Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 12

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Además de la inquietud, necesaria y general consecuencia del 2 de mayo,
conmovió con particularidad los ánimos en la Coruña la aparición del
oficial francés Mongat comisionado para tomar razón de los arsenales
de armas y artillería, de la tropa allí existente, y para examinar
al mismo tiempo el estado del país. Por ausencia del capitán general
Don Antonio Filangieri mandaba el mariscal de campo Don Francisco
Biedma, sujeto mirado con desafecto por los militares y vecinos de la
ciudad, e inhábil por tanto para calmar la agitación que visiblemente
crecía. Aumentola con sus providencias, porque colocando artillería
en la plaza de la capitanía general, redoblando su guardia y viviendo
siempre en vela, dio a entender que se disponía a ejecutar alguna
orden desagradable. El Biedma obraba en este sentido con tanto mayor
confianza cuanto quedaban todavía en la Coruña, a pesar de las fuerzas
destacadas a Oporto en virtud del tratado de Fontainebleau, el
regimiento de infantería de Navarra, los provinciales de Betanzos,
Segovia y Compostela, el segundo de voluntarios de Cataluña y el
regimiento de artillería del departamento. Para estar más seguro de
estos cuerpos pensó también granjearse su voluntad, proponiéndoles
conforme a instrucciones de Madrid la etapa de Francia que era más
ventajosa. Hubo jefes que aceptaron la oferta, otros la desecharon.
Pero este paso fue tan imprudente que despertó en los soldados viva
sospecha de que se fraguaba enviarlos del otro lado de los Pirineos, y
llenar su hueco con franceses. Sobrecogiose asimismo el paisanaje de
temor de la conscripción, en el que le confirmaron vulgares rumores
con tanta más prontitud creídos en semejantes casos, cuanto suelen
ser más absurdos. Tal fue por ejemplo el de que el francés Mongat
había mandado fabricar a la maestranza de artillería miles de esposas
destinadas a maniatar hasta la frontera a los mozos que se enganchasen.
Por infundada que fuese la voz no era extraño que hallase cabida en
los prevenidos ánimos de los gallegos, a cuyos oídos había llegado
la noticia de violencias semejantes a las que en la misma Francia se
cometían con los conscriptos.
En medio del sobresalto llegó a la Coruña un emisario de Asturias,
portador de las nuevas de su primera insurrección, con intento de
brindar a las autoridades a imitar la conducta del principado. Se
presentó al señor Pagola, regente de la audiencia, quien con la amenaza
de castigarle le obligó a retirarse sigilosamente a Mondoñedo. Con
todo súpose, y más y más se pronunciaba la opinión sin que hubiera
freno que la contuviese. Alcanzaron en tanto a Madrid avisos del
estado inquieto de Galicia, y se ordenó pasar allí al capitán general
Don Antonio Filangieri, hombre moderado, afable y entendido, hermano
del famoso Cayetano, que en su elocuente obra de la legislación había
defendido con tanta erudición y celo los derechos de la humanidad.
Adorábanle los oficiales, le querían cuantos le trataban; pero la
desgracia de haber nacido en Nápoles le privaba del favor de la
multitud, tan asombradiza en tiempos turbulentos. Sin embargo habiendo
quitado la artillería de delante de sus puertas, y mostrádose suave e
indulgente, hubiera quizá parado la revolución si nuevos motivos de
desazón y disgusto no hubiesen acelerado su estampido. Primeramente
no dejaba de incomodar la arrogancia desdeñosa con que los franceses
establecidos en la Coruña miraban a su vecindario desde que el oficial
Mongat los alentó con su altivez intolerable, si bien a veces templada
por la prudencia de Mr. Fourcroi, cónsul de su nación. Pero más que
todo, y ella en verdad decidió el rompimiento, fue la noticia de las
renuncias de Bayona, y de la internación en Francia de la familia
real, con lo que al paso que el poder de la autoridad se entorpecía y
menguaba, creció el ardor popular saltando la valla de la subordinación
y obediencia.
