Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 03

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de un terreno para él del todo desconocido. Salió el 12 de Salamanca,
y tomando la vuelta de Ciudad Rodrigo y el puerto de Perales, llegó
a Alcántara al cabo de cinco días. Reunido allí con algunas fuerzas
españolas a las órdenes del general Don Juan Carrafa, atravesaron los
franceses el Erjas, río fronterizo, [Marginal: Entrada en Portugal:
19 de noviembre de 1807.] y llegaron a Castello-Branco sin habérseles
opuesto resistencia. Prosiguieron su marcha por aquel fragoso país, y
encontrándose con terreno tan quebrado y de caminos poco trillados,
quedaron bien pronto atrás la artillería y los bagajes. Los pueblos del
tránsito pobres y desprevenidos no ofrecieron ni recursos ni abrigo a
las tropas invasoras, las que acosadas por la necesidad y el hambre
cometieron todo linaje de excesos contra moradores desacostumbrados
de largo tiempo a las calamidades de la guerra. Desgraciadamente los
españoles que iban en su compañía imitaron el mal ejemplo de sus
aliados, muy diverso del que les dieron las tropas que penetraron por
Badajoz y Galicia, si bien es verdad que asistieron a estas menos
motivos de desorden e indisciplina.
[Marginal: Llegada a Abrantes: 23 de noviembre.]
La vanguardia llegó el 23 a Abrantes distante 25 leguas de Lisboa.
Hasta entonces no había recibido el gobierno portugués aviso cierto de
que los franceses hubieran pasado la frontera: inexplicable descuido,
pero propio de la dejadez y abandono con que eran gobernados los
pueblos de la península. Antes de esto y verificada la salida de los
embajadores, había el gabinete de Lisboa buscado algún medio de
acomodamiento, condescendiendo más y más con los deseos que aquellos
habían mostrado a nombre de sus cortes: era el encontrarle tanto
más difícil, cuanto el mismo ministerio portugués estaba entre sí
poco acorde. Dos opiniones políticas le dividían; una de ellas la de
contraer amistad y alianza con Francia como medida la más propia para
salvar la actual dinastía y aun la independencia nacional; y otra la
de estrechar los antiguos vínculos con la Inglaterra, pudiendo así
levantar de los mares allá un nuevo Portugal, si el de Europa tenía
que someterse a la irresistible fuerza del emperador francés. Seguía
la primera opinión el ministro Araujo, y contaba la segunda como
principal cabeza al consejero de estado Don Rodrigo de Sousa Coutiño.
Se inclinaba muy a las claras a la última el príncipe regente, si a
ello no se oponía el bien de sus súbditos y el interés de su familia.
Después de larga incertidumbre se convino al fin en adoptar ciertas
medidas contemporizadoras, como si con ellas se hubiera podido
satisfacer a quien solamente deseaba simulados motivos de usurpación
y conquista. Para ponerlas en ejecución sin gran menoscabo de los
intereses británicos, se dejó que tranquilamente diese la vela el 18
de octubre la factoría inglesa, la cual llevó a su bordo respetables
familias extranjeras con cuantiosos caudales.
[Marginal: Proclama del príncipe regente de Portugal: 22 de noviembre.]
A pocos días, el 22 del mismo mes, se publicó una proclama prohibiendo
todo comercio y relación con la Gran Bretaña, y declarando que S. M. F.
