El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 25

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más alto punto de delicadeza el sentimiento del pudor, todo cuanto
fortifica la moralidad, todo cuanto se encamina á presentar á una parte
considerable del bello sexo como un dechado de la virtud más heroica,
todo esto se endereza también á levantar á la mujer sobre la turbia
atmósfera de las pasiones groseras, todo esto contribuye á que no se
presente á los ojos del hombre como un mero instrumento de placer,
todo esto sirve maravillosamente á que, sin disminuirse ninguno de los
atractivos con que la ha dotado la naturaleza, no pase rápidamente de
triste víctima del libertinaje á objeto de menosprecio y fastidio.
La Iglesia católica había conocido profundamente esas verdades; y así,
mientras celaba por la santidad de las relaciones conyugales, mientras
creaba en el seno de las familias la bella dignidad de una matrona,
cubría con misterioso velo la faz de la virgen cristiana, y las esposas
del Señor eran guardadas como un depósito sagrado en la augusta
obscuridad de las sombras del santuario. Reservado estaba á Lutero,
al grosero profanador de Catalina de Boré, el desconocer también en
este punto la profunda y delicada sabiduría de la religión católica;
digna empresa del fraile apóstata, que después de haber hecho pedazos
el augusto sello religioso del tálamo nupcial, se arrojase también á
desgarrar con impúdica mano el sagrado velo de las vírgenes consagradas
al Señor; digna empresa de las duras entrañas del perturbador violento
el azuzar la codicia de los príncipes, para que se lanzasen sobre
los bienes de doncellas desvalidas, y las expulsaran de sus moradas,
atizando luego la voluptuosidad, y quebrantando todas las barreras
de la moral, para que, cual bandadas de palomas sin abrigo, cayesen
en las garras del libertinaje. ¿Y qué? ¿también así se aumentaba el
respeto debido al bello sexo? ¿también así se acendraba el sentimiento
del pudor? ¿también así progresaba la humanidad? ¿también así daba
Lutero robusto impulso á las generaciones venideras, brío al espíritu
humano, medra y lozanía á la cultura y civilización? ¿Quién que sienta
latir en su pecho un corazón sensible, podrá soportar las desenvueltas
peroratas de Lutero, mayormente si ha leído las bellísimas páginas de
los Ciprianos, de los Ambrosios, de los Jerónimos y demás lumbreras de
la Iglesia católica, sobre los altos timbres de una virgen cristiana?
En medio de siglos donde campeaba sin freno la barbarie más feroz,
¿quién llevará á mal encontrarse con aquellas solitarias moradas, donde
se albergan las esposas del Señor, preservando sus corazones de la
corrupción del mundo, y ocupadas perennemente en levantar sus manos al
cielo para atraer hacia la tierra el rocío de la divina misericordia?
Y en tiempos y países más civilizados, ¿tan mal contrasta un asilo de
la virtud más pura y acendrada, con un inmenso piélago de disipación
y libertinaje? ¿También eran aquellas moradas un legado funesto de la
ignorancia, un monumento de fanatismo, en cuya destrucción se ocupaban
dignamente los corifeos de la Reforma protestante? ¡Ah! si así fuere,
protestemos contra todo lo interesante y bello, ahoguemos en nuestro
corazón todo entusiasmo por la virtud, no conozcamos otro mundo que el
que se encierra en el círculo de las sensaciones más groseras, que tire
el pintor su pincel y el poeta su lira, y, desconociendo todo nuestro
grandor y dignidad, digamos embrutecidos: _comamos y bebamos, que
mañana moriremos_.
