Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 05

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novedad el encabezamiento de tan singular publicación al comenzar de
ciertas y famosas relaciones que en sus comedias nos han dejado el
insigne Calderón y otros ingenios de su tiempo; si bien no asistía
al ánimo bastante serenidad para detenerse al examen de las mudanzas
e innovaciones del estilo. Tratábase en la proclama de tranquilizar
la pública agitación, asegurándose en ella que la reunión de tropas
no tenía por objeto ni defender la persona del rey, ni acompañarle
en un viaje que solo la malicia había supuesto preciso: se insistía
en querer persuadir que el ejército del emperador de los franceses
atravesaba el reino con ideas de paz y amistad, y sin embargo se daba a
entender que en caso de necesidad estaba el rey seguro de las fuerzas
que le ofrecerían los pechos de sus amados vasallos. Bien que con este
documento no hubiese sobrado motivo de satisfacción y alegría, la
muchedumbre que leía en él una especie de retractación del intentado
viaje se mostró gozosa y alborozada. En Aranjuez apresuradamente se
agolparon todos a palacio dando repetidos vivas al rey y a la familia
real, que juntos se asomaron a recibir las lisonjeras demostraciones
del entusiasmado pueblo. Mas como se notó que en la misma noche del 16
al 17 habían salido las tropas de Madrid para el sitio en virtud de las
anteriores órdenes que no habían sido revocadas, duró poco y se acibaró
presto la común alegría.
[Marginal: Opinión sobre el viaje.]
Entonces se desaprobó generalmente la resolución tomada por la corte
de retirarse hacia las costas del mediodía, y de cruzar el Atlántico
en caso urgente. Pero ahora que con fría imparcialidad podemos ser
jueces desapasionados, nos parece que aquella resolución al punto a
que las cosas habían llegado era conveniente y acertada, ya fuese para
prepararse a la defensa, o ya para que se embarcase la familia real.
Desprovisto el erario, corto en número el ejército e indisciplinado,
ocupadas las principales plazas, dueño el extranjero de varias
provincias, no podía en realidad oponérsele otra resistencia fuera
de la que opusiese la nación, declarándose con unanimidad y energía.
Para tantear este solo y único recurso, la posición de Sevilla era
favorable, dando más treguas al sorprendido y azorado gobierno. Y si,
como era de temer, la nación no respondía al llamamiento del aborrecido
Godoy ni del mismo Carlos IV, era para la familia real más prudente
pasar a América que entregarse a ciegas en brazos de Napoleón. Siendo
pues esta determinación la más acomodada a las circunstancias, Don
Manuel Godoy en aconsejar el viaje obró atinadamente, y la posteridad
no podrá en esta parte censurar su conducta; pero le juzgará sí
gravemente culpable en haber llevado como de la mano a la nación a
tan lastimoso apuro, ora dejándola desguarnecida para la defensa, ora
introduciendo en el corazón del reino tropas extranjeras deslumbrado
con la imaginaria soberanía de los Algarbes. El reconcentrado odio
que había contra su persona fue también causa que al llegar al
desengaño de las verdaderas intenciones de Napoleón se le achacase
que de consuno con este había procedido en todo: aserción vulgar,
pero tan generalmente creída en aquella sazón que la verdad exige que
abiertamente la desmintamos. Don Manuel Godoy se mantuvo en aquellos
tratos fiel a Carlos IV y a María Luisa, sus firmes protectores, y
no anduvo desacordado en preferir para sus soberanos un cetro en los
dominios de América, más bien que exponerlos, continuando en España,
a que fuesen destronados y presos. Además Godoy no habiendo olvidado
la manera destemplada con que en los últimos tiempos se había Napoleón
declarado contra su persona, recelábase de alguna dañada intención,
y temía ser víctima ofrecida en holocausto a la venganza y público
aborrecimiento. Bien es verdad que fue después su libertador el mismo a
quien consideraba enemigo, mas debiolo a la repentina mudanza acaecida
en el gobierno, por la cual fueron atropellados los que confiadamente
aguardaban del francés amistad y amparo, y protegido el que se
estremecía al ver que su ejército se acercaba: tan inciertos son los
juicios humanos.
