algunos insensatos, no pasaría una generación, sin
que renaciesen entre nosotros el individuo y la sociedad tales como
estaban entre los antiguos, salvo, empero, las modificaciones que trae
necesariamente consigo el diferente estado material de ambos pueblos.
La libertad de albedrío, altamente proclamada por el Catolicismo, y tan
vigorosamente por él sostenida, no sólo contra la antigua enseñanza
pagana, sino y muy particularmente contra los sectarios de todos
tiempos, y en especial contra los fundadores de la llamada Reforma,
ha sido también un poderoso resorte que ha contribuído más de lo que
se cree al desarrollo y perfección del individuo, y á realzar sus
sentimientos de independencia, su nobleza y su dignidad. Cuando el
hombre llega á considerarse arrastrado por la irresistible fuerza
del destino, sujeto á una cadena de acontecimientos en cuyo curso él
no puede influir; cuando llega á figurarse que las operaciones del
alma, que parecen darle un vivo testimonio de su libertad, no son
más que una vana ilusión, desde entonces el hombre se anonada, se
siente asimilado á los brutos, no es ya el príncipe de los vivientes,
el dominador de la tierra; es una rueda colocada en su lugar, y que
mal de su grado ha de continuar ejerciendo sus funciones en la gran
máquina del universo. Entonces el orden moral no existe; el mérito
y el demérito, la alabanza y el vituperio, el premio y la pena son
palabras sin sentido; el hombre goza ó sufre, sí, pero á la manera del
arbusto, que, ora es mecido por el blando céfiro, ora azotado por el
furioso aquilón. Muy al contrario sucede cuando se cree libre: él es
el dueño de su destino; y el bien y el mal, la vida y la muerte están
ante sus ojos; puede escoger, y nada es capaz de violentarle en el
santuario de su conciencia. El alma tiene allí su trono, donde está
sentada con dignidad, y el mundo entero bramando contra ella, y el orbe
desplomándose sobre su frágil cuerpo, no pueden forzarla á querer ó á
no querer. El orden moral en todo su grandor, en toda su belleza, se
despliega á nuestros ojos, y el bien se presenta con toda su hermosura,
el mal con toda su fealdad, el deseo de merecer nos estimula, el de
desmerecer nos detiene, y la vista del galardón que puede ser alcanzado
con libre voluntad, y que está como suspendido al extremo de los
senderos de la virtud, hace estos senderos más gratos y apacibles, y
comunica al alma actividad y energía. Si el hombre es libre, conserva
un no sé qué de más grandioso y terrible, hasta en medio de su crimen,
hasta en medio de su castigo, hasta en medio de la desesperación del
infierno. ¿Qué es un hombre que ha carecido de libertad, y que, sin
embargo, es castigado? ¿qué significa ese absurdo, dogma capital de
los fundadores del Protestantismo? Es una víctima miserable, débil,
en cuyos tormentos se complace una omnipotencia cruel, un Dios que ha
querido criar para ver sufrir, un tirano con infinito poder, es decir,
el más horrendo de los monstruos. Pero, si el hombre es libre, cuando
sufre, sufre porque lo ha merecido: y, si le contemplamos en medio
de la desesperación, sumido en un piélago de horrores, lleva en su
frente la señal del rayo con que justamente le ha herido el Eterno; y
parécenos oirle todavía con su ademán altanero, con su mirada soberbia,
cuál pronuncia aquellas terribles palabras: _non serviam, no serviré_.
