Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 07

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cualesquiera que ellos fuesen, no desaprovechó la dichosa coyuntura que
la casualidad le ofrecía. De ella provino la famosa protesta de Carlos
IV contra su abdicación, sirviendo de base dicho acto a todas las
renuncias y procedimientos que tuvieron después lugar en Bayona.
Nació aquella correspondencia [*] [Marginal: (* Ap. n. 2-10.)] poco
después del día 19 de marzo. Ya en el 22 las dos reinas madre e hija
escribían con eficacia en favor del preso Godoy, manifestando la de
España que estaba su felicidad cifrada en acabar tranquilamente sus
días con su esposo y el único _amigo_ que _ambos_ tenían. Con igual
fecha lo mismo pedía Carlos IV, añadiendo que se iban a Badajoz.
Es de notar el contexto de dichas cartas en las que todavía no se
hablaba de haber protestado el rey padre contra la abdicación hecha
en el día 19, ni de asunto alguno conexo con paso de tanta gravedad.
Sin embargo cuando en 1810 publicó el Monitor esta correspondencia,
insertó antes de las enunciadas cartas del 22 otra en que se hace
mención de aquel acto como de cosa consumada; pero el haberse omitido
en ella la fecha, diciendo al mismo tiempo la reina que a nada aspiraba
sino a alejarse con su esposo y Godoy todos tres juntos de intrigas
y mando, excita contra dicha carta vehementes sospechas, o de que se
omitió la fecha por haber sido posteriormente escrita a la del 22,
o, lo que es también verosímil, que se intercaló el pasaje en que se
habla de haber protestado, no aviniéndose con este acto e implicando
más bien contradicción los deseos de la reina allí manifestados. La
protesta apareció con la fecha del 21; mas las cartas del 22 con otras
aserciones encontradas que se notan en la correspondencia, prueban que
en la dicha protesta se empleó una supuesta y anticipada fecha, y que
Carlos no tuvo determinación fija de extender aquel acto hasta pasados
tres días después de su abdicación.
La lectura atenta de toda la correspondencia, y lo que hemos oído a
personas de autoridad, nos induce a creer que Carlos IV se resolvió a
formalizar su protesta después de las vistas que el 23 tuvieron él y
su esposa con el general Monthion, jefe del estado mayor de Murat. De
cualquiera modo que dicho general nos haya pintado su conferencia, y
bien que haya querido indicarnos que los reyes padres estaban decididos
de antemano a protestar contra su abdicación, lo cierto es que hasta
aquel día Carlos IV no se había dirigido a Napoleón, y entonces lo
hizo comunicándole cómo se había visto forzado a renunciar, «cuando
el estruendo de las armas y los clamores de una guardia sublevada le
habían dado a conocer bastante la necesidad de escoger entre la vida
o la muerte; pues [añadía] esta última se hubiera seguido a la de la
reina.» Concluía poniendo enteramente su suerte en las manos de su
poderoso aliado. Acompañaba a la carta el acto de la protesta así
concebido.[*] [Marginal: (* Ap. n. 2-11.)] «Protesto y declaro que todo
lo que manifiesto en mi decreto del 19 de marzo, abdicando la corona en
mi hijo, fue forzado por precaver mayores males y la efusión de sangre
de mis queridos vasallos, y por tanto de ningún valor. — Yo el rey. —
Aranjuez 21 de marzo de 1808.»
Del cúmulo de pruebas que hemos tenido a la vista en un punto tan
delicado e importante, conjeturamos fundadamente que Carlos, cuya
abdicación fue considerada por la generalidad como un acto de su
libre y espontánea voluntad, y la cual el mismo monarca de carácter
indolente y flojo dio momentáneamente con gusto; abandonado después
por todos, solo y no acatado cual solía cuando empuñaba el cetro,
advirtió muy luego la diferencia que media entre un soberano reinante
y otro desposeído y retirado. Fuele doloroso en su triste y solitaria
situación comparar lo que había sido y lo que ahora era, y dio bien
pronto indicio de pesarle su precipitada resolución. El arrepentimiento
de haber renunciado fue en adelante tan constante y tan sincero, que no
solo en Bayona mostraba a las claras la violencia que se había empleado
contra su persona, sino que todavía en Roma en 1816 repetía a cuantos
españoles iban a verle y en quienes tenía confianza, que su hijo no
era legítimo rey de España, y que solo él Carlos IV era el verdadero
soberano. No menos ahondaba y quebrantaba el corazón de la reina el
triste recuerdo de su perdido influjo y poderío: andaba despechada
con la ingratitud de tantos mudables cortesanos antes en apariencia
partidarios adictos y afectuosos, y grandemente la atribulaban los
riesgos que cercaban a su idolatrado amigo. Ambos, en fin, sintieron
el haber descendido del trono, acusándose a sí mismos de la sobrada
celeridad con que habían cedido a los temores de una violenta
sublevación. No fueron los primeros reyes que derramaron lágrimas
tardías en memoria de su antiguo y renunciado poder.