No, la verdadera civilización no puede perdonarle jamás al
Protestantismo esa obra inmoral é impía; la verdadera civilización
no puede perdonarle jamás el haber violado el santuario del pudor
y de la inocencia, el haber procurado con todas sus fuerzas que
desapareciese todo respeto á la virginidad, pisando, de esta suerte, un
dogma profesado por todo el humano linaje; el no haber acatado lo que
acataron los griegos en sus sacerdotisas de Ceres, los romanos en sus
vestales, los galos en sus druidesas, los germanos en sus adivinas; el
haber llevado más allá la procacidad de lo que no hicieron jamás los
disolutos pueblos del Asia, y los bárbaros del nuevo continente. Mengua
es, por cierto, que se haya atacado en Europa lo que se ha respetado
en todas las partes del mundo; que se haya tachado de preocupación
despreciable, una creencia universal del género humano, sancionada,
además, por el Cristianismo. ¿Dónde se ha visto una irrupción de
bárbaros que compararse pudiera al desbordamiento del Protestantismo
contra lo más inviolable que debe haber entre los hombres? ¿Quién dió
el funesto ejemplo á los perpetradores de semejantes crímenes en las
revoluciones modernas?
Que, en medio de furores de una guerra, se atreva la barbarie de los
vencedores á soltar el brutal desenfreno de la soldadesca sobre las
moradas de las vírgenes consagradas al Señor, esto se concibe muy
bien; pero, el perseguir por sistema estos santos establecimientos,
concitando contra ellos las pasiones del populacho, y atacando
groseramente la institución en su origen y en su objeto, esto es más
que inhumano y brutal, esto carece de nombre cuando lo hacen los mismos
que se precian de reformadores, de amantes del Evangelio puro, y que
se proclaman discípulos de Aquel que en sus sublimes consejos señaló la
_virginidad_ como una de las virtudes más hermosas que pueden esmaltar
la aureola de un cristiano. ¿Y quién ignora que ésta fué una de las
obras con más ardor emprendidas por el Protestantismo?
La mujer sin pudor ofrecerá un cebo á la voluptuosidad, pero no
arrastrará jamás el alma con el misterioso sentimiento que se apellida
amor. ¡Cosa notable! El deseo más imperioso que se abriga en el corazón
de una mujer, es el de agradar, y tan luego como se olvida del pudor,
desagrada, ofende; así está sabiamente ordenado que sea el castigo de
su falta, lo que hiere más vivamente su corazón. Por esta causa, todo
cuanto contribuye á realzar en las mujeres ese delicado sentimiento,
las realza á ellas mismas, las embellece, les asegura mayor predominio
sobre el corazón de los hombres, les señala un lugar más distinguido,
así en el orden doméstico como en el social. Estas verdades no las
comprendió el Protestantismo, cuando condenó la _virginidad_. Sin duda
que esta virtud no es condición necesaria para el pudor; pero es su
bello ideal, su tipo de perfección; y por cierto que el desterrar de la
tierra ese modelo, el negar su belleza, el condenarle como perjudicial,
no era nada á propósito para conservar un sentimiento que está en
continua lucha con la pasión más poderosa del corazón humano, y que
difícilmente se conserva en toda su pureza si no anda acompañado de las
precauciones más exquisitas. Delicadísima flor, de hermosos colores
y suavísimo aroma, puede apenas sufrir el leve oreo del aura más
apacible; su belleza se marchita con extremada facilidad, sus olores se
disipan como exhalación pasajera.
Pero, combatiendo la virginidad, se me hablará quizás de los
perjuicios que acarrea á la población, contándose como defraudadas á
la multiplicación del humano linaje las ofrendas que se hacen en las
aras de aquella virtud. Afortunadamente, las observaciones de los más
distinguidos economistas han venido á disipar este error proclamado
por el Protestantismo, y reproducido por la filosofía incrédula del
siglo XVIII. Los hechos han demostrado, de una manera convincente, dos
verdades, á cual más importantes, para vindicar las doctrinas y las
instituciones católicas: 1.ª Que la felicidad de los pueblos no está
en proporción necesaria con el aumento de su población. 2.ª Que tanto
ese aumento como la disminución dependen del concurso de tantas otras
causas, que el celibato religioso, si es que en algo figure entre
ellas, debe considerarse como de una influencia insignificante.
Una religión mentida y una filosofía bastarda y egoísta se empeñaron
en equiparar los secretos de la multiplicación humana con la de los
otros vivientes. Prescindieron de todas las relaciones religiosas, no
vieron en la humanidad más que un vasto plantel, en que no convenía
dejar nada estéril. Así se allanó el camino para considerar también al
individuo como una máquina de que debían sacarse todos los productos
posibles; para nada se pensó en la caridad, en la sublime enseñanza
de la religión sobre la dignidad y los destinos del hombre; y así la
industria se ha hecho cruel, y la organización del trabajo, planteada
sobre bases puramente materiales, aumenta el bienestar presente de los
ricos, pero amenaza terriblemente su porvenir.