En el hombre, como en el universo, todo está enlazado maravillosamente,
todas las facultades tienen sus relaciones, que, por delicadas, no
dejan de ser íntimas, y el movimiento de una cuerda hace retemblar
todas las otras. Necesario es llamar la atención sobre esa mutua
dependencia de nuestras facultades para prevenir la respuesta que
quizás darían algunos, de que sólo se ha probado que el Catolicismo
ha debido de contribuir á desenvolver al individuo en un sentido
místico: no, no; las reflexiones que acabo de presentar, prueban algo
más: prueban que al Catolicismo es debida la clara idea, el vivo
sentimiento del orden moral en toda su grandeza y hermosura; prueban
que al Catolicismo es debido lo que se llama conciencia propiamente
tal; prueban que al Catolicismo es debido el que el hombre se crea con
un destino inmenso cuyo negocio le es enteramente propio, y destino que
está puesto en manos de su libre albedrío; prueban que al Catolicismo
es debido el verdadero conocimiento del hombre, el aprecio de su
dignidad, la estimación, el respeto que se le dispensan por el mero
título de hombre; prueban que el Catolicismo ha desenvuelto en nuestra
alma los gérmenes de los sentimientos más nobles y generosos, puesto
que ha levantado la mente con los más altos conceptos, y ha ensanchado
y elevado nuestro corazón, asegurándole una libertad que nadie le puede
arrebatar, brindándole con un galardón de eternal ventura, pero dejando
en su mano la vida y la muerte, haciéndole en cierto modo árbitro de su
destino. Algo más que un mero misticismo es todo esto: es nada menos
que el verdadero individualismo, el único individualismo noble, justo,
razonable; es nada menos que un conjunto de poderosos impulsos para
llevar al individuo á su perfección en todos sentidos; es nada menos
que el primero, el más indispensable, el más fecundo elemento de la
verdadera civilización.[1]


CAPITULO XXIV

Hemos visto lo que debe al Catolicismo el individuo; veamos ahora
lo que le debe la familia. Claro es que, si el Catolicismo es quien
ha perfeccionado al individuo, siendo éste el primer elemento de la
familia, la perfección de ella deberá ser también mirada como obra
del Catolicismo; pero sin insistir en esta ilación, quiero considerar
el mismo lazo de familia, y para esto es menester llamar la atención
sobre la mujer. No recordaré lo que era la mujer entre los antiguos,
ni lo que es todavía en los pueblos que no son cristianos; la
historia, y aun más la literatura de Grecia y Roma, nos darían de ello
testimonios tristes, ó más bien vergonzosos; y todos los pueblos de
la tierra nos ofrecerían abundantes pruebas de la verdad y exactitud
de la observación de Buchanan, de que, dondequiera que no reine el
Cristianismo, hay una tendencia á la degradación de la mujer.
Quizás el Protestantismo no quiera en esta parte ceder terreno al
Catolicismo, pretendiendo que, por lo que toca á la mujer, en nada ha
perjudicado la Reforma á la civilización europea. Pero, prescindiendo,
por de pronto, de si el Protestantismo acarreó en este punto algunos
males, cuestión que se ventilará más adelante, no puede al menos
ponerse en duda que, cuando él apareció, tenía ya la religión católica
concluída su obra por lo tocante á la mujer: pues que nadie ignora
que el respeto y consideración que se dispensa á las mujeres, y la
influencia que ejercen sobre la sociedad, datan de mucho antes que del
primer tercio del siglo XVI. De lo que se deduce que el Catolicismo no
tuvo ni pudo tener al Protestantismo por colaborador, y que obró solo,
enteramente solo, en uno de los puntos más cardinales de toda verdadera
civilización; y que, al confesarse generalmente que el Cristianismo ha
colocado á la mujer en el rango que le corresponde, y que más conviene
para el bien de la familia y de la sociedad, tributándose este elogio
al Cristianismo se le tributa al Catolicismo; pues que, cuando se
levantaba á la mujer de la abyección, cuando se la alzaba al grado
de digna compañera del hombre, no existían esas sectas disidentes,
que también se apellidan cristianas; no había más Cristianismo que la
Iglesia católica.
Como el lector habrá notado ya que en el decurso de esta obra no
se atribuyen al Catolicismo blasones y timbres, echando mano de
generalidades, sino que para fundarlos se desciende al pormenor de los
hechos, estará naturalmente esperando que se haga lo mismo aquí, y que
se indique cuáles son los medios de que se ha valido el Catolicismo
para dar á la mujer consideración y dignidad: no quedará el lector
defraudado en su esperanza.
Por de pronto, y antes de bajar á pormenores, es menester observar que
á mejorar el estado de la mujer debieron de contribuir sobremanera
las grandiosas ideas del Cristianismo sobre la humanidad; ideas que,
comprendiendo al varón como á la hembra, sin diferencia ninguna,
protestaban vigorosamente contra el estado de envilecimiento en que
se tenía á esa preciosa mitad del linaje humano. Con la doctrina
cristiana quedaban desvanecidas para siempre las preocupaciones contra
la mujer; é igualada con el varón en la unidad de origen y destino y en
la participación de los dones celestiales, admitida en la fraternidad
universal de los hombres entre sí y con Jesucristo, considerada
también como hija de Dios y coheredera de Jesucristo, como compañera
del hombre, no como esclava, ni como vil instrumento de placer, debía
callar aquella filosofía que se había empeñado en degradarla; y aquella
literatura procaz que con tanta insolencia se desmandaba contra las
mujeres, hallaba un freno en los preceptos cristianos, y una reprensión
elocuente en el modo lleno de dignidad con que, á ejemplo de la
Escritura, hablaban de ella todos los autores eclesiásticos.
