Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 22

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José, a quien dejamos a la raya de España y pisando su territorio, el
9 de julio había seguido su camino a cortas jornadas. A doquiera
que llegaba acogíanle friamente; las calles de los pueblos estaban en
soledad y desamparo, y no había para recibirle sino las autoridades
que pronunciaban discursos, forzadas por la ocupación francesa. El
16 supo en Burgos las resultas de la batalla de Rioseco, con lo que
más desahogadamente le fue lícito continuar su viaje a Madrid. En el
tránsito quiso manifestarse afable, lo cual dio ocasión a los satíricos
donaires de los que le oían. Porque poco práctico en la lengua
española, alteraba su pureza con vocablos y acento de la italiana, y
sus arengas en vez de cautivar los ánimos solo los movían a risa y
burla.
[Marginal: Su entrada en la capital.]
El 20 en fin llegó a Chamartín a mediodía y se apeó en la quinta del
duque del Infantado, disponiéndose a hacer su entrada en Madrid.
Verificola pues en aquella propia tarde a las seis y media, yendo
por la puerta de Recoletos, calle de Alcalá y Mayor hasta palacio.
Habían mandado colgar y adornar las casas. Raro o ninguno fue el
vecino que obedeció. Venía escoltado para seguridad y mayor pompa
de mucha infantería y caballería, generales y oficiales de estado
mayor, y contados españoles de los que estaban más comprometidos.
Interrumpíase la silenciosa marcha con los solos vivas de algunos
franceses establecidos en Madrid, y con el estruendo de la artillería.
Las campanas en lugar de tañer como a fiesta las hubo que doblaron
a manera de día de difuntos. Pocos fueron los habitantes que se
asomaron o salieron a ver la ostentosa solemnidad. Y aun el grito de
uno que prorrumpió en _viva Fernando VII_, causó cierto desorden por
el recelo de alguna oculta trama. Recibimiento que representaba al
vivo el estado de los ánimos, y singular en su contraste con el que
se había dado a Fernando VII en 24 de marzo. Asemejose muy mucho al
de Carlos de Austria en 1710, en el que se mezclaron con los pocos
vítores que le aplaudían, varios que osaron aclamar a Felipe V. Pero
José no se ofendió ni de extraños clamores ni de la expresiva soledad
como el austriaco. Este al llegar a la puerta de Guadalajara torció a
la derecha y se salió por la calle de Alcalá diciendo: «que era una
corte sin gente.» José se posesionó de Palacio y desde luego admitió a
cumplimentarle a las autoridades, consejos y principales personas al
efecto citadas.
[Marginal: Retrato de José.]
Ahora no parecerá fuera de propósito que nos detengamos a dar una
idea, si bien sucinta, del nuevo rey, de su carácter y prendas.
Comenzaremos por asentar con desapasionada libertad, que en tiempos
serenos y asistido de autoridad, si no más legítima por lo menos de
origen menos odioso, no hubiera el intruso deshonrado el solio, mas
sí cooperado a la felicidad de España. José había nacido en Córcega,
año de 1768. Habiendo estudiado en el colegio de Autun en Borgoña,
volvió a su patria en 1785 en donde después fue individuo de la
administración departamental, a cuya cabeza estaba el célebre Paoli.
Casado en 1794 con una hija de Mr. Clary, hombre de los más acaudalados
de Marsella, acompañó al general Bonaparte en su primera campaña de
Italia. Hallábase embajador en Roma a la sazón que sublevándose el
pueblo acometió su palacio y mató a su lado al general Duphot. Miembro
a su regreso del consejo de los Quinientos, defendió con esfuerzo a su
hermano que entonces en Egipto era vivamente atacado por el directorio.