Algunos patriotas encendidos del deseo de conservar la independencia y
el honor nacional, se juntaban a escondidas con varios oficiales para
dar acertado impulso al público descontento. Asistían individuos del
regimiento de Navarra, de lo que noticioso el capitán general mandó
que aquel cuerpo se trasladase al Ferrol; medida que tal vez influyó en
su posterior y lamentable suerte. En lugar de amortiguarse aviváronse
con esto los secretos tratos, y ya tocaban al estado de sazón, cuando
la víspera de San Fernando entró a caballo por las calles de la Coruña
un joven de rostro halagüeño, gallardo en su porte, y tan alborozado
que atravesándolas con entusiasmados gritos movió la curiosidad
de sus atónitos vecinos. Avistose con el regente de la audiencia,
quien cortándole toda comunicación le hizo custodiar en la casa de
correos. Allí se agolpó al instante la muchedumbre, y averiguó que el
desconocido mozo era un estudiante de la ciudad de León, en donde a
imitación de Asturias había la población tratado de levantarse y crear
una junta. Con la nueva espuela determinaron los que secretamente y de
consuno se entendían, no aguardar más tiempo, y poner cuanto antes el
reino de Galicia en abierta insurrección.
El siguiente día 30 ofreciose como el más oportuno impeliendo a su
ejecución un impensado incidente. Era costumbre todos los años en dicho
día enarbolar la bandera en los baluartes y castillos, y notose que
en este se había omitido aquella práctica que solamente se verificaba
en conmemoración de Fernando III llamado el Santo, sin atender a
que el soberano reinante llevara o no aquel nombre. Mas como ahora
desagradaba su sonido al gobierno de Madrid, fuera por su orden o por
lisonjearle, se suspendió la antigua ceremonia. El pueblo echando de
menos la bandera se mostró airado, y aprovechando entonces los secretos
conjurados la oportuna ocasión, enviaron para acaudillarle a Sinforiano
López, de oficio sillero, hombre fogoso, y que, dotado de verbosidad
popular, era querido de la multitud y a su arbitrio la gobernaba.
Luego que se acercó al palacio del capitán general, envió por delante
para tantear el ánimo de la tropa algunos niños que con pañuelos
fijos en la punta de unos palos, y gritando viva Fernando VII y muera
Murat, intentaron meterse por sus filas. Los soldados, en cuyo número
se contaban bastantes que estaban de concierto con los atizadores,
se reían de los muchachos, y los dejaban pasar y gritar, sin
interrumpirlos en su aparente pasatiempo. Alentados los instigadores
se atropellaron de golpe hacia el palacio, diputando a unos cuantos
para pedir que según costumbre se tremolase la bandera. Aquel edificio
está sito dentro de la ciudad antigua; y al ruido de que era acometido,
concurrió la multitud de todos los puntos, precipitándose por la puerta
Real y la de Aires. Los primeros que en diputación habían penetrado
dentro de los umbrales de palacio, alcanzado que hubieron que se
enarbolase la bandera, pidieron que volviera a la Coruña el regimiento
de Navarra, y como acontece en los bullicios populares, a medida que se
condescendía en las peticiones, fuéronse estas multiplicando: por lo
que y encrespado el tumulto, Don Antonio Filangieri se desapareció por
una puerta excusada y se refugió en el convento de dominicos. No así
Don Francisco Biedma y el coronel Fabro, quienes a pesar del odio que
contra ambos había como parciales del príncipe de la Paz, osaron salir
por la puerta principal. Caro hubo de costarles el temerario arrojo:
al Biedma le hirieron de una pedrada, pero levemente; y al Fabro que
puesto al frente de los granaderos de Toledo, de cuyo cuerpo era jefe,
dio con su espada de plano a uno de los que peroraban a nombre del
pueblo, reciamente le apalearon, sin que sus soldados hiciesen ademán
siquiera de defenderle: tan aunados estaban militares y paisanos.
Como era día festivo y también por avisos circulados a las aldeas había
acudido a la ciudad mucha gente de los contornos, y todos juntos los de
dentro y los de fuera asaltaron el parque de armas, y le despojaron de
más de 40.000 fusiles. En la acometida corrió gran peligro el comisario
de la maestranza de artillería Don Juan Varela, a quien falsamente
se atribuía el tener escondidas las esposas que habían de atraillar
a los que se llevasen a Francia. Muy al caso le ocurrió a Sinforiano
López sacar en procesión el retrato de Fernando VII, con cuya artimaña
atrayendo hacia sí a la multitud, salvó a Varela del fatal aprieto.