Pesarosos Carlos y María Luisa y dispuestos sus ánimos a deshacer
lo que inconsideradamente habían ofrecido y ejecutado el día 19,
vislumbraron un rayo de halagüeña esperanza al ver el respeto y
miramiento con que eran tratados por los principales jefes del ejército
extranjero. [Marginal: Siguen los tratos entre Murat y los reyes
padres.] Entonces pensaron seriamente en recobrar la perdida autoridad,
fundando más particularmente su reclamación en la razón poderosa de
haber abdicado en medio de una sedición popular y de una sublevación de
la soldadesca. Murat si no fue quien primero sugirió la idea, al menos
puso gran conato en sostenerla, porque con ella fomentando la desunión
de la familia real, minaba por su cimiento la legitimidad del nuevo
rey, y ofrecía a su gobierno un medio plausible de entrometerse en
las disensiones interiores, mayormente acudiendo a buscar el anciano
y desposeído Carlos reparo y ayuda en su aliado el emperador de los
franceses.
Murat al paso que urdía aquella trama o que por lo menos ayudaba a
ella, no cesaba de anunciar la próxima llegada de Napoleón, insinuando
mañosamente a Fernando por medio de sus consejeros cuán conveniente
sería que para allanar cualesquiera dificultades que se opusiesen al
reconocimiento, saliera a esperar a su augusto cuñado el emperador. Por
su parte el nuevo gobierno procuraba con el mayor esfuerzo granjear la
voluntad del gabinete de Francia. Ya en 20 de marzo se mandó al consejo
[*] [Marginal: (* Ap. n. 2-12.)] publicar que Fernando VII lejos de
mudar el sistema político de su padre respecto de aquel imperio,
pondría su esmero en estrechar los preciosos vínculos de amistad y
alianza que entre ambos subsistían, encargándose con especialidad
recomendar al pueblo que tratase bien y acogiese con afecto al ejército
francés. Se despacharon igualmente órdenes a las tropas de Galicia
que habían dejado a Oporto, para que volviesen a aquel punto, y a las
de Solano, que estaban ya en Extremadura en virtud de lo últimamente
dispuesto por Godoy, se les mandó que retrocediesen a Portugal. Estas
sin embargo se quedaron por la mayor parte en Badajoz, no cuidándose
Junot de tener cerca de sí soldados cuya conducta no merecía su
confianza.
El pueblo español entre tanto empezaba cada día a mirar con peores
ojos a los extranjeros, cuya arrogancia crecía según que su morada
se prolongaba. Continuamente se suscitaban empeñadas riñas entre los
paisanos y los soldados franceses, y el 27 de marzo de resultas de
una más acalorada y estrepitosa, estuvo para haber en la plazuela de
la Cebada una grande conmoción, en la que hubiera podido derramarse
mucha sangre. La corte acongojada quería sosegar la inquietud pública,
ora por medio de proclamas, ora anunciando y repitiendo la llegada de
Napoleón que pondría término a las zozobras e incertidumbre. Era tal
en este punto su propio engaño que en 24 de marzo se avisó al público
de oficio [*] [Marginal: (* Ap. n. 2-13.)] «que S. M. tenía noticia
que dentro de dos días y medio a tres llegaría el emperador de los
franceses...» Así ya no solamente se contaban los días sino las horas
mismas: ansiosa impaciencia, desvariada en el modo de expresarse, y
afrentosa en un gobierno cuyas providencias hubieran podido descansar
en el seguro y firme apoyo de la opinión nacional.