accedía a la causa general del Continente. Cuando se creía satisfacer
algún tanto con esta manifestación al gabinete de Francia, llegó a
Lisboa apresuradamente el embajador portugués en París, y dio aviso
de cómo había encontrado en España el ejército imperial, dirigiéndose
a precipitadas marchas hacia la embocadura del Tajo. Azorados con
la nueva los ministros portugueses, vieron que nada podía ya bastar
a conjurar la espantosa y amenazadora nube, sino la admisión pura
y sencilla de lo que España y Francia habían pedido en agosto. Se
mandaron pues secuestrar todas las mercancías inglesas, y se pusieron
bajo la vigilancia pública los súbditos de aquella nación residentes en
Portugal. La orden se ejecutó lentamente y sin gran rigor, mas obligó
al embajador inglés Lord Strangford a irse a bordo de la escuadra que
cruzaba a la entrada del puerto a las órdenes de Sir Sidney Smith. Muy
duro fue al príncipe regente tener que tomar aquellas medidas: virtuoso
y timorato las creía contrarias a la debida protección, dispensada por
anteriores tratados a laboriosos y tranquilos extranjeros: la cruel
necesidad pudo solo forzarle a desviarse de sus ajustados y severos
principios. Aumentáronse los recelos y las zozobras con la repentina
arribada a las riberas del Tajo de una escuadra rusa, la cual de vuelta
del Archipiélago fondeó en Lisboa, no habiendo permitido los ingleses
al almirante Siniavin que la mandaba, entrar a invernar en Cádiz: lo
que fue obra del acaso, se atribuyó a plan premeditado, y a conciertos
entre Napoleón y el gabinete de San Petersburgo.
Para dar mayor valor a lo acordado, el gobierno portugués despachó a
París en calidad de embajador extraordinario al marqués de Marialva,
con el objeto también de proponer el casamiento del príncipe de Beira
con una hija del gran duque de Berg. Inútiles precauciones: los sucesos
se precipitaron de manera que Marialva no llegó ni a pisar la tierra de
Francia.
[Marginal: Instancia de Lord Strangford para que se embarque.]
Noticioso Lord Strangford de la entrada en Abrantes del ejército
francés, volvió a desembarcar, y reiterando al príncipe regente
los ofrecimientos más amistosos de parte de su antiguo aliado, le
aconsejó que sin tardanza se retirase al Brasil, en cuyos vastos
dominios adquiriría nuevo lustre la esclarecida casa de Braganza. Don
Rodrigo de Sousa Coutiño apoyó el prudente dictamen del embajador, y
el 26 de noviembre se anunció al pueblo de Lisboa la resolución que
la corte había tomado de trasladar su residencia a Río de Janeiro
hasta la conclusión de la paz general. Sir Sidney Smith, célebre por
su resistencia en San Juan de Acre, quería poner a Lisboa en estado
de defensa; pero este arranque digno del elevado pecho de un marino
intrépido, si bien hubiera podido retardar la marcha de Junot, y aun
destruir su fatigado ejército, al fin hubiera inútilmente causado la
ruina de Lisboa, atendiendo a la profunda tranquilidad que todavía
reinaba en derredor por todas partes.
El príncipe Don Juan nombró antes de su partida un consejo de regencia
compuesto de cinco personas, a cuyo frente estaba el marqués de
Abrantes, con encargo de no dar al ejército francés ocasión de queja,
ni fundado motivo de que se alterase la buena armonía entre ambas
naciones. Se dispuso el embarco para el 27, y S. A. el príncipe regente
traspasado de dolor salió del palacio de Ajuda conmovido, trémulo
y bañado en lágrimas su demudado rostro: el pueblo colmándole de
bendiciones le acompañaba en su justa y profunda aflicción. La princesa
su esposa, quien en los preparativos del viaje mostró aquel carácter
y varonil energía que en otras ocasiones menos plausibles ha mostrado
en lo sucesivo, iba en un coche con sus tiernos hijos, y dio órdenes
para pasarlos a bordo, y tomar otras convenientes disposiciones con
presencia de ánimo admirable. Al cabo de 16 años de retiro y demencia
apareció en público la reina madre, y en medio del insensible desvarío
de su locura quiso algunos instantes como volver a recobrar la razón
perdida. Molesto y lamentable espectáculo con que quedaron rendidos a
profunda tristeza los fieles moradores de Lisboa: dudosos del porvenir
olvidaban en parte la suerte que les aguardaba, dirigiendo al cielo
fervorosas plegarias por la salud y feliz viaje de la real familia.
La inquietud y el desasosiego creció de punto al ver que por vientos
contrarios la escuadra no salía del puerto.
[Marginal: 29 de noviembre: da la vela la familia real portuguesa.]