Después de desempeñar comisiones importantes y de haber firmado el
concordato con el Papa, los tratados de Luneville, Amiens y otros,
tomó asiento en el senado. Mas cuando Napoleón convirtió la Francia
en un vasto campo militar y sus habitantes en soldados, ciñó a su
hermano la espada, dándole el mando del cuarto regimiento de línea,
uno de los destinados al tan pregonado desembarco de Inglaterra. No
descolló empero en las armas, cual conviniera al que fue a domeñar
después una nación fiera y altiva como la española. Al subir Napoleón
al trono ofreció a José la corona de Lombardía que se negó a admitir,
accediendo en 1806 a recibir la de Nápoles, cuyo reino gobernó con
algún acierto. Fue en España más desgraciado a pesar de las prendas que
le adornaban. Nacido en la clase particular y habiendo pasado por los
vaivenes y trastornos de una gran revolución política, poseía a fondo
el conocimiento de los negocios públicos y el de los hombres. Suave
de condición, instruido y agraciado de rostro, y atento y delicado en
sus modales, hubiera cautivado a su partido las voluntades españolas,
si antes no se las hubiera tan gravemente lastimado en su pundonoroso
orgullo. Además la extrema propensión de José a la molicie y deleites
oscureciendo algún tanto sus bellas dotes, dio ocasión a que se
inventasen respecto de su persona ridículas consejas y cuentos creídos
por una multitud apasionada y enemiga. Así fue que no contentos con
tenerle por ebrio y disoluto, deformáronle hasta en su cuerpo fingiendo
que era tuerto. Su misma locución fácil y florida perjudicole en
gran manera, pues arrastrado de su facundia se arrojaba, como hemos
advertido, a pronunciar discursos en lengua que no le era familiar,
cuyo inmoderado uso unido a la fama exagerada de sus defectos, provocó
a componer farsas populares que, representadas en todos los teatros
del reino, contribuyeron no tanto al odio de su persona como a su
desprecio, afecto del ánimo más temible para el que anhela afianzar en
sus sienes una corona. Por tanto, José, si bien enriquecido de ciertas y
laudables calidades, carecía de las virtudes bélicas y austeras que se
requerían entonces en España, y sus imperfecciones, débiles lunares en
otra coyuntura, ofrecíanse abultadas a los ojos de una nación enojada y
ofendida.
[Marginal: Su proclamación.]
Los pocos días que el nuevo rey residió en Madrid se pasaron en
ceremonias y cumplidos. Señalose el 25 de julio para su proclamación.
Prefirieron aquel día por ser el de Santiago, creyendo así agradar a
la devoción española que le reconocía como patrón del reino. Hizo las
veces de alférez mayor el conde de Campo de Alange, estando ausente
y habiendo rehusado asistir el marqués de Astorga a quien de derecho
competía.
[Marginal: Su reconocimiento.]
Todas las autoridades, después de haber cumplimentado a José, le
prestaron, con los principales personajes, juramento de fidelidad. Solo
se resistieron el consejo de Castilla [Marginal: Consejo de Castilla.]
y la sala de alcaldes. Muy de elogiar sería la conducta del primero,
si con empeño y honrosa porfía se hubiera antes constantemente opuesto
a las resoluciones de la autoridad intrusa. Había sí a veces suprimido
la fórmula, al publicar sus decretos, de que estos se _guardasen_ y
_cumpliesen_, pero imprimiéndose y circulándose a su nombre: el pueblo,
que no se detenía en otras particularidades, achacaba al consejo y
vituperaba en él la autorización de tales documentos, y los hombres
entendidos deploraban que se sirviese de un efugio indigno de supremos
magistrados. Porque al paso que doblaban la cerviz al usurpador,
buscaban con sutilezas e impropios ardides un descargo a la severa
responsabilidad que sobre ellos pesaba: proceder que los malquistó con
todos los partidos.
Desde la llegada de José a España habíase ordenado al consejo que
se dispusiese a prestar el debido juramento. En el 22 de julio
expresamente se le reiteró cumpliese con aquel acto, según lo prevenido
en la constitución de Bayona, la cual ya de antemano se le había
ordenado que circulase. El consejo sabedor de la resistencia general
de las provincias, y previendo el compromiso a que se exponía, había
procurado dar largas, y no antes del 24 respondió a las mencionadas
órdenes. En dicho día remitió dos representaciones que abrazaban
ambos puntos el del juramento y el de la constitución. A cerca de la
última expuso: «que él no representaba a la nación, y sí únicamente
las cortes, las que no habían recibido la constitución. Que sería
una manifiesta infracción de todos los derechos más sagrados el que
tratándose, no ya del establecimiento de una ley sino de la extinción
de todos los códigos legales y de la formación de otros nuevos, se
obligase a jurar su observancia antes que la nación los reconociese y
aceptase.» Justa y saludable doctrina de que en adelante se desvió con
frecuencia el mismo consejo.
