Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 08

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guardia imperial. Mas al querer hablar, poniéndole la mano en la boca,
pronunció Escóiquiz estas notables palabras: «es negocio concluido,
mañana salimos para Bayona: se nos han dado todas las seguridades que
podíamos desear.»
[Marginal: Proclama al partir el rey de Vitoria.]
Tratose en fin de partir. Sabedor el pueblo se agrupó delante del
alojamiento del rey, cortó los tirantes de las mulas, y prorrumpió
en voces de amor y lealtad para que el rey escuchase sus fundados
temores.[*] [Marginal: (* Ap. n. 2-16.)] Todo fue en vano.
Apaciguándose el bullicio a duras penas, se publicó un decreto en que
afirmaba el rey «estar cierto de la sincera y cordial amistad del
emperador de los franceses, y que antes de cuatro o seis días darían
gracias a Dios y a la prudencia de S. M. de la ausencia que ahora les
inquietaba.»
[Marginal: Sale de Vitoria el 19 de abril.]
Partió el rey de Vitoria el 19 de abril y en el mismo llegó a Irún
casi solo, habiéndose quedado atrás el general Savary por habérsele
descompuesto el coche. Se albergó en casa del señor Olazábal sita fuera
de la villa, en donde había de guarnición un batallón del regimiento
de África, decidido a obedecer rendidamente las órdenes de Fernando.
La providencia a cada paso parecía querer advertirle del peligro, y
a cada paso le presentaba medios de salvación. Mas un ciego instinto
arrastraba al rey al horroroso precipicio. Savary tuvo tal miedo de que
la importante presa se le escapase, a la misma sazón que ya la tenía
asegurada, que llegó a Irún asustado y despavorido.
[Marginal: 20 de abril: Entrada del rey en Bayona.]
El 20 cruzó el rey y toda la comitiva el Bidasoa, y entró en Bayona a
las diez de la mañana de aquel día. Nadie le salió a recibir al camino
a nombre de Napoleón. Más allá de San Juan de Luz encontró a los tres
grandes de España comisionados para felicitar al emperador francés,
quienes dieron noticias tristes, pues la víspera por la mañana habían
oído al mismo de su propia boca que los Borbones nunca más reinarían
en España. Ignoramos por qué no anduvieron más diligentes en comunicar
al rey el importante aviso, que podría descansadamente haberle
alcanzado en Irún: quizá se lo impidió la vigilancia de que estaban
cercados. Abatió el ánimo de todos lo que anunciaron los grandes,
echando también de ver el poco aprecio que a Napoleón merecía el rey
Fernando en el modo solitario con que le dejaba aproximarse a Bayona,
no habiendo salido persona alguna elevada en dignidad a cumplimentarle
y honrarle, hasta que a las puertas de la ciudad misma se presentaron
con aquel objeto el príncipe de Neufchâtel y Duroc, gran mariscal de
palacio. Admiró en tanto grado a Napoleón ver llegar a Fernando sin
haberle especialmente convidado a ello, que al anunciarle un ayudante
su próximo arribo exclamó: «¿cómo?... ¿viene?... no, no es posible...»
Aún no conocía personalmente a los consejeros de Fernando.
[Marginal: Sigue la correspondencia entre Murat y los reyes padres.]
Después de la partida del rey prosiguiendo Murat en su principal
propósito de apoyar las intrigas que se preparaban en la enemistad y
despecho de los reyes padres, avivó la correspondencia que con ellos
había entablado. Hasta entonces no habían conferenciado juntos, siendo
sus ayudantes y la reina de Etruria el conducto por donde se entendían.