[Marginal: Agitación de Madrid y Aranjuez. Conducta del embajador de
Francia y de Murat.]
Averiguada que fue la traslación de las tropas de la capital al sitio,
volviéronse a agitar extraordinariamente las poblaciones de Madrid y
Aranjuez con todas las de los alrededores. En el sitio contribuía no
poco a sublevar los ánimos la opinión contraria al viaje que pública
y decididamente mostraba el embajador de Francia; sea que ignorase
los intentos de su amo y siguiera abrigando la esperanza del soñado
casamiento, o sea que tratara de aparentar: nos inclinamos a lo
primero. Mas su opinión al paso que daba bríos a los enemigos del
viaje para oponerse a él, servía también de estímulo y espuela a sus
partidarios para acelerarle, esperando unos y temiendo otros la llegada
de las tropas francesas que se adelantaban. En efecto Murat dirigía por
Aranda su marcha hacia Somosierra y Madrid, y Dupont por su derecha se
encaminaba a ocupar a Segovia y el Escorial. Este movimiento hecho con
el objeto de impeler a la familia real, intimidándola a precipitar su
viaje, vino en apoyo del partido del príncipe de Asturias, alentándole
con tanta más razón cuanto parecía darse la mano con el modo de
explicarse del embajador. Murat en su lenguaje descubría incertidumbre,
imputándose entonces a disimulo lo que tal vez era ignorancia del
verdadero plan de Napoleón. Al después tan malogrado Don Pedro Velarde,
comisionado para acompañarle y cumplimentarle, le decía en Buitrago
en 18 de marzo que al día siguiente recibiría instrucciones de su
gobierno; que no sabía si pasaría o no por Madrid, y que al continuar
su marcha a Cádiz probablemente publicaría en San Agustín las miras del
emperador encaminadas al bien de España.
Avisos anteriores a este y no menos ambiguos ponían a la corte de
Aranjuez en extremada tribulación. Sin embargo es de creer que cuando
el 16 dio el rey la proclama en que públicamente desmentía las
voces de viaje, dudó por un instante llevarle o no a efecto, pues
es más justo atribuir aquella proclama a la perplejidad y turbación
propias de aquellos días, que al premeditado pensamiento de engañar
bajamente a los pueblos de Madrid y Aranjuez. [Marginal: Síntomas de
una conmoción.] Continuando no obstante los preparativos de viaje, y
siendo la desconfianza en los que gobernaban fuera de todo término,
se esparció de nuevo y repentinamente en el sitio que la salida de
SS. MM. para Andalucía se realizaría en la noche del 17 al 18. La
curiosidad junto probablemente con oculta intriga había llevado
a Aranjuez de Madrid y sus alrededores muchos forasteros cuyos
semblantes anunciaban siniestros intentos: las tropas que habían ido
de la capital participaban del mismo espíritu, y ciertamente hubieran
podido sublevarse sin instigación especial. Asegurose entonces que
el príncipe de Asturias había dicho a un guardia de corps en quien
confiaba «esta noche es el viaje, y yo no quiero ir», y se añadió que
con el aviso cobraron más resolución los que estaban dispuestos a
impedirle. Nosotros tenemos entendido que para el efecto advirtió S.
A. a Don Manuel Francisco Jáuregui, amigo suyo, quien como oficial de
guardias pudo fácilmente concertarse con sus compañeros de inteligencia
ya con otros de los demás cuerpos. Prevenidos de esta manera, el
alboroto hubiera comenzado al tiempo de partir la familia real; una
casualidad le anticipó.
[Marginal: Primera conmoción de Aranjuez.]
Puestos todos en vela rondaba voluntariamente el paisanaje durante
la noche, capitaneándole disfrazado, bajo nombre de tío Pedro, el
inquieto y bullicioso conde del Montijo, cuyo nombre en adelante
casi siempre estará mezclado con los ruidos y asonadas. Andaba
asimismo patrullando la tropa, y unos y otros custodiaban de cerca,
y observaban particularmente la casa del príncipe de la Paz. Entre
once y doce salió de ella muy tapada Doña Josefa Tudó, llevando por
escolta a los guardias de honor del generalísimo: quiso una patrulla
descubrir la cara de la dama, la cual resistiéndolo excitó una ligera
reyerta, disparando al aire un tiro uno de los que estaban presentes.