[Marginal: Llega Escóiquiz a Madrid en 28 de marzo.]
¡Cosa maravillosa! Cuanto más se iban en Madrid desengañando todos
y comprendiendo los fementidos designios del gabinete de Francia,
tanto más ciego y desatentado se ponía el gobierno español. Acabó de
perderle y descarriarle el 28 de marzo con su llegada Don Juan de
Escóiquiz, quien no veía en Napoleón sino al esclarecido, poderoso y
heroico defensor del rey Fernando y sus parciales. Deslumbrado con
la opinión que de sí propio tenía, creyó que solo a él le era dado
acertar con los oportunos medios de sacar airoso y triunfante de la
embarazosa posición a su augusto discípulo, y cerrando los oídos a la
voz pública y universal, llamó hacia su persona una severa y terrible
responsabilidad. Causa asombro, repetimos, que los engaños y arterías
advertidos por el más ínfimo y rudo de los españoles se ocultasen
y oscureciesen a Don Juan Escóiquiz y a los principales consejeros
del rey, quienes por el puesto que ocupaban y por la sagacidad que
debía adornarles, hubieran debido descubrir antes que ningún otro
las asechanzas que se les armaban. Pero los sucesos que en gran
manera concurrían a excitar su desconfianza, eran los mismos que los
confortaban y aquietaban. Tal fue el pliego de Izquierdo, de que
hablamos en el libro anterior. Las proposiciones en él inclusas, y por
las que nada menos se trataba que de ceder las provincias del Ebro
allá, y de arreglar la sucesión de España, sobre la cual dentro del
reino nadie había tenido dudas, no despertaron las dormidas sospechas
de Escóiquiz ni de sus compañeros. Atentos solo a la propuesta indicada
en el mismo pliego de casar a Fernando con una princesa, pensaron que
todo iba a componerse amistosamente, llevando tan allá Escóiquiz y los
suyos el extravío de su mente, que en su _Idea sencilla_ no se detiene
en asentar «que su opinión conforme con la del consejo del rey había
sido que las intenciones más perjudiciales que podían recelarse del
gobierno francés, eran las del trueque de las provincias más allá del
Ebro por el reino de Portugal, o tal vez la cesión de la Navarra;» como
si la cesión o pérdida de cualquiera de estas provincias no hubiera
sido clavar un agudo puñal en una parte muy principal de la nación,
desmembrándola y dejándola expuesta a los ataques que contra ella
intentase dirigir a mansalva su poderoso vecino.
El contagio de tamaña ceguedad había cundido entre algunos cortesanos,
y hubo de ellos quienes sirvieron por su credulidad al entretenimiento
y burla de los servidores de Napoleón. [Marginal: Fernán Núñez en
Tours.] Se aventajó a todos el conde de Fernán Núñez, quien para
merecer primero las albricias dejando atrás a los que con él habían ido
a recibir al emperador de los franceses, se adelantó a toda diligencia
hasta Tours. No distante de aquella ciudad cruzándose en el camino
con Mr. Bausset, prefecto del palacio imperial, le preguntó con viva
impaciencia si estaba ya cerca la novia del rey Fernando, sobrina del
emperador. Respondiole aquel que tal sobrina no era del viaje ni había
oído hablar de novia ni de casamiento. Tomando entonces Fernán Núñez en
su ademán un compuesto y misterioso semblante, atribuyó la respuesta
del prefecto imperial o a estudiado disimulo o a que no estaba en el
importante secreto. No dejan estos hechos por leves que parezcan de
pintar los hombres que con su obcecación dieron motivo a grandes y
trascendentales acontecimientos.
Lejos Murat de contribuir con su conducta a ofuscar a los ministros del
rey, obraba de manera que más bien ayudaba al desengaño que a mantener
la lisonjera ilusión. Continuaba siempre en sus tratos con la reina de
Etruria y los reyes padres, no ocupándose en reconocer a Fernando, ni
en hacerle siquiera una visita de mera ceremonia y cumplido. A pesar de
su desvío bastaba que mostrase el menor deseo para que los ministros
del nuevo rey se afanasen por complacerle y servirle. [Marginal:
Entrega de la espada de Francisco I.] Así fue que habiendo manifestado
a Don Pedro Cevallos cuánto le agradaría tener en su poder la espada
de Francisco I depositada en la real armería, le fue al instante
entregada en 4 de abril, siendo llevada con gran pompa y acompañamiento
y presentada por el marqués de Astorga en calidad de caballerizo mayor.
