Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 14

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Hemos referido más arriba que Córdoba y Jaén habían reconocido la
supremacía de Sevilla. No fue así en Granada. Asiento de una capitanía
general y de una chancillería, no había estado avezada aquella ciudad,
así por esto como por su extensión y riqueza a recibir órdenes de otra
provincia. Por tanto determinó elegir un gobierno separado, levantar un
ejército propio suyo, y concurrir con brillantez y esfuerzo a la común
defensa. En los dos últimos meses se habían dejado sentir los mismos
síntomas de desasosiego que en las otras partes; pero no adquirió aquel
descontento verdadera forma de insurrección hasta el 29 de mayo. A la
una de aquel día entró por la ciudad a caballo y con grande estruendo
el teniente de artillería Don José Santiago, que traía pliegos de
Sevilla. Acompañado de paisanos de las cercanías y de otros curiosos
que se agregaron con tanta más facilidad cuanto era domingo, se dirigió
a casa del capitán general.
Éralo a la sazón Don Ventura Escalante, hombre pacífico y de escaso
talento, quien aturdido con la noticia de Sevilla se quedó sin saber
a qué partido ladearse. Por de pronto con evasivas palabras se limitó
a mandar al oficial que se retirase, con lo que creció por la noche
la agitación, y agriamente se censuró la conducta tímida del general.
Ser el día siguiente 30 el de San Fernando, no poco influyó para
acalorar más los ánimos. Así fue que por la mañana agolpándose mucha
gente a la plaza nueva, en donde está la chancillería, residencia del
capitán general, se pidió con ahínco por los que allí se agruparon que
se proclamase a Fernando VII. El general, en aquel aprieto, con gran
séquito de oficiales, personas de distinción y rodeado de la turba
conmovida salió a caballo, llevando por las calles como en triunfo el
retrato del deseado rey. Pero viendo el pueblo que las providencias
tomadas se habían limitado al vano aunque ostentoso paseo, se indignó
de nuevo, e incitado por algunos acudió de tropel y por segunda vez
a casa del general, y sin disfraz le requirió que desconfiándose de
su conducta era menester que nombrase una junta, la cual encargada
que fuese del gobierno, cuidara con particularidad de armar a los
habitantes. Cedió el Escalante a la imperiosa insinuación. Parece
ser que el principal promovedor de la junta, y el que dio la lista
de sus miembros, fue un monje jerónimo llamado el P. Puebla, hombre
de vasta capacidad y de carácter firme. Eligiose por presidente al
capitán general, y más de cuarenta individuos de todas clases entraron
a componer la nueva autoridad. Al instante se pensó en medidas de
guerra: el entusiasmo del pueblo no tuvo límites, y se alistó la gente
en términos que hubo que despedir gran parte. Llovieron los donativos y
las promesas, y bien pronto no se vieron por todos lados sino fábricas
de monturas, de uniformes y de composición de armas. Granada puede
gloriarse de no haber ido en zaga en patriotismo y heroicos esfuerzos a
ninguna otra de las provincias del reino. Y ¡ojalá que en todas hubiera
habido tanta actividad y tanto orden en el empleo de sus medios!
Pero, ciudad extendida e indefensa, hubiera sin embargo corrido gran
riesgo si alguna fuerza enemiga se hubiera acercado a sus puertas.
Se hallaba sin tropas, destinadas a otros puntos las que antes la
guarnecían. Un solo batallón suizo que quedaba, por orden de la corte
se había ya puesto en marcha para Cádiz. Felizmente no se había alejado
todavía, y en obediencia a un parte de la junta retrocedió y sirvió de
apoyo a la autoridad.
Declarada con entusiasmo la guerra a Bonaparte, requisito que
acompañaba siempre a la insurrección, se llamó de Málaga a Don Teodoro
Reding, su gobernador, para darle el mando de la gente que se armase, y
tuvo la especial comisión de adiestrarla y disciplinarla el brigadier
Don Francisco Abadía, quien la desempeñó con celo y bastante acierto.