Pero, á pesar del benéfico influjo que por sí mismas habían de
ejercer las doctrinas cristianas, no se hubiera logrado cumplidamente
el objeto, si la Iglesia no tomara tan á pecho el llevar á cabo la
obra más necesaria, más imprescindible para la buena organización
de la familia y de la sociedad: hablo de la reforma del matrimonio.
La doctrina cristiana es en esta parte muy sencilla: _uno con una,
y para siempre_; pero la doctrina no era bastante, á no encargarse
de su realización la Iglesia, á no sostener esa realización con
firmeza inalterable; porque las pasiones, y sobre todo las del varón,
braman contra semejante doctrina, y la hubieran pisoteado sin duda,
á no estrellarse contra el insalvable valladar que no les ha dejado
vislumbrar ni la más remota esperanza de victoria. ¿Y querrá también
gloriarse de haber formado parte del valladar el Protestantismo, que
aplaudió con insensata algazara el escándalo de Enrique VIII, que se
doblegó tan villanamente á las exigencias de la voluptuosidad del
landgrave de Hesse-Cassel? ¡Qué diferencia tan notable! Por espacio
de muchos siglos, en medio de las más varias y muchas veces terribles
circunstancias, lucha impávida la Iglesia católica con las pasiones de
los potentados, para sostener sin mancilla la santidad del matrimonio:
ni los halagos ni las amenazas nada pueden recabar de Roma que sea
contrario á la enseñanza del Divino Maestro, y el Protestantismo, al
primer choque, ó, mejor diré, al asomo del más ligero compromiso, al
solo temor de malquistarse con un príncipe, y no muy poderoso, cede, se
humilla, consiente la poligamia, hace traición á su propia conciencia,
abre ancha puerta á las pasiones para que puedan destruir la santidad
del matrimonio, esa santidad que es la más segura prenda del bien de
las familias, la primera piedra sobre que debe cimentarse la verdadera
civilización.
Más cuerda en este punto la sociedad protestante que los falsos
reformadores, empeñados en dirigirla, rechazó con admirable buen
sentido las consecuencias de semejante conducta; y ya que no conservase
las doctrinas del Catolicismo, siguió al menos la saludable tendencia
que él le había comunicado, y la poligamia no se estableció en Europa.
Pero la historia conservará los hechos que muestran la debilidad de
la llamada Reforma, y la fuerza vivificante del Catolicismo: ella
dirá á quién se debe que en medio de los siglos bárbaros, en medio
de la más asquerosa corrupción, en medio de la violencia y ferocidad
por doquiera dominantes, tanto en el período de la fluctuación de los
pueblos invasores, como en el del feudalismo, como en el tiempo en que
descollaba ya prepotente el poderío de los reyes, ella dirá, repito, á
quién se debe que el matrimonio, el verdadero paladión de la sociedad,
no fuera doblegado, torcido, hecho trizas, y que el desenfreno de la
voluptuosidad no campease con todo su ímpetu, con todos sus caprichos,
llevando en pos de sí la desorganización más profunda, adulterando el
carácter de la civilización europea, y lanzándola en la honda sima en
que yacen desde muchos siglos los pueblos del Asia.