Quién afirma fue el oficial Tuyols que acompañaba a Doña Josefa para
que vinieran en su ayuda, quién el guardia Merlo para avisar a los
conjurados. Lo cierto es que estos lo tomaron por una señal, pues al
instante un trompeta apostado al intento tocó a caballo, y la tropa
corrió a los diversos puntos por donde el viaje podía emprenderse.
Entonces y levantándose terrible estrépito, gran número de paisanos,
otros transformados en tales, criados de palacio y monteros del infante
Don Antonio, con muchos soldados desbandados, acometieron la casa de
Don Manuel Godoy, forzaron su guardia, y la entraron como a saco,
escudriñando por todas partes, y buscando en balde al objeto de su
enfurecida rabia. Creyose por de pronto que a pesar de la extremada
vigilancia se había su dueño salvado por alguna puerta desconocida
o excusada, y que o había desamparado a Aranjuez, u ocultádose en
palacio. El pueblo penetró hasta lo más escondido, y aquellas puertas
antes solo abiertas al favor, a la hermosura y a lo más brillante y
escogido de la corte, dieron franco paso a una soldadesca desenfrenada
y tosca, y a un populacho sucio y desaliñado, contrastando tristemente
lo magnífico de aquella mansión con el descuidado arreo de sus nuevos
y repentinos huéspedes. Pocas horas habían transcurrido cuando
desapareció tanta desconformidad, habiendo sido despojados los salones
y estrados de sus suntuosos y ricos adornos para entregarlos al
destrozo y a las llamas. Repetida y severa lección que a cada paso nos
da la caprichosa fortuna en sus continuados vaivenes. El pueblo si
bien quemó y destruyó los muebles y objetos preciosos, no ocultó para
sí cosa alguna, ofreciendo el ejemplo del desinterés más acendrado. La
publicidad siendo en tales ocasiones un censor inflexible, y uniéndose
a un cierto linaje de generoso entusiasmo, enfrena al mismo desorden,
y pone coto a algunos de sus excesos y demasías. Las veneras, los
collares y todos los distintivos de las dignidades supremas a que
Godoy había sido ensalzado, fueron preservados y puestos en manos del
rey; poderoso indicio de que entre el populacho había personas capaces
de distinguir los objetos que era conveniente respetar y guardar, y
aquellos que podían ser destruidos. La princesa de la Paz, mirada como
víctima de la conducta doméstica de su marido, y su hija fueron bien
tratadas y llevadas a palacio tirando la multitud de su berlina. Al fin
restablecida la tranquilidad volvieron los soldados a sus cuarteles, y
para custodiar la saqueada casa se pusieron dos compañías de guardias
españolas y valonas con alguna más tropa que alejase al populacho de
sus avenidas.
[Marginal: Decreto de Carlos IV. (* Ap. n. 2-2.)]
La mañana del 18 dio el rey [*] un decreto exonerando al príncipe de la
Paz de sus empleos de generalísimo y almirante, y permitiéndole escoger
el lugar de su residencia. [Marginal: (* Ap. n. 2-3.)] También anunció
a Napoleón esta resolución que en gran manera le sorprendió.[*] El
pueblo arrebatado de gozo con la novedad corrió a palacio a vitorear
a la familia real que se asomó a los balcones conformándose con sus
ruegos. [Marginal: Prisión de D. Diego Godoy.] En nada se turbó aquel
día el público sosiego sino por el arresto de Don Diego Godoy, quien
despojado por la tropa de sus insignias fue llevado al cuartel de
guardias españolas, de cuyo cuerpo era coronel: pernicioso ejemplo
entonces aplaudido y después desgraciadamente renovado en ocasiones más
calamitosas.
[Marginal: Continúa la agitación y temores de otra conmoción.]