Todos los pueblos de la provincia imitaron el ejemplo de Granada. En
Málaga pereció desgraciadamente el 20 de junio el vicecónsul francés
Mr. D’Agaud y Don Juan Croharé, que sacó a la fuerza el populacho del
castillo de Gibralfaro en donde estaban detenidos. Pero sus muertes no
quedaron impunes, vengándolas el cadalso en la persona de Cristóbal
Ávalos y de otros dos, a quienes se consideró como principales culpados.
La junta de Granada no contenta con los auxilios propios y con las
armas que aguardaba de Sevilla, envió a Gibraltar en comisión a Don
Francisco Martínez de la Rosa, quien a pesar de su edad temprana era
ya catedrático en aquella universidad, y mereció por sus aventajadas
partes ser honrado con encargo de tanta confianza. No dejó en su
viaje de encontrar con embarazos, recelosos los pueblos de cualquiera
pasajero que por ellos transitaba. Siendo el segundo español que
en comisión fue a Gibraltar para anunciar la insurrección de las
provincias andaluzas, le acogieron los moradores con júbilo y aplauso.
No tanto el gobernador Sir Hugo Dalrymple. Prevenido en favor de un
enviado de Sevilla que era el que le había precedido, temía el inglés
una fatal desunión si todos no se sometían a un centro común de
autoridad. Al fin condescendió en suministrar al comisionado de Granada
fusiles y otros pertrechos de guerra, con lo que, y otros recursos que
le facilitaron en Algeciras, cumplió satisfactoriamente con su encargo.
A la llegada de tan oportunos auxilios se avivó el armamento, y en
breve pudo Granada reunir una división considerable de sus fuerzas
a las demás de Andalucía, capitaneándolas el mencionado Don Teodoro
Reding, de quien era mayor general Don Francisco Abadía, y teniendo por
intendente a Don Carlos Veramendi, sujetos todos tres muy adecuados
para sus respectivos empleos.
Deslustrose el limpio brillo de la revolución granadina con dos
deplorables acontecimientos. Don Pedro Trujillo, antiguo gobernador de
Málaga, residía en Granada, y mirábasele con particular encono por su
anterior proceder y violentas exacciones, sin recomendarle tampoco a
las pasiones del día su enlace con Doña Micaela Tudó, hermana de la
amiga del príncipe de la Paz. Hiciéronse mil conjeturas acerca de su
mansión, e imputábasele tener algún encargo de Murat. Para protegerle y
calmar la agitación pública, se le arrestó en la Alhambra. Determinaron
después bajarle a la cárcel de corte, contigua a la chancillería,
y esta fue su perdición, porque al atravesar la plaza nueva se
amontonó gente dando gritos siniestros, y al entrar en la prisión se
echaron sobre él a la misma puerta y le asesinaron. Lleno de heridas
arrastraron como furiosos su cadáver. Achacose entre otros a tres
negros el homicidio, y sumariamente fueron condenados, ejecutados en
la cárcel, y ya difuntos puestos en la horca una mañana. Al asesinato
de Trujillo siguiéronse otros dos, el del corregidor de Velez-Málaga
y el de Don Bernabé Portillo, sujeto dado a la economía política, y
digno de aprecio por haber introducido en la abrigada costa de Granada
el cultivo del algodón. Su indiscreción contribuyó a acarrearle su
pérdida. Ambos habían sido presos y puestos en la cartuja extramuros
para que estuviesen más fuera del alcance de insultos populares. El 23
de junio, día de la octava del Corpus, había en aquel monasterio una
procesión. Despachábase por los monjes con motivo de la fiesta mucho
vino de su cosecha, y un lego era el encargado de la venta. Viendo este
a los concurrentes alegres y enardecidos con el mucho beber, díjoles:
«más valía no dejar impunes a los dos traidores que tenemos adentro.»
