Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 20

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el alcance contra los infantes españoles, los que retirándose con
orden solo perdieron un cañón, cuya cureña se había descompuesto. El
reencuentro duró dos horas. Costó a los franceses 200 hombres, no más a
los españoles por haberse retirado tranquilamente. Echevarri juzgando
que no era posible defender a Córdoba, abandonó la ciudad sin detenerse
en sus muros.
[Marginal: Saco de Córdoba.]
Llegaron a su vista los franceses a las tres de la tarde del mismo
día 7 de junio. Habían los vecinos cerrado las puertas más bien para
capitular que para defenderse. Entabláronse sobre ello pláticas,
cuando con pretexto de unos tiros disparados de las torres del muro
y de una casa inmediata, apuntaron los enemigos sus cañones contra
la Puerta Nueva, hundiéndola a poco rato y sin grande esfuerzo.
Metiéronse pues dentro hiriendo, matando y persiguiendo a cuantos
encontraban: saquearon las casas y los templos y hasta el humilde asilo
del pobre y desvalido habitante. La célebre catedral, la antigua
mezquita de los árabes, rival en su tiempo en santidad de Medina y
la Meca, y tan superior en magnificencia, esplendidez y riqueza,
fue presa de la insaciable y destructora rapacidad del extranjero.
Destruidos quedaron entonces los conventos del Carmen, San Juan
de Dios y Terceros, sirviéndoles de infame lupanar la iglesia de
Fuensanta y otros sitios no menos reverenciados de los naturales.
Grande fue el destrozo de Córdoba, muchas las preciosidades robadas
en su recinto. Ciudad de 40.000 almas, opulenta de suyo y con templos
en que había acumulado mucha plata y joyas la devoción de los fieles,
fue gran cebo a la codicia de los invasores. De los solos depósitos
de tesorería y consolidación sacó el general Dupont más de 10.000.000
de reales, sin contar con otros muchos de arcas públicas y robos
hechos a particulares. Así se entregó al pillaje una población que
no había ofrecido ni intentado resistencia. Bajo fingidos motivos a
fuego y sangre penetraron los franceses por sus calles, a la misma
sazón que se conferenciaba. Y no satisfechos con la ruina y desolación
causada, acabaron de oprimir a los desdichados moradores gravándolos
con imposiciones muy pesadas. Mas tan injusto y atroz trato alcanzó
en breve el merecido galardón, siendo quizá la principal causa de
la pérdida posterior del ejército de Dupont el codicioso anhelo de
conservar los bienes mal adquiridos en el saco de aquella ciudad.
[Marginal: Situación angustiada de los franceses. Excesos de los
paisanos españoles.]
A pesar del triunfo conseguido el general francés andaba inquieto.
Sus fuerzas no eran numerosas. La insurrección de todas partes le
cercaba: con instancia pedía auxilios a Madrid cuyas comunicaciones,
ya antes interrumpidas, fueron al último del todo cortadas. A su
propia retaguardia el 9 de junio partidas de paisanos entraron en
Andújar, y alborotada por la noche la ciudad, hicieron prisionero el
destacamento francés allí apostado, y mataron al comandante con otros
tres de su guardia que quisieron resistirse en casa de Don Juan de
Salazar. Molestó sobre todo al enemigo Don Juan de la Torre, alcalde
de Montoro, que a sus expensas había levantado un cuerpo considerable;
mas cogido por sorpresa debió la vida a la generosa intercesión del
general Fresia, a quien había antes hospedado y obsequiado en su casa.
En el Puerto del Rey apresaron los naturales al abrigo de aquellas
fraguras varios convoyes: y como en la comarca se había esparcido
la voz de lo acaecido en Córdoba, hubo ocasión en que so color de
desquite se ensañó el paisanaje contra los prisioneros con exquisita
crueldad. Fue una de sus víctimas el general René a quien cogieron y
mataron estando antes herido: lamentable suceso, pero desgraciadamente
inevitable consecuencia de los desmanes cometidos en Córdoba y otros
parajes por el extranjero. Pues que, si en efecto era difícil contener
en una guerra de aquella clase al soldado de una nación culta como la
Francia y sometido a la dura disciplina militar, cuánto no debía serlo
reprimir los excesos del cultivador español, que ciego en su venganza
y sin freno que le contuviese, veía talados sus campos y quemados los
pacíficos hogares de sus antepasados por los mismos que poco antes
preciábanse de ser amigos. Había corrido el alboroto de la Sierra
hasta la Mancha, y el 5 de junio los vecinos de Santa Cruz de Mudela
arremetiendo a unos 400 franceses que había en el pueblo y matando a
muchos, obligaron a los demás a fugarse camino de Valdepeñas. En esta
villa opusiéronse los naturales al paso de los enemigos, y estos para
esquivar un duro choque, echando por fuera de la población tomaron
después el camino real, aguardando a un cuarto de legua en el sitio
apellidado de la Aguzadera a ser reforzados. No tardó en efecto en
llegar en el mismo día, que era el 6 de junio, el general Liger-Belair
procedente de Manzanares con 600 caballos, e incorporados todos
revolvieron sobre Valdepeñas.