Al par que en sus anteriores procedimientos se portó en este paso el
gobierno español débil y sumisamente, el francés dejó ver estrecheza
de ánimo en una demanda ajena de una nación famosa por sus hazañas y
glorias militares, como si los triunfos de Pavía y el inmortal trofeo
ganado en buena guerra, y que adquirieron a España sus ilustres hijos
Diego de Ávila y Juan de Urbieta pudieran nunca borrarse de la memoria
de la posteridad.
[Marginal: Carta de Napoleón a Murat: viaje del infante Don Carlos. (*
Ap. n. 2-14.)]
Napoleón no estaba del todo satisfecho de la conducta de Murat. En una
carta que le escribió en 29 de marzo le manifestaba sus temores, y con
diestra y profunda mano le trazaba cuanto había complicado los negocios
el acontecimiento de Aranjuez.[*] Este documento si fue escrito
del modo que después se ha publicado, muestra el acertado tino y
extraordinaria previsión del emperador francés, y que la precipitación
y equivocados informes de Murat perjudicaron muy mucho al pronto y
feliz éxito de su empresa. Sin embargo además de las instrucciones
que aparecen por la citada carta, debió de haber otras por el mismo
tiempo que indicasen o expresasen más claramente la idea de llevar a
Francia los príncipes de la real familia; pues Murat siguiendo en aquel
propósito y no atreviéndose a insistir inmediatamente en sus anteriores
insinuaciones de que Fernando fuese al encuentro de Napoleón, propuso
como muy oportuna la salida al efecto del infante Don Carlos, en lo
cual conviniendo sin dificultad la corte, partió el infante el 5 de
abril. No habían pasado muchos días ni aun tal vez horas cuando Murat
poco a poco volvió a renovar sus ruegos para que el rey Fernando se
pusiese también en camino y halagase con tan amistoso paso a su amigo
el emperador Napoleón. El embajador francés apoyaba lo mismo y con
particular eficacia, habiendo en fin claramente descubierto que la
política de su amo en los asuntos de España era muy otra de la que
antes se había figurado.
Pero viendo el rey Fernando que su hermano el infante no había
encontrado en Burgos a Napoleón y proseguía adelante sin saber cuál
sería el término de su viaje, vacilaba todavía en su resolución.
Sus consejeros andaban divididos en sus dictámenes: Cevallos se
oponía a la salida del rey hasta tanto que se supiera de oficio la
entrada en España del emperador francés. Escóiquiz constante en su
desvarío sostenía con empeño el parecer contrario, y a pesar de su
poderoso influjo hubiera difícilmente prevalecido en el ánimo del
rey, [Marginal: Llegada a Madrid del general Savary.] si la llegada
a Madrid del general Savary no hubiese dado nuevo peso a sus razones
y cambiado el modo de pensar de los que hasta entonces habían estado
irresolutos e inciertos. Savary, general de división y ayudante de
Napoleón, iba a Madrid con el encargo de llevar a Fernando a Bayona,
adoptando para ello cuantos medios estimase convenientes al logro de la
empresa. Juzgose que era la persona más acomodada para desempeñar tan
ardua comisión, encubriendo bajo un exterior militar y franco profunda
disimulación y astucia. Apenas, por decirlo así, apeado, solicitó
audiencia particular de Fernando, la cual concedida manifestó con
aparente sinceridad «que venía de parte del emperador para cumplimentar
al rey y saber de S. M. únicamente si sus sentimientos con respecto
a la Francia eran conformes con los del rey su padre, en cuyo caso el
emperador prescindiendo de todo lo ocurrido no se mezclaría en nada
de lo interior del reino, y reconocería desde luego a S. M. por rey
de España y de las Indias.» Fácil es acertar con la contestación que
daría una corte no ocupada sino en alcanzar el reconocimiento del
emperador de los franceses. Savary anunció la próxima llegada de su
soberano a Bayona, de donde pasaría a Madrid, insistiendo poco después
en que Fernando saliese a recibirle, con cuya determinación probaría su
particular anhelo por estrechar la antigua alianza que mediaba entre
ambas naciones, y asegurando que la ausencia sería tanto menos larga
cuanto que se encontraría en Burgos con el mismo emperador. El rey
vencido con tantas promesas y palabras, resolvió al fin condescender
con los deseos de Savary, sostenido y apoyado por los más de los
ministros y consejeros españoles.