No fue necesario repetir la aleve insinuación a hombres ebrios y casi
fuera de sentido. Entraron pues en el monasterio, sacaron a los dos
infelices y los apuñalaron en el Triunfo. Sañudo el pueblo parecía
inclinarse a ejecutar nuevos horrores, maliciosamente incitado por un
fraile de nombre Roldán. Doloroso es en verdad que ministros de un Dios
de paz embozados con la capa del patriotismo se convirtiesen en crueles
carniceros. Por dicha el síndico del común llamado Garcilaso distrajo
la atención de los sediciosos, y los persuadió a que no procediesen
contra otros sin suficientes y justificativas pruebas. La autoridad no
desperdició la noche que sobrevino: prendió a varios, y de ellos hizo
ahorcar a nueve, que cubiertas las cabezas con un velo, se suspendieron
en el patíbulo, enviando después a presidio al fraile Roldán. Aunque el
castigo era desusado en su manera, y recordaba el misterioso secreto
de Venecia, mantuvo el orden y volvió a los que gobernaban su vigoroso
influjo. Desde entonces no se perturbó la tranquilidad de Granada, y
pudieron sus jefes con más sosiego ocuparse en las medidas que exigía
su noble resolución.
[Marginal: Levantamiento de Extremadura.]
La provincia de Extremadura había empezado a desasosegarse desde
el famoso aviso del alcalde de Móstoles, que ya alcanzó a Badajoz
en 4 de mayo. Era gobernador y comandante general el conde de la
Torre del Fresno, quien en su apuro se asesoró con el marqués del
Socorro general en jefe de las tropas que habían vuelto de Portugal.
Ambos convocaron a junta militar, y de sus resultas se dio el 5 una
proclama contra los franceses, la primera quizá que en este sentido se
publicó en España, enviando además a Lisboa, Madrid y Sevilla varios
oficiales con comisiones al caso e importantes. Obraron de buena fe
Torre del Fresno y Socorro en paso tan arriesgado; pero recibiendo
nuevos avisos de estar restablecida la tranquilidad en la capital,
así uno como otro mudaron de lenguaje y sostuvieron con empeño el
gobierno de Madrid. Habían alucinado a Socorro cartas de antiguos
amigos suyos, y halagádole la resolución de Murat de que volviese
a su capitanía general de Andalucía para donde en breve partió. Su
ejemplo y sus consejos arrastraron a Torre del Fresno que carecía de
prendas que le realzasen: general cortesano y protegido como paisano
suyo por el príncipe de la Paz, aplacíale más la vida floja y holgada
que las graves ocupaciones de su destino. Sin la necesaria fortaleza
aun para tiempos tranquilos, mal podía contrarrestar el torrente que
amenazaba. La fermentación crecía, menguaba la confianza hacia su
persona, y avivando las pasiones los impresos de Madrid que tanto
las despertaron en Sevilla, trataron entonces algunas personas de
promover el levantamiento general. Se contaban en su número y eran los
más señalados Don José María Calatrava, después ilustre diputado de
cortes, el teniente rey Mancio y el tesorero Don Félix Ovalle, quienes
se juntaban en casa de Don Alonso Calderón. Concertose en las diversas
reuniones un vasto plan que el 3 o 4 de junio debía ejecutarse al mismo
tiempo en Badajoz y cabezas de partido. En el ardor que abrigaban
los pechos españoles no era dado calcular friamente el momento de la
explosión como en las comunes conjuraciones. Ahora todos conspiraban,
y conspiraban en calles y plazas. Ciertos individuos formaban a veces
propósito de enseñorearse de esta disposición general y dirigirla; pero
un incidente prevenía casi siempre sus laudables intentos.
Así fue en Badajoz, en donde un caso parecido al de la Coruña anticipó
el estampido. Había ordenado el gobernador que el 30, día de San
Fernando, no se hiciese la salva, ni se enarbolase la bandera. Notose
la falta, se apiñó la gente en la muralla, y una mujer atrevida después
de reprender a los artilleros cogió la mecha y prendió fuego a un
cañón. Al instante dispararon los otros, y a su sonido levantose en
toda la ciudad el universal grito de _viva Fernando VII y mueran los
franceses_. Cuadrillas de gente recorrieron las calles con banderolas,
panderos y sonajas, sin cometer exceso alguno. Se encaminaron a casa
del gobernador, cuya voz se empleó exclusivamente en predicar la
quietud. Impacientáronse con sus palabras los numerosos espectadores, y
ultrajáronle con el denuesto de traidor. Mientras tanto y azarosamente
llegó un postillón con pliegos, y se susurró ser correspondencia
sospechosa y de un general francés. Ciegos de ira y sordos a las
persuasiones de los prudentes, enfureciéronse los más y treparon sin
demora hasta entrarse por los balcones. Acobardado Torre del Fresno se
evadió por una puerta falsa, y en compañía de dos personas aceleró sus
pasos hacia la puerta de la ciudad que da al Guadiana. Advirtiendo su
ausencia siguieron la huella, le encontraron, y rodeado de gran gentío
se metió en el cuerpo de guardia sin haber quien le obedeciese. Cundió
que se fugaba, y en medio de la pendencia que suscitó el quererle
defender unos y acometerle otros, le hirió un artillero, y lastimado de
otros golpes de paisanos y soldados fue derribado sin vida. Arrastraron
después el cadáver hasta la puerta de su casa, en cuyos umbrales le
dejaron abandonado. Víctima inocente de su imprudencia, nunca mereció
el injurioso epiteto de traidor con que amargaron sus últimos suspiros.