Mucho desagradaron los secretos tratos de la última, a los que
particularmente la arrastró el encendido deseo de conseguir un trono
para su hijo, aunque sus esfuerzos fueron vanos. En la correspondencia,
después de ocuparse en el asunto que más interesaba a Murat y su
gobierno, esto es, el de la protesta de Carlos IV, llamó a la reina y
a su esposo intensamente la atención la desgraciada suerte de su amigo
Godoy, _del pobre príncipe de la Paz_, con cuyo epiteto a cada paso se
le denomina en las cartas de María Luisa. Duda el discurso, al leer
esta correspondencia, si es más de maravillar la constante pasión de
la reina por el favorito, o la ciega amistad del rey. Confundían ambos
su suerte con la del desgraciado a punto que decía la reina: «si no
se salva el príncipe de la Paz, y si no se nos concede su compañía,
moriremos el rey, mi marido, y yo.» Es digna de la atenta observación
de la historia mucha parte de aquella correspondencia, y señaladamente
lo son algunas cartas de la reina madre. Si se prescinde del enfado
y acrimonia con que están escritas ciertas cláusulas, da su contexto
mucha luz sobre los importantes hechos de aquel tiempo, y en él se
pinta al vivo y con colores por desgracia harto verdaderos el carácter
de varios personajes de aquel tiempo. Posteriores acontecimientos
nos harán ver lastimosamente con cuánta verdad y conocimiento de los
originales trazó la reina María Luisa algunos de estos retratos. Los
reyes padres habían desde marzo continuado en Aranjuez, teniendo para
su guardia tropas de la casa real. [Marginal: Pasan los reyes padres
al Escorial.] También había fuerza francesa a las órdenes del general
Wattier, socolor de proteger a los reyes y continuar dando mayor
peso a la idea de haberse ejercido contra ellos particular violencia
en el acto de la abdicación. El 9 de abril pasaron al Escorial por
insinuación de Murat con el intento de aproximarlos al camino de
Francia. No tuvieron allí otra guardia más que la de las tropas
francesas y los carabineros reales.
[Marginal: Entrega de Godoy en 20 de abril.]
En Madrid apenas había salido el rey cuando Murat pidió con ahínco a
la junta que se le entregase a Don Manuel Godoy, afirmando que así se
lo había ofrecido Fernando la víspera de su partida en el cuarto de
la reina de Etruria: aserción tanto más dudosa cuanto si bien allí se
encontraron, parece cierto que nada se dijeron, retenidos por no querer
ni uno ni otro ser el primero a romper el silencio. Resistiéndose
la junta a dar libertad al preso, amenazó Murat conque emplearía la
fuerza si al instante no se le ponía en sus manos. Afanábase por ser
dueño de Godoy, considerándole necesario instrumento para influir en
Bayona en las determinaciones de los reyes padres, a quienes por otra
parte en las primeras vistas que tuvo con ellos en el Escorial uno
de aquellos días les había prometido su libertad. La junta se limitó
por de pronto a mandar al consejo con fecha del 13 que suspendiese
el proceso intentado contra Don Manuel Godoy hasta nueva orden de S.
M., a quien se consultó por medio de Don Pedro Cevallos. La posición
de la junta realmente era muy angustiada, quedando expuesta a la
indignación pública si le soltaba, o a las iras del arrebatado Murat
si le retenía. Don Pedro Cevallos contestó desde Vitoria que se
había escrito al emperador ofreciendo usar con Godoy de generosidad
perdonándole la vida, siempre que fuese condenado a la pena de muerte.
Bastole esta contestación a Murat para insistir en 20 de abril en la
soltura del preso con el objeto de enviarle a Francia, y con engaño y
despreciadora befa decía a su nombre el general Belliard en su oficio:
[*] [Marginal: (* Ap. n. 2-17.)] «El gobierno y la nación española solo
hallarán en esta resolución de S. M. I. nuevas pruebas del interés
que toma por la España, porque alejando al príncipe de la Paz quiere
quitar a la malevolencia los medios de creer posible que Carlos IV
volviese el poder y su confianza al que debe haberla perdido para
siempre.» ¡Así se escribía a una autoridad puesta por Fernando y que
no reconocía a Carlos IV! La junta accedió a lo último a la demanda
de Murat, habiéndose opuesto con firmeza el ministro de marina Don
Francisco Gil y Lemus. Mucho se motejó la condescendencia de aquel
cuerpo; sin embargo eran tales y tan espinosas las circunstancias que
con dificultad se hubiera podido estorbar con éxito la entrega de
Don Manuel Godoy. Acordada que esta fue, se dieron las convenientes
órdenes al marqués de Castelar, quien antes de obedecer, temeroso de