En fin por la tarde se formó una junta, y a su cabeza se puso el
capitán general; entrando en ella las principales autoridades y
representantes de las diferentes clases y corporaciones ya civiles ya
eclesiásticas. Por indisposición de Filangieri presidió los primeros
días la junta el mariscal de campo Don Antonio Alcedo, hombre muy cabal
y prudente, y permitió en el naciente fervor que cualquiera ciudadano
entrase a proponer en la sala de sesiones lo que juzgase conveniente
a la causa pública. Púsose luego coto a una concesión que en otros
tiempos hubiera sido indebida y peligrosa.
La junta anduvo en lo general atinada, y tomó disposiciones prontas
y vigorosas. Dio igualmente desde el principio una señalada prueba
de su desprendimiento en convocar otra junta, que elegida libre y
tranquilamente por las ciudades de Galicia, no tuviese la tacha de
ser fruto de un alboroto, y de solo representar en ella una pequeña
parte de su territorio. Para alcanzar tan laudable objeto se prefirió
a cualquiera otro medio el más antiguo y conocido. Cada seis años se
congregaba en la Coruña una diputación de todo el reino de Galicia,
compuesta de siete individuos escogidos por los diversos ayuntamientos
de las siete provincias en que está dividido. Celebrábase esta
reunión para conceder la contribución llamada de millones, y elegir
un diputado que en unión con los de las otras ciudades de voto en
cortes concurriese a formar la diputación de los reinos, que constando
de siete individuos, y removiéndose de seis en seis años residía
en Madrid, más bien para presenciar festejos públicos y obtener
individuales favores que para defender los intereses de sus comitentes.
Conforme a su digna resolución expidió la junta sus convocatorias,
y envió a todas partes comisionados que pusiesen en ejecución las
medidas que había decretado de armamento y defensa. Siendo idéntica
la opinión de todos los pueblos, fueron aquellos a doquiera que
llegaban recibidos con aplauso y sumisamente acatados. En algunos
parajes habían precedido alborotos a la noticia del de la Coruña, y en
todos ellos se respetaron y obedecieron las providencias de la junta,
corriendo la juventud a alistarse con el mayor entusiasmo. Solamente en
el Ferrol hubiera podido desconocerse la autoridad del nuevo gobierno
por la oposición que mostraban el conde de Cartaojal, comandante de
la división de Ares, y el jefe de escuadra Obregón, que mandaba los
arsenales; pero los demás oficiales y soldados conformes con el pueblo
en sus sentimientos, y pronunciándose altamente, desbarataron los
intentos de sus superiores.
Conmovido así todo el reino de Galicia se aceleró la formación y
organización de su ejército. Se incorporaron los reclutas en los
regimientos veteranos, y se crearon otros nuevos, entre los que
merece particular distinción el batallón llamado literario, compuesto
de estudiantes de la universidad de Santiago, tan bien dispuestos y
animados como todos los de España en favor de la causa sagrada de la
patria. La reunión de estas fuerzas con las que posteriormente se
agregaron de Oporto, ascendía en su totalidad a unos 40.000 hombres.
No tardaron mucho en pasar a la Coruña los regidores nombrados por los
ayuntamientos de las siete capitales de provincia en representación de
su potestad suprema; instalándose con el nombre de junta soberana de
Galicia. Asociaron a su seno al obispo de Orense que entonces gozaba
de justa popularidad, al de Tuy y a Don Andrés García, confesor de
la difunta princesa de Asturias, en obsequio a su memoria. Se mandó
asimismo que asistiesen a las comisiones administrativas, en que se
distribuyesen los diversos trabajos, personas inteligentes en cada ramo.