Los escritores parciales pueden registrar los anales de la historia
eclesiástica para encontrar desavenencias entre papas y príncipes, y
echar en cara á la Corte de Roma su espíritu de _terca intolerancia_
con respecto á la santidad del matrimonio; pero, si no los cegara el
espíritu de partido, comprenderían que, si esa _terca intolerancia_
hubiera aflojado un instante, si el Pontífice de Roma hubiese
retrocedido ante la impetuosidad de las pasiones un solo paso, una vez
dado el primero, encontrábase una rápida pendiente, y al fin de ésta,
un abismo; comprenderían el espíritu de verdad, la honda convicción, la
viva fe de que está animada esa augusta Cátedra, ya que nunca pudieron
consideraciones ni temores de ninguna clase hacerla enmudecer, cuando
se ha tratado de recordar á todo el mundo, y muy en particular á
los potentados y á los reyes: _serán dos en una carne; lo que Dios
unió, no lo separe el hombre_; comprenderían que, si los papas se han
mostrado inflexibles en este punto, aun á riesgo de los desmanes de
los reyes, además de cumplir con el sagrado deber que les imponía el
augusto carácter de jefes del Cristianismo, hicieron una obra maestra
en política, contribuyeron grandemente al sosiego y bienestar de los
pueblos: «porque los casamientos de los príncipes, dice Voltaire,
forman en Europa el destino de los pueblos, y nunca se ha visto una
corte libremente entregada á la prostitución, sin que hayan resultado
revoluciones y sediciones.» (_Ensayo sobre la historia gener., tom. 3,
cap. 101._)
Esta observación tan exacta de Voltaire bastaría para vindicar á los
papas, y con ellos al Catolicismo, de las calumnias de miserables
detractores; pero, si esa reflexión no se concreta al orden político
y se la extiende al orden social, crece todavía en valor, y adquiere
una importancia inmensa. La imaginación se asombra al pensar en lo que
hubiera acontecido, si esos reyes bárbaros en quienes el esplendor de
la púrpura no bastaba á encubrir al hijo de las selvas, si esos fieros
señores encastillados en sus fortalezas, cubiertos de hierro y rodeados
de humildes vasallos, no hubieran encontrado un dique en la autoridad
de la Iglesia; si al echar á alguna belleza una mirada de fuego, si al
sentir con el nuevo ardor que se engendraba en su pecho el fastidio
por su legítima esposa, no hubiesen tropezado con el recuerdo de una
autoridad inflexible. Podían, es verdad, cometer una tropelía contra
el obispo, ó hacer que enmudeciese con el temor ó los halagos; podían
violentar los votos de un concilio particular, ó hacerse un partido
con amenazas, ó con la intriga y el soborno; pero allá, en obscura
lontananza, divisaban la cúpula del Vaticano, la sombra del Sumo
Pontífice se les aparecía como una visión aterradora; allí perdían la
esperanza, era inútil combatir: el más encarnizado combate no podía
dar por resultado la victoria; las intrigas más mañosas, los ruegos
más humildes, no recabarán otra respuesta que: _uno con una, y para
siempre_.
La simple lectura de la historia de la Edad Media, aquella escena
de violencias, donde se retrata con toda viveza el hombre bárbaro
forcejando por quebrantar los lazos que pretende imponerle la
civilización; con sólo recordar que la Iglesia debía estar siempre
en vigilante guarda, no tan sólo para que no se hiciesen pedazos los
vínculos del matrimonio, sino también para que no fuesen víctimas de
raptos y tropelías las doncellas, aun las consagradas al Señor; salta á
los ojos que, si la Iglesia católica no se hubiese opuesto como un muro
de bronce al desbordamiento de la voluptuosidad, los palacios de los
príncipes y castillos de los señores se habrían visto con su serrallo y
harén, y siguiendo por la misma corriente las demás clases, quedara la
mujer europea en el mismo abatimiento en que se encuentra la musulmana.
Y, ya que acabo de mentar á los sectarios de Mahoma, recordaré aquí á
los que pretenden explicar la monogamia y poligamia sólo por razones de
clima, que los cristianos y mahometanos se hallaron por largo tiempo
en los mismos climas, y que con las vicisitudes de ambos pueblos se
han establecido las respectivas religiones, ora en climas más rígidos,
ora en más templados y suaves; y, sin embargo, no se ha visto que las
religiones se acomodasen al clima, sino que antes bien el clima ha
tenido, por decirlo así, que doblegarse á las religiones.
Gratitud eterna deben los pueblos europeos al Catolicismo, por
haberles conservado la monogamia, que á no dudarlo ha sido una de las
causas que más han contribuído á la buena organización de la familia
y al realce de la mujer. ¿Cuál sería ahora la situación de Europa,
qué consideración disfrutaría la mujer, si Lutero, el fundador del
Protestantismo, hubiese alcanzado á inspirar á la sociedad la misma
indiferencia en este punto que él manifiesta en su _Comentario sobre
el Génesis_? «Por lo que toca á saber, dice Lutero, si se pueden tener
muchas mujeres, la autoridad de los patriarcas nos deja en completa
libertad»; y añade después que _esto no se halla ni permitido, ni
prohibido, y que él por sí no decide nada_. ¡Desgraciada Europa, si
semejantes palabras, salidas nada menos que de la boca de un hombre que
arrastró en pos de su secta tantos pueblos, se hubiesen pronunciado
algunos siglos antes, cuando la civilización no había recibido
todavía bastante impulso para que, á pesar de las malas doctrinas,
pudiese seguir en los puntos más capitales una dirección certera!