algún nuevo artificio de los franceses, pasó a Madrid a cerciorarse
de la verdad de boca del mismo infante presidente. El pundonoroso
general al oír la confirmación de lo que tenía por falso hizo dejación
de su destino, suplicando que no fuesen los guardias de Corps quienes
hiciesen la entrega, sino los granaderos provinciales. El bueno del
infante le replicó que «en aquella entrega consistía el que su sobrino
fuese rey de España:» a cuya poderosa razón cedió Castelar, y puso
en libertad al preso Godoy a las 11 de la noche del mismo día 20,
entregándole en manos del coronel francés Martel. Sin detención tomaron
el camino de Bayona, adonde llegó Godoy con la escolta francesa el
26, habiéndosele reunido poco después su hermano Don Diego. Se albergó
aquel en una quinta que le estaba preparada a una legua de la ciudad,
y a poco tuvo con Napoleón una larga conferencia. El rey, si bien no
desaprobó la conducta de la junta, tampoco la aplaudió, elogiando de
propósito al consejo que se había opuesto a la entrega. En asunto de
tanta gravedad procuraron todos sincerar su modo de proceder; entre
ellos se señaló el marqués de Castelar apreciable y digno militar,
quien envió para informar al rey no menos que a tres sujetos, a su
segundo el brigadier Don José Palafox, a su hijo el marqués de Belveder
y al ayudante Butrón. Así, y como milagrosamente, se libró Godoy de una
casi segura y desastrada muerte.
[Marginal: Quejas y tentativas de Murat.]
En todos aquellos días no había cesado Murat de incomodar y acosar a la
junta con sus quejas e infundadas reclamaciones. El 16 había llamado
a Ofárril para lamentarse con acrimonia o ya de asesinatos, o ya de
acopios de armas que se hacían en Aragón. Eran estos meros pretextos
para encaminar su plática a asunto más serio. Al fin le declaró el
verdadero objeto de la conferencia. Era pues que el emperador no
reconocía en España otro rey sino a Carlos IV, y que habiendo para ello
recibido órdenes suyas iba a publicar una proclama que manuscrita le
dio a leer. Se suponía extendida por el rey padre, asegurando en ella
haber sido forzada su abdicación, como así se lo había comunicado a
su aliado el emperador de los franceses, con cuya aprobación y arrimo
volvería a sentarse en el solio. Absorto Ofárril con lo que acababa de
oír informó de ello a la junta, la cual de nuevo comisionó al mismo en
compañía de Azanza para apurar más y más las razones y el fundamento
de tan extraña resolución. Murat, acompañado del conde de Laforest, se
mantuvo firme en su propósito, y solo consintió en aguardar la última
contestación de la junta que verbalmente y por los mismos encargados
respondió: «1.º Que Carlos IV y no el gran duque debía comunicarle
su determinación. 2.º Que comunicada que le fuese se limitaría a
participarla a Fernando VII: y 3.º Pedía que estando Carlos IV próximo
a salir para Bayona se guardase el mayor secreto y no ejerciese durante
el viaje ningún acto de soberanía.» En seguida pasó Murat al Escorial,
y poniéndose de acuerdo con los reyes padres [*] [Marginal: (* Ap.
n. 2-18.) Reclama Carlos IV la corona, y anuncia su viaje a Bayona.]
escribió Carlos IV a su hermano el infante Don Antonio una carta en la
que aseguraba haber sido forzada su abdicación del 19 de marzo, y que
en aquel mismo día había protestado solemnemente contra dicho acto.
Ahora reiteraba su primera declaración confirmando provisionalmente
a la junta en su autoridad como igualmente a todos los empleados
nombrados desde el 19 de marzo último, y anunciaba su próxima salida
para ir a encontrarse con su aliado el emperador de los franceses.
Es digno de reparo que en aquella carta expresase Carlos IV haber
protestado solemnemente el 19, cuando después dató su protesta del
21, cuya fecha ya antes advertimos envolvía contradicción con cartas
posteriores escritas por el mismo monarca. Prueba notable y nueva de
la precipitación conque en todo se procedió, y del poco concierto que
entre sí tuvieron los que arreglaron aquel negocio; puesto que fuera
la protesta extendida en el día de la abdicación o fuéralo después,
siendo Carlos IV y sus confidentes los dueños y únicos sabedores
de su secreto, hubieran por lo menos debido coordinar unas fechas
cuya contradicción había de desautorizar acto de tanta importancia,
mayormente cuando la legitimidad o fuerza de la protesta no dimanaba
de que se hubiese realizado el 19, el 21 o el 23, sino de la falta de
libre voluntad conque aseguraban ellos había sido dada la abdicación.