Parecía que desbaratado el viaje de la real familia y abatido el
príncipe de la Paz, eran ya cumplidos los deseos de los amotinados;
mas todavía continuaba una terrible y sorda agitación. Los reyes
temerosos de otra asonada, mandaron a los ministros del despacho que
pasasen la noche del 18 al 19 en palacio. Por la mañana el príncipe
de Castel-Franco y los capitanes de guardias de Corps, conde de
Villariezo y marqués de Albudeite, avisaron personalmente a SS. MM.
que dos oficiales de guardias con la mayor reserva y bajo palabra de
honor acababan de prevenirles que para aquella noche un nuevo alboroto
se preparaba mayor y más recio que el de la precedente. Habiéndoles
preguntado el marqués Caballero si estaban seguros de su tropa,
respondieron encogiéndose de hombros «que solo el príncipe de Asturias
podía componerlo todo.» Pasó entonces Caballero a verse con S. A., y
consiguió que, trasladándose al cuarto de sus padres, les ofreciese que
impediría por medio de los segundos jefes de los cuerpos de la casa
real la repetición de nuevos alborotos, como también el que mandaría
a varias personas, cuya presencia en el sitio era sospechosa, que
regresasen a Madrid, disponiendo al mismo tiempo que criados suyos se
esparciesen por la población para acabar de aquietar el desasosiego
que aún subsistía. Estos ofrecimientos del príncipe dieron cuerpo a
la sospecha de que en mucha parte obraban de concierto con él los
sediciosos, no habiendo habido de casual sino el momento en que comenzó
el bullicio, y tal vez el haber después ido más allá de lo que en un
principio se habían propuesto.
Tomadas aquellas determinaciones no se pensaba en que la tranquilidad
volvería a perturbarse, e inesperadamente a las diez de la mañana se
suscitó un nuevo y estrepitoso tumulto. [Marginal: Segunda conmoción
de Aranjuez: Prisión de Godoy.] El príncipe de la Paz, a quien todos
creían lejos del sitio, y los reyes mismos camino de Andalucía, fue
descubierto a aquella hora en su propia casa. Cuando en la noche del
17 al 18 habían sido asaltados sus umbrales, se disponía a acostarse,
y al ruido, cubriéndose con un capote de bayetón que tuvo a mano,
cogiendo mucho oro en sus bolsillos y tomando un panecillo de la mesa
en que había cenado, trató de pasar por una puerta escondida a la
casa contigua que era la de la duquesa viuda de Osuna. No le fue dado
fugarse por aquella parte, y entonces se subió a los desvanes, y en
el más desconocido se ocultó metiéndose en un rollo de esteras. Allí
permaneció desde aquella noche por el espacio de 36 horas privado
de toda bebida y con la inquietud y desvelo propio de su crítica y
angustiada posición. Acosado de la sed tuvo al fin que salir de su
molesto y desdichado asilo. Conocido por un centinela de guardias
valonas que al instante gritó a las armas, no usó de unas pistolas que
consigo traía, fuera cobardía o más bien desmayo con el largo padecer.
Sabedor el pueblo de que se le había encontrado se agolpó hacia su
casa, y hubiera allí perecido si una partida de guardias de Corps no
le hubiese protegido a tiempo. Condujéronle estos a su cuartel, y en
el tránsito acometiéndole la gente con palas, estacas y todo género de
armas e instrumentos procuraba matarle o herirle buscando camino a
sus furibundos golpes por entre los caballos y los guardias, quienes
escudándole le libraron de un trágico y desastroso fin. Para mayor
seguridad, creciendo el tumulto, aceleraron los guardias el paso, y el
desgraciado preso en medio y apoyándose sobre los arzones de las sillas
de dos caballos seguía su levantado trote ijadeando, sofocado y casi
llevado en vilo. La travesía considerable que desde su casa había al
paraje adonde le conducían, sobre todo teniendo que cruzar la espaciosa
plazuela de San Antonio, hubiera dado mayor facilidad al furor popular
para acabar con su vida, si temerosos los que le perseguían de herir a
alguno de los de la escolta no hubiesen asestado sus tiros de un modo
incierto y vacilante. Así fue que aunque magullado y contuso en varias
partes de su cuerpo, solo recibió una herida algo profunda sobre una
ceja. En tanto avisado Carlos IV de lo que pasaba ordenó a su hijo
que corriera sin tardanza y salvara la vida de su malhadado amigo.