El brigadier de artillería Don José Galluzo fue elevado al mando
supremo, y al gobierno de la plaza el teniente rey Don Juan Gregorio
Mancio. Interinamente se congregó una junta de unas veinte personas
escogidas entre las primeras autoridades y hombres de cuenta. Los
partidos constituyeron del mismo modo otras en sus respectivas
comarcas, y unidos obedecieron las órdenes de la capital. Hubo por
todas partes el mejor orden, a excepción de la ciudad de Plasencia y
de la villa de los Santos, en donde se ensangrentó el alzamiento con
la muerte de dos personas. Las clases sin distinción se esmeraron
en ofrecer el sacrificio de su persona y de sus bienes, y los mozos
acudieron a enregimentarse como si fuesen a una festiva romería.
Entristeció sin embargo a los cuerdos el absoluto poder que por pocos
días ejerció el capitán Don Ramón Gavilanes, despachado de Sevilla para
anunciar su pronunciamiento. Al principio con nueva tan halagüeña colmó
su llegada de júbilo y satisfacción. Acibarose luego al ver que por la
flaqueza de Don José Galluzo procedió el Gavilanes a manera de dictador
de índole singular, repartiendo gracias y honores, y aun inventando
oficios y empleos antes desconocidos. La junta sucumbió a su influjo,
y confirmó casi todos los nombramientos; mas volviendo en sí puso
término a las demasías del intruso capitán, procurando que se olvidase
su propia debilidad y condescendencia con las medidas enérgicas que
adoptó. Después ella misma legitimó la autoridad provincial convocando
una junta a que fueron llamados representantes de la capital, de los
otros partidos, de los gremios y principales corporaciones.
Casi desmantelada la plaza de Badajoz y desprovistos sus habitantes
de lo más preciso para su defensa, fue su resolución harto osada,
estando el enemigo no lejos de sus puertas. Ocupaba a Elvas el general
Kellerman, y para disfrazar el estado de la ciudad alzada, se emplearon
mil estratagemas que estorbasen un impensado ataque. La guarnición
estaba reducida a 500 hombres. La milicia urbana cubría a veces el
servicio ordinario. Uno de los dos regimientos provinciales estaba
fuera de Extremadura, el otro permanecía desarmado. Las demás plazas de
la frontera, débiles de suyo, ahora lo estaban aún más, arruinándose
cada día las fortificaciones que las circuían. Todo al fin fue
remediándose con la actividad y celo que se desplegó. Al acabar junio
contó ya el ejército extremeño 20.000 hombres. Sirvieron mucho para
su formación los españoles que a bandadas se escapaban de Portugal a
pesar de la estrecha vigilancia de Junot: y de los pasados portugueses
y del propio ejército francés pudo levantarse un cuerpo de extranjeros.
Importantísimo fue para España y particularmente para Sevilla el que
se hubiera alzado Extremadura. Con su ayuda se interrumpieron las
comunicaciones directas de los franceses del Alentejo y de la Mancha,
y no pudieron estos ni combinar sus operaciones, ni darse la mano para
apagar la hoguera de insurrección encendida en la principal cabeza de
las Andalucías.
[Marginal: Conmociones en Castilla la Nueva.]