Respecto de lo cual como se había verificado en medio de conmociones y
bullicios populares, solo Carlos IV era el único y competente juez, y
no habiendo variado su situación en los tres días sucesivos a punto que
pudiera atribuirse su silencio a completa conformidad, siempre estaba
en el caso de alegar fundadamente que cercado de los mismos riesgos
no había osado extender por escrito un acto que descubierto hubiera
sobremanera comprometido su persona y la de su esposa. En nada de eso
pensaron; creyeron de más al parecer detenerse en cosas que imaginaron
leves, bastándoles la protesta para sus premeditados fines. Carlos
IV después de haber remitido igual acto a Napoleón, en compañía de
la reina y de la hija del príncipe de la Paz se puso en camino para
Bayona el día 25 de abril, escoltado por tropas francesas y carabineros
reales, los mismos que le habían hecho la guardia en el Escorial. Fácil
es figurarse cuán atribulados debieron quedar el infante y la junta
con novedades que oscurecían y encapotaban más y más el horizonte
político.
[Marginal: Inquietud en Madrid.]
La salida de Godoy, las conferencias de Murat con los reyes padres,
la arrogancia y modo de explicarse de gran parte de los oficiales
franceses y de su tropa, aumentaban la irritación de los ánimos, y a
cada paso corría riesgo de alterarse la tranquilidad pública de Madrid
y de los pueblos que ocupaban los extranjeros. Un incidente agravó
en la capital estado tan crítico. Murat había ofrecido a la junta
guardar reservada la protesta de Carlos IV, pero a pesar de su promesa
no tardó en faltar a ella, o por indiscreción propia, o por el mal
entendido celo de sus subalternos. El día 20 de abril se presentó al
consejo el impresor Eusebio Álvarez de la Torre para avisarle que dos
agentes franceses habían estado en su casa con el objeto de imprimir
una proclama de Carlos IV. Ya había corrido la voz por el pueblo, y en
la tarde hubiera habido una grande conmoción, si el consejo de antemano
no hubiese enviado al alcalde de casa y corte Don Andrés Romero, quien
sorprendió a los dos franceses Funiel y Ribat con las pruebas de la
proclama. Quiso el juez arrestarlos, mas ni consintieron ellos en ir
voluntariamente, ni en declarar cosa alguna sin orden previa de su jefe
el general Grouchy, gobernador francés de Madrid. Impaciente el pueblo
se agolpó a la imprenta, y temiendo el alcalde que al sacarlos fuesen
dichos franceses víctimas del furor popular, los dejó allí arrestados
hasta la determinación del consejo, el cual no osando tomar sobre sí la
resolución, acudió a la junta que, no queriendo tampoco comprometerse,
dispuso ponerlos en libertad, exigiendo solamente de Murat nueva
promesa de que en adelante no se repetirían iguales tentativas. Tan
débiles e irresolutas andaban las dos autoridades, en quienes se
libraba entonces la suerte y el honor nacional. La libertad de Godoy
y el caso sucedido en la imprenta, al parecer poco importante, fueron
acontecimientos que muy particularmente indispusieron el espíritu
público contra los franceses. En el último claramente aparecía el
deseo de reponer en el trono a Carlos IV, y renovar así las crueles y
recientes llagas del anterior reinado; y con el primero se arrancaba
de manos de la justicia y se daba suelta al objeto odiado de la nación
entera.
[Marginal: Alboroto en Toledo.]
No se circunscribía a Madrid la pública inquietud. En Toledo el día
21 de abril se turbó también la tranquilidad por la imprudencia del
ayudante general Marcial Tomás, que había salido enviado a aquella
ciudad con el objeto de disponer alojamientos para la tropa francesa.