¡Hondos designios de la Providencia! La nación que ha llevado más
allá estos principios funestos, encuéntrase en la actualidad agobiada
de hombres y de productos. Espantosa miseria devora sus clases más
numerosas, y toda la habilidad de los hombres que la dirigen no será
parte á desviarla de los escollos á que se encamina, impelida por la
fuerza de los elementos á que se entregó sin reserva. Los distinguidos
profesores de la universidad de Oxford, que, al parecer, van conociendo
los vicios radicales del Protestantismo, encontrarían aquí abundante
objeto de meditación para investigar hasta qué punto contribuyeron
los pretendidos reformadores del siglo XVI á preparar la situación
crítica, en que, á pesar de sus inmensos adelantos, se encuentra la
Inglaterra.
En el mundo físico, todo está dispuesto con _número, peso y medida_;
las leyes del universo muestran, por decirlo así, un cálculo infinito,
una geometría infinita; pero guardémonos de imaginarnos que todo
podemos expresarlo por nuestros mezquinos signos, que todo podemos
encerrarlo en nuestras reducidas combinaciones. Guardémonos, sobre
todo, de la insensata pretensión de semejar demasiado el mundo moral al
mundo físico, de aplicar sin distinción á aquél lo que sólo es propio
de éste, y de trastornar con nuestro orgullo la misteriosa harmonía
de la creación. El hombre no ha nacido tan sólo para _procrear_, no
es sólo una rueda colocada en su puesto para funcionar en la gran
máquina del mundo. Es un ser á imagen y semejanza de Dios, un ser
que tiene su destino superior á cuanto le rodea sobre la tierra. No
rebajéis su altura, no inclinéis su frente al suelo inspirándole tan
sólo pensamientos terrenos; no estrechéis su corazón privándole de
sentimientos virtuosos y elevados, no dejándole otro gusto que el de
los goces materiales. Si sus pensamientos religiosos le llevan á una
vida austera, si se apodera de su alma el generoso empeño de sacrificar
en las aras de su Dios los placeres de esta vida, ¿por qué se lo habéis
de impedir? ¿con qué derecho le insultáis, despreciando un sentimiento
que exige, por cierto, más alto temple de alma que el entregarse
livianamente al goce de los placeres?
Estas consideraciones, comunes á ambos sexos, adquieren todavía mayor
importancia cuando se aplican á la mujer. Con su fantasía exaltada,
su corazón apasionado y su espíritu ligero, necesita, aun más que el
varón, de inspiraciones severas, de pensamientos serios, graves, que
contrapesen, en cuanto sea posible, aquella volubilidad con que recorre
todos los objetos, recibiendo con facilidad extrema las impresiones
de cuanto toca, y comunicándolas á su vez, como un agente magnético,
á cuantos la rodean. Dejad, pues, que una parte del bello sexo se
entregue á una vida de contemplación y austeridad, dejad que las
doncellas y las matronas tengan siempre á la vista un modelo de todas
las virtudes, un sublime tipo de su más bello adorno, que es el pudor;
esto no será inútil por cierto: esas vírgenes no son defraudadas, ni á
la familia ni á la sociedad; una y otra recobrarán con usura lo que os
imaginabais que habían perdido.