Cierto que el paso del general francés hubiera podido hacer titubear
al hombre más tenaz y firme si otros indicios poderosos no hubieran
contrapesado su aparente fuerza. Además era sobrada precipitación
antes de saberse el viaje de Napoleón a España de un modo auténtico y
de oficio, exponer la dignidad del rey a ir en busca suya, habiéndose
hasta entonces comunicado su venida solo de palabra e indirectamente.
Con mayor lentitud y circunspección hubiera convenido proceder en
negocio en que se interesaban el decoro del rey, su seguridad y la
suerte de la nación, principalmente cuando tantas perfidias habían
precedido, cuando Murat tenía conducta tan sospechosa, y cuando en vez
de reconocer a Fernando cuidaba solamente de continuar sus secretos
manejos con la antigua corte. Mas el deslumbrado Escóiquiz proseguía
no viendo las anteriores perfidias, y achacaba las intrigas de Murat a
actos de pura oficiosidad, contrarios a las intenciones de Napoleón.
Sordo a la voz del pueblo, sordo al consejo de los prudentes, sordo a
lo mismo que se conversaba en todo el ejército extranjero, en corrillos
y plazas, se mantuvo porfiadamente en su primer dictamen y arrastró al
suyo a los más de los ministros, dando al mundo la prueba más insigne
de terca y desvariada presunción, probablemente aguijada por ardiente
deseo de ambiciosos crecimientos.
[Marginal: Aviso de Hervás.]
Hubo aún para recelarse el que Don José Martínez de Hervás, quien
como español y por su conocimiento en la lengua nativa había venido
en compañía del general Savary, avisó que se armaba contra el rey
alguna celada, y que obraría con prudente cautela desistiendo del
viaje o difiriéndole. Pero, ¡oh colmo de ceguedad!, los mismos que
desacordadamente se fiaban en las palabras de un extranjero, del
general Savary, tuvieron por sospechosa la loable advertencia del
leal español. Y como si tantos indicios no bastasen, el mismo Savary
dio ocasión a nuevos recelos con pedir de orden del emperador que
se pusiese en libertad al enemigo declarado e implacable del nuevo
gobierno, al odiado Godoy. Incomodó, sin embargo, la intempestiva
solicitud, y hubiera tal vez perjudicado al resuelto viaje, si el
francés, a ruego del Infantado y Ofárril, no hubiera abandonado su
demanda.
Firmes pues en su propósito los consejeros de Fernando y conducidos
por un hado adverso, señalaron el día 10 de abril para su partida,
[Marginal: 10 de abril: salida del rey para Burgos.] en cuyo día salió
S. M. tomando el camino de Somosierra para Burgos. Iban en su compañía
Don Pedro Cevallos ministro de estado, los duques del Infantado y
San Carlos, el marqués de Múzquiz, Don Pedro Labrador, Don Juan de
Escóiquiz, el capitán de guardias de Corps conde de Villariezo, y los
gentil-hombres de cámara marqués de Ayerbe, de Guadalcázar, y de
Feria. La víspera había escrito Fernando a su padre pidiéndole una
carta para el emperador con súplica de que asegurase en ella los buenos
sentimientos que le asistían, queriendo seguir las mismas relaciones
de amistad y alianza con Francia que se habían seguido en su anterior
reinado. Carlos IV ni le dio la carta, ni le contestó, con achaque de
estar ya en cama: precursora señal de lo que en secreto se proyectaba.
[Marginal: Nombramiento de una junta suprema.]
Antes de su salida dispuso el rey Fernando que se nombrase una junta
suprema de gobierno presidida por su tío el infante Don Antonio y
compuesta de los ministros del despacho, quienes a la sazón eran Don
Pedro Cevallos, de estado, que acompañaba al rey; Don Francisco Gil y
Lemus, de marina; Don Miguel José de Azanza, de hacienda; Don Gonzalo
Ofárril, de guerra, y Don Sebastián Piñuela, de gracia y justicia. Esta
junta según las instrucciones verbales del rey debía entender en todo
lo gubernativo y urgente, consultando en lo demás con S. M.