Al fin el 29 dio la vela, y tan oportunamente que a las diez de aquella
misma noche llegaron los franceses a Sacavém, distante dos leguas de
Lisboa. Junot desde su llegada a Abrantes había dado nueva forma a la
vanguardia de su desarreglado ejército, y había tratado de superar los
obstáculos que con las grandes avenidas retardaban echar un puente para
pasar el Cécere. Antes que los ingenieros hubieran podido concluir
la emprendida obra, ordenó que en barcas cruzasen el río parte de las
fuerzas de su mando, y con diligencia apresuró su marcha. Ahora ofrecía
el país más recursos, pero a pesar de la fertilidad de los campos, de
los muchos víveres que proporcionó Santarén, y de la mejor disciplina,
el número de soldados rezagados era tan considerable, que las
deliciosas quintas de las orillas del Tajo, y las solitarias granjas
fueron entregadas al saco, y pilladas como lo había sido el país que
media entre Abrantes y la frontera española.
[Marginal: 30 de noviembre: entrada de Junot en Lisboa.]
Amaneció el 30 y vio Lisboa entrar por sus muros al invasor extranjero;
día de luto y desoladora aflicción: otros años lo había sido de
festejos públicos y general regocijo, como víspera del día en que Pinto
Ribeiro y sus parciales, arrojando a los españoles, habían aclamado y
ensalzado a la casa de Braganza; época sin duda gloriosa para Portugal,
sumamente desgraciada para la unión y prosperidad del conjunto de los
pueblos peninsulares. Seguía a Junot una tropa flaca y estropeada,
molida con las forzadas marchas, sin artillería, y muy desprovista:
muestra poco ventajosa de las temidas huestes de Napoleón. Hasta
la misma naturaleza pareció tomar parte en suceso tan importante,
habiendo aunque ligeramente temblado la tierra. Junot arrebatado por
su imaginación, y aprovechándose de este incidente, en tono gentílico
y supersticioso daba cuenta de su expedición escribiendo al ministro
Clarke: «Los dioses se declaran en nuestro favor: lo vaticina el
terremoto que atestiguando su omnipotencia no nos ha causado daño
alguno.» Con más razón hubiera podido contemplar aquel fenómeno
graduándole de présago anuncio de los males que amenazaban a los
autores de la agresión injusta de un estado independiente.
Conservó Junot por entonces la regencia que antes de embarcarse había
nombrado el príncipe, pero agregando a ella al francés Hermann. Sin
contar mucho con la autoridad nacional resolvió por sí imponer al
comercio de Lisboa un empréstito forzoso de dos millones de cruzados,
y confiscar todas las mercancías británicas, aun aquellas que eran
consideradas como de propiedad portuguesa. El cardenal patriarca
de Lisboa, el inquisidor general y otros prelados publicaron y
circularon pastorales en favor de la sumisión y obediencia al nuevo
gobierno; reprensibles exhortos, aunque hayan sido dados por impulso
e insinuaciones de Junot. El pueblo, agitado, dio señales de mucho
descontento cuando el 13 vio que en el arsenal se enarbolaba la
bandera extranjera en lugar de la portuguesa. Apuró su sufrimiento la
pomposa y magnífica revista que hubo dos días después en la plaza del
Rossio: allí dio el general en jefe gracias a las tropas en nombre del
emperador, y al mismo tiempo se tremoló en el castillo con veinticinco
cañonazos repetidos por todos los fuertes la bandera francesa.
Universal murmullo respondió a estas demostraciones del extranjero, y
hubiérase seguido una terrible explosión, si un hombre audaz hubiera
osado acaudillar a la multitud conmovida. La presencia de la fuerza
armada contuvo el sentimiento de indignación que aparecía en los
semblantes del numeroso concurso; solo en la tarde con motivo de haber
preso a un soldado de la policía portuguesa, se alborotó el populacho,
quiso sacarle de entre las manos de los franceses, y hubo de una y otra
parte muertes y desgracias. El tumulto no se sosegó del todo hasta el
día siguiente por la mañana, en que se ocuparon las plazas y puntos
importantes con artillería y suficientes tropas.