En efecto: ¿quién alcanza á medir la saludable influencia que deben
de haber ejercido sobre las costumbres de la mujer, las augustas
ceremonias con que la Iglesia católica solemniza la consagración de
una virgen á Dios? ¿Quién puede calcular los santos pensamientos, las
castas inspiraciones que habrán salido de esas silenciosas moradas del
pudor, que ora se elevan en lugares retirados, ora en medio de ciudades
populosas? ¿Creéis que la doncella en cuyo pecho se agitara una pasión
ardorosa, que la matrona que diera cabida en su corazón á inclinaciones
livianas, no habrán encontrado mil veces un freno á su pasión, en el
solo recuerdo de la hermana, de la parienta, de la amiga, que allá en
silencioso albergue levantaba al cielo un corazón puro, ofreciendo en
holocausto al Hijo de la Virgen, todos los encantos de la juventud y de
la hermosura? Esto no se calcula, es verdad; pero es cierto á lo menos
que de allí no sale un pensamiento liviano, que allí no se inspira una
inclinación voluptuosa; esto no se calcula, es verdad; pero tampoco se
calcula la saludable influencia que ejerce sobre las plantas el rocío
de la mañana, tampoco se calcula la acción vivificante de la luz sobre
la naturaleza, tampoco se calcula cómo el agua que se filtra en las
entrañas de la tierra, la fecunda y fertiliza, haciendo brotar de su
seno vistosas flores y regalados frutos.
Son tantas las causas cuya existencia y eficacia son indudables, y
que, sin embargo, no pueden sujetarse á un cálculo riguroso, que, si
buscamos la razón de la impotencia que caracteriza toda obra hija
exclusiva del pensamiento del hombre, la encontraremos en que él no
es capaz de abarcar el conjunto de relaciones que se complican en esa
clase de objetos, y no puede apreciar debidamente las influencias
indirectas, á veces ocultas, á veces imperceptibles, de puro delicadas.
Por eso viene el tiempo á disipar tantas ilusiones, á desmentir tantos
pronósticos, á manifestar la debilidad de lo que se creía fuerte, y
la fuerza de lo que se creía débil; y es que con el tiempo se van
desenvolviendo mil relaciones cuya existencia no se sospechaba,
se ponen en acción mil causas que no se conocían, ó quizás se
despreciaban; los efectos van creciendo, se van presentando de bulto,
hasta que, al fin, se crea una situación nueva, donde no es posible
cerrar los ojos á la evidencia de los hechos, donde no es dado resistir
á la fuerza de las cosas.
Y he aquí una de las sinrazones que más chocan en los argumentos de
los enemigos del Catolicismo. No aciertan á mirar los objetos sino por
un aspecto, no comprenden otra dirección de una fuerza que en línea
recta; no ven que, así el mundo moral como el físico, es un conjunto de
relaciones infinitamente variadas, de influencias indirectas, que obran
á veces con más eficacia que las directas; que todo forma un sistema de
correspondencia y harmonía, donde no conviene aislar las partes sino
lo necesario para conocer mejor los lazos ocultos y delicados que las
unen con el todo; donde es necesario dejar que obre el tiempo, elemento
indispensable de todo desarrollo cumplido, de toda obra duradera.
Permítaseme esa breve digresión para inculcar verdades que nunca se
tendrá demasiado presentes, cuando se trate de examinar las grandes
instituciones fundadas por el Catolicismo. La filosofía tiene en la
actualidad que devorar amargos desengaños; vese precisada á retractar
proposiciones avanzadas con demasiada ligereza, á modificar principios
establecidos con sobrada generalidad; y todo este trabajo se hubiera
podido ahorrar, siendo un poco más circunspecta en sus fallos, andando
con mayor mesura en el curso de sus investigaciones. Coligada con el
Protestantismo, declaró guerra á muerte á las grandes instituciones
católicas, clamó por la excentralización moral y religiosa, y un
grito unánime se levanta de los cuatro ángulos del mundo civilizado
invocando un principio de unidad. El instinto de los pueblos le busca,
los filósofos ahondan en los secretos de la ciencia con la mira de
descubrirle; ¡vanos esfuerzos! _Nadie puede poner otro fundamento que
el que está puesto ya_; su duración responde de su solidez.