Llegó el príncipe al cuartel adonde le habían traído preso, y con su
presencia contuvo a la multitud. Entonces diciéndole Fernando que le
perdonaba la vida, conservó bastante serenidad para preguntarle a pesar
del terrible trance «si era ya rey» a lo que le respondió «todavía no,
pero luego lo seré.» Palabras notables y que demuestran cuán cercana
creía su exaltación al solio. Aquietado el pueblo con la promesa que
el príncipe de Asturias le reiteró muchas veces de que el preso sería
juzgado y castigado conforme a las leyes, se dispersó y se recogió
cada uno tranquilamente a su casa. Godoy desposeído de su grandeza
volvió adonde había habitado antes de comenzarse aquella, y maltratado
y abatido quedó entregado en su soledad a su incierta y horrenda
suerte. Casi todos a excepción de los reyes padres le abandonaron, que
la amistad se eclipsa al llegar el nublado de la desgracia. Y aquel a
cuyo nombre la mayor parte de la monarquía todavía temblaba, echado
sobre unas pajas y hundido en la amargura, era quizá más desventurado
que el más desventurado de sus habitantes. Así fue derrocado de la
cumbre del poder este hombre que de simple guardia de Corps se alzó
en breve tiempo a las principales dignidades de la corona, y se vio
condecorado con sus órdenes y distinguido con nuevos y exorbitantes
honores. ¿Y cuáles fueron los servicios para tanto valimiento; cuáles
los singulares hechos que le abrieron la puerta y le dieron suave y
fácil subida a tal grado de sublimada grandeza? Pesa el decirlo. La
desenfrenada corrupción y una privanza fundada, ¡oh baldón!, en la
profanación del tálamo real. Menester sería que retrocediésemos hasta
Don Beltrán de la Cueva para tropezar en nuestra historia con igual
mancilla, y aun entonces si bien aquel valido de Enrique IV principió
su afortunada carrera por el modesto empleo de paje de lanza, y se
encaminó como Godoy por la senda del deshonor regio, nunca remontó su
vuelo a tan desmesurada altura, teniendo que partir su favor con Don
Juan Pacheco, y cederle a veces al temido y fiero rival.
[Marginal: Retrato de Godoy.]
Don Manuel Godoy había nacido en Badajoz en 12 de mayo de 1767, de
familia noble pero pobre. Su educación había sido descuidada; profunda
era su ignorancia. Naturalmente dotado de cierto entendimiento, y
no falto de memoria, tenía facilidad para enterarse de los negocios
puestos a su cuidado. Vario e inconstante en sus determinaciones
deshacía en un día y livianamente lo que en otro sin más razón había
adoptado y aplaudido. Durante su ministerio de estado, a que ascendió
en los primeros años de su favor, hizo convenios solemnes con Francia
perjudiciales y vergonzosos; primer origen de la ruina y desolación de
España. Desde el tiempo de la escandalosa campaña de Portugal mandó
el ejército con el título de generalísimo; no teniendo a sus ojos la
ilustre profesión de las armas otro atractivo ni noble cebo que el de
los honores y sueldos; nunca se instruyó en los ejercicios militares;
nunca dirigió ni supo las maniobras de los diversos cuerpos; nunca se
acercó al soldado ni se informó de sus necesidades o reclamaciones;
nunca en fin organizó la fuerza armada de modo que la nación en caso
oportuno pudiera contar con un ejército pertrechado y bien dispuesto,
ni él con amigos y partidarios firmes y resueltos: así la tropa
fue quien primero le abandonó. Reducíase su campo de instrucción a
una mezquina parada que algunas veces ofrecía delante de su casa a
manera de espectáculo a los ociosos de la capital y a sus bajos y por
desgracia numerosos aduladores: ridículo remedo de las paradas que
en París solía tener Napoleón. Tan pronto protegía a los hombres de
saber y respeto, tan pronto los humillaba. Al paso que fomentaba una
ciencia particular, o creaba una cátedra, o sostenía alguna mejora,
dejaba que el marqués Caballero, enemigo declarado de la ilustración
y de los buenos estudios, imaginase un plan general de instrucción
pública para todas las universidades incoherente y poco digno del
siglo, permitiéndole también hacer en los códigos legales omisiones y
alteraciones de suma importancia. Aunque confinaba lejos de la corte
y desterraba a cuantos creía desafectos suyos o le desagradaban,
ordinariamente no llevaba más allá sus persecuciones ni fue cruel por
naturaleza: solo se mostró inhumano y duro con el ilustre Jovellanos.
