Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 15

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les dejase visitar la ciudadela, en donde debían estar depositadas. Se
concedió el permiso a Rico con otros ocho; pero llegados que fueron,
todos entraron de montón, pasando a su bando el barón de Rus que era
gobernador. Gran brío dio este suceso a la revolución, y tanto que
sin resistencia de la autoridad se declaró el día 25 la guerra contra
los franceses, y se constituyó una junta numerosísima en que andaba
mezclada la más elevada nobleza con el más humilde artesano.
La situación empero de Valencia hubiera sido muy peligrosa, si
Cartagena no la hubiese socorrido con armas y pertrechos de guerra.
Estaba en esta parte tan exhausta de recursos que aun de plomo carecía;
pero para suplir tan notable falta empezó igualmente la fortuna a
soplar con próspero viento. Por singular dicha arribó al Grao una
fragata francesa cargada con 4000 quintales de aquel metal, la cual
sin noticia del levantamiento vino a ponerse a la sombra de las
baterías del puerto, dándole caza un corsario inglés. A la entrada fue
sorprendida y apresada, y se envió a su contrario, que bordeaba a la
banda de afuera, un parlamento para comunicarle las grandes novedades
del día, y confiarle pliegos dirigidos a Gibraltar. En esta doble y
feliz casualidad vio el pueblo la mano de la providencia, y se ensanchó
su ánimo alborozado.
Hasta ahora en medio del conflicto que había habido entre las
autoridades y los amotinados no se había cometido exceso alguno.
Sospechas nacidas del acaso empezaron a empañar la revolución
valenciana, y acabaron al fin por ensangrentarla horrorosamente.
Don Miguel de Saavedra, barón de Albalat, había sido uno de los primeros
nombrados de la junta para representar en ella a la nobleza. Mas
reparándose que no asistía, se susurró haber pasado a Madrid para
dar en persona cuenta a Murat de las ruidosas asonadas: rumor falso
e infundado. Solamente había de cierto que el barón, odiado por el
pueblo desde años atrás en que como coronel de milicias decíase haber
mandado hacer fuego contra la multitud opuesta a la introducción y
establecimiento de aquel cuerpo, creyó prudente alejarse de Valencia
mientras durase el huracán que la azotaba, y se retiró a Buñol siete
leguas distante. Su ausencia renovó la antigua llaga todavía no bien
cerrada, y el espíritu público se encarnizó contra su persona. Para
aplacarle ordenó la junta que pues había el barón rehusado acudir a
sus sesiones, se presentase arrestado en la ciudadela. Obedeció, y
al tiempo que el 29 de mayo regresaba a Valencia, se encontró a tres
leguas, en el Mas del Poyo, con el pueblo, que impaciente había salido
a aguardar el correo que venía de Madrid. Por una aciaga coincidencia
el de Albalat y el correo llegaron juntos, con lo cual tomaron cuerpo
las sospechas. Entonces a pesar de sus vivas reclamaciones cogiéronle y
le llevaron preso. A media legua de la ciudad se adelantó a protegerle
una partida de tropa al mando de Don José Ordóñez, quien a ruegos del
barón en vez de conducirle directamente a la ciudadela, torció a casa
de Cervellón, extravío que en parte coadyuvó a la posterior catástrofe,
extendiéndose la voz de su vuelta, y dando lugar a que se atizase el
encono público y aun el privado. Entró en aquellos umbrales amagado ya
por los puñales de la plebe: aceleró hacia allí sus pasos el P. Rico,
y vio al barón tendido sobre un sofá pálido y descaecido. El infeliz
se arrojó a los brazos de quien podía ampararle en su desconsuelo,
y con trémulo y penetrante acento le dijo: «Padre, salve usted a un
caballero que no ha cometido otro delito que obedecer a la orden de que
regresase a Valencia.» Rico se lo prometió, y contando para ello con
la ayuda de Cervellón fue en su busca; pero este no menos atemorizado
que el perseguido se había metido en la cama con el simulado motivo
de estar enfermo, y se negó a verle, y a favorecer a un desgraciado
con quien le enlazaba antigua amistad y deudo. Ruin villanía y notable
contraposición con el valor e intrepidez que en el asunto de las cartas
había mostrado su hija.