Al comenzar diciembre, no completa todavía su división, Don Francisco
María Solano, marqués del Socorro, [Marginal: Entrada de los españoles
en Portugal.] se apoderó sin oposición de Elvas, después de haber
consultado su comandante al gobierno de Lisboa. Antes de entrar en
Portugal había recomendado a sus tropas por medio de una proclama la
más severa disciplina; conservose en efecto, aunque obligado Socorro
a poner en ejecución las órdenes arbitrarias de Junot, causaba a
veces mucho disgusto en los habitantes, manifestando sin embargo en
todo lo que era compatible con sus instrucciones, desinterés y loable
integridad. Al mismo tiempo creyéndose dueño tranquilo del país, empezó
a querer transformar a Setúbal en otra Salento, ideando reformas en que
generalmente más bien mostraba buen deseo, que profundos conocimientos
de administración y de hombre de estado. Sus experiencias no fueron de
larga duración.
Por Tomar y Coimbra se dirigieron a Oporto algunos cuerpos de la
división de Carrafa, los que sirvieron para completar la del general
Don Francisco Taranco, quien por aquellos primeros días de diciembre
cruzó el Miño con solos 6000 hombres, en lugar de los 10.000 que era el
contingente pedido: modelo de prudencia y cordura, mereció Taranco el
agradecimiento y los elogios de los habitantes de aquella provincia. El
portugués Accursio das Neves alaba en su historia la severa disciplina
del ejército, la moderación y prudencia del general Taranco, y añade:
«el nombre de este general será pronunciado con eterno agradecimiento
por los naturales, testigos de su dulzura e integridad; tan sincero
en sus promesas como Junot pérfido y falaz en las suyas.» Agrada oír
el testimonio honroso que por boca imparcial ha sido dado a un jefe
bizarro, amante de la justicia y de la disciplina militar, al tiempo
que muy diversas escenas se representaban lastimosamente en Lisboa.
[Marginal: 16 de noviembre: viaje de Napoleón a Italia.]
Así iban las cosas de Portugal, entretanto que Bonaparte después de
haberse detenido unos días por las ocurrencias del Escorial, salió
al fin para Italia el 16 de noviembre. Era uno de los objetos de su
viaje poner en ejecución el artículo del tratado de Fontainebleau,
por el que la Etruria o Toscana era agregada al imperio de Francia.
Gobernaba aquel reino como regenta desde la muerte de su esposo la
infanta Doña María Luisa, quien ignoraba el traspaso hecho sin su
anuencia de los estados de su hijo. Y no habiendo precedido aviso
alguno ni confidencial de sus mismos padres los reyes de España, la
Regenta se halló sorprendida el 23 de noviembre con haberla comunicado
el ministro francés D’Aubusson que era necesario se preparase a dejar
sus dominios, estando para ocuparlos las tropas de su amo el emperador,
en virtud de cesión que le había hecho España. [Marginal: Reina de
Etruria.] Aturdida la reina con la singularidad e importancia de tal
nueva, apenas daba crédito a lo que veía y oía, y por de pronto se
resistió al cumplimiento de la desusada intimación; pero insistiendo
con más fuerza el ministro de Francia, y propasándose a amenazarla, se
vio obligada la reina a someterse a su dura suerte; y con su familia
salió de Florencia el 1.º de diciembre. Al paso por Milán tuvo vistas
con Napoleón: alegrábase del feliz encuentro confiando hallar alivio
a sus penas, mas en vez de consuelos solo recibió nuevos desengaños.
Y como si no bastase para oprimirla de dolor el impensado despojo del
reino de su hijo, acrecentó Napoleón los disgustos de la desvalida
reina, achacando la culpa del estipulado cambio al gobierno de España.
Es también de advertir que después de abultarle sobremanera lo acaecido
en el Escorial, le aconsejó que suspendiese su viaje, y aguardase en
Turín o Niza el fin de aquellas disensiones; indicio claro de que
ya entonces no pensaba cumplir en nada lo que dos meses antes había
pactado en Fontainebleau. Siguió sin embargo la familia de Parma,
desposeída del trono de Etruria, su viaje a España, a donde iba a ser
testigo y partícipe de nuevas desgracias y trastornos. Así en dos
puntos opuestos, y al mismo tiempo, fueron despojadas de sus tronos dos
esclarecidas estirpes: una quizá para siempre, otra para recobrarle
con mayor brillo y gloria.
[Marginal: Carta de Carlos IV a Napoleón.]