¡Desgraciada Europa, si á la sazón en que escribía Lutero, no se
hallaran ya muy formadas las costumbres, y si la buena organización
dada á la familia por el Catolicismo, no tuviera ya raíces demasiado
profundas para ser arrancadas por la mano del hombre! El escándalo
del landgrave de Hesse-Cassel, á buen seguro que no fuera un ejemplo
aislado, y la culpable condescendencia de los doctores luteranos habría
tenido resultados bien amargos. ¿De qué sirvieran, para contener la
impetuosidad feroz de los pueblos bárbaros y corrompidos, aquella fe
vacilante, aquella incertidumbre, aquella cobarde flojedad con que se
amilanaba la Iglesia protestante, á la sola exigencia de un príncipe
como el landgrave? ¿Cómo sostuviera una lucha de siglos, la que al
primer amago del combate ya se rinde, la que antes del choque ya se
quebranta?
Al lado de la monogamia, puede decirse que figura por su alta
importancia la indisolubilidad del matrimonio. Aquellos que se apartan
de la doctrina de la Iglesia opinando que es útil en ciertos casos
permitir el divorcio, de tal manera que se considere, como suele
decirse, disuelto el vínculo, y que cada uno de los consortes pueda
pasar á segundas nupcias, no me podrán negar que miran el divorcio como
un remedio, y remedio peligroso, de que el legislador echa mano á duras
penas, sólo en consideración á la malicia ó á la flaqueza; no me podrán
negar que el multiplicarse mucho los divorcios acarrearía males de
gravísima cuenta, y que, para prevenirlos en aquellos países donde las
leyes civiles consienten este abuso, es menester rodear la permisión
de todas las precauciones imaginables; y, por consiguiente, tampoco me
podrán disputar que el establecer la indisolubilidad como principio
moral, el cimentarla sobre motivos que ejercen poderoso ascendiente
sobre el corazón, el seguir la marcha de las pasiones, teniéndolas de
la mano para que no se desvíen por tan resbaladiza pendiente, es un
eficaz preservativo contra la corrupción de costumbres, es una garantía
de tranquilidad para las familias, es un firme reparo contra gravísimos
males que vendrían á inundar la sociedad; y, por tanto, que obra
semejante es la más propia, la más digna de ser objeto de los cuidados
y del celo de la verdadera religión. ¿Y qué religión ha cumplido con
este deber, sino la católica? ¿Cuál ha desempeñado más cumplidamente
tan penosa y saludable tarea? ¿Ha sido el Protestantismo, que ni
alcanzó á penetrar la profundidad de las razones que guiaban en este
particular la conducta de la Iglesia católica?
Los protestantes, arrastrados por su odio á la Iglesia romana, y
llevados del prurito de innovarlo todo, creyeron hacer una gran reforma
secularizando, por decirlo así, el matrimonio, y declamando contra
la doctrina católica, que le miraba como un verdadero sacramento. No
cumpliría á mi objeto el entrar aquí en una controversia dogmática
sobre esta cuestión; bástame hacer notar que fué grave desacuerdo
despojar el matrimonio del augusto sello de un sacramento, y que con
semejante paso se manifestó el Protestantismo muy escaso conocedor del
corazón humano. El considerar el matrimonio, no como un mero contrato
civil, sino como un verdadero sacramento, era ponerle bajo la augusta
sombra de la religión, y elevarle sobre la turbulenta atmósfera de las
pasiones: ¿quién puede dudar que todo esto se necesita cuando se trata
de poner freno á la pasión más viva, más caprichosa, más terrible del
corazón del hombre? ¿Quién duda que para producir este efecto no son
bastante las leyes civiles, y que son menester motivos que, arrancando
de más alto origen, ejerzan más eficaz influencia?
Con la doctrina protestante se echaba por tierra la potestad de la
Iglesia en asuntos matrimoniales, quedando exclusivamente en manos de
la potestad civil. Quizás no faltará quien piense que este ensanche
dado á la potestad secular no podía menos de ser altamente provechoso
á la causa de la civilización, y que el arrojar de este terreno á
la autoridad eclesiástica fué un magnífico triunfo sobre añejas
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 24