CAPITULO XXVII

Un celo incansable por la santidad del matrimonio, y un sumo cuidado
para llevar el sentimiento del pudor al más alto punto de delicadeza,
son los dos polos de la conducta del Catolicismo para realzar á la
mujer. Éstos son los grandes medios de que echó mano para lograr su
objeto; de ahí procede el poder y la importancia de las mujeres en
Europa; y es muy falso lo que dice M. Guizot (Lec. 4) de «que esta
particularidad de la civilización europea haya venido del seno del
feudalismo». No disputaré sobre la mayor ó menor influencia que pudo
ejercer en el desarrollo de las costumbres domésticas; no negaré que
el estado de aislamiento en que vivía el señor feudal, el «encontrar
siempre en su castillo á su mujer, á sus hijos y á nadie más que á
ellos, el ser ellos siempre su compañía permanente, el participar ellos
solos de sus placeres y penas, el compartir sus intereses y destinos,
no hubiese de contribuir á desenvolver las costumbres domésticas, y
á que éstas tomasen un grande y poderoso ascendiente sobre el jefe
de familia». Pero ¿quién hizo que, al volver el señor á su castillo,
encontrase tan sólo á una mujer, y no á muchas? ¿Quién le contuvo para
que no abusase de su poderío, convirtiendo su casa en harén? ¿Quién
le enfrenó para que no soltase la rienda á sus pasiones, y de ellas no
hiciese víctimas á las más hermosas doncellas que veía en las familias
de sus rendidos vasallos? Nadie negará que quien esto hizo fueron las
doctrinas y las costumbres introducidas y arraigadas en Europa por la
Iglesia católica, y las leyes severas con que opuso un firme valladar
al desbordamiento de las pasiones; y, por consiguiente, aun dado que el
feudalismo hubiera hecho el bien que se supone, sería este bien debido
á la Iglesia católica.
Ha dado ocasión, sin duda, á que se exagerase la influencia del
feudalismo en dar importancia á las mujeres, un hecho de aquella
época que se presenta muy de bulto, y que efectivamente á primera
vista no deja de deslumbrar. Este hecho consiste en el gallardo
espíritu de caballería, que, brotando en el seno del feudalismo, y
extendiéndose rápidamente, produjo las acciones más heroicas, dió
origen á una literatura rica de imaginación y sentimiento, y contribuyó
no poco á amansar y suavizar las feroces costumbres de los señores
feudales. Distinguíase principalmente aquella época por su espíritu de
galantería; mas no la galantería común cual se forma dondequiera con
las tiernas relaciones de los dos sexos, sino una galantería llevada
á la mayor exageración por parte del hombre, combinada de un modo
singular con el valor más heroico, con el desprendimiento más sublime,
con la fe más viva y la religiosidad más ardiente. _Dios y su dama_:
he aquí el eterno pensamiento del caballero; lo que embarga todas
sus facultades, lo que ocupa todos sus instantes, lo que llena toda
su existencia. Con tal que pueda alcanzar un triunfo sobre la hueste
infiel, con tal que le aliente la esperanza de ofrecer á los pies de
su señora los trofeos de la victoria, no hay sacrificio que le sea
costoso, no hay viaje que le canse, no hay peligro que le arredre, no
hay empresa que le desanime; su imaginación exaltada le traslada á un
mundo fantástico, su corazón arde como una fragua, todo lo acomete, á
todo da cima; y aquel mismo hombre que poco antes peleaba como un león,
en los campos de la Bética ó de la Palestina, se ablanda como una cera
al solo nombre del ídolo de su corazón, vuelve sus amorosos ojos hacia
su patria, y se embelesa con el solo pensamiento de que, suspirando un
día al pie del castillo de su señora, podrá recabar quizás una seña
amorosa, ó una mirada fugitiva. ¡Ay del temerario que osare disputarle
su tesoro! ¡Ay del indiscreto que fijare sus ojos en las almenas de
donde espera el caballero una seña misteriosa! No es tan terrible la
leona á la que han arrebatado sus cachorros; y el bosque azotado por el
aquilón no se agita como el corazón del fiero amante; nada será capaz
de detener su venganza; ó dar la muerte á su rival, ó recibirla.