Entonces el P. Rico, pidiendo el pueblo desaforadamente la cabeza
del barón, determinó con intento de salvarle que se le trasladase a
la ciudadela, metiéndole en medio de un cuadro de tropa mandado por
Moreno. Sin que fuese roto por los remolinos y oleadas de la turba,
consiguieron llegar al pedestal del obelisco de la plaza. Allí al fin
forzó el pueblo el cuadro, penetró por todos lados, y sordo a las
súplicas y exhortaciones de Rico dieron de puñaladas en sus propios
brazos al desventurado barón, cuya cabeza cortada y clavada en una pica
la pasearon por la ciudad. Difundiose en toda ella un terror súbito, y
la nobleza para apartar toda sospecha aumentó sus ofrecimientos y formó
un regimiento de caballería de individuos suyos, que no deslucieron el
esplendor de su cuna en empeñadas acciones.
Triste y doloroso como fue el asesinato del barón de Albalat,
desaparece a la vista de la horrorosa matanza que a pocos días tuvo
que llorar Valencia, y a cuyo recuerdo la pluma se cae de la mano.
En 1.º de junio se presentó en aquella ciudad Don Baltasar Calvo,
canónigo de San Isidro de Madrid, hombre travieso, de amaño, fanático
y arrebatado, con entendimiento bastantemente claro. Entre los dos
bandos que anteriormente habían dividido a los prebendados de su
iglesia de jansenistas y jesuitas, se había distinguido como cabeza
de los últimos, y ensañádose en perseguir a la parcialidad contraria.
Ahora tratando de amoldar a su ambición las doctrinas que tenazmente
había siempre sostenido, notó muy luego que el padre Rico con su
influjo pudiera en gran manera servirle, e hizo resolución de trabar
con él amistad; pero ya fuesen celos, o ya que en uno hubiera mejor fe
que en otro, no pudieron entenderse ni concordarse. El astuto Calvo
procuró entonces urdir con otros la espantosa trama que meditaba. Para
encubrir sus torcidos manejos distraía con apariencias de santidad la
atención del pueblo, tardando mucho en decir misa, y permaneciendo
arrodillado en los templos cuatro o cinco horas en acto de contrita y
fervorosa oración. Quería ser dominador de Valencia, y creyó que con
la hipocresía y con poner en práctica la infernal maquinación de matar
a los franceses, cautivaría el ánimo del pueblo que tanto los odiaba.
Para alcanzar su intento era necesario comenzar por apoderarse de la
ciudadela, en cuyo recinto había ordenado la junta que aquellos se
recogiesen, precaviéndolos de todo daño y respetando religiosamente
sus propiedades y haberes. No era difícil la empresa, porque solo
habían quedado allí de guarnición unos cuantos inválidos, habiéndose
ausentado con su gente para formar una división en Castellón de la
Plana Don Vicente Moreno, nombrado antes por la junta gobernador de
dicha ciudadela. Calvo conoció bien que dueño de este punto tenía en
sus manos una prenda muy importante, y que podría a mansalva cometer la
proyectada carnicería.
Él y sus cómplices fijaron el 5 de junio para la ejecución de su
espantoso plan, y repentinamente al anochecer, levantando gran gritería
y alboroto, sin obstáculo penetraron dentro de los muros de la
ciudadela y la dominaron. Fue Calvo de los primeros que entraron,
y apresurándose a poner en obra su proyecto se complació en unir
a la crueldad la más insigne perfidia. Porque presentándose a los
franceses detenidos, con aire de compunción les dijo: «que intentando
el populacho matarlos, movido de piedad y caridad cristiana se
había anticipado a preservarlos, disponiendo él a escondidas que se
evadiesen por el postigo que daba al campo, y partiesen al Grao, en
donde encontrarían barcos listos para transportarlos a Francia.» Al
propio tiempo que de aquel modo con ellos se expresaba, había preparado
para determinarlos y azorar aún más sus caídos ánimos que se diesen
por los agavillados gritos amenazadores de _traición_ y _venganza_.