Hasta en el presente negocio cedió al fin respecto de la constitución
de Bayona, cuya publicación y circulación tuvo efecto con su anuencia
en 26 de julio. Animáronle a continuar en la negativa del pedido
juramento los avisos confidenciales que ya llegaban del estado apurado
de los franceses en Andalucía: por lo cual el 28 insistió en las
razones alegadas, añadiendo nuevas de conciencia. A unas y a otras
le hubiera la necesidad obligado a encontrar salida y someterse a lo
que se le ordenaba, según antes había en todo practicado, si grandes
acontecimientos allende la Sierra Morena no hubieran distraído de los
escrúpulos del consejo y suscitado nuevos e impensados cuidados al
gobierno intruso.
Al llegar aquí de suyo se nombra la batalla de Bailén: memorable suceso
que exige lo refiramos circunstanciadamente.
[Marginal: Acontecimientos que precedieron a la batalla de Bailén.]
No habrá el lector olvidado como Dupont después de abandonar a Córdoba
se había replegado a Andújar, y asentando allí su cuartel general,
sucesivamente había recibido los refuerzos que le llevaron los
generales Vedel y Gobert. Antes de esta retirada y para impedirla se
había formado un plan por los españoles. Don Francisco Javier Castaños
se oponía a que este se realizase, pensando quizá fundadamente que ante
todo debía organizarse el ejército en un campo atrincherado delante de
Cádiz. En tanto Dupont frustró con su movimiento retrógrado el intento
que había habido de rodearle. Alentáronse los nuestros, y solo Castaños
insistió de nuevo en su anterior dictamen. Inclinábase a adoptarle la
junta de Sevilla hasta que arrastrada por la voz pública, y noticiosa
de que tropas de refresco avanzaban a unirse al enemigo, determinó que
se le atacase en Andújar.
Castaños desde que había tomado el mando del ejército de Andalucía,
había tratado de engrosarle, y disciplinar a los innumerables paisanos
que se presentaban a alistarse voluntariamente. En Utrera estableció
su cuartel general, y en aquel pueblo y Carmona se juntaron unas en
pos de otras todas las fuerzas, así las que venían de San Roque, Cádiz
y Sevilla, como las que con Echevarri habían peleado en Alcolea. No
tardaron mucho las de Granada en aproximarse y darse la mano con las
demás. Para mayor seguridad rogó Castaños al general Spencer, quien con
5000 ingleses según se apuntó estaba en Cádiz a bordo de la escuadra de
su nación, que desembarcase y tomase posición en Jerez. Por entonces no
condescendió este general con su deseo, prefiriendo pasar a Ayamonte y
sostener la insurrección de Portugal. No tardó sin embargo el inglés en
volver y desembarcar en el Puerto de Santa María, en donde permaneció
corto tiempo sin tomar parte en la guerra de Andalucía.
[Marginal: Distribución del ejército español de Andalucía.]
Puestos de inteligencia los jefes españoles dispusieron su ejército
en tres divisiones con un cuerpo de reserva. Mandaba la primera Don
Teodoro Reding con la gente de Granada; la segunda el marqués de
Coupigny, y se dejó la tercera a cargo de Don Félix Jones que debía
obrar unida a la reserva capitaneada por Don Manuel de la Peña. El
total de la fuerza ascendía a 25.000 infantes y 2000 caballos. A las
órdenes de Don Juan de la Cruz había una corta división, compuesta de
las compañías de cazadores de algunos cuerpos, de paisanos y otras
tropas ligeras, con partidas sueltas de caballería, que en todo
ascendía a 1000 hombres. También Don Pedro Valdecañas mandaba por otro
lado pequeños destacamentos de gente allegadiza.