Aún estaba en Milán Napoleón cuando contestó a una carta de Carlos
IV recibida poco antes, en la que le proponía este monarca enlazar a
su hijo Fernando con una princesa de la familia imperial. Asustado
como hemos dicho el príncipe de la Paz con ver complicado el nombre
francés en la causa del Escorial, pareciole oportuno mover al rey a
dar un paso que suavizara la temida indignación del emperador de los
franceses. Incierto este en aquel tiempo sobre el modo de enseñorearse
de España, no desechó la propuesta, antes bien la aceptó afirmando en
su contestación no haber nunca recibido carta alguna del príncipe de
Asturias; disimulo en la ocasión lícito y aun atento. [Marginal: Dudas
de Napoleón sobre su conducta respecto de España.] Debió sin duda
inclinarse entonces Bonaparte al indicado casamiento, habiéndosele
formalmente propuesto en Mantua a su hermano Luciano, a quien también
ofreció allí el trono de Portugal, olvidándose o más bien burlándose de
lo que poco antes había solemnemente pactado, como varias veces nos lo
ha dado ya a entender con su conducta. Luciano o por desvío, o por no
confiar en las palabras de Napoleón, no admitió el ofrecido cetro, mas
no desdeñó el enlace de su hija con el heredero de la corona de España,
enlace que a pesar de la repugnancia de la futura esposa, hubiera
tenido cumplido efecto si el emperador francés no hubiera alterado o
mudado su primitivo plan.
Llena empero de admiración que en la importantísima empresa de la
península anduviese su prevenido ánimo tan vacilante y dudoso. Una
sola idea parece que hasta entonces se había grabado en su mente; la
de mandar sin embarazo ni estorbos en aquel vasto país, confiando a
su feliz estrella o a las circunstancias el conseguir su propósito y
acertar con los medios. Así a ciegas y con más frecuencia de lo que se
piensa suele revolverse y trocarse la suerte de las naciones.
De todos modos era necesario contar con poderosas fuerzas para el
fácil logro de cualquiera plan que a lo último adoptase. Con este
objeto se formaba en Bayona el segundo cuerpo de observación de la
Gironda, en tanto que el primero atravesaba por España. Constaba de
24.000 hombres de infantería, nuevamente organizada con soldados de
la conscripción de 1808 pedida con anticipación, y de 3500 caballos
sacados de los depósitos de lo interior de Francia, con los que se
formaron regimientos provisionales de coraceros y cazadores. Mandaba
en jefe el general Dupont, y las tres divisiones en que se distribuía
aquel cuerpo de ejército estaban a cargo de los generales Barbou, Vedel
y Malher, y al del piamontés Fresia la caballería. Empezó a entrar en
España sin convenio anterior ni conformidad del gabinete de Francia
con el nuestro, con arreglo a lo prevenido en la convención secreta de
Fontainebleau: infracción precursora de otras muchas. [Marginal: 22 de
diciembre: Dupont en Irún.] Dupont llegó a Irún el 22 de diciembre,
y en enero estableció su cuartel general en Valladolid, con partidas
destacadas camino de Salamanca, como si hubiera de dirigirse hacia
los linderos de Portugal. La conducta del nuevo ejército fue más
indiscreta y arrogante que la del primero, y daba indicio de lo que
se disponía. Estimulaba con su ejemplo el mismo general en jefe, cuyo
comportamiento tocaba a veces en la raya del desenfreno. En Valladolid
echó por fuerza de su habitación a los marqueses de Ordoño en cuya
casa alojaba, y al fin se vieron obligados a dejársela toda entera a
su libre disposición: tal era la dureza y malos tratos, mayormente
sensibles por provenir de quien se decía aliado, y por ser en un país
en donde era transcurrido un siglo con la dicha de no haber visto
ejército enemigo, con cuyo nombre en adelante deberá calificarse al que
los franceses habían metido en España.
No se habían pasado los primeros días de enero sin que pisase
su territorio otro tercer cuerpo compuesto de 25.000 hombres de
infantería y 2700 caballos, que había sido formado de soldados
bisoños, trasladados en posta a Burdeos de los depósitos del norte.