Con semejante amago cedieron los presos a las insinuaciones del
fingido amigo, y trataron de salir por el postigo indicado. Al ir a
ejecutarlo corrió la voz de que se salvaban los franceses, y hombres
ciegos y rabiosos se atropellaron hacia su estancia. Dentro comenzó
el horrible estrago: presidíale el feroz clérigo. Hubo tan solo un
intermedio en que se llamaron confesores para asistir en su última
hora a las infelices víctimas. Aprovechándose de aquellos breves
instantes algunas personas humanas volaron a su socorro, acompañadas
de imágenes y reliquias veneradas por los valencianos. Su presencia
y las enternecidas súplicas de los respetables confesores a veces
apiadaban a los verdugos; pero el furibundo Calvo, convertido en
carnívora fiera, acallaba con el terror las lágrimas y los quejidos
de los que intercedían en favor de tantos inocentes, y estimulaba
a sus sicarios añadiendo a las esperanzas de un asalariado cebo la
blasfemia de que nada era más grato a los ojos de la divinidad que el
matar a los franceses. Quedaban vivos setenta de estos desgraciados, y
menos bárbaros los ejecutores que su sanguinario jefe, suspendieron la
matanza, y pidieron que se les hiciese gracia. Fingió Calvo acceder a
su ruego seguro de que en vano hubiera insistido en que se continuase
el destrozo, y mandó que los sacasen por fuera del muro a la torre
de Cuarte. Mas, ¡quién creyera tamaña ferocidad! Aquel tigre había a
prevención apostado una cuadrilla de bandidos cerca de la plaza de
toros, y al emparejar con ella los que ya se juzgaban libres, se vieron
acometidos por los encubiertos asesinos, quienes fría y traidoramente
los traspasaron con sus espadas y puñales. Perecieron en la noche
330 franceses: pensose que con la oscuridad se pondría término a tan
bárbaro furor, pero el de Calvo no estaba todavía satisfecho.
Al empezar el alboroto había la junta comisionado a Rico para que le
enfrenase y estorbara los males que amagaban. Inútiles fueron ofertas,
ruegos y amenazas. La voz de su primer caudillo fue tan desoída por los
amotinados como cuando mataron a Albalat. Nueva prueba si de ella se
necesitase de que «los tribunos del pueblo [según la expresión de Tito
Livio] más bien que rigen son regidos casi siempre por la multitud.»[*]
[Marginal: (* Ap. n. 3-5.)] Calvo ensoberbecido se erigió en señor
absoluto, y durante la carnicería de la ciudadela expidió órdenes a
todas las autoridades, y todas ellas humildemente se le sometieron
empezando por el capitán general. Rico desfallecido temió por su
persona y se recogió a un sitio apartado. Sin embargo por la mañana
recobrando sus abatidas fuerzas montó a caballo, y confiando en que
la multitud con su inconstancia desampararía a su nuevo dueño, pensó
en prenderle, y estaba a punto de conseguir contra su rival un seguro
triunfo, cuando el coronel Don Mariano Usel propuso en la junta que se
nombrase a Calvo individuo suyo. Le apoyaron otros dos, por lo que de
resultas hubo quien a estos y al Usel los sospechara de no ignorar del
todo el origen de los horrores cometidos.
Calvo en la mañana del 6 todavía empapado en la inocente sangre tomó
asiento en la junta. Consternados estaban todos sus miembros, y solo
Rico despechado por el suceso de la anterior noche, alzó la voz,
dirigió con energía su discurso al mismo Calvo, acriminó con negros
colores su conducta, y afirmó que Valencia estaba perdida si al
instante no se cortaba la cabeza a aquel malvado. Sorprendiose Calvo,
pasmáronse los otros circunstantes, y en esto andaban cuando una parte
del populacho destacada por su jefe sediento de sangre, después de
haber recorrido las casas en que se guarecían unos pocos franceses y
de haberlos muerto, arrastró consigo a la presencia de la misma junta
ocho de aquellos desgraciados que quiso inmolar en la sala de las
sesiones. El cónsul inglés Tupper que antes había salvado a algunos,
intentó inútilmente y con harto riesgo de su persona libertar a estos.
Los individuos de aquella corporación amedrentados precipitadamente
se dispersaron, salpicándose sus vestidos con la sangre de los ocho
infelices franceses, vertida sin piedad por infames matadores. Todo
fue entonces terror y espanto. Rico se escondió y aun dos veces mudó
de disfraz, temiendo la inevitable venganza de Calvo que triunfante
dominaba solo, y se disponía a ejecutar actos de inaudita ferocidad.
