Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 16

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no pudiendo como español despertar las sospechas de los leridanos le
allanase sin obstáculo la ocupación. Penetraron no obstante aquellos
habitantes intención tan siniestra, y haciendo en persona la guardia
de sus muros rogaron a los de Extremadura que se quedasen afuera. Con
gusto condescendieron estos aguardando en la villa de Tárrega favorable
coyuntura para pasar a Zaragoza, en cuyo sitio se mantuvieron firmes
apoyos de la causa de su patria. Lérida por tanto fue la que primero
se armó y declaró ordenadamente. Al mismo tiempo Manresa quemó en
público los bandos y decretos del gobierno de Madrid. Tortosa luego que
fue informada de las ocurrencias de Valencia, imitó su ejemplo y por
desgracia algunos de sus desórdenes, habiendo perecido miserablemente
su gobernador Don Santiago de Guzmán y Villoria. Igual suerte cupo al
de Villafranca de Panadés, Don Juan de Toda. Así todos los pueblos unos
tras de otros o a la vez se manifestaron con denuedo, y allí el lidiar
fue inseparable del pronunciamiento. Yendo uno y otro de compañía, nos
reservaremos pues el hablar más detenidamente para cuando lleguemos a
las acciones de guerra. El principado se congregó en junta de todos sus
corregimientos a fines de junio, y se escogió entonces para su asiento
la ciudad de Lérida.
[Marginal: Levantamiento de las Baleares.]
Separadas por el Mediterráneo del continente español las Islas
Baleares, no solo era de esperar que desconociesen la autoridad
intrusa, resguardadas como lo estaban y al abrigo de sorpresa, sino
que también era muy de desear que abrazasen la causa común, pudiendo su
tranquilo y aislado territorio servir de reparo en los contratiempos,
y dejando libres con su declaración las fuerzas considerables de mar y
tierra que allí había. Además de la escuadra surta en Menorca, de que
hemos hablado, se contaban en todas sus islas unos 10.000 hombres de
tropa reglada, cuyo número, atendiendo a la escasez que de soldados
veteranos había en España, era harto importante.
Notáronse en todas las Baleares parecidos síntomas a los que reinaban
en la península, y cuando se estaba en dudas y vacilaciones arribó
de Valencia el 29 de mayo un barco con la noticia de lo ocurrido en
aquella ciudad el 23. El general, que lo era a la sazón Don Juan Miguel
de Vives, en unión con el pueblo mostrose inclinado a seguir las mismas
huellas; pero se retrajo en vista de pliegos recibidos de Madrid pocas
horas después, y traídos por un oficial francés. Hízole titubear su
contenido, y convocó el acuerdo para que juntos discurriesen acerca
de los medios de conservar la tranquilidad. Se traslució su intento,
y por la tarde una porción de jóvenes de la nobleza y oficiales
formaron el proyecto de trastornar el orden actual, valiéndose de la
buena disposición del pueblo. Idearon como paso previo tantear al
segundo cabo el mariscal de campo Don Juan Oneille, con ánimo de que
reemplazase al general, quien sabiendo lo que andaba paró el golpe
reuniendo a las nueve de la noche en las casas consistoriales una junta
de autoridades. Se iluminó la fachada del edificio, y se anunció al
pueblo la resolución de no reconocer otro gobierno que el de Fernando
VII. Entonces fue universal la alegría, unánimes las demostraciones
cordiales de patriotismo. Evitó la oportuna decisión del general
desórdenes y desgracias. Al día siguiente 30 se erigió la junta que
se había acordado en la noche anterior, la cual presidida por el
capitán general se compuso de más de 20 individuos, entresacados de
las autoridades, y nombrados otros por sus estamentos o clases. Se
agregaron posteriormente dos diputados por Menorca, dos por Ibiza, y
otro por la escuadra fondeada en Mahón.
En esta última ciudad, siendo las cabezas oficiales de ejército y de
marina, se había depuesto y preso al gobernador y al coronel de Soria,
Cabrera, y desobedecido abiertamente las órdenes de Murat. Recayó el
mando en el comandante interino de la escuadra, a cuyas instancias
envió la junta de Mallorca para relevarle al marqués del Palacio, poco
antes coronel de húsares españoles.