[Marginal: Resistencia de Valdepeñas.]
Los moradores de esta villa alentados con la anterior retirada de los
franceses, y temiendo también que quisiesen vengar aquella ofensa,
resolvieron impedir la entrada. Es Valdepeñas población rica de 3000
vecinos, asentada en los llanos de la Mancha, y a la que dan celebridad
sus afamados vinos. Atraviésala por medio la calle llamada Real,
tránsito de los que viajan de Castilla a Andalucía, y la cual tiene
de largo cerca de un cuarto de legua. Aprovechándose de su extensión,
dispusiéronla los habitantes de modo que en ella se entorpeciese la
marcha de los franceses. La cubrieron con arena, esparciendo debajo
clavos y agudos hierros; de trecho en trecho y disimuladamente ataron
maromas a las rejas, cerraron y atrancaron las puertas de las casas,
y embarazaron las callejuelas que salían a la principal avenida. No
contentos con resistir detrás de las paredes, osaron en número de más
de 1000 ponerse en fila a la orilla del pueblo. Pero viendo lo numeroso
de la caballería enemiga, después de algún tiroteo se agacharon en lo
interior, pertrechados de armas y medios ofensivos.
Los franceses al aproximarse enviaron por delante una descubierta,
la cual según su costumbre con paso acelerado se adelantó al pueblo.
Penetró, y muy luego los caballos tropezando y cayendo unos sobre
otros miserablemente arrojaron a los jinetes. Entonces de todas
partes llovieron sobre los derribados tiros, pedradas, ladrillazos,
atormentando también sus carnes con agua y aceite hirviendo. Quisieron
otros proteger a los primeros y cúpoles igual y malhadado fin. Irritado
Liger-Belair con aquel contratiempo, entró la villa por los costados
incendiando las casas y destrozándolas. Pasaron de 80 las que se
quemaron, y muchas personas fueron degolladas hasta en los campos y las
cuevas. Habían los enemigos perdido ya más de 100 hombres, al paso que
la villa se arruinaba y se hundía. Conmovidos de ello y recelosos de su
propia suerte, varios vecinos principales resolvieron yendo a su cabeza
el alcalde mayor Don Francisco María Osorio, avistarse con el general
Liger-Belair, quien temeroso también de la ruina de los suyos, escuchó
las proposiciones, convino en ellas, y saliendo todos juntos con una
divisa blanca, pusieron de consuno término a la matanza. Mas la
contienda había sido tan reñida, que los franceses escarmentados no se
atrevieron a ir adelante, y juzgaron prudente retroceder a Madridejos.
[Marginal: Retírase Dupont a Andújar.]
Dupont aislado, sin noticia de lo que a la otra parte de los montes
pasaba, aturdido con lo que de cerca veía, pensó en retirarse; y el 16
de junio saliendo por la tarde de Córdoba se encaminó a Andújar, en
donde tomó posición el 19. Desde aquel punto con objeto de abastecer
a su gente, y deseoso de no abandonar el terreno sin castigar a Jaén,
a la cual se achacaba haber participado del alboroto y muerte del
comandante francés de Andújar, envió allí el 20 al oficial Baste con la
suficiente fuerza. [Marginal: Saqueo de Jaén.] Entraron los enemigos en
la ciudad sin hallar oposición, y con todo la pillaron y maltrataron
horrorosamente. Degollaron hasta niños y viejos, ejerciendo acerbas
crueldades contra religiosos enfermos de los conventos de Santo Domingo
y de San Agustín: tal fue el último, notable y fiero hecho cometido por
los franceses en Andalucía antes de rendirse a las huestes españolas.
[Marginal: Expedición de Moncey contra Valencia.]
Casi al propio tiempo determinó Murat enviar también una expedición
contra Valencia. Mandábala el mariscal Moncey y se componía de
8000 hombres de tropa francesa, a los que debían reunirse guardias
españolas, valonas y de Corps. Mas todos estos en su mayor parte se
desbandaron pasando por atajos y trochas del lado de sus compatriotas.
Moncey salió de Madrid el 4 de junio y llegó a Cuenca el 11.
Deteniéndose algunos días disgustose Murat, y despachó para aguijarle
al general de caballería Exelmans con otros muchos oficiales, quienes
arrestados en Saelices y conducidos prisioneros a Valencia, terminaron
su comisión de un modo muy diverso del que esperaban. En Cuenca fueron
recibidos los franceses con tibieza mas no hostilmente. Prosiguiendo su
marcha hallaron por lo general los pueblos desamparados, pronóstico que
vaticinaba la resistencia con que iban a tropezar.
La junta de Valencia había en tanto adoptado las medidas vigorosas de
defensa que la premura del tiempo le permitía. Recreciéronse al oír que
Moncey se aproximaba del lado de Cuenca, y se dieron nuevas órdenes e
instrucciones al mariscal de campo Don Pedro Adorno, a cuyo mando, como
ya dijimos, se habían confiado las tropas apostadas en los desfiladeros
de las Cabrillas, a donde el enemigo se dirigía. Lo más de la gente era
nueva e indisciplinada y por eso convenía aprovecharse de las ventajas
que ofreciese el terreno. [Marginal: Reencuentro del puente Pajazo.]