Felizmente no todos se descorazonaron: al contrario los hubo que
trabajando en silencio por la noche, pudieron congregar la junta en
la mañana del 7. Vuelto en sí Rico del susto llevó principalmente la
voz, y queriendo los asistentes no ser envueltos en la ruina común que
amenazaba, decretaron el arresto de Calvo, y antes de que este pudiera
ser avisado diéronse priesa a ejecutar la resolución convenida,
sorprendiéronle y sin tardanza le pusieron a bordo de un barco que
le trasladó a Mallorca. Allí permaneció hasta últimos de junio, en
que preso se le volvió a traer a Valencia para ser juzgado. Grandes y
honrosos sucesos acaecieron en el intervalo en aquella ciudad, y con
los cuales lavó algún tanto el negro borrón que los asesinatos habían
echado sobre su gloria. Ahora aunque anticipemos la serie de los
acontecimientos, será bien que concluyamos con los hechos de Calvo y de
sus cómplices. Así con el pronto y severo castigo respirará el lector
angustiado con la nefanda relación de tantos crímenes.
Habiendo vuelto Calvo a Valencia, alegó conforme a la doctrina de su
escuela en una defensa que extendió por escrito, que si había obrado
mal había sido por hacer el bien, debiendo la intención ponerle a salvo
de toda inculpación. Aquí tenemos renovada la regla invariable de
los sectarios de Loyola, a quienes todo les era lícito, con tal que,
como dice Pascal,[*] [Marginal: (* Ap. n. 3-6.)] supiesen _dirigir la
intención_. No le sirvió de descargo a Calvo, porque condenado a la
pena de garrote fue ajusticiado en la cárcel a las doce de la noche del
3 de julio, y expuesto su cadáver al público en la mañana del 4. Hubo
en la formación y sentencia de la causa algunas irregularidades, que a
pesar de la atrocidad de los crímenes del reo hubiera convenido evitar.
Achacose también a Calvo haber procedido en virtud de comisión de
Murat. Careció de verosimilitud y de fundamento tan extraña acusación.
Se inventó para hacerle odioso a los ojos de la muchedumbre, y poder
más fácilmente atajarle en su desenfreno. Fue hombre fanático y
ambicioso, que mezclando y confundiendo erróneos principios con sus
feroces pasiones, no reparó en los medios de llevar a cabo un proyecto
que le facilitase obtener el principal y quizá exclusivo influjo en los
negocios del día.
La junta pensó además en hacer un escarmiento en los otros
delincuentes. Creó con este objeto un tribunal de seguridad pública,
compuesto de tres magistrados de la audiencia, D. José Manescau y los
señores Villafañe y Fuster. Había la previsión del primero preparado
una manera fácil de descubrir a los matadores, y la cual en parte la
debió a la casualidad. En la mañana que siguió a la cruel carnicería
quince o veinte de los asesinos con las manos aún teñidas en sangre,
creyendo haber procedido según los deseos de la junta, se presentaron
para entregar los relojes y alhajas de que habían despojado a los
franceses muertos, y pidieron en retribución del acto patriótico que
habían ejecutado alguna recompensa. El advertido Manescau condescendió
en dar a cada uno treinta reales, pero con la precaución al escribano
de que les tomase los nombres bajo pretexto que era preciso aquella
formalidad para justificar que habían cobrado el dinero. Partiendo de
este antecedente pudo probarse quiénes eran los reos, y en el espacio
de dos meses se ahorcó públicamente y se dio garrote en secreto a más
de doscientos individuos. Severidad que a algunos pareció áspera, pero
sin ella la anarquía a duras penas se hubiera reprimido en Valencia
y en otros pueblos de su reino, entre los que Castellón de la Plana y
Ayora habían visto también perecer a su gobernador y alcalde mayor. Con
el ejemplo dado la autoridad recobró la conveniente fuerza.
Luego que la junta se vio desembarazada de Calvo y de sus infernales
maquinaciones, se ocupó con más desahogo en el alistamiento y
organización de su ejército. El tiempo urgía, repetidos avisos
anunciaban que los franceses disponían una expedición contra aquella
provincia, y era preciso no desaprovechar tan preciosos momentos.