Examinando esta informe mezcla de blandura y de fiereza, de religión y
de pasiones, mezcla que, sin duda, habrán exagerado un poco el capricho
de los cronistas y la imaginación de los trovadores, pero que no deja
de tener su tipo muy real y verdadero, nótase que era muy natural en
su época, y que nada entraña de la contradicción que á primera vista
pudiera presentar. En efecto: nada más natural que el ser muy violentas
las pasiones de unos hombres, cuyos progenitores poco lejanos habían
venido de las selvas del Norte á plantar su tienda ensangrentada sobre
las ruinas de las ciudades que habían destruído; nada más natural
que el no conocer otro juez que el de su brazo unos hombres que no
ejercían otra profesión que la guerra, y que, además, vivían en una
sociedad que, estando todavía en embrión, carecía de un poder público
bastante fuerte para tener á raya las pasiones particulares; y nada,
por fin, más natural en esos mismos hombres que el ser tan vivo el
sentimiento religioso, pues que la religión era el único poder por
ellos reconocido, la religión había encantado su fantasía con el
esplendor y magnificencia de los templos y la majestad y pompa del
culto, la religión los había llenado de asombro presentando á sus ojos
el espectáculo de las virtudes más sublimes y haciendo resonar á sus
oídos un lenguaje tan elevado, como dulce y penetrante: lenguaje que,
si bien no era por ellos bien comprendido, no dejaba de convencerlos de
la santidad y divinidad de los misterios y preceptos de la religión,
arrancándoles una admiración y acatamiento, que, obrando sobre almas de
tan vigoroso temple, engendraba el entusiasmo y producía el heroísmo.
En lo que se echa de ver que todo cuanto había de bueno en aquella
exaltación de sentimientos, todo dimanaba de la religión; y que, si de
ella se prescinde, sólo vemos al bárbaro que no conoce otra ley que su
lanza, ni otra guía en su conducta que las inspiraciones de un corazón
lleno de fuego.
Calando más y más en el espíritu de la caballería, y parándose
particularmente en el carácter de los sentimientos que entrañaba con
respecto á la mujer, parece que, lejos de realzarla, la supone ya
realzada, ya rodeada de consideración; no le da un nuevo lugar, la
encuentra ocupándolo ya. Y, á la verdad, á no ser así, ¿cómo es posible
concebir tan exagerada, tan fantástica galantería? Pero imaginaos
la belleza de la virgen cubierta con el velo del pudor cristiano, y
aumentándose así la ilusión y el encanto; entonces concebiréis el
delirio del caballero; imaginaos á la virtuosa matrona, á la compañera
del hombre, á la madre de familia, á la mujer única en quien se
concentran todas las afecciones del marido y de los hijos, á la esposa
cristiana, y entonces concebiréis también por qué el caballero se
embriaga con el solo pensamiento de alcanzar tanta dicha, y por qué
el amor es algo más que un arrebato voluptuoso, es un respeto, una
veneración, un culto.
No han faltado algunos que han pretendido encontrar el origen de esa
especie de culto, en las costumbres de los germanos, y, refiriéndose
á ciertas expresiones de Tácito, han querido explicar la mejora
social de las mujeres como dimanada del respeto con que las miraban
aquellos bárbaros. M. Guizot desecha esta aserción, y la combate
muy atinadamente, haciendo observar «que lo que nos dice Tácito de
los germanos, no era característico de aquellos pueblos, pues que
expresiones iguales á las de Tácito, los mismos sentimientos, los
mismos usos de los germanos se descubren en las relaciones que hacen
una multitud de historiadores de otros pueblos salvajes». Todavía
después de la observación de M. Guizot, se ha sostenido la misma
opinión, y así es menester combatirla de nuevo.
He aquí el pasaje de Tácito: «Inesse quin etiam sanctum aliquid et
providum putant: nec aut consilia earum aspernantur, aut responsa
negligunt. Vidimus sub divo Vespasiano, Velledam diu apud plerosque
numinis loco habitam.» (_De mor. Germ._) «Hasta llegan á creer que
hay en las mujeres algo de santo y de profético, y ni desprecian sus
consejos, ni desoyen sus pronósticos. En tiempo del divino Vespasiano,
vimos que por largo espacio Velleda fué tenida por muchos como diosa.»