[Marginal: Sobre el viaje del rey.]
En tanto que el rey con sus consejeros va camino de Bayona, será bien
que nos detengamos a considerar de nuevo resolución tan desacertada.
La pintura triste que para disculparse traza Escóiquiz en su obra
acerca de la situación del reino, sería juiciosa si en aquel caso se
hubiese tratado de medir las fuerzas militares de España y sus recursos
pecuniarios con los de Francia, a la manera de una guerra de ejército
a ejército y de gobierno a gobierno. Le estaba bien al príncipe de
la Paz calcular fundado en aquellos datos como quien no tenía el
apoyo nacional; mas la posición de Fernando era muy otra, siendo tan
extraordinario el entusiasmo en favor suyo que un ministro hábil y
entendido no debía en aquel caso dirigirse por las reglas ordinarias de
la fría razón, sino contar con los esfuerzos y patriotismo de la nación
entera, la cual se hubiera alzado unánimemente a la voz del rey, para
defender sus derechos contra la usurpación extranjera; y las fuerzas
de una nación levantada en cuerpo son tan grandes e incalculables a
los ojos de un verdadero estadista, como lo son las fuerzas vivas a
las del mecánico. Así lo pensaba el mismo Napoleón, quien en la carta
a Murat del 29 de marzo arriba citada decía: «La revolución de 20 de
marzo prueba que hay energía en los españoles. Habrá que lidiar contra
un pueblo nuevo lleno de valor, y con el entusiasmo propio de hombres
a quienes no han gastado las pasiones políticas...»; y más abajo: «se
harán levantamientos en masa que eternizarán la guerra...» Acertado y
perspicaz juicio que forma pasmoso contraste con el superficial y poco
atinado de Escóiquiz y sus secuaces. Era además dar sobrada importancia
a un paso de puro ceremonial para concebir la idea que la política de
un hombre como Napoleón en asunto de tal cuantía hubiera de moderarse
o alterarse por encontrar al rey algunas leguas más o menos lejos;
antes bien era propio para encender su ambición un viaje que mostraba
imprevisión y extremada debilidad. Se cede a veces en política a un
acto de fortaleza heroica, nunca a míseros y menguados ruegos.
[Marginal: Llega el rey el 12 de abril a Burgos.]
El rey en su viaje fue recibido por las ciudades, villas y lugares
del tránsito con inexplicable gozo, haciendo a competencia sus
moradores las demostraciones más señaladas de la lealtad y amor que
los inflamaban. Entró en Burgos el 12 de abril sin que hubiese allí ni
más lejos noticia del emperador francés. Deliberose en aquella ciudad
sobre el partido que debía tomarse, de nuevo reiteró sus promesas y
artificios el general Savary, y de nuevo se determinó que prosiguiese
el rey su viaje a Vitoria. Y he aquí que los mismos y mal aventurados
consejeros que sin tratado alguno ni formal negociación, y solo por
meras e indirectas insinuaciones habían llevado a Fernando hasta
Burgos, le llevan también a Vitoria, y le traen de monte en valle y
de valle en monte en busca de un soberano extranjero mendigando con
desdoro su reconocimiento y ayuda, como si uno y otro fuera necesario
y decoroso a un rey que habiendo subido al solio con universal
consentimiento, afianzaba su poder y legitimidad sobre la sólida e
incontrastable base del amor y unánime aprobación de sus pueblos.