Sórdido en su avaricia vendía como en pública almoneda los empleos,
las magistraturas, las dignidades, los obispados, ya para sí, ya para
sus amigas, o ya para saciar los caprichos de la reina. La hacienda
fue entregada a arbitristas más bien que a hombres profundos en este
ramo, teniéndose que acudir a cada paso a ruinosos recursos para salir
de los continuos tropiezos causados por el derroche de la corte y por
gravosas estipulaciones. Desembozado y suelto en sus costumbres dio
ocasión a que entre el vulgo se pusiese en crédito el esparcido rumor
de estar casado con dos mujeres: habiéndose dicho que era una Doña
María Teresa de Borbón, prima carnal del rey, que fue considerada como
la verdadera, y otra Doña Josefa Tudó, su particular amiga, de buena
índole y de condición apacible, y tan aficionada a su persona que quiso
consignar en la gracia que se le acordó de condesa de _Castillo-Fiel_
el timbre de su incontrastable fidelidad. Conteníale a veces en sus
prontos y violentos arrebatos. Godoy en el último año llegó al ápice de
su privanza, habiendo recibido con la dignidad de grande almirante el
tratamiento de alteza, distinción no concedida antes en España a ningún
particular. Su fausto fue extremado, su acompañamiento espléndido, su
guardia mejor vestida y arreada que la del rey: honrado en tanto grado
por su soberano fue acatado por casi todos los grandes y principales
personajes de la monarquía. ¡Qué contraste verle ahora y comparar su
suerte con aquella en que aún brillaba dos días antes! Situación que
recuerda la del favorito Eutropio que tan elocuentemente nos pinta uno
de los primeros padres de la Iglesia griega.[*] [Marginal: (* San Juan
Crisóstomo: Ap. n. 2-4.)] «Todo pereció, dice; una ráfaga de viento
soplando reciamente despojó aquel árbol de sus hojas, y nos le mostró
desnudo y conmovido hasta en su raíz... ¿quién había llegado a tanta
excelsitud? ¿No aventajaba a todos en riquezas? ¿no había subido a
las mayores dignidades? ¿No le temían todos y temblaban a su nombre?
Y ahora más miserable que los hombres que están presos y aherrojados;
más necesitado que el último de los esclavos y mendigos, solo ve
agudas armas vueltas contra su persona; solo ve destrucción y ruina,
los verdugos y el camino de la muerte.» Pasmosa semejanza y tal que en
otros tiempos hubiera llevado visos de sobrehumana profecía.
[Marginal: Tercer movimiento de Aranjuez.]
Encerrado el príncipe de la Paz en el cuartel de guardias de Corps,
y retirado el pueblo, como hemos dicho, a instancias y en virtud de
las promesas que le hizo el príncipe de Asturias, se mantuvo quieto
y sosegado, hasta que a las dos de la tarde un coche con seis mulas a
la puerta de dicho cuartel movió gran bulla, habiendo corrido la voz
que era para llevar al preso a la ciudad de Granada. El pueblo en un
instante cortó los tirantes de las mulas y descompuso y estropeó el
coche.
El rey Carlos y la reina María Luisa sobrecogidos con las nuevas
demostraciones del furor popular, temieron peligrase la vida de su
desgraciado amigo. [Marginal: Abdicación de Carlos IV el 19 de marzo.]
El rey achacoso y fatigado con los desusados bullicios, persuadido
además por las respetuosas observaciones de algunos que en tal aprieto
le representaron como necesaria la abdicación en favor de su hijo, y
sobre todo creyendo juntamente con su esposa que aquella medida sería
la sola que podría salvar la vida a Don Manuel Godoy, resolvió convocar
para las siete de la noche del mismo día 19 a todos los ministros del
despacho y renunciar en su presencia la corona, colocándola en las
sienes del príncipe heredero. Este acto fue concebido en los términos
siguientes: «Como [*] [Marginal: (* Ap. n. 2-5.)] los achaques de que
adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del
gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar
en un clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he
determinado después de la más seria deliberación abdicar mi corona en
mi heredero y mi muy caro hijo el príncipe de Asturias. Por tanto es mi
real voluntad que sea reconocido y obedecido como rey y señor natural
de todos mis reinos y dominios. Y para que este mi real decreto de
libre y espontánea abdicación tenga su éxito y debido cumplimiento,
lo comunicaréis al consejo y demás a quien corresponda. — Dado en
Aranjuez a 19 de marzo de 1808. — Yo el rey. — A Don Pedro Cevallos.»