En nada se había perturbado la tranquilidad en Palma ni en las otras
poblaciones. Solo el 29 para resguardar su persona se puso en el
castillo de Bellver al oficial francés portador de los pliegos de
Madrid. Doloroso fue tener también que recurrir a igual precaución con
los dos distinguidos miembros del instituto de Francia, Arago y Biot,
quienes en unión con los astrónomos españoles Don José Rodríguez y
Don José Chaix habían pasado a aquella isla con comisión científica
importante. Era pues la de prolongar a la isla de Formentera la
medida del arco del meridiano, observado y medido anteriormente
desde Dunkerque hasta Monjuich en Barcelona por los sabios Mechain y
Delambre. La operación dichosamente se había terminado antes que las
provincias se alzasen, estorbando solo este suceso medir una base
de verificación proyectada en el reino de Valencia. Ya el ignorante
pueblo los había mirado con desconfianza, cuando para el desempeño
de su encargo ejecutaban las operaciones geodésicas y astronómicas
necesarias. Figurose que eran planos que levantaban por orden de
Napoleón para sus fines políticos y militares. A tales sospechas daban
lugar los engaños y aleves arterías con que los ejércitos franceses
habían penetrado en lo interior del reino: y en verdad que nunca la
ignorancia pudiera alegar motivos que pareciesen más fundados. La junta
al principio no osó contrarrestar el torrente de la opinión popular;
pero conociendo el mérito de los sabios extranjeros, y la utilidad de
sus trabajos, los preservó de todo daño; e imposibilitada por la guerra
de enviarlos en derechura a Francia, los embarcó en oportuna ocasión a
bordo de un buque que iba a Argel, país entonces neutral, y de donde se
restituyeron después a sus hogares.
El entusiasmo en Mallorca fue universal, esmerándose con particularidad
en manifestarle las más principales señoras; y si en toda la isla de
Mallorca, como decía el cardenal de Retz,[*] [Marginal: (* Ap. n.
3-7.)] «no hay mujeres feas», fácil será imaginar el poderoso influjo
que tuvieron en su levantamiento.
En Palma se creó un cuerpo de voluntarios con aquel nombre, que después
pasó a servir a Cataluña. Y aunque al principio la junta obrando
precavidamente no permitió que se trasladasen a la península las
tropas que guarnecían las islas, por fin accedió a que se incorporasen
sucesivamente con los ejércitos que guerreaban.
[Marginal: Navarra y provincias vascongadas.]
Unas tras otras hemos recorrido las provincias de España y contado
su glorioso alzamiento. Habrá quien eche de menos a Navarra y las
provincias vascongadas. Pero lindando con Francia, privados sus
moradores de dos importantes plazas, y cercados y opresos por
todos lados, no pudieron revolverse ni formalizar por de pronto
gobierno alguno. Con todo animadas de patriotismo acendrado
impelieron a la deserción a los pocos soldados españoles que había
en su suelo, auxiliaron en cuanto alcanzaban sus fuerzas a las
provincias lidiadoras, y luego que las suyas estuvieron libres o más
desembarazadas se unieron a todas, cooperando con no menor conato a la
destrucción del común enemigo. Y más adelante veremos que aun ocupado
de nuevo su territorio, pelearon con empeño y constancia por medio de
sus guerrillas y cuerpos francos.
[Marginal: Islas Canarias.]
En las Islas Canarias aunque algo lejanas de las costas españolas,
siguiose el impulso de Sevilla. Dudose en un principio de la certeza de
los acontecimientos de Bayona, y se consideraron como invención de la
malevolencia, o como voces de intento esparcidas por los partidarios de
los ingleses. Mas habiendo llegado en julio noticia de la insurrección
de Sevilla y de la instalación de su junta suprema, el capitán general
marqués de Casa-Cagigal dispuso que se proclamase a Fernando VII,
imitando con vivo entusiasmo los habitantes de todas las islas el
noble ejemplo de la península. Hubo sin embargo entre ellas algunas
desavenencias, renovando la Gran Canaria sus antiguas rivalidades
de primacía con la de Tenerife. Así se crearon en ambas separadas
juntas, y en la última despojado del mando Casa-Cagigal, ya de ambas
aborrecido, fue puesto en su lugar el teniente de rey Don Carlos
O’Donnell. Levantáronse después quejas muy sentidas contra este jefe y
la junta de Tenerife, que no cesaron hasta que el gobierno supremo de
la central puso en ello el conveniente remedio.