El levantamiento de Galicia tuvo como el de toda España su principal
origen en el odio a la dominación extranjera, y en la justa indignación
provocada por los atroces hechos de Madrid y Bayona. Fueron en aquel
reino los militares los primeros motores, sostenidos por la población
entera. El clero si bien no dio el impulso, aplaudió y favoreció
después la heroica resolución, distinguiéndose más adelante los curas
párrocos, quienes fomentaron y mantuvieron la encendida llama del
patriotismo. Sin embargo miraron allí con torvo rostro las conmociones
populares dos de los más poderosos eclesiásticos, cuales eran Don
Rafael Múzquiz, arzobispo de Santiago, y Don Pedro Acuña, ex-ministro
de gracia y justicia. Celosos partidarios del príncipe de la Paz
asustáronse del advenimiento al trono de Fernando VII, y trabajaron en
secreto y con porfiado ahínco por deshacer o embarazar en su curso la
comenzada empresa. El de Santiago, portentoso conjunto de corrupción
y bajeza, procuraba con aparente fanatismo encubrir su estragada
conducta, disfrazar sus vicios y acrecentar el inmenso poderío que
le daban sus riquezas y elevada dignidad. Astuto y revolvedor tiró a
sembrar la discordia so color de patriotismo. Había entre Santiago,
antigua capital de Galicia, y la Coruña que lo era ahora, añejas
rivalidades; y para despertarlas ofreció un donativo de tres millones
de reales con la condición sediciosa de que la junta soberana fijase
su asiento en la primera de aquellas ciudades. Muy bien sabía que no se
accedería a su propuesta, y se lisonjeaba de excitar con la negativa
reyertas entre ambos pueblos que trabasen las resoluciones de la nueva
autoridad. Mas la junta mostró tal firmeza que atemorizado el solapado
y viejo cortesano se cobijó bajo la capa pastoral del obispo de Orense
para no ser incomodado y perseguido.
A pocos días de la insurrección una voz repentina y general difundida
en toda Galicia de que entraban los franceses, dio desgraciadamente
ocasión a desórdenes, que si bien momentáneos, no por eso dejaron de
ser dolorosos. Así fue que en Orense un hidalgo de Puga mató de un tiro
a un regidor a las puertas del ayuntamiento, por habérsele dicho que el
tal era afecto a los invasores. Bien es verdad que Galicia dentro de
su suelo no tuvo que llorar otra muerte en los primeros tiempos de su
levantamiento.
Tuvo sí que afligirse y afligir a España con el asesinato de Don
Antonio Filangieri, que saliendo de los lindes gallegos había fijado
su cuartel general en Villafranca del Bierzo, y tomado activas
providencias para organizar y disciplinar su gente, el cual creyendo
oportuno, así para su propósito como para cubrir las avenidas del país
de su mando, sacar de la Coruña sus tropas [en gran parte bisoñas y
compuestas de gente allegadiza], las situó en la cordillera aledaña
del Bierzo, extendiendo las más avanzadas hasta Manzanal, colocado
en las gargantas que dan salida al territorio de Astorga. Lo suave
de la condición de dicho general y el haberle llamado la junta a la
Coruña, alentó a algunos soldados de Navarra, cuyo cuerpo estaba
resentido desde la traslación al Ferrol, para acometerle y asesinarle
fría y alevosamente el 24 de junio en las calles de Villafranca. Los
abanderizó un sargento, y hubo quien buscó más arriba la oculta mano
que dirigió el mortal golpe. Atroz y fementido hecho matar a su propio
caudillo, respetable varón e inocente víctima de una soldadesca brutal
y desmandada. Por largo tiempo quedó impune tan horroroso crimen:
al fin y pasados años recibieron los que le perpetraron el merecido
castigo. Había sucedido en el mando por aquellos días al desventurado
Filangieri Don Joaquín Blake, mayor general del ejército, y antes
coronel del regimiento de la Corona. Gozaba del concepto de militar
instruido y de profundo táctico. La junta le elevó al grado de teniente
general.
De Inglaterra llegaron también a Galicia prontos y cuantiosos auxilios.