Divulgada por el sitio la halagüeña noticia, fue indecible el contento
y la alegría; y corriendo el pueblo a la plazuela de palacio, al
cerciorarse de tamaño acontecimiento unánimemente prorrumpió en
víctores y aplausos. El príncipe después de haber besado la mano a su
padre se retiró a su cuarto en donde fue saludado como nuevo rey por
los ministros, grandes y demás personas que allí asistían.
[Marginal: Conmoción de Madrid del 19 y 20 de marzo.]
En Madrid se supo en la tarde del 19 la prisión de Don Manuel
Godoy, y al anochecer se agrupó y congregó el pueblo en la plazuela
del Almirante, así denominada desde el ensalzamiento de aquel a
esta dignidad, y sita junto al palacio de los duques de Alba. Allí
levantando gran gritería con _vivas_ al rey y _mueras_ contra la
persona del derribado valido, acometieron los amotinados su casa
inmediata al paraje de la reunión, y arrojando por las ventanas muebles
y preciosidades, quemáronlo todo sin que nada se hubiese robado ni
escondido. Después, distribuidos en varios bandos, y saliendo otros
de puntos distintos con hachas encendidas, repitieron la misma escena
en varias casas, y señaladamente recibieron igual quebranto en las
suyas la madre del príncipe de la Paz, su hermano Don Diego, su cuñado
marqués de Branciforte, los ex-ministros Álvarez y Soler, y Don Manuel
Sixto Espinosa, conservándose en medio de las bulliciosas asonadas una
especie de orden y concierto.
Siendo universal el júbilo con la caída de Godoy, fue colmado entre
los que supieron a las once de la noche que Carlos IV había abdicado.
Pero como era tarde la noticia no cundió bastantemente por el pueblo
hasta el día siguiente, domingo, confirmándose de oficio por carteles
del consejo que anunciaban la exaltación de Fernando VII. Entonces el
entusiasmo y gozo creció a manera de frenesí, llevando en triunfo por
todas las calles el retrato del nuevo rey, que fue al último colocado
en la fachada de la casa de la Villa. Continuó la algazara y la alegría
toda aquella noche del 20; pero habiéndose ya notado en ella varios
excesos, fueron inmediatamente reprimidos por el consejo, y por orden
suya cesó aquel nuevo género de regocijos.
[Marginal: Alborotos en las provincias.]
En las más de las ciudades y pueblos del reino hubo también fiesta
y motín, arrastrando el retrato de Godoy que los mismos pueblos
habían a sus expensas colocado en las casas consistoriales: si bien
es verdad que ahora su imagen era abatida y despedazada con general
consentimiento, y antes habían sido muy pocos los que la habían erigido
y reverenciado buscando por este medio empleos y honores en la única
fuente de donde se derivaban las gracias: el pueblo siempre reprobó con
expresivo murmullo aquellas lisonjas de indignos conciudadanos.
[Marginal: Juicio sobre la abdicación de Carlos IV.]
Fue tal el gusto y universal contento, ya con la caída de Don Manuel
Godoy y ya también con la abdicación de Carlos IV, que nadie reparó
entonces en el modo con que este último e importante acto se había
celebrado, y si había sido o no concluido con entera y cumplida
libertad: todos lo creían así llevados de un mismo y general deseo.
Sin embargo graves y fundadas dudas se suscitaron después. Por una
parte Carlos IV se había mostrado a veces propenso a alejarse de los
negocios públicos, y María Luisa en su correspondencia declara que tal
era su intención cuando su hijo se hubiera casado con una princesa de
Francia. Confirmó su propósito Carlos al recibir al cuerpo diplomático
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