Por lo demás el cuadro que hemos trazado de la insurrección de España
parecerá a algunos diminuto o conciso, y a otros difuso u harto
circunstanciado. Responderemos a los primeros que no habiendo sido
nuestro propósito escribir la historia particular del alzamiento de
cada provincia, el descender a más pormenores hubiera sido obrar con
desacuerdo. Y a los segundos que en vista de la nobleza de la causa y
de la ignorancia cierta o fingida que acerca de su origen y progreso
muchos han mostrado, no ha sido tan fuera de razón dar a conocer con
algún detenimiento una revolución memorable, que por descuido de unos
y malicia de otros se iba sepultando en el olvido o desfigurándose de
un modo rápido y doloroso. Para acabar de llenar nuestro objeto, será
bien que fundándonos en la verídica relación que precede, sacada de las
mejores fuentes, añadamos algunas cortas reflexiones, que arrojando
nueva luz refuten las equivocaciones sobrado groseras en que varios
han incurrido.
[Marginal: Reflexiones generales.]
Entre estas se ha presentado con más séquito la de atribuir las
conmociones de España al ciego fanatismo, y a los manejos e influjo
del clero. Lejos de ser así, hemos visto cómo en muchas provincias el
alzamiento fue espontáneo, sin que hubiera habido móvil secreto; y
que si en otras hubo personas que aprovechándose del espíritu general
trataron de dirigirle, no fueron clérigos ni clases determinadas, sino
indistintamente individuos de todas ellas. El estado eclesiástico
cierto que no se opuso a la insurrección, pero tampoco fue su autor.
Entró en ella como toda la nación, arrastrado de un honroso sentimiento
patrio, y no impelido por el inmediato temor de que se le despojase
de sus bienes. Hasta entonces los franceses no habían en esta parte
dado ocasión a sospechas, y según se advirtió en el libro segundo, el
clero español antes de los sucesos de Bayona más bien era partidario de
Napoleón que enemigo suyo, considerándole como el hombre que en Francia
había restablecido con solemnidad el culto. Por tanto la resistencia
de España nació de odio contra la dominación extranjera: y el clérigo
como el filósofo, el militar como el paisano, el noble como el plebeyo
se movieron por el mismo impulso, al mismo tiempo y sin consultar
generalmente otro interés que el de la dignidad e independencia
nacional. Todos los españoles que presenciaron aquellos días de
universal entusiasmo, y muchos son los que aún viven, atestiguarán la
verdad del aserto.
No menos infundado aunque no tan general, ha sido achacar la
insurrección a conciertos de los ingleses con agentes secretos.
Napoleón y sus parciales que por todas partes veían o aparentaban ver
la mano británica, fueron los autores de invención tan peregrina.
Por lo expuesto se habrá notado cuán ajeno estaba aquel gobierno de
semejante suceso, y cuánto le sorprendió la llegada a Londres de los
diputados asturianos que fueron los primeros que le anunciaron. Muchas
de las costas de España estaban sin buques de guerra ingleses que de
cerca observasen o fomentasen alborotos, y las provincias interiores
no podían tener relación con ellos ni esperar su pronta y efectiva
protección; y aun en Cádiz, en donde había un crucero, se desechó su
ayuda, si bien amistosamente, para un combate en el que por ser
marítimo les interesaba con más especialidad tomar parte. Véase pues si
el conjunto de estos hechos dan el menor indicio de que la Inglaterra
hubiese preparado el primero y gran sacudimiento de España.
Mas aun careciendo de la copia de datos que muestran lo contrario, el
hombre meditabundo e imparcial fácilmente penetrará que no era dado ni
a clérigos ni a ingleses, ni a ninguna otra persona, clase ni potencia
por poderosa que fuese, provocar con agentes y ocultos manejos en una
nación entera un tan enérgico, unánime y simultáneo levantamiento.