Cartagena suministró inmediatos recursos, y con ellos y los que
pudieron sacarse del propio suelo se puso la ciudad de Valencia en
estado de defensa. Al mismo tiempo se dirigió sobre Almansa un cuerpo
de 15.000 hombres al mando del conde de Cervellón, a quien se juntó de
Murcia Don Pedro González de Llamas, y otro de 8000 bajo las de Don
Pedro Adorno se situó en las Cabrillas. Tal estaba el reino de Valencia
antes de ser atacado por el mariscal Moncey, de cuya campaña nos
ocuparemos después.
La justa indignación abrigada en todos los pechos bullía con acelerados
latidos en el de los moradores del antiguo asiento de las franquezas y
libertades españolas, en la inmortal Zaragoza. [Marginal: Levantamiento
de Aragón.] Gloria duradera le estaba reservada, y la patria de Lanuza
renovó en nuestros días las proezas que solemos colocar entre las
fábulas de la historia. Su levantamiento sin embargo nada ofreció de
nuevo ni singular, caminando por los mismos pasos por donde habían
ido algunas de las otras provincias. Con mayo empezaron los corrillos
y las conversaciones populares, y al recibirse el correo de Madrid
agrupábanse las gentes a saber las novedades que traía. Siendo por
momentos más tristes y adversas, aguardaban todos que la inquieta
curiosidad finalizaría por una estrepitosa explosión. Repartieron en
efecto el 24 las cartas llegadas por la mañana, y de boca en boca
cundió velozmente cómo Napoleón se erigía en dueño de la monarquía
española de resultas de haber renunciado la corona en favor suyo la
familia de Borbón. Instantáneamente se armó gran bulla; y hombres,
mujeres y niños se precipitaron a casa del capitán general Don Jorge
Juan de Guillelmi. Los vecinos de las parroquias de la Magdalena y
San Pablo concurrieron en gran número capitaneados por varios de los
suyos y entre ellos el tío Jorge, que era del arrabal. Descolló el
último sobre todos, y la energía de su porte, el sano juicio que le
distinguía, lo recto de su intención y el varonil denuedo con que a
cada paso expuso después su vida, le hacen acreedor a una honrosa y
particular mención. Hombre sin letras y desnudo de educación culta,
halló en la nobleza de su corazón y como por instinto los elevados
sentimientos que han ilustrado a los varones esclarecidos. Su nombre
aunque humilde, escrito al lado de ellos, resplandecerá sin deslucirlos.
La muchedumbre pidió al capitán general que hiciera dimisión del
mando. Costó mucho que se resolviese al sacrificio, mas forzado a ello
y conducido preso a la Aljafería, fue interinamente sustituido por
su segundo el general Mori. Al anochecer se embraveció el tumulto, y
desconfiándose del nuevo jefe por ser italiano de nación, se convidó
con el mando a Don Antonio Cornel, antiguo ministro de la guerra, quien
rehusó aceptarle.
Mori el 25 congregó una junta, la cual tímida como su presidente
buscaba paliativos que sin desdoro ni peligro sacasen a sus miembros
del atascadero en que estaban hundidos: inútiles y menguados medios en
violentas crisis. Enfadose el pueblo con la tardanza, volviendo sus
inquietas miradas hacia Don José Palafox y Melci. Recordará el lector
que este militar a últimos de abril, en comisión de su jefe el marqués
de Castelar, había ido a Bayona para informar al rey de lo ocurrido
en la soltura y entrega del príncipe de la Paz. Continuó allí hasta
los primeros días de mayo, en que se asegura regresó a España con
encargo parecido al que por el propio tiempo se dio a la junta suprema
de Madrid para resistir abiertamente a los franceses. Penetró Palafox
por Guipúzcoa, de donde se trasladó a la Torre de Alfranca, casa de
campo de su familia cerca de Zaragoza. Permaneciendo misteriosamente
en su retiro, movió a sospecha al general Guillelmi, quien le intimó
la orden de salir del reino de Aragón. Tenemos entendido que Palafox
incomodado entonces, se arrimó a los que anhelaban por un rompimiento,
y que no sin noticia suya estalló la revolución zaragozana. Por fin al
oscurecer del 25, depuesto ya Guillelmi y quejoso el pueblo de Mori, se
despacharon a Alfranca 50 paisanos para traer a la ciudad a Palafox.