Su diputado Don Francisco Sangro fue honrado y obsequiado por aquel
gobierno, y se remitieron libres a la Coruña los prisioneros españoles
que gemían hacía años en los pontones británicos. Arribó al mismo
puerto Sir Carlos Stuart, primer diplomático inglés que en calidad de
tal pisó el suelo español. La junta se esmeró en agasajarle y darle
pruebas de su constante anhelo por estrechar los vínculos de alianza y
amistad con S. M. Británica. Las demostraciones de interés que por la
causa de España tomaba nación tan poderosa, fortificaron más y más las
novedades acaecidas, y hasta los más tímidos cobraron esperanzas.
[Marginal: Levantamiento de Santander.]
Santander agitado y conmovido ponía en sumo cuidado a los franceses,
estando casi situado a la retaguardia de una parte considerable de sus
tropas, y pudiendo con su insurrección impedir fácilmente que entre
sí se comunicasen. También temían que la llama una vez prendida se
propagase a las provincias vascongadas, y los envolviese a favor del
escabroso terreno, en medio de poblaciones enemigas, fatigándolos y
hostigándolos continuadamente. Así fue que el mariscal Bessières no
tardó desde Burgos en despachar a aquel punto a su ayudante general Mr.
de Rigny, que, después se ha ilustrado más dignamente con los laureles
de Navarino. Iba con pliegos para el cónsul francés Mr. de Ranchoup,
por los que se amonestaba al ayuntamiento, que en caso de no mantenerse
la tranquilidad pasaría una división a castigar con el mayor rigor el
más leve exceso. Semejantes amenazas lejos de apaciguar acrecentaron el
disgusto y la fermentación. Estaba en su colmo, cuando una leve disputa
entre Mr. Pablo Carreyron, francés avecindado, y el padre de un niño
a quien aquel había reprendido, atrajo gente, y de unas en otras se
enardeció el pueblo clamoreando que se prendiese a los franceses.
Tocaron entonces a rebato las campanas de la catedral y los tambores
la generala, resonando por las calles los gritos de viva Fernando VII
y muera Napoleón y el ayudante de Bessières. Armado como por encanto
el vecindario, arrestó a los franceses, pero con el mayor orden; y
conducidos al castillo cuartel de San Felipe, se pusieron guardias
a las puertas de las respectivas casas de los presos para que no
recibiesen menoscabo en sus propiedades. Era aquel día el 26 de mayo, y
como de la Ascensión festivo; por lo que arremolinándose numerosa plebe
cerca de la casa del cónsul francés, se desató en palabras y amenazas
contra su persona y la de Mr. de Rigny. Sus vidas hubieran peligrado
si los oficiales del provincial de Laredo que guarnecían a Santander,
no las hubieran puesto en salvo exponiendo las suyas propias. Los
sacaron de la casa consular a las once de la noche, y colocándolos en
el centro de un círculo que formaron con sus cuerpos, los llevaron al
ya mencionado cuartel de San Felipe, dejándolos bajo la custodia de los
milicianos que le ocupaban.
Al día inmediato 27 se compuso una junta de los individuos del
ayuntamiento y varias personas notables del pueblo, las que eligieron
por su presidente al obispo de la diócesis Don Rafael Menéndez de
Luarca. Hallábase este ausente en su quinta de Liaño a dos leguas de la
ciudad, no pudiendo por tanto haber tomado parte en los acontecimientos
ocurridos. El gobierno francés que con estudiado intento no veía
entonces en el alzamiento de España sino la obra de los clérigos y los
frailes, achacó al reverendo obispo de Santander la insurrección de
la provincia cantábrica. Mas fue tan al contrario que en un principio
aquel prelado se resistió obstinadamente a admitir la presidencia
que le ofreció la junta, y solo a fuerza de reiteradas instancias
condescendió con sus ruegos. Era el de Santander eclesiástico austero
en sus costumbres, y acatábale el vulgo como si fuera un santo: estaba
ciertamente dotado de recomendables prendas, pero las deslucía con
terco fanatismo y desbarros que tocaban casi en locura. Dio luego
señales de su descompuesto temple, autorizándose con el título de
regente soberano de Cantabria a nombre de Fernando VII y con el
aditamento de alteza.