Buscará su origen en causas más naturales, y su atento juicio le
descubrirá sin esfuerzo en el desorden del anterior gobierno, en los
vaivenes que precedieron, y en el cúmulo de engaños y alevosías con
que Napoleón y los suyos ofendieron el orgullo español.
No bastaba a los detractores dar al fanatismo o a los ingleses el
primer lugar en tan grande acontecimiento. Hanse recreado también en
oscurecer su lustre, exagerando las muertes y horrores cometidos en
medio del fervor popular. Cuando hemos referido los lamentables excesos
que entonces hubo, cubriendo a sus autores del merecido oprobio, no
hemos omitido ninguno que fuese notable. Siendo así, dígasenos de buena
fe si acompañaron al tropel de revueltas desórdenes tales que deban
arrancar las desusadas exclamaciones en que algunos han prorrumpido.
Solo pudieran ser aplicables a Valencia y no a la generalidad del
reino, y aun allí mismo los excesos fueron inmediatamente reprimidos
y castigados con una severidad que rara vez se acostumbra contra
culpados de semejantes crímenes en las grandes revoluciones. Pero al
paso que profundamente nos dolemos de aquel estrago, séanos lícito
advertir que hemos recorrido provincias enteras sin topar con desmán
alguno, y en todas las otras no llegaron a treinta las personas muertas
tumultuariamente. Y por ventura en la situación de España, rotos
los vínculos de la subordinación y la obediencia, con autoridades
que compuestas en lo general de hechuras y parciales de Godoy eran
miradas al soslayo y a veces aborrecidas, ¿no es de maravillar que
desencadenadas las pasiones no se suscitasen más rencillas, y que las
tropelías, multiplicándose, no hubiesen salvado todas las barreras?
¿Merece pues aquella nación que se la tilde de cruel y bárbara? ¿Qué
otra en tan deshecha tormenta se hubiera mostrado más moderada y
contenida? Cítesenos una mudanza y desconcierto tan fundamental, si
bien no igualmente justo y honroso, en que las demasías no hayan muy
mucho sobrepujado a las que se cometieron en la insurrección española.
Nuestra edad ha presenciado grandes trastornos en naciones apellidadas
por excelencia cultas, y en verdad que el imparcial examen y cotejo de
sus excesos con los nuestros no les sería favorable.
Después de haber tratado de desvanecer errores que tan comunes se han
hecho, veamos lo que fueron las juntas y de qué defectos adolecieron.
Agregado incoherente y sobrado numeroso de individuos en que se
confundía el hombre del pueblo con el noble, el clérigo con el militar,
estaban aquellas autoridades animadas del patriotismo más puro, sin
que a veces le adornase la conveniente ilustración. Muchas de ellas
pusieron todo su conato en ahogar el espíritu popular, que les había
dado el ser, y no le sustituyeron la acertada dirección conque hubieran
podido manejar los negocios hombres prácticos y de estado. Así fue
que bien pronto se vieron privadas de los inagotables recursos que en
todo trastorno social suministra el entusiasmo y facilita el mismo
desembarazo de las antiguas trabas: no pudiendo en su lugar introducir
orden ni regla fija, ya porque las circunstancias lo impedían, y
ya también porque pocos de sus individuos estacan dotados de las
prendas que se requieren para ello. Hombres tales, escasos en todos
los países, era natural que fuesen más raros en España, en donde la
opresiva humillación del gobierno había en parte ahogado las bellas
disposiciones de los habitantes. Por este medio se explica como a la
grandiosa y primera insurrección, hija de un sentimiento noble de
honor e independencia nacional, que el despotismo de tantos años no
había podido desarraigar, no correspondieron las medidas de gobierno
y organización militar y económica que en un principio debieron
adoptarse. No obstante justo es decir que los esfuerzos de las juntas
no fueron tan cortos ni limitados como algunos han pretendido; y que
aun en naciones más adelantadas quizá no se hubiera ido más allá
si en lo interior hubiesen tenido estas que luchar con un ejército
extranjero, careciendo de uno propio que pudiera llamarse tal, vacías
las arcas públicas y poco provistos los depósitos y arsenales.