Á mi juicio, se entiende muy mal ese pasaje de Tácito, cuando se le
quiere dar extensión á las costumbres domésticas, cuando se le quiere
tomar como un rasgo que retrata las relaciones conyugales. Si se fija
debidamente la atención en las palabras del historiador, se echará de
ver que esto distaba mucho de su mente; pues que sus palabras sólo
se refieren á la superstición de considerar á algunas mujeres como
profetisas. Confírmase la verdad y exactitud de esta observación con
el mismo ejemplo que aduce de Velleda, la cual dice era reputada por
muchos como diosa. En otro lugar de sus obras (_Histor._, lib. 4),
explica Tácito su pensamiento, pues hablando de la misma Velleda nos
dice «que esta doncella de la nación de los Bructeros tenía gran
dominio, á causa de la antigua costumbre de los germanos, con que
miraban á muchas mujeres como profetisas, y, andando en aumento la
superstición, llegaban hasta á tenerlas por diosas.» «Ea virgo nationis
Bructerae late imperitabat: vetere apud germanos more, quo plerasque
faeminarum, fatidicas, e augescente superstitione, arbitrantur deas.»
El texto que se acaba de citar prueba hasta la evidencia que Tácito
habla de la superstición, no del orden doméstico, cosas muy diferentes,
pues no media inconveniente alguno en que algunas mujeres sean tenidas
como semidiosas, y, entre tanto, la generalidad de ellas no ocupen en
la sociedad el puesto que les corresponde. En Atenas se daba grande
importancia á las sacerdotisas de Ceres; en Roma á las vestales; y las
Pitonisas, y la historia de las famosas Sibilas, manifiestan que el
tener por fatídicas á las mujeres, no era exclusivamente propio de los
germanos. No debo ahora explicar la causa de estos hechos, me basta
consignarlos; tal vez la fisiología podría en esta parte suministrar
luces á la filosofía de la historia.
Que el orden de la superstición y el de la familia eran muy diferentes,
es fácil notarlo en la misma obra de Tácito, cuando describe la
severidad de costumbres de los germanos con respecto al matrimonio.
Nada hay allí de aquel _sanctum et providum_; sólo sí una austeridad
que conservaba á cada cual en la línea de sus deberes, y lejos de
ser la mujer tenida como diosa, si caía en la infidelidad, quedaba
encomendado al marido el castigo de su falta. Es curioso el pasaje,
pues indica que entre los germanos no debían tampoco de ser escasas las
facultades del hombre sobre la mujer. «Accisis crinibus, dice, nudatam
coram propinquis expellit domo maritus, ac per omnem vicum verbere
agit.» «Rapado el cabello, échala de casa el marido en presencia de
los parientes, y desnuda la anda azotando por todo el lugar.» Este
castigo da, sin duda, una idea de la ignominia que entre los germanos
acompañaba al adulterio; pero no es muy favorable á la estimación
pública de la mujer: ésta hubiera ganado mucho con la pena del
apedreamiento.
Cuando Tácito nos describe el estado social de los germanos, es
preciso no olvidar que quizás algunos rasgos de costumbres son de
propósito realzados algún tanto, pues que nada es más natural en un
escritor del temple de Tácito, viviendo acongojado y exasperado
por la espantosa corrupción de costumbres que á la sazón dominaba
entre los romanos. Píntanos con magníficas plumadas la santidad
del matrimonio de los germanos, es verdad; pero ¿quién no ve que,
mientras escribe, tiene á la vista aquellas matronas que, como dice
Séneca, debían contar los años, no por la sucesión de los cónsules,
sino por el cambio de maridos? ¿aquellas damas sin rastro de pudor,
entregadas á la disolución más asquerosa? Poco trabajo cuesta el
concebir dónde se fijaba la ceñuda mirada de Tácito, cuando arroja sus
concisas reflexiones como flechas: «Nemo, enim, illic vitia ridet, nec
corrumpere et corrumpi saeculum vocatur.» «Allí el vicio no hace reir,
ni la corrupción se apellida moda.» Rasgo vigoroso que retrata todo
un siglo, y que nos hace entender el secreto gusto que tendría Tácito
en echar en cara á la corrompida cultura de los romanos la pureza de
costumbres de los bárbaros. Lo mismo que aguzaba el festivo ingenio de
Juvenal y envenenaba su punzante sátira, excitaba la indignación de
Tácito, y arrancaba á su grave filosofía reprensiones severas.
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