Los españoles, avanzando, se extendieron desde el 1.º de julio por el
Carpio y ribera izquierda del Guadalquivir. Los franceses para buscar
víveres y cubrir su flanco habían al propio tiempo enviado a Jaén al
general de brigada Cassagne con 1500 hombres. A las once del mismo día,
acercándose los franceses a la ciudad, tuvieron varios reencuentros con
los nuestros, y hasta el 3 que por la noche la desampararon estuvieron
en continuado rebato y pelea, ya con paisanos y ya con el regimiento
de suizos de Reding y voluntarios de Granada, que habían acudido a
la defensa de los suyos. Dupont, sabedor del movimiento del general
Castaños, no queriendo tener alejadas sus fuerzas, había ordenado a
Cassagne que retrocediese, y así se libertó Jaén de la ocupación de
unos soldados que tanto daño le habían ocasionado en la primera.
[Marginal: Consejo celebrado para atacar a los franceses.]
Instando de todos lados para que se acometiese decididamente al
enemigo, celebraron en Porcuna el 11 de julio los jefes españoles un
consejo de guerra en el que se acordó el plan de ataque. Conforme a lo
convenido debía Don Teodoro Reding cruzar el Guadalquivir por Mengíbar
y dirigirse sobre Bailén, sosteniéndole el marqués de Coupigny que
había de pasar el río por Villanueva. Al mismo tiempo Don Francisco
Javier Castaños quedó encargado de avanzar con la tercera división y la
reserva y atacar de frente al enemigo, cuyo flanco derecho debía ser
molestado por las tropas ligeras y cuerpos francos de Don Juan de la
Cruz, quien atravesando por el puente de Marmolejo, que aunque cortado
anteriormente estaba ya transitable, se situó al efecto en las alturas
de Sementera.
El 13 se empezó a poner en obra el concertado movimiento, y el 15 hubo
varias escaramuzas. Dupont inquieto con las tropas que veía delante de
sí, pidió a Vedel que le enviase de Bailén el socorro de una brigada;
pero este no queriendo separarse de sus soldados fue en persona con
su división, dejando solamente a Liger-Belair con 1300 hombres para
guardar el paso de Mengíbar. En el mismo 15 los franceses atacaron a
Cruz, quien después de haber combatido bizarramente se transfirió a
Peñascal de Morales, replegándose los enemigos a sus posiciones. No
hubo en el 16 por el frente, o sea del lado de Castaños, sino un recio
cañoneo; pero fue grave y glorioso para los españoles el choque en que
se vio empeñado en el propio día el general Reding.
[Marginal: Acción de Mengíbar.]
Según lo dispuesto trató este general de atacar al enemigo, y al
tiempo que le amenazaba en su posición de Mengíbar, a las cuatro de la
mañana cruzó el río a media legua por el vado apellidado del Rincón.
Le desalojó de todos los puntos, y obligó a Liger-Belair a retirarse
hacia Bailén, de donde volando a su socorro el general Gobert, recibió
este un balazo en la cabeza, de que murió poco después. Cuerpos nuevos
como el de Antequera y otros se estrenaron aquel día con el mayor
lucimiento. Contribuyó en gran manera al acierto de los movimientos el
experto y entendido mayor general Don Francisco Javier Abadía. Nada
embarazaba ya la marcha victoriosa de los españoles; mas Reding como
prudente capitán suspendió perseguir al enemigo, y repasando por la
tarde el río aguardó a que se le uniese Coupigny. Pareció ser día de
buen agüero porque en 1212 en el mismo 16 de julio, según el cómputo
de entonces, habíase ganado la célebre batalla de las Navas de Tolosa,
pueblo de allí poco distante: siendo de notar que el paraje en donde
hubo mayor destrozo de moros, y que aún conserva el nombre de campo de
matanza, fue el mismo en que cayó mortalmente herido el general Gobert.
De resultas de este descalabro determinó Dupont que Vedel tornase a
Bailén, y arrojase los españoles del otro lado del río. Empezaba el
terror a desconcertar a los franceses. Aumentose con la noticia que
recibieron de lo ocurrido en Valencia, y por doquiera no veían ni
soñaban sino gente enemiga. Así fue que Dufour, sucesor de Gobert,
y Liger-Belair escarmentados con la pérdida que el 16 experimentaron
en Mengíbar, y temerosos de que los españoles mandados por Don
Pedro Valdecañas, que habían acometido y sorprendido en Linares un
destacamento francés, se apoderasen de los pasos de la sierra y fuesen
después sostenidos por la división victoriosa de Reding, en vez de
mantenerse en Bailén caminaron a Guarromán tres leguas distante. Ya
se habían puesto en marcha cuando Vedel de vuelta de Andújar llegó al
primer pueblo, y sin aguardar noticia ni aviso alguno recelándose que
Dufour y su compañero pudiesen ser atacados prosiguió adelante, y
uniéndose a ellos avanzaron juntos a la Carolina y Santa Elena.