Fue muy útil que en el primer ardor de la insurrección se formase en
cada provincia una junta separada. Esta especie de gobierno federativo,
mortal en tiempos tranquilos para España, como nación contigua por
mar y tierra a estados poderosos, dobló entonces y aun multiplicó sus
medios y recursos; excitó una emulación hasta cierto punto saludable,
y sobre todo evitó que los manejos del extranjero, valiéndose de la
flaqueza y villanía de algunos, barrenasen sordamente la causa sagrada
de la patria. Un gobierno central y único, antes de que la revolución
hubiese echado raíces, más fácilmente se hubiera doblegado a pérfidas
insinuaciones, o su constancia hubiera con mayor prontitud cedido
a los primeros reveses. Autoridades desparramadas como las de las
juntas, ni ofrecían un blanco bien distinto contra el que pudieran
apuntarse los tiros de la intriga, ni aun a ellas mismas les era
permitido [cosa de que todas estuvieron lejos] ponerse de concierto
para daño y pérdida de la causa que defendían.
Acompañó al sentimiento unánime de resistir al extranjero otro no
menos importante de mejora y reforma. Cierto que este no se dejó ver
ni tan clara ni tan universalmente como el primero. Para el uno solo
se requería ser español y honrado; mas para el otro era necesario
mayor saber que el que cabía en una nación sujeta por siglos a un
sistema de persecución e intolerancia política y religiosa. Sin embargo
apenas hubo proclama, instrucción o manifiesto de las juntas en que
lamentándose de las máximas que habían regido anteriormente, no se
diese indicio de querer tomar un rumbo opuesto, anunciando para lo
futuro o la convocación de cortes, o el restablecimiento de antiguos
fueros, o el desagravio de pasadas ofensas. Infiérase de aquí cuál
sería sobre eso la opinión general cuando así se expresaban unas
autoridades que compuestas en su mayor parte de individuos de clases
privilegiadas, procuraban contener más bien que estimular aquella
general tendencia. Así fue que por sus pasos contados se encaminó
España a la reforma y mejoramiento, y congregó sus cortes sin que
hubiera habido que escuchar los consejos o preceptos del extranjero.
Y ¡ojalá nunca los escuchara! Los años en que escribimos han sido
testigos de que su intervención tan solo ha servido para hacerla
retroceder a tiempos comparables a los de la más profunda barbarie.
Nos parece que lo dicho bastará a deshacer los errores a que ha dado
lugar el silencio de algunas plumas españolas, el despique de otras
y la ligereza con que muchos extranjeros han juzgado los asuntos de
España, país tan poco conocido como mal apreciado.
Antes de concluir el presente libro será justo que demos una razón,
aunque breve, de la insurrección de Portugal, [Marginal: Portugal.]
cuyos acontecimientos anduvieron tan mezclados con los nuestros.
Aquel reino si bien al parecer tranquilo, viéndose agobiado con las
extraordinarias cargas y ofendido de los agravios que se hacían a sus
habitantes, tan solo deseaba oportuna ocasión en que sacudir el yugo
que le oprimía.
[Marginal: Su situación.]
Junot en su desvanecimiento a veces había ideado ceñirse la corona de
Portugal. Para ello hubo insinuaciones, sordas intrigas, proyectos de
constitución y otros pasos que no haciendo a nuestro propósito, los
pasaremos en silencio. Tuvo por último que contentarse con la dignidad
de duque de Abrantes a que le ensalzó su amo en remuneración de sus
servicios.