Llegó el rey a Vitoria el 14. Napoleón que había permanecido en
Burdeos algunos días, salió de allí a Bayona, en donde entró en la
noche del 14 al 15, de lo que noticioso el infante Don Carlos, hasta
entonces detenido en Tolosa, pasó a aquella plaza. Savary, sabiendo
que el emperador se aproximaba a la frontera, y viendo que ya no le
era dado por más tiempo continuar con fruto sus artificios si no
acudía a algún otro medio, resolvió pasar a Bayona llevando consigo
una carta de Fernando para Napoleón.[*] [Marginal: Escribe Fernando a
Napoleón: contesta este en 17 de abril. (* Ap. n. 2-15.)] No tardó en
recibirse la respuesta estando con ella de vuelta en Vitoria el día
17 el mismo Savary, y la cual estaba concebida en términos que era
suficiente por sí sola a sacar de su error a los más engañados. En
efecto la carta respondía a la última de Fernando, y en parte también
a la que le había escrito en 11 de octubre del año pasado. Sembrada de
verdades expresadas con cierta dureza, no se soltaba en ella prenda
que empeñase a Napoleón a cosa alguna: lo dejaba todo en dudas dando
solo esperanzas sobre el ansiado casamiento. Notábase con especialidad
en su contexto el injurioso aserto que Fernando «no tenía otros
derechos al trono que los que le había transmitido su madre:» frase
altamente afrentosa al honor de la reina, y no menos indecorosa al que
la escribía que ofensiva a aquel a quien iba dirigida. Pero una carta
tan poco circunspecta, tan altanera y desembozada embelesó al canónigo
Escóiquiz, quien se recreaba con la vaga promesa del casamiento. Por
entonces vimos lo que escribía a un amigo suyo desde Vitoria, y le
faltaban palabras con que dar gracias al Todopoderoso por el feliz
éxito que la carta de Napoleón pronosticaba a su viaje. Realmente
rayaba ya en demencia su continuada obcecación.
Savary auxiliado con la carta aumentó sus esfuerzos y concluyó con
decir al rey «me dejo cortar la cabeza si al cuarto de hora de haber
llegado S. M. a Bayona no le ha reconocido el emperador por rey de
España y de las Indias... Por sostener su empeño empezará probablemente
por darle el tratamiento de alteza; pero a los cinco minutos le dará
majestad, y a los tres días estará todo arreglado, y S. M. podrá
restituirse a España inmediatamente...» Engañosas y pérfidas palabras
que acabaron de decidir al rey a proseguir su viaje hasta Bayona.
[Marginal: Tentativas o proposiciones para que el rey se escape.]
Sin embargo hubo españoles más desconfiados o cautos que no dando
crédito a semejantes promesas, propusieron varios medios para que el
rey se escapase. Todavía hubiera podido conseguirse en Vitoria ponerle
en salvo, aunque los obstáculos crecían de día en día. Los franceses
habían redoblado su vigilancia, y no contentos con los 4000 hombres que
ocupaban a Vitoria a las órdenes del general Verdier, habían aumentado
la guarnición especialmente con caballería enviada de Burgos. Savary
tenía orden de arrebatar al rey por fuerza en la noche del 18 al 19
si de grado no se mostraba dispuesto a pasar a Francia. Cuidadoso
con no faltar a su mandato, estando muy sobreaviso hacía rondar y
observar la casa donde el rey habitaba. A pesar de su esmerado celo
la evasión se hubiera fácilmente ejecutado a haberse Fernando resuelto
a abrazar aquel partido. Don Mariano Luis de Urquijo que había ido de
Bilbao a cumplimentarle a su paso por Vitoria, propuso de acuerdo con
el alcalde Urbina un medio para que de noche se fugase disfrazado.
Hubo también otros y varios proyectos, mas entre todos es digno de
particular mención como el mejor y más asequible el propuesto por el
duque de Mahón. Era pues que saliendo el rey de Vitoria por el camino
de Bayona, y dando confianza a los franceses con la dirección que
había tomado, siguiera así hasta Vergara, en cuyo pueblo abandonando
la carretera real torciese del lado de Durango y se encaminase al
puerto de Bilbao. Añadía el duque que la evasión sería protegida por
un batallón del inmemorial del rey residente en Mondragón, y de cuya
fidelidad respondía. Escóiquiz con quien siempre nos encontraremos
cuando se trate de alejar al rey de Bayona y librarle de las armadas
asechanzas, dijo: «que no era necesario habiendo S. M. recibido
grandes pruebas de amistad de parte del emperador.» Eran las _grandes
pruebas_ la consabida carta. El de Mahón no por eso dejó de insistir
la misma víspera de la salida para Bayona, habiéndose aumentado las
sospechas de todos con la llegada de 300 granaderos a caballo de la
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