[Marginal: 9 de enero: Entrada del cuerpo de Moncey.] Principió a
entrar por la frontera el 9 del mismo enero, siendo capitaneado por
el mariscal Moncey, y con el nombre de cuerpo de observación de las
costas del océano: era el general Harispe jefe de estado mayor;
mandaba la caballería Grouchy, y las respectivas divisiones Musnier
de la Converserie, Morlot y Gobert. Prosiguió su marcha hasta los
lindes de Castilla, como si no hubiera hecho otra cosa que continuar
por provincias de Francia, prescindiendo de la anuencia del gobierno
español, y quebrantando de nuevo y descaradamente los conciertos y
empeños con él contraídos.
Inquietaba a la corte de Madrid la conducta extraña e inexplicable de
su aliado, y cada día se acrecentaba su sobresalto con los desaires
que en París recibían Izquierdo y el embajador príncipe de Maserano.
Napoleón dejaba ver más a las claras su premeditada resolución, y a
veces despreciando altamente al príncipe de la Paz, censuraba con
acrimonia los procedimientos de su administración. Desatendía de todo
punto sus reclamaciones, y respondiendo con desdén al manifestado
deseo de que se mudase al embajador Beauharnais a causa de su oficiosa
diligencia en el asunto del proyectado casamiento, [Marginal:
Publicaciones del Monitor: 24 de enero de 1808.] dio por último en el
Monitor de 24 de enero un auténtico y público testimonio del olvido en
que había echado el tratado de Fontainebleau y al mismo tiempo dejó
traslucir las tramas que contra España urdía. Se insertaron pues en el
diario de oficio dos exposiciones del ministro Champagny, una atrasada
del 21 de octubre, y otra más reciente del 2 de enero de aquel año.
La primera se publicó, digámoslo así, para servir de introducción a
la segunda, en la que después de considerar al Brasil como colonia
inglesa, y de congratularse el ministro de que por lo menos se viese
Portugal libre del yugo y fatal influjo de los enemigos del Continente,
concluía con que intentando estos dirigir expediciones secretas hacia
los mares de Cádiz, la península entera fijaría la atención de S. M. I.
Acompañó a las exposiciones un informe no menos notable del ministro
de la guerra Clarke con fecha de 6 de enero, en el que se trataba
de demostrar la necesidad de exigir la conscripción de 1809 para
formar el cuerpo de observación del océano, sobre el que nada se había
hablado ni comunicado anteriormente al gobierno español: inútil es
recordar que el sumiso senado de Francia concedió pocos días después el
pedido alistamiento. Puestas de manifiesto cada vez más las torcidas
intenciones del gabinete de Saint-Cloud, llegamos ya al estrecho en que
todo disfraz y disimulo se echó a un lado, y en que cesó todo género de
miramientos.
[Marginal: 1.º de febrero de 1808: proclama de Junot.]
En 1.º de febrero hizo Junot saber al público por medio de una
proclama «que la casa de Braganza había cesado de reinar, y que el
emperador Napoleón habiendo tomado bajo su protección el hermoso
país de Portugal, quería que fuese administrado y gobernado _en su
totalidad_ a nombre suyo y por el general en jefe de su ejército.»