Explicábase sin rebozo contra el ensalzamiento de Fernando VII,
afirmando que Napoleón había decidido restablecer en el trono a Carlos
IV. Esparcidos por el vecindario semejantes rumores, se amotinó el
pueblo agavillándose en la plaza de Zocodover, y paseando armado por
las calles el retrato de Fernando, a quien todos tenían que saludar o
acatar, fueran franceses o españoles. La casa del corregidor Don José
Joaquín de Santa María, y las de los particulares Don Pedro Segundo
y Don Luis del Castillo fueron acometidas y públicamente quemados
sus muebles y efectos, achacándose a estos sujetos afecto al valido
y a Carlos IV: crimen entonces muy grave en la opinión popular. Duró
el tumulto dos días. Le apaciguó el cabildo y la llegada del general
Dupont, quien con la suficiente fuerza pasó el 26 de Aranjuez a aquella
ciudad. [Marginal: En Burgos.] Iguales ruidos y alborotos hubo en
Burgos por aquellos días de resultas de haber detenido los franceses
a un correo español. El intendente marqués de la Granja estuvo muy
cerca de perecer a manos del populacho, y hubo con esta ocasión varios
heridos.
Apoyado en aquellos tumultos provocados por la imprudencia u osadía
francesa, y seguro por otra parte de que Fernando había atravesado la
frontera, [Marginal: Conducta altanera de Murat.] levantó Murat su
imperioso y altanero tono, encareciendo agravios e importunando con
sus peticiones. Guardaba con la junta, autoridad suprema de la nación,
tan poco comedimiento que en ocasiones graves procedía sin contar con
su anuencia. Así fue que queriendo Bonaparte congregar en Bayona una
diputación de españoles, para que en tierra extraña tratase de asuntos
interiores del reino, a manera de la que antes había reunido en León
respecto de Italia; y habiendo Murat comunicado dicha resolución a la
junta gubernativa a fin de que nombrase sujetos y arreglase el modo
de convocación; al tiempo que esta en medio de sus angustias entraba
en deliberación acerca de la materia, llegó a su noticia que el gran
duque Murat había por sí escogido al intento ciertas personas, quienes
rehusando pasar a Francia sin orden o pasaporte de su gobierno, le
obligaron a dirigirse a la misma junta para obtenerlos. Diolos aquella,
creciendo en debilidad a medida que el francés crecía en insolencia.
[Marginal: Conducta de la junta y medidas que propone.]
Más adelante volveremos a hablar de la reunión que se indicaba para
Bayona. Ahora conviene que paremos nuestra atención en la conducta
de la junta suprema, autoridad que quedó al frente de la nación y la
gobernó hasta que grandes y gloriosos levantamientos limitaron su flaca
dominación a Madrid y puntos ocupados por los franceses. A pesar de
no haber sido su mando muy duradero varió en su composición, ya por
el número de sujetos que después se le agregaron, ya por la mudanza y
alteración sustancial que experimentó al entrar Murat a presidirla. Nos
ceñiremos por de pronto al espacio de su gobernación, que comprende
hasta los primeros días de mayo, en cuyo tiempo se componía de las
personas antes indicadas bajo la presidencia del infante Don Antonio,
asistiendo con frecuencia a sus sesiones el príncipe de Castel-Franco,
el conde de Montarco y Don Arias Mon, gobernador del consejo. Se
agregaron en 1.º de mayo por resolución de la misma junta todos los
presidentes y decanos de los consejos, y se nombró por secretario
al conde de Casa-Valencia. En su difícil y ardua posición hostigada
de un lado por un jefe extranjero impetuoso y altivo, y reprimida
de otro con las incertidumbres y contradicciones de los que habían
acompañado al rey a Bayona, puede encontrar disculpa la flojedad
y desmayo con que generalmente obró durante todos aquellos días.
Hubiérase también achacado su indecisión al modo restricto con que
Fernando la había autorizado a su partida, si Don Pedro Cevallos no
nos hubiera dado a conocer que para acudir al remedio de aquel olvido
o falta de previsión, se le había enviado a dicha junta desde Bayona
una real orden para «que ejecutase cuanto convenía al servicio del rey
y del reino, y que al efecto usase de todas las facultades que S. M.
desplegaría si se hallase dentro de sus estados.» Parece ser que el
decreto fue recibido por la junta, y en verdad que con él tenía ancho
campo para proceder sin trabas ni miramiento. Sin embargo constante en
su timidez e irresolución no se atrevió a tomar medida alguna vigorosa
sin consultar de nuevo al rey. Fueron despachados con aquel objeto
a Bayona Don Evaristo Pérez de Castro y Don José de Zayas: llegó el
primero sin tropiezo a su destino; detúvose al segundo en la raya.