A poco se supo la insurrección de Asturias con lo que tomó vuelo
el levantamiento de toda la montaña de Santander, y aun los tibios
ensancharon sus corazones. Inmediatamente se procedió a un alistamiento
general, y sin más dilación y faltos de disciplina salieron los nuevos
cuerpos a los confines y puertos secos de la provincia. Mandaba como
militar Don Juan Manuel de Velarde, que de coronel fue promovido a
capitán general, y el cual se apostó en Reinosa con artillería y 5000
hombres, los más paisanos mezclados con milicianos de Laredo. Su hijo
Don Emeterio, muerto después gloriosamente en la batalla de la Albuera,
ocupó el Escudo con 2500 hombres, igualmente paisanos. Otros 1000
recogidos de partidas sueltas de Santoña, Laredo y demás puertecillos
se colocaron en los Tornos. Por aquí vemos como Santander a pesar de
su mayor proximidad a los franceses se arriesgó a contrarrestar sus
injustos actos y a emplear contra ellos los escasos recursos que su
situación le prestaba.
[Marginal: Levantamiento de León y Castilla la Vieja.]
Osadía fue sin duda la de esta provincia, pero guarecida detrás de sus
montañas no parecía serlo tanto como la de las ciudades y pueblos de
la tierra llana de Castilla y León. Sus moradores no atendiendo ni a
sus fuerzas ni a su posición, quisieron ciegamente seguir los ímpetus
de su patriotismo, y a los pueblos cercanos a tropas francesas salioles
caro tan honroso como irreflexionado arrojo. Apenas había alzado
Logroño el pendón de la insurrección, cuando pasando desde Vitoria con
dos batallones el general Verdier, fácilmente arrolló el 6 de junio a
los indisciplinados paisanos, retirándose después de haber arcabuceado
a varios de los que se cogieron con las armas en la mano, o a los que
se creyeron principales autores de la sublevación. No fue más dichosa
en igual tentativa la ciudad de Segovia. Confiando sobradamente en la
escuela de artillería establecida en su alcázar, intentó con su ayuda
hacer rostro a la fuerza francesa, cerrando los oídos a proposiciones
que por medio de dos guardias de Corps le había enviado Murat. En
virtud de la repulsa se acercó a la ciudad el 7 de junio el general
francés Frère, y los artilleros españoles colocaron las piezas
destinadas al ejercicio de los cadetes en las puertas y avenidas. No
había para sostenerlas otra tropa que paisanos mal armados, los cuales
al empeñarse la refriega se desbandaron dejando abandonadas las piezas.
Apoderose de Segovia el enemigo, y el director Don Miguel de Cevallos,
los alumnos y casi todos los oficiales se salvaron y acogieron a los
ejércitos que se formaban en las otras provincias.
Al mismo tiempo que tales andaban las cosas en puntos aislados
de Castilla, tomó cuerpo la insurrección de Valladolid y León,
fortificándose con mayores medios y estribando sus providencias en los
auxilios que aguardaban de Galicia y Asturias. Desde el momento en que
la última de aquellas provincias había en el 23 y 24 de mayo proclamado
a Fernando y declarádose contra los franceses, había León imitado
su ejemplo. Como a su definitiva determinación hubiesen precedido
parciales conmociones, en una de ellas fue enviado a la Coruña el
estudiante que tanto tumultuó allí la gente. Mas el estar asentada la
ciudad de León en la tierra llana, y el serles a los franceses de fácil
empresa apaciguar cualquiera rebelión a sus mandatos, había reprimido
el ardor popular. Por fin habiéndose enviado de Asturias 800 hombres
para confortar algún tanto a los tímidos, se erigió el 1.º de junio una
junta de individuos del ayuntamiento y otras personas, a cuya cabeza
estaba como gobernador militar de la provincia D. Manuel Castañón.
No eran pasados muchos días cuando se transfirió la presidencia al
capitán general bailío Don Antonio Valdés, antiguo ministro de marina,
y quien habiendo honrosamente rehusado ir a Bayona, tuvo que huir de
Burgos a Palencia y abrigarse al territorio leonés. Fueron de Asturias
municiones, fusiles y otros pertrechos, con cuya ayuda se empezó el
armamento.