En el intermedio y al día siguiente de la gloriosa acción que había
ganado, movió el general Reding su campo, repasó de nuevo el río en la
tarde del 17, e incorporándosele al amanecer el marqués de Coupigny
entraron ambos el 18 en Bailén. Sin permitir a su gente largo descanso
disponíanse a revolver sobre Andújar, con intento de coger a Dupont
entre sus divisiones y las que habían quedado en los Visos, cuando
impensadamente se encontraron con las tropas de dicho general, que de
priesa y silenciosamente caminaban. Había el francés salido de Andújar
al anochecer del 18, después de destruir el puente y las obras que para
su defensa había levantado. Escogió la oscuridad deseoso de encubrir su
movimiento, y salvar el inmenso bagaje que acompañaba a sus huestes.
[Marginal: Batalla de Bailén, 19 de julio.]
Abría Dupont la marcha con 2600 combatientes, mandando Barbou la
columna de retaguardia. Ni franceses ni españoles se imaginaban estar
tan cercanos; pero desengañolos el tiroteo que de noche empezó a oírse
en los puntos avanzados. Los generales españoles que estaban reunidos
en una almazara o sea molino de aceite a la izquierda del camino de
Andújar, paráronse un rato con la duda de si eran fusilazos de su tropa
bisoña o reencuentro con la enemiga. Luego los sacó de ella una granada
que casi cayó a sus pies a las doce y minutos de aquella misma noche, y
principio ya del día 19. Eran en efecto fuegos de tropas francesas que
habiendo las primeras y más temprano salido de Andújar, habían tenido
el necesario tiempo para aproximarse a aquellos parajes. Los jefes
españoles mandaron hacer alto, y Don Francisco Venegas Saavedra, que
en la marcha capitaneaba la vanguardia, mantuvo el conveniente orden,
y causó diversión al enemigo en tanto que la demás tropa ya puesta en
camino volvía a colocarse en el sitio que antes ocupaba. Los franceses
por su parte avanzaron más allá del puente que hay a media legua de
Bailén. En unas y otras no empezó a trabarse formalmente la batalla
hasta cerca de las cuatro de la mañana del citado 19. Aunque los dos
grandes trozos o divisiones, en que se había distribuido la fuerza
española allí presente, estaban al mando de los generales Reding y
Coupigny, sometido este al primero, ambos jefes acudían indistintamente
con la flor de sus tropas a los puntos atacados con mayor empeño.
Ayudoles mucho para el acierto el saber y tino del mayor general
Abadía.
La primera acometida fue por donde estaba Coupigny. Rechazáronla sus
soldados vigorosamente, y los guardias valonas, suizos, regimientos de
Bujalance, Ciudad Real, Trujillo, Cuenca, Zapadores y el de caballería
de España embistieron las alturas que el enemigo señoreaba y le
desalojaron. Roto este enteramente se acogió al puente, y retrocedió
largo trecho. Reconcentrando en seguida Dupont sus fuerzas volvió
a posesionarse de parte del terreno perdido, y extendió su ataque
contra el centro y costado derecho español en donde estaba Don Pedro
Grimarest. Flaqueaban los nuestros de aquel lado, pero auxiliados
oportunamente por Don Francisco Venegas, fueron los franceses del todo
arrollados teniendo que replegarse. Muchas y porfiadas veces repitieron
los enemigos sus tentativas por toda la línea, y en todas fueron
repelidos con igual éxito. Manejaron con destreza nuestra artillería
los soldados y oficiales de aquella arma, mandados por los coroneles
Don José Juncar y Don Antonio de la Cruz, consiguiendo desmontar
de un modo asombroso la de los contrarios. La sed causada por el
intenso calor era tanta que nada disputaron los combatientes con mayor
encarnizamiento como el apoderarse, ya unos ya otros, de una noria sita
más abajo de la almazara antes mencionada.