Susurrose entonces que una persona bien enterada del itinerario del
último lo había revelado para entorpecer su misión: no fue así con
Pérez de Castro, quien encubrió a todos el camino o extraviada vereda
que llevaba. La junta remitía por dichos comisionados cuatro preguntas
acerca de las cuales pedía instrucciones. «1.ª Si convenía autorizar
a la junta a sustituirse en caso necesario en otras personas, las que
S. M. designase, para que se trasladasen a paraje en que pudiesen
obrar con libertad, siempre que la junta llegase a carecer de ella.
2.ª Si era la voluntad de S. M. que empezasen las hostilidades, el
modo y tiempo de ponerlo en ejecución. 3.ª Si debía ya impedirse la
entrada de nuevas tropas francesas en España, cerrando los pasos de la
frontera. 4.ª Si S. M. juzgaba conducente que se convocasen las cortes,
dirigiendo su real decreto al consejo, y en defecto de este [por ser
posible que al llegar la respuesta de S. M. no estuviera ya en libertad
de obrar] a cualquiera chancillería o audiencia del reino.»
[Marginal: Creación de una junta que la sustituya.]
Preguntas eran estas con que más bien daba indicio la junta de querer
cubrir su propia responsabilidad, que de desear su aprobación. Con todo
habiendo dentro de su seno individuos sumamente adictos al bien y honor
de su patria, no pudieron menos de acordarse con oportunidad algunas
resoluciones, que ejecutadas con vigor hubieran sin duda influido
favorablemente en el giro de los negocios. Tal fue la de nombrar una
junta que sustituyese a la de Madrid, llegado el caso de carecer esta
de libertad. Propuso tan acertada providencia el firme y respetable Don
Francisco Gil y Lemus, impelido y alentado por una reunión oculta de
buenos patriotas que se congregaban en casa de su sobrino Don Felipe
Gil Taboada. Fueron los nombrados para la nueva junta el conde de
Ezpeleta, capitán general de Cataluña que debía presidirla, Don Gregorio
García de la Cuesta, capitán general de Castilla la Vieja, el teniente
general Don Antonio de Escaño, Don Gaspar Melchor de Jovellanos, y
en su lugar, y hasta tanto que llegase de Mallorca, Don Juan Pérez
Villamil, y Don Felipe Gil Taboada. El punto señalado para su reunión
era Zaragoza, y el último de los nombrados salió para dicha ciudad
en la mañana misma del aciago 2 de mayo, en compañía de Don Damián de
la Santa que debía ser secretario. Luego veremos cómo se malogró la
ejecución de tan oportuna medida.
Los individuos que en la junta de Madrid propendían a no exponer a
riesgo sus personas abrazando un activo y eficaz partido, se apoyaban
en el mismo titubear de los ministros y consejeros de Bayona, quienes
ni entre sí andaban acordes, ni sostenían con uniformidad y firmeza
lo que una vez habían determinado. Hemos visto antes como Don Pedro
Cevallos había expedido un decreto autorizando a la junta para que
obrase sin restricción ni traba alguna; de lo que hubiéramos debido
inferir cuán resuelto estaba a sobrellevar con fortaleza los males
que de aquel decreto pudieran originarse a su persona y a los demás
españoles que rodeaban al rey. Pues era tan al contrario, que el
mismo Don Pedro envió a decir a la junta en 23 de abril por Don Justo
Ibarnavarro oidor de Pamplona, que llegó a Madrid en la noche del
29,[*] [Marginal: Llegada a Madrid de Don Justo Ibarnavarro. (* Ap.