Estaba en Valladolid de capitán general Don Gregorio de la Cuesta
militar antiguo y respetable varón, pero de condición duro y
caprichudo, y obstinado en sus pareceres. Buen español, acongojábale la
intrusión francesa, mas acostumbrado a la ciega subordinación miraba
con enojo que el pueblo se entrometiese a deliberar sobre materias
que a su juicio no le competían. El distrito de su mando abrazaba los
reinos de León y Castilla la Vieja, cuya separación geográfica no ha
estorbado que se hubiesen confundido ambos en el lenguaje común y aun
en cosas de su gobierno interior. La pesada mano de la autoridad los
había molestado en gran manera, y el influjo del capitán general era
extremadamente poderoso en las provincias en que aquellos reinos se
subdividían. Con todo pudiendo más el actual entusiasmo que el añejo
y prolongado hábito de la obediencia, ya hemos visto como en León,
sin contar con Don Gregorio de la Cuesta, se había dado el grito del
levantamiento. Era la empresa de más dificultoso empeño en Valladolid,
así porque dentro residía dicho jefe, como también por el apoyo que le
daba la chancillería y sus dependencias. Sin embargo la opinión superó
todos los obstáculos.
En los últimos días de mayo el pueblo agavillado quiso exigir del
capitán general que se le armase y se hiciese la guerra a Napoleón.
Asomado al balcón resistiose Cuesta, y con prudentes razones procuró
disuadir a los alborotados de su desaconsejado intento. Insistieron
de nuevo estos, y viendo que sus esfuerzos inútilmente se estrellaban
contra el duro carácter del capitán general, erigieron el patíbulo
vociferando que en él iban a dar el debido pago a tal terquedad,
tachada ya de traición por el populacho. Dobló entonces la cerviz Don
Gregorio de la Cuesta, prefiriendo a un azaroso fin servir de guía a
la insurrección, y sin tardanza congregó una junta a que asistieron
con los principales habitantes individuos de todas las corporaciones.
El viejo general no permitió que la nueva autoridad ensanchase sus
facultades más allá de lo que exigía el armamento y defensa de la
provincia; conviniendo tan solo en que a semejanza de Valladolid se
instituyese una junta con la misma restricción en cada una de las
ciudades en que había intendencia. Así Ávila y Salamanca formaron
las suyas, pero la inflexible dureza de Cuesta y el anhelo de estos
cuerpos por acrecer su poder, suscitaron choques y reñidas contiendas.
Valladolid y las poblaciones libres del yugo francés se apresuraron a
alistar y disciplinar su gente, y Zamora y Ciudad Rodrigo suministraron
en cuanto pudieron armas y pertrechos militares.
Enlutaron la común alegría algunos excesos de la plebe y de la
soldadesca. Murió en Palencia a sus manos un tal Ordóñez que dirigía
la fábrica de harinas de Monzón, sujeto apreciable. Don Luis Martínez
de Ariza, gobernador de Ciudad Rodrigo, experimentó igual suerte,
sirviendo de pretexto su mucha amistad y favor con el príncipe de la
Paz. Lo mismo algún otro individuo en dicha plaza; y en la patria del
insigne Alonso del Tostado, en Madrigal, fue asesinado el corregidor,
y unos alguaciles odiados por su rapaz conducta. Castigó Cuesta con
el último suplicio a los matadores; pero una catástrofe no menos
triste y dolorosa afeó el levantamiento de Valladolid. Don Miguel
de Cevallos, director del colegio de Segovia, a quien hemos visto
alejarse de aquella ciudad al ocuparla los franceses, fue detenido a
corta distancia en el lugar de Carbonero, achacando infundadamente
a traición suya el descalabro padecido. De allí le condujeron preso
a Valladolid. Le entraron por la tarde, y fuera malicia o acaso,
después de atravesar el portillo de la Merced, torcieron los que le
llevaban por el callejón de los toros al campo grande, donde los
nuevos alistados hacían el ejercicio. A las voces de que se aproximaba
levantose general gritería. Iba a caballo y detrás su familia en coche.
Llovieron muy luego pedradas sobre su persona, y a pesar de querer
guarecerle los paisanos que le escoltaban, desgraciadamente de una cayó
en tierra, y entonces por todas partes le acometieron y maltrataron.
En balde un clérigo de nombre Prieto buscó para salvarle el religioso
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