A las doce y media de la mañana Dupont lleno de enojo púsose con todos
los generales a la cabeza de las columnas, y furiosa y bravamente
acometieron juntos al ejército español. Intentaron con particular
arrojo romper nuestro centro, en donde estaban los generales Reding
y Abadía, llegando casi a tocar con los cañones los marinos de la
guardia imperial. Vanos fueron sus esfuerzos, inútil su conato. Tanto
ardimiento y maestría estrellose contra la bravura y constancia de
nuestros guerreros. Cansados los enemigos, del todo decaídos, menguados
sus batallones, y no encontrando refugio ni salida, propusieron una
suspensión de armas que aceptó Reding.
Mientras que la victoria coronaba con sus laureles a este general, Don
Juan de la Cruz no había permanecido ocioso. Informado del movimiento
de Dupont en la misma noche del 18 se adelantó hasta los Baños, y
colocándose cerca del Herrumblar a la izquierda del enemigo, le molestó
bastantemente. Castaños debió tardar más en saber la retirada de los
franceses, puesto que hasta la mañana del 19 no mandó a Don Manuel de
la Peña ponerse en marcha. Llevó este consigo la tercera división de
su mando reforzada, quedándose con la reserva en Andújar el general en
jefe. Peña llegó cuando se estaba ya capitulando: había antes tirado
algunos cañonazos para que Reding estuviese advertido de su llegada, y
quizá este aviso aceleró el que los franceses se rindiesen.
Vedel en su correría no habiendo descubierto por la sierra tropas
españolas, unido con Dufour permaneció el 18 en la Carolina, después
de haber dejado para resguardar el paso en Santa Elena y Despeñaperros
dos batallones y algunas compañías. Allí estaba cuando al alborear
del 19 oyendo el cañoneo del lado de Bailén, emprendió su marcha,
aunque lentamente, hacia el punto de donde partía el ruido. Tocaba
ya a las avanzadas españolas, y todavía reposaban estas con el seguro
de la pactada tregua. Advertido sin embargo Reding envió al francés
un parlamento con la nueva de lo acaecido. Dudó Vedel si respetaría
o no la suspensión convenida, mas al fin envió un oficial suyo para
cerciorarse del hecho.
Ocupaban por aquella parte los españoles las dos orillas del camino. En
la ermita de San Cristóbal, que está a la izquierda yendo de Bailén a
la Carolina, se había situado un batallón de Irlanda, y el regimiento
de Órdenes Militares al mando de su valiente coronel Don Francisco
de Paula Soler: enfrente y del otro lado se hallaba otro batallón de
dicho regimiento de Irlanda con dos cañones. Pesaroso Vedel de haber
suspendido su marcha, u obrando quizá con doblez, media hora después
de haber contestado al parlamento de Reding, y de haber enviado un
oficial a Dupont, mandó al general Cassagne que atacase el puesto de
los españoles últimamente indicado. Descansando nuestros soldados en la
buena fe de lo tratado, fuele fácil al francés desbaratar al batallón
de Irlanda que allí había, cogerle muchos prisioneros, y aun los dos
cañones. Mayor oposición encontró el enemigo en las fuerzas que mandaba
Soler, quien aguantó bizarramente la acometida que le dio el jefe
de batallón Roche. Interesaba mucho aquel punto de la ermita de San
Cristóbal, porque se facilitaba apoderándose de ella la comunicación
con Dupont. Viendo la porfiada y ordenada resistencia que los españoles
ofrecían, iba Vedel a atacar en persona la ermita, cuando recibió la
orden de su general en jefe de no emprender cosa alguna, con lo que
cesó en su intento calificado por los españoles de alevoso.
[Marginal: Capitulación del ejército francés.]