Ocupadas u observadas de cerca por el ejército francés las cinco
provincias en que se divide Castilla la Nueva, no pudieron en lo
general sus habitantes formar juntas ni constituirse en un gobierno
estable y regular. Procuraron con todo en muchas partes cooperar a
la defensa común, ya enviando mozos y auxilios a las que se hallaban
libres, ya provocando y favoreciendo la deserción de los regimientos
españoles que estaban dentro de su territorio, y ya también hostigando
al enemigo e interceptando sus correos y comunicaciones. El ardor de
Castilla por la causa de la patria caminaba al par del de las otras
provincias del reino, y a veces raros ejemplos de valor y bizarría
ennoblecieron e ilustraron a sus naturales. Más adelante veremos los
servicios que allí se hicieron, sobre todo en la desprevenida y abierta
Mancha. Ya desde el principio se difundieron proclamas para excitar a
la guerra, y aun hubo parajes en que hombres atrevidos dieron acertado
impulso a los esfuerzos individuales.
Penetradas de iguales sentimientos y alentadas por la protección que
las circunstancias les ofrecían, lícito les fue a las tropas que tenían
sus acantonamientos en los pueblos castellanos, desampararlos e ir a
incorporarse con los ejércitos que por todas partes se levantaban.
Entre las acciones que brillaron con más pureza en estos días de
entusiasmo y patriotismo, asombrosa fue y digna de mucha loa la
resolución de Don José Veguer, comandante de zapadores y minadores,
quien desde Alcalá de Henares y a tan corta distancia de Madrid partió
en los últimos días de mayo con 110 hombres, la caja, las armas,
banderas, pertrechos y tambores, y desoyendo las promesas que en su
marcha recibió de un emisario de Murat, en medio de fatigas y peligros,
amparado por los habitantes, y atravesando por la sierra de Cuenca,
tomó la vuelta de Valencia, a cuya junta se ofreció con su gente. Al
amor de la insurrección que cundía, buscaron los otros soldados el
honroso sendero ya trillado por los zapadores. Así se apresuraron
en la Mancha a imitar su glorioso ejemplo los carabineros reales, y
en Talavera sucedió otro tanto con los voluntarios de Aragón y un
batallón de Saboya que iban con destino a domeñar la Extremadura. ¿Qué
más? De Madrid mismo desertaban oficiales y soldados sueltos de todos
los cuerpos y partidas enteras, como se verificó con una de dragones
de Lusitania y otra del regimiento de España, la cual salió por sus
mismas puertas sin estorbo ni demora. Fácil es figurarse cuál sería
la sorpresa y aturdimiento de los franceses al ver el desorden y la
agitación que reinaban en las poblaciones mismas de que eran dueños, y
la desconfianza y desmayo que debían sembrarse en sus propias filas.
Por momentos se acrecentaban sus zozobras, pues cada día recibían la
nueva de alguna provincia levantada, y no poco los desconcertó el
correo portador de lo que pasaba en la parte oriental de España que
vamos a recorrer.
[Marginal: Levantamiento de Cartagena y Murcia.]
Fue allí Cartagena la primera que dio la señal, compeliendo a levantar
el estandarte de independencia a Murcia y pueblos de su comarca. Plaza
de armas y departamento de marina reunía Cartagena un cúmulo de
ventajas que fomentaban el deseo de resistencia que la dominaba. Se
esparció el 22 de mayo que el general Don José Justo Salcedo pasaba a
Mahón para encargarse de nuevo del mando de la escuadra allí fondeada
y conducirla a Toulon. Interesaba esta providencia a un departamento
de cuya bahía aquella escuadra había levado el ancla, y en donde se
albergaban muchas personas conexionadas con las tripulaciones de su
bordo. Por acaso en el mismo día vinieron las renuncias de Bayona,
vehemente incitativo al levantamiento de toda España, y con ellas otras
noticias tristes y desconsoladoras. Amontonándose a la vez novedades
tan extraordinarias causaron una tremenda explosión. El cónsul de
Francia se refugió a un buque dinamarqués. Reemplazó a Don Francisco
de Borja, capitán general del departamento, Don Baltasar Hidalgo de
Cisneros, siendo después el 10 de junio inmediato asesinado el primero
de resultas de un alboroto a que dio ocasión un artículo imprudente de
la Gaceta de Valencia. Escogieron por gobernador al marqués de Camarena
la Real, coronel del regimiento de Valencia, y se formó en fin una junta
de personas distinguidas del pueblo, en cuyo número brillaba el sabio
oficial de marina Don Gabriel Ciscar. Cartagena declarada era un fuerte
estribo en que se podían apoyar confiadamente la provincia de Murcia y
toda la costa. Abiertos sus arsenales y depósitos de armas, era natural
que proveyesen en abundancia, como así lo hicieron, de pertrechos
militares a todos los que se agregasen para sostener la misma causa.