Desde el mes de marzo con motivo de la llamada de las tropas españolas
anduvo el general francés inquieto, temiendo que se aumentasen los
peligros al paso que se disminuía su fuerza. Se tranquilizó algún tanto
cuando vio que al advenimiento al trono de Fernando habían recibido los
españoles contra orden. Así fue, como hemos dicho, que los de Oporto
volvieron a sus acantonamientos; se mantuvieron quietos en Lisboa
y sus contornos los de Don Juan Carrafa; y solo de los de Solano se
restituyeron a Setúbal cuatro batallones, no habiendo Junot tenido por
conveniente recibir a los restantes. Prefirió este guardar por sí el
Alentejo, y envió a Kellerman para reemplazar a Solano, cuya memoria
fue tanto más sentida por los naturales, cuanto el nuevo comandante
se estrenó con imponer una contribución en tal manera gravosa que el
mismo Junot tuvo que desaprobarla. Kellerman transfirió a Elvas su
cuartel general para observar de cerca a Solano, quien permaneció en la
frontera hasta mayo, en cuyo tiempo se retiró a Andalucía.
En este estado se hallaban las cosas de Portugal cuando, después del
suceso del 2 de mayo en Madrid, receloso Napoleón de nuevos alborotos
en España, [Marginal: Divisiones francesas que intentan pasar a
España.] ordenó a Junot que enviase del lado de Ciudad Rodrigo 4000
hombres que obrasen de concierto con el mariscal Bessières, y otros
tantos por la parte de Extremadura para ayudar a Dupont que avanzaba
hacia Sierra Morena. Al entrar junio llegaron los primeros al pie del
fuerte de la Concepción, el cual situado sobre el cerro llamado el
Gardón, sirve como de atalaya para observar la frontera portuguesa y
las plazas de Almeida y Castel-Rodrigo. El general Loison que mandaba
a los franceses ofreció al comandante español algunas compañías que
reforzasen el fuerte contra los comunes enemigos de ambas naciones. El
ardid por tan repetido era harto grosero para engañar a nadie. Pero
no habiendo dentro la suficiente fuerza para la defensa, abandonó el
comandante por la noche el fuerte, y se refugió a Ciudad Rodrigo, cuya
plaza distante cinco leguas, y levantada ya como toda la provincia
de Salamanca, redobló su vigilancia y contuvo así los siniestros
intentos de Loison. Por la parte del mediodía los 4000 franceses que
debían penetrar en las Andalucías, trataron con su jefe Avril de
dirigirse sobre Mértola, y bajando después por las riberas de Guadiana,
desembocar impensadamente en el condado de Niebla. Allí la insurrección
había tomado tal incremento, que no osaron continuar en empresa tan
arriesgada. Al paso que así se desbarataron los planes de Napoleón,
que en esta parte no hubieran dejado de ser acertados, si más a tiempo
hubiesen tenido efecto los acontecimientos del norte de Portugal,
vinieron del todo a trastornar a Junot, y levantar un incendio
universal en aquel reino.
[Marginal: Los españoles se retiran de Oporto.]
Los españoles a su vuelta a Oporto habían sido puestos a las órdenes
del general francés Quesnel. Desagradó la medida inoportuna en un
tiempo en que la indignación crecía de punto, e inútil no siendo
afianzada con tropa francesa. Andaba así muy irritado el soldado
español, cuando alzándose Galicia comunicó aquella junta avisos para
que los de Oporto se incorporasen a su ejército y llevasen consigo a
cuantos franceses pudiesen coger. Concertáronse los principales jefes,
se colocó al frente al mariscal de campo Don Domingo Belestá como de
mayor graduación, y el 6 de junio habiendo hecho prisionero a Quesnel
y a los suyos, que eran muy pocos, tomó toda la división española que
estaba en Oporto el camino de Galicia. [Marginal: Primer levantamiento
de Oporto.] Antes de partir dijo Belestá a los portugueses que les
dejaba libres de abrazar el partido que quisieran, ya fuese el de
España, ya el de Francia, o ya el de su propio país. Escogieron el
último como era natural. Pero luego que los españoles se alejaron,
amedrentadas las autoridades se sometieron de nuevo a Junot.
[Marginal: Levantamiento de Tras-os-Montes y segundo de Oporto.]
Continuaron de este modo algunos días hasta que el 11 de junio
habiéndose levantado la provincia de Tras-os-Montes, y nombrado por su
jefe al teniente general Manuel Gómez de Sepúlveda, hombre muy anciano,
se extendió a la de Entre-Duero-y-Miño la insurrección, y se renovó el
18 en Oporto en donde pusieron a la cabeza a Don Antonio de San José de
Castro, obispo de la diócesis. Cundió también a Coimbra y otros pueblos
de la Beira, haciendo prisioneros y persiguiendo a algunas partidas
sueltas de franceses. Loison que desde Almeida había intentado ir a
Oporto, retrocedió al verse acometido por la población insurgente de
las riberas del Duero.