Al principio se negó a ir aparentando disculpas, y solo cedió al
expreso mandato que le fue enviado por el interino capitán general.
Al entrar en Zaragoza pidió que se juntase el acuerdo en la mañana del
26 con intento de comunicarle cosas del mayor interés. En la sesión
celebrada aquel día hizo uso de las insinuaciones que se le habían
hecho en Bayona para resistir a los franceses, y sobre las cuales
a causa de estar S. M. en manos de su enemigo se guardó profundo
silencio. Rogó después que se le desembarazase de la importunidad
del pueblo que se manifestaba deseoso de nombrarle por caudillo,
añadiendo no obstante que su vida y haberes los inmolaría con gusto
en el altar de la patria. Enmudecieron todos, y vislumbraron que no
desagradaban a los oídos de Palafox los clamores prorrumpidos por el
pueblo en alabanza suya. Aguardaba la multitud impaciente a las puertas
del edificio, e insistiendo por dos veces en que se eligiese capitán
general a su favorecido, alcanzó la demanda cediendo Mori el puesto que
ocupaba.
Alzado a la dignidad suprema de la provincia Don José Palafox y Melci
fue obedecido en toda ella, y a su voz se sometieron con gusto los
aragoneses de acá y allá del Ebro. Admiró su elevación, y aún más que
en sus procedimientos no desmereciese de la confianza que en él tenía
el pueblo. Todavía mancebo, pues apenas frisaba con los veintiocho
años, bello y agraciado de rostro y de persona, con traeres apuestos
y cumplidos, cautivaba Palafox la afición de cuantos le veían y
trataban. Pero si la naturaleza con larga mano le había prodigado
las perfecciones del cuerpo, no se creía hasta entonces que hubiese
andado tan generosa en punto a las dotes del entendimiento. Buscado y
requerido por las damas de la corrompida corte de Carlos IV, se nos ha
asegurado que con porfiado empeño desdeñó el rendimiento obsequioso
de la que entre todas era, si no la más hermosa, por lo menos la más
elevada. Esta tenacidad fue una de las principales calidades de su
alma, y la empleó más oportuna y dignamente en la memorable defensa
de Zaragoza. Sin práctica ni conocimiento de la milicia ni de los
negocios públicos, tuvo el suficiente tino para rodearse de personas
que por su enérgica decisión, o su saber y experiencia le sostuviesen
en los apurados trances, o le ayudasen con sus consejos. Tales fueron
el padre Don Basilio Bogiero, de la Escuela pía, su antiguo maestro;
Don Lorenzo Calvo de Rozas, que habiendo llegado de Madrid el 28 de
mayo fue nombrado corregidor e intendente, y el oficial de artillería
Don Ignacio López, a quien se debió en el primer sitio la dirección de
importantes operaciones.
Para legitimar solemnemente el levantamiento convocó Palafox a cortes
el reino de Aragón. Acudieron los diputados a Zaragoza, y el día 9 de
junio abrieron sus sesiones [*] [Marginal: (* Ap. n. 3-6 bis.)] en
la casa de la ciudad, asistiendo 34 individuos que representaban los
cuatro brazos, en cuyo número se comprendía el de las ocho ciudades
de voto en cortes. Aprobaron estas todo lo actuado antes de su
reunión, y después de nombrar a Don José Rebolledo de Palafox y Melci
capitán general, juzgaron prudente separarse, formando una junta de 6
individuos que de acuerdo con el jefe militar atendiese a la defensa
común. La autoridad y poder de este nuevo cuerpo fueron más limitados
que el de las juntas de las otras provincias, siendo Palafox la
verdadera, y por decirlo así, la única cabeza del gobierno. Dependió
no poco esta diferencia de la particular situación en que se halló
Zaragoza, la cual temiendo ser prontamente acometida por los franceses,
necesitaba de un brazo vigoroso que la guiase y protegiese. Era esto
tanto más urgente cuanto la ciudad estaba del todo desabastecida. No
llegaba a 2000 hombres el número de tropas que la guarnecían, inclusos
los miñones y partidas sueltas de bandera. De doce cañones se componía
toda la artillería, y esta no gruesa, escaseando en mayor proporción
los otros pertrechos. En vista de tamaña miseria apresuráronse Palafox
y sus consejeros a reunir la gente que de todas partes acudía, y a
organizarla, empleando para ello a los oficiales retirados y a los que
de Pamplona, San Sebastián, Madrid, Alcalá y otros puntos sucesivamente
se escapaban. Restableció en la formación de los nuevos cuerpos el ya
desusado nombre de tercios, bajo el que la antigua infantería española
había alcanzado tantos laureles, distinguiéndose más que todos el
de los estudiantes de la universidad, disciplinado por el barón de
Versages. Se recogieron fusiles, escopetas y otras armas, se montaron
algunas piezas arrinconadas o viejas, y la fábrica de pólvora de
Villafeliche suministró municiones. Escasos recursos si a todo no
hubiera suplido el valor y la constancia aragonesa.