Nada se omitió por la ciudad después de su insurrección para aguijar a
las otras. Y fue una de sus oportunas y primeras medidas poner en cobro
la escuadra de Mahón, a cuyo puerto y con aquel objeto fue despachado
el teniente de navío Don José Duelo, quien llegando a tiempo impidió
que se hiciese a la vela como iba Salcedo a verificarlo conformándose
con una orden de Murat recibida por la vía de Barcelona.
De los emisarios que Cartagena había enviado a otras partes penetraron
en Murcia a las siete de la mañana del 24 de mayo cuatro oficiales
aclamando a voces a Fernando VII. Se conmovió el pueblo a tan desusado
rumor, y los estudiantes de San Fulgencio, colegio insigne por los
claros varones que ha producido, se señalaron en ser de los primeros
a abrazar la causa nacional. Acrecentándose el tumulto, los regidores
con el cabildo eclesiástico y la nobleza tuvieron ayuntamiento, y
acordaron la proclamación solemne de Fernando, ejecutándose en medio
de universales vivas. No hubo desgracias en aquella ciudad, y solo por
precaución arrestaron a algunos mirados con malos ojos por el pueblo y
al que hacía de cónsul francés. En la de Villena pereció su corregidor
y algún dependiente suyo, hombres antes odiados. Se eligió una junta
de dieciséis personas entre las de más monta, resaltando en la lista
el nombre del conde de Floridablanca, con quien a pesar de su avanzada
edad todavía nos encontraremos. El mando de las tropas se confió a Don
Pedro González de Llamas, antiguo coronel de milicias, y comenzaron a
adoptarse medidas de armamento y defensa. Como esta provincia por lo
que respecta a lo militar dependía del capitán general de Valencia, sus
tropas obraron casi siempre y de consuno, por lo menos en un principio,
con las restantes de aquel distrito.
Pero entre las provincias bañadas por el Mediterráneo llamó la atención
sobre todas la de Valencia. [Marginal: Levantamiento de Valencia.]
Indispensable era que así fuese al ver sus heroicos esfuerzos, sus
sacrificios y desgraciadamente hasta sus mismos y lamentables excesos.
Tributáronse a unos los merecidos elogios, y arrancaron los otros
justos y acerbos vituperios. Los naturales de Valencia activos e
industriosos, pero propensos al desasosiego y a la insubordinación,
no era de esperar que se mantuviesen impasibles y tranquilos, ahora
que la desobediencia a la autoridad intrusa era un título de verdadera
e inmarcesible gloria. Sin embargo ni los trastornos de marzo ni los
pasmosos acontecimientos que desde entonces se agolparon unos en pos
de otros, habían suscitado sino hablillas y corrillos hasta el 23 de
mayo. En la madrugada de aquel día se recibió la Gaceta de Madrid del
20, en la que se habían insertado las renuncias de la familia real en
la persona del emperador de los franceses. Solían por entonces gentes
del pueblo juntarse a leer dicho papel en un puesto de la plazuela de
las Pasas, encargándose uno de satisfacer en voz alta la curiosidad
de los demás concurrentes. Tocó en el 23 el desempeño de la agradable
tarea a un hombre fogoso y atrevido, quien al relatar el artículo de
las citadas renuncias rasgó la Gaceta y lanzó el primer grito de
_viva Fernando VII y mueran los franceses_. Respondieron a su voz los
numerosos oyentes, y corriendo con la velocidad del rayo se repitió el
mismo grito hasta en los más apartados lugares de la ciudad. Se aumentó
el clamoreo agrupándose miles de personas, y de tropel acudieron a la
casa del capitán general, que lo era el conde de la Conquista. En vano
intentó este apaciguarlos con muchas y atentas razones. El tumulto
arreció, y en la plazuela de Santo Domingo mostráronse sobre todo los
amotinados muy apiñados y furiosos.