Una junta se formó en Oporto que mandó en unión con el obispo, la
cual fue reconocida por todo el norte de Portugal. Al instante abrió
tratos con Inglaterra, y diputó a Londres al vizconde de Balsemao y a
un desembargador. Entabló también con Galicia convenientes relaciones,
y entre ambas juntas se concluyó una convención o tratado de alianza
ofensiva y defensiva.
[Marginal: Se desarma a los españoles de Lisboa.]
Súpose en Lisboa el 9 de junio la marcha de las tropas españolas de
Oporto, y lo demás que en esta ciudad había pasado. Sin dilación
pensó Junot en tomar una medida vigorosa con los cuerpos de la misma
nación que tenía consigo, y cuyos soldados estaban con el ánimo tan
alborotado como todos sus compatriotas. Temíase una sublevación de
parte de ellos y no sin algún fundamento. Ya en el mes anterior y
cuando en 5 de mayo dio en Extremadura la proclama de que hicimos
mención el desgraciado Torre del Fresno, había sido enviado allí de
Badajoz el oficial Don Federico Moreti para concertarse con el general
Don Juan Carrafa y preparar la vuelta a España de aquellas tropas. La
comisión de Moreti no tuvo resulta, así por ser temprana y arriesgada,
como también por la tibieza que mostró el mencionado Carrafa; pero
después embraveciéndose la insurrección española, llegaron de varios
puntos emisarios que atizaban, faltando solo ocasión oportuna para
que hubiese un rompimiento. Ofrecíasela lo acaecido en Oporto, y
con objeto de prevenir golpe tan fatal, procuró Junot antes de que
se esparciese la noticia sorprender a los nuestros y desarmarlos.
Pudo sin embargo escaparse de Mafra y pasar a España el marqués de
Malaespina con el regimiento de dragones de la Reina; y para engañar
a los demás emplearon los franceses varios ardides, cogiendo a unos
en los cuarteles y a otros divididos. Mil y doscientos de ellos que
estaban en el campo de Ourique, rehusaron ir al convento de San
Francisco, barruntando que se les armaba alguna celada. Entonces Junot
los mandó llamar al Terreiro do Pazo, fingiendo que era con intento de
embarcarlos para España. Alborozados por nueva tan halagüeña llegaron
a aquella plaza, cuando se vieron rodeados por 3000 franceses, y
asestada contra sus filas la artillería en las bocacalles. Fueron pues
desarmados todos y conducidos a bordo de los pontones que había en el
Tajo. No se comprendió a los oficiales en precaución tan rigurosa;
pero no habiendo creído algunos de ellos deber respetar una palabra de
honor que se les había arrancado después de una alevosía, se fugaron
a España, y de resultas sus compañeros fueron sometidos a igual y
desgraciada suerte que los soldados.
[Marginal: Rechazan los españoles a los franceses en Os-Pegões.]
No fue tan fácil sorprender ni engañar a los que estando a la izquierda
del Tajo vivían más desembarazadamente. Así desertó la mayor parte del
regimiento de caballería de María Luisa, y fue notable la insurrección
de los cuerpos de Valencia y Murcia, de los que con una bandera se
dirigieron a España muchos soldados. Estaban en Setúbal, y el general
francés Graindorge que allí mandaba los persiguió. Hubo un reencuentro
en Os-Pegões, y los franceses habiendo sido rechazados no pudieron
detener a los nuestros en su marcha.
[Marginal: Levantamiento de los Algarbes.]
El haber desarmado a los españoles de Lisboa motivó la insurrección de
los Algarbes, y por consecuencia la de todo el mediodía de Portugal.
Gobernaba aquella provincia de parte de los franceses el general
Maurin, a quien estando enfermo sustituyó el coronel Maransin. Eran
cortas las tropas que estaban a sus órdenes, y cuidadoso dicho jefe
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