n. 2-19.)] «que no se hiciese novedad en la conducta tenida con los
franceses para evitar funestas consecuencias contra el rey, y cuantos
españoles [porque no se olvidaban] acompañaban a S. M.» El mencionado
oidor, después de contar lo que pasaba en Bayona, también anunció de
parte de S. M. «que estaba resuelto a perder primero la vida que a
acceder a una inicua renuncia... y que con esta seguridad procediese la
junta»; aserción algún tanto incompatible con el encargo de Don Pedro
Cevallos. Siendo tan grande la vacilación de todos, siendo tantas y
tan frecuentes sus contradicciones, fue más fácil que después cada
uno descargase su propia responsabilidad, echándose recíprocamente la
culpa. Por consiguiente si en este primer tiempo procedió la junta de
Madrid con duda y perplejidad, las circunstancias eran harto graves
para que no sea disimulable su indecisa y a veces débil conducta,
examinándola a la luz de la rigurosa imparcialidad.
[Marginal: Posición de los franceses en Madrid.]
La fuerte y hostil posición de los franceses era también para
desalentar al hombre más brioso y arrojado. Tenían en Madrid y
sus alrededores 25.000 hombres, ocupando el Retiro con numerosa
artillería. Dentro de la capital estaba la guardia imperial de a pie
y de a caballo con una división de infantería mandada por el general
Musnier, y una brigada de caballería. Las otras divisiones del cuerpo
de observación de las costas del océano a las órdenes del mariscal
Moncey, se hallaban acantonadas en Fuencarral, Chamartín, convento
de San Bernardino, Pozuelo y la casa de Campo. En Aranjuez, Toledo
y el Escorial había divisiones del cuerpo de Dupont, de suerte que
Madrid estaba ocupado y circundado por el ejército extranjero, al
paso que la guarnición española constaba de poco más de 3000 hombres,
habiéndose insensiblemente disminuido desde los acontecimientos de
marzo. Mas el vecindario, en lugar de contener y reprimir su disgusto,
le manifestaba cada día más a cara descubierta y sin poner ya límites
a su descontento. Eran extraordinarias la impaciencia y la agitación,
y ora delante de la imprenta real para aguardar la publicación de una
gaceta, ora delante de la casa de correos para saber noticias, se veían
constantemente grupos de gente de todas clases. Los empleados dejaban
sus oficinas, los operarios sus talleres, y hasta el delicado sexo sus
caseras ocupaciones para acudir a la Puerta del Sol y sus avenidas,
ansiosos de satisfacer su noble curiosidad: interés loable y señalado
indicio de que el fuego patrio no se había aún extinguido en los pechos
españoles.
[Marginal: Revistas de Murat.]
Murat por su parte no omitía ocasión de ostentar su fuerza y sus
recursos para infundir pavor en el ánimo de la desasosegada multitud.
Todos los domingos pasaba revista de sus tropas en el paseo del Prado,
después de haber oído misa en el convento de Carmelitas descalzos,
calle de Alcalá. La demostración religiosa acompañada de la estrepitosa
reseña, lejos de conciliar los ánimos o de arredrarlos, los llenaba de
enfado y enojo. No se creía en la sinceridad de la primera tachándola
de impío fingimiento, y se veía en la segunda el deliberado propósito
de insultar y de atemorizar con estudiada apariencia a los pacíficos,
si bien ofendidos moradores. De una y otra parte fue creciendo la
irritación siendo por ambas extremada. El español tenía a vilipendio el
orgullo y desprecio con que se presentaba el extranjero, y el soldado
francés temeroso de una oculta trama anhelaba por salir de su situación
penosa, vengándose de los desaires que con frecuencia recibía. A tal
punto había llegado la agitación y la cólera, que al volver Murat el
domingo 1.º de mayo de su acostumbrada revista, y a su paso por la
Puerta del Sol fue escarnecido y silbado con escándalo de su comitiva
por el numeroso pueblo que allí a la sazón se encontraba. Semejante
estado de cosas era demasiado violento para que se prolongase, sin
haber de ambas partes un abierto y declarado rompimiento. Solo faltaba
oportuna ocasión, la cual desgraciadamente se ofreció muy luego.
[Marginal: Pide la salida para Francia del infante Don Francisco y
reina de Etruria.]
El 30 de abril presentó Murat una carta de Carlos IV para que la reina
de Etruria y el infante Don Francisco pasasen a Bayona. Se opuso
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