Negociábase pues el armisticio que antes se había entablado. Fue
enviado por Dupont para abrir los tratos el capitán Villoutreys de su
estado mayor. Pedía el francés la suspensión de armas y el permiso de
retirarse libremente a Madrid. Concedió Reding la primera demanda,
advirtiendo que para la segunda era menester abocarse con Don Francisco
Javier Castaños que mandaba en jefe. A él se acudió autorizando los
franceses al general Chabert para firmar un convenio. Inclinábase
Castaños a admitir la proposición de dejar a los enemigos repasar sin
estorbo la Sierra Morena. Pero la arrogancia francesa disgustando a
todos, excitó al conde de Tilly a oponerse, cuyo dictamen era de gran
peso como de individuo de la junta de Sevilla, y de hombre que tanta
parte había tomado en la revolución. Vino en su apoyo el haberse
interceptado un despacho de Savary de que era portador el oficial Mr.
de Fénelon. Preveníasele a Dupont en su contenido que se recogiese al
instante a Madrid en ayuda de las tropas que iban a hacer rostro a
los generales Cuesta y Blake que avanzaban por la parte de Castilla
la Vieja. Tilly a la lectura del oficio insistió con ahínco en su
opinión, añadiendo que la victoria alcanzada en los campos de Bailén
de nada serviría sino de favorecer los deseos del enemigo, caso que se
permitiese a sus soldados ir a juntarse con los que estaban allende
la sierra. A sus palabras irritados los negociadores franceses se
propasaron en sus expresiones hablando mal de los paisanos españoles
y exagerando sus excesos. No quedaron en zaga en su réplica los
nuestros, echándoles en cara escándalos, saqueos y perfidias. De ambas
partes agriándose sobremanera los ánimos, rompiéronse las entabladas
negociaciones.
Mas los franceses no tardaron en renovarlas. La posición de su ejército
por momentos iba siendo más crítica y peligrosa. Al ruido de la
victoria había acudido de la comarca la población armada, la cual y
los soldados vencedores estrechando en derredor al enemigo abatido y
cansado, sofocado con el calor y sediento, le sumergían en profunda
aflicción y desconsuelo. Los jefes franceses no pudiendo los más
sobrellevar la dolorosa vista que ofrecían sus soldados, y algunos, si
bien los menos, temerosos de perder el rico botin que los acompañaba,
generalmente persistieron en que se concluyese una capitulación. Y como
las primeras conferencias no habían tenido feliz resulta, escogiose
para ajustarla al general Marescot que por acaso se había incorporado
al ejército de Dupont. De antiguo conocía al nuevo plenipotenciario Don
Francisco Javier Castaños, y lisonjeáronse los que le eligieron con que
su amistad llevaría la negociación a pronto y cumplido remate.
Habíanse ya trabado nuevas pláticas, y todavía hubo oficiales franceses
que escuchando más a los ímpetus de su adquirida gloria que a lo que su
situación y la fe empeñada exigían, propusieron embestir de repente
las líneas españolas, y uniéndose con Vedel salvarse a todo trance.
Dupont mismo sobrecogido y desatentado dio órdenes contradictorias,
y en una de ellas insinuó a Vedel que se considerase como libre y se
pusiese en cobro. Bastole a este general el permiso para empezar a
retirarse por la noche burlándose de la tregua. Notando los españoles
su fuga, intimaron a Dupont que de no cumplir él y los suyos la palabra
dada, no solamente se rompería la negociación, sino que también sus
divisiones serían pasadas a cuchillo. Arredrado con la amenaza,
envió el francés oficiales de su estado mayor que detuviesen en la
marcha a Vedel, el cual aunque cercado de un enjambre de paisanos, y
hostigado por el ejército español, vaciló si había o no de obedecer.
Mas aterrorizados oficiales y soldados, era tanto su desaliento que de
veintitrés jefes que convocó a consejo de guerra, solo cuatro opinaron
que debía continuarse la comenzada retirada. Mal de su grado sometiose
Vedel al parecer de la mayoría.
Terminose pues la capitulación oscura y contradictoria en alguna de
sus partes; lo que en seguida dio margen a disputas y altercados.[*]
[Marginal: (* Ap. n. 4-15.)] Según los primeros artículos se hacía una
distinción bien marcada entre las tropas del general Dupont y las de
Vedel. Las unas eran consideradas como prisioneras de guerra, debiendo
rendir las armas, y sujetarse a la condición de tales. A las otras si
bien forzadas a evacuar la Andalucía, no se las obligaba a entregar
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