Así se desvanecieron los sueños de soberanía del deslumbrado Godoy,
y se frustraron a la casa de Parma las esperanzas de una justa y
debida indemnización. [Marginal: Forma nueva regencia de que se
nombra presidente.] Junot se apoderó del mando supremo a nombre de
su soberano, extinguió la regencia elegida por el príncipe Don Juan
antes de su embarco, reemplazándola con un consejo de regencia de que
él mismo era presidente. Y para colmar de amargura a los portugueses
y aumentar, si era posible, su descontento, publicó en el mismo día
un decreto de Napoleón, dado en Milán a 23 de diciembre, [Marginal:
Gravosa contribución extraordinaria.] por el que se imponía a Portugal
una contribución extraordinaria de guerra de cien millones de francos,
como redención, decía, de todas las propiedades pertenecientes a
particulares; se secuestraban también todos los bienes y heredamientos
de la familia real, y de los hidalgos que habían seguido su suerte. Con
estas arbitrarias disposiciones trataba a Portugal, que no había hecho
insulto ni resistencia alguna, como país conquistado, y le trataba con
dureza digna de la edad media. Gravar extraordinariamente con cien
millones de francos a un reino de la extensión y riqueza de Portugal,
al paso que con la adopción del sistema continental se le privaba de
sus principales recursos, era lo mismo que decretar su completa ruina
y aniquilamiento. No ascendía probablemente a tanto la moneda que
era necesaria para los cambios y diaria circulación, y hubiera sido
materialmente imposible realizar su pago si Junot convencido de las
insuperables dificultades que se ofrecían para su pronta e inmediata
exacción, no hubiera fijado plazos, y acordado ciertas e indispensables
limitaciones. De ofensa más bien que de suave consuelo pudiera
graduarse el haber trazado al margen de destructoras medidas un cuadro
lisonjero de la futura felicidad de Portugal, con la no menos halagüeña
esperanza de que nuevos Camoens nacerían para ilustrar el parnaso
lusitano. A poder reanimarse las muertas cenizas del cantor de Gama,
solo hubieran tomado vida para alentar a sus compatriotas contra el
opresor extranjero, y para excitarlos vigorosamente a que no empañasen
con su sumisión las inmortales glorias adquiridas por sus antepasados
hasta en las regiones más apartadas del mundo.
Todavía no había llegado el oportuno momento de que el noble orgullo
de aquella nación abiertamente se declarase; pero queriendo con
el silencio expresar de un modo significativo los sentimientos que
abrigaba en su generoso pecho, tres fueron los solos habitantes de
Lisboa que iluminaron sus casas en celebridad de la mudanza acaecida.
[Marginal: Envía a Francia una división portuguesa.]
Los temores que a Junot infundía la injusticia de sus procedimientos,
le dictaron acelerar la salida de las pocas y antiguas tropas
portuguesas que aún existían, y formando de ellas una corta división
de apenas 10.000 hombres, dio el mando al marqués de Alorna, y no se
había pasado un mes cuando tomaron el camino de Valladolid. Gran número
desertó antes de llegar a su destino.
Clara ya y del todo descubierta la política de Napoleón respecto
de Portugal, disponían en tanto los fingidos aliados de España dar
al mundo una señalada prueba de alevosía. Por las estrechuras de
Roncesvalles se encaminó hacia Pamplona el general D’Armagnac con tres
batallones, y presentándose repentinamente delante de aquella plaza,
se le permitió sin obstáculo alojar dentro sus tropas: no contento el
francés con esta demostración de amistad y confianza, solicitó del
virrey marqués de Vallesantoro meter en la ciudadela dos batallones
de suizos, socolor de tener recelos de su fidelidad. Negose a ello el
virrey alegando que no le era lícito acceder a tan grave propuesta sin
autoridad de la corte: adecuada contestación y digna del debido elogio,
si la vigilancia hubiera correspondido a lo que requería la crítica
situación de la plaza. Pero tal era el descuido, tal el incomprensible
abandono, que hasta dentro de la misma ciudadela iban todos los días
los soldados franceses a buscar sus raciones, sin que se tomasen ni
las comunes precauciones de tiempo de paz. No así desprevenido el
general D’Armagnac se había de antemano hospedado en casa del marqués
de Besolla, porque situado aquel edificio al remate de la explanada
y en frente de la puerta principal de la ciudadela, podía desde allí
con más facilidad acechar el oportuno momento para la ejecución de su
alevoso designio. Viendo frustrado su primer intento con la repulsa
del virrey, ideó el francés recurrir a un vergonzoso ardid. [Marginal:
16 de febrero: toma de la ciudadela de Pamplona.] Uno a uno y con
estudiada disimulación mandó que en la noche del 15 al 16 de febrero
pasasen con armas a su posada cierto número de granaderos, al paso
que en la mañana siguiente soldados escogidos, guiados bajo disfraz
por el jefe de batallón Robert, acudieron a la ciudadela a tomar los
víveres de costumbre. Nevaba, y bajo pretexto de aguardar a su jefe
empezaron los últimos a divertirse tirándose unos a otros pellas de
nieve: distrajeron con el entretenimiento la atención de los soldados
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