El levantamiento se ejecutó en Zaragoza sin que felizmente se hubiese
derramado sangre. Solamente se arrestaron las personas que causaban
sombra al pueblo.
Enérgico como los demás, fue en especial notable su primer manifiesto
por dos de los artículos que comprendía. «1.º Que el emperador, todos
los individuos de su familia, y finalmente todo general francés, eran
personalmente responsables de la seguridad del rey y de su hermano
y tío. 2.º Que en caso de un atentando contra vidas tan preciosas,
para que la España no careciese de su monarca _usaría la nación de su
derecho electivo_ a favor del archiduque Carlos, como nieto de Carlos
III, siempre que el príncipe de Sicilia y el infante Don Pedro y demás
herederos no pudieran concurrir.» Échase de ver en la cláusula notada
con bastardilla que al paso que los aragoneses estaban firmemente
adictos a la forma monárquica de su gobierno, no se habían borrado
de su memoria aquellos antiguos fueros que en la junta de Caspe les
habían dado derecho a elegir un rey, conforme a la justicia y pública
conveniencia.
[Marginal: Levantamiento de Cataluña.]
«Cataluña, como dice Melo, una de las provincias de más primor,
reputación y estima que se halla en la grande congregación de estados
y reinos, de que se formó la nación española» levantó erguida su
cerviz humillada por los que con fementido engaño habían ocupado
sus principales fortalezas. Mas desprovistos los habitantes de este
apoyo, sobre todo del de Barcelona, grande e importante por el
armamento, vestuario, tropa, oficialidad y abundantes recursos que en
su recinto se encerraban, faltoles un centro de donde emanasen con
uniforme impulso las providencias dirigidas a conmover las ciudades y
pueblos de su territorio. No por eso dejaron de ser portentosos sus
esfuerzos, y si cabe en ellos y en admirable constancia sobrepujó
a todas la belicosa Cataluña. Solamente obstruida y cortada por el
ejército enemigo, tuvo al pronto que levantarse desunida y en separadas
porciones, tardando algún tiempo en constituirse una junta única y
general para toda la provincia.
Las conmociones empezaron a últimos de mayo y al entrar junio. Dentro
del mismo Barcelona se desgarraron el 31 de aquel mes los carteles que
proclamaban la nueva dinastía. Hubo tumultuosas reuniones, andúvose
a veces a las manos, y resultaron muertes y otros disgustos. Los
franceses se inquietaron bastantemente, ya por lo populoso de la
ciudad, y ya también porque el vecindario amotinado hubiera podido
ser sostenido por 3500 hombres de buena tropa española, que todavía
permanecían dentro de la plaza, y cuyo espíritu era del todo contrario
a los invasores. Sin embargo acalláronse allí los alborotos, pero no en
las poblaciones que estaban fuera del alcance de la garra francesa.
Había Duhesme, su general, pensado en hacerse dueño de Lérida para
conservar francas sus comunicaciones con Zaragoza. Consiguió al efecto
una orden de la junta de Madrid, ya no débil, pero sí culpable, la
cual ordenó la entrega a la tropa extranjera. Cauto sin embargo el
general francés envió por delante al regimiento de Extremadura, que
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