Faltábales caudillo, y allí por primera vez se les presentó el P. Juan
Rico, religioso franciscano, el cual resuelto, fervoroso, perito en la
popular elocuencia y resguardado con el hábito que le santificaba a los
ojos de la muchedumbre, unía en su persona poderosos alicientes para
arrastrar tras sí a la plebe, dominarla e impedir que enervase esta su
fuerza con el propio desorden.
Arengó brevemente al innumerable auditorio, le indicó la necesidad de
una cabeza, y todos le escogieron para que llevase la voz. Excusose
Rico, insistió el pueblo, y al cabo cediendo aquel, fue llevado
en hombros desde la plazuela de Santo Domingo al sitio en que el
real acuerdo celebraba sus sesiones. Hubo entre los individuos de
esta corporación y el P. Rico largo coloquio, esquivando aquellos
condescender con las peticiones del pueblo, y persistiendo el último
tenazmente en su invariable propósito. Acalorándose con la impaciencia
los ánimos, asintieron las autoridades a lo que de ellas se exigía,
y se nombró por general en jefe del ejército que iba a formarse al
conde de Cervellón, grande de España, propietario rico del país,
aunque falto de las raras dotes que semejante mando y aquellos tiempos
turbulentos imperiosamente reclamaban. Como el de la Conquista y el
real acuerdo habían con repugnancia sometídose a tamaña resolución,
procuraron escudarse con la violencia dando subrepticiamente parte a
Madrid de lo que pasaba, y pidiendo con ahínco un envío de tropas que
los protegiese. El pueblo ignorante de la doblez tranquilamente se
recogió a sus casas la noche del 23 al 24. En ella había el arzobispo
tanteado a Rico, y ofrecídole una cuantiosa suma si quería desamparar
a Valencia, cuyo paso habiendo fallado por la honrosa repulsa del
solicitado, se despertaron los recelos, y en acecho los principales
promovedores del alboroto prepararon otro mayor para la mañana
siguiente.
Rico se había albergado aquella noche en el convento del Temple en
el cuarto de un amigo. Muy temprano y a la sazón en que el pueblo
empezó a conmoverse, fue a visitarle el capitán de Saboya Don Vicente
González Moreno con dos oficiales del propio cuerpo. Era de importancia
su llegada, porque además de aunarse así las voluntades de militares
y paisanos, tenía Moreno amistad con personas de mucho influjo en
el pueblo y huerta de Valencia, tales eran Don Manuel y Don Mariano
Beltrán de Lis, quienes de antemano juntábanse con otros a deplorar
los males que amenazaban a la patria, pagaban gente que estuviese a
su favor, y atizaban el fuego encubierto y sagrado de la insurrección.
Concordes en sentimientos Moreno y Rico meditaron el modo de apoderarse
de la ciudadela.
Un impensado incidente estuvo entre tanto para envolver a Valencia en
mil desdichas. La serenidad y valor de una dama lo evitó felizmente.
Habíase empeñado el pueblo en que se leyesen las cartas del correo que
iba a Madrid, y en vano se cansaron muchos en impedirlo. La valija que
las contenía fue trasportada a casa del conde de Cervellón, y a poco de
haber comenzado el registro se dio con un pliego que era el duplicado
del parte arriba mencionado, y en el que el real acuerdo se disculpaba
de lo hecho, y pedía tropas en su auxilio. Viendo la hija del conde,
que presenciaba el acto, la importancia del papel, con admirable
presencia de ánimo al intentar leerle le cogió, rasgole en menudos
pedazos, e imperturbablemente arrostró el furor de la plebe amotinada.
Esta, si bien colérica, quedó absorta, y respetó la osadía de aquella
señora que preservó de muerte cierta a tantas personas. Acción digna de
eterno loor.
En el mismo día 24 y conforme a la conmoción preparada pensaron Rico,
Moreno y sus amigos en enseñorearse de la ciudadela. Con pretexto de
pedir armas para el pueblo se presentaron en gran número delante del
acuerdo, y como este contestase, según era cierto, que no las había,
exigieron los amotinados para cerciorarse con sus propios ojos que se
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