Tratose pues de disputar primeramente a los franceses el paso del
Cabriel en el puente Pajazo, en donde remata la cuesta de Contreras, y
en cuya cabeza construyeron los españoles una mala batería de cuatro
cañones sostenida por un trozo de un regimiento suizo, colocándose
la otra tropa en diferentes puntos de dicha cuesta. Detuviéronse
los franceses hasta que a duras penas por los malos senderos y
escabrosidades, acercaron casi a la rastra unos cañones. Con su auxilio
el 20 rompieron el fuego, y vadeando unos el río, y otros acometiendo
de frente, se apoderaron de la batería española, habiendo habido muchos
de los suizos que se les pasaron. Los nuevos reclutas que nunca habían
sido fogueados, abandonados por aquellos veteranos no tardaron en
dispersarse, replegándose parte de ellos con algunos soldados españoles
a las Cabrillas.
Cundió la nueva de la derrota, súpola la junta de Valencia, y grande
fue la consternación y el sobresalto. En tamaño apuro envió al ejército
en comisión a su vocal el P. Rico, o ya quisiesen vengarse así algunos
del estrecho en que los había metido, o ya también porque gozando de
suma popularidad, pensaron otros que era aquel el modo más propio de
calmar la pública agitación y alejar la desconfianza. [Marginal: De las
Cabrillas.] Obedeció Rico, y el 23 por la noche llegó a las Cabrillas,
ocho leguas de Valencia, y cuyos montes parten término con Castilla.
Habíanse recogido a sus cumbres los dispersos del Cabriel, y allí se
encontró el P. Rico con 180 hombres del regimiento de Saboya mandados
por el capitán Gamíndez, con tres cuerpos de nueva creación, algunos
caballos y artilleros que habían conservado dos cañones y un obús,
componiendo en todo cerca de 3000 hombres. Eran contados los oficiales
veteranos, siendo el de mayor graduación el brigadier Marimón de
guardias españolas. Ignorábase el paradero de Adorno. Reunidas todas
aquellas reliquias se colocaron en situación ventajosa a espaldas y a
legua y media del pueblo de Siete Aguas, hasta cuyas casas enviaban
sus descubiertas. Gamíndez mandó el centro, la izquierda Marimón, y
colocáronse guerrillas sueltas por la derecha. El 24 avanzaron los
franceses, y los nuestros favorecidos de tierra tan quebrada los
molestaron bastantemente. Impacientado Moncey destacó por su izquierda
y del lado de la sierra de los Ajos al general Harispe con vascos
acostumbrados a trepar por las asperezas del Pirineo. Encaramáronse
pues a pesar de escabrosidades y derrumbaderos, y arrollando a las
guerrillas, facilitaron el ataque de frente. Defendiéronse bien los
de Saboya, quedando los más de ellos y los artilleros muertos junto
a los cañones, y prisionero con otros su comandante Gamíndez. Lo
restante de la gente bisoña huyó precipitadamente. La pérdida de los
españoles fue de 600 hombres, muy inferior la de los contrarios. El
mariscal Moncey al instante traspasó la sierra por el portillo de las
Cabrillas, desde donde registrándose las ricas y frondosas campiñas de
la huerta de Valencia, se encendió la ansiosa codicia de sus fatigados
soldados. Si entonces hubiera proseguido su marcha, fácilmente se
hubiera enseñoreado de la ciudad; pero obligado a detenerse el 25 en
la venta de Buñol para aguardar la artillería, y queriendo adelantarse
cautelosamente, dio tiempo a que Rico volviendo a Valencia al rayar el
alba de aquel mismo día, apellidase guerra dentro de sus muros.
[Marginal: Preparativos de defensa en Valencia.]
Está asentada Valencia a la derecha del Guadalaviar o Turia, 100.000
almas forman su población, excediendo de 60.000 las que habitan en
los lugarejos, casas de campo y alquerías de sus deliciosas vegas.
Ceñida de un muro antiguo de mampostería con una mala ciudadela, no
podía ofrecer al enemigo larga y ordenada resistencia, si militarmente
hubiera de haberse considerado su defensa. Mas a la voz de la
desgracia de las Cabrillas, en lugar de abatirse, creciendo el
entusiasmo al más subido punto, tomó la junta activas providencias,
y los moradores no solo las ejecutaron debidamente, sino que también
por sí procedieron a dar a los trabajos la amplitud y perfección que
permitía la brevedad del tiempo. Sin distinción de clase ni de sexo
acudieron todos a trabajar en las fortificaciones que se levantaban.
En el corto espacio de sesenta horas construyéronse en las puertas
baterías con sacos de tierra. En la de Cuarte, como era por donde se
aguardaba al enemigo, además de dos cañones de a 24 se colocó otro en
el primer piso de la torre, abriéndose una zanja ancha y profunda en
medio de la calle del arrabal que embocaba la batería. A la derecha
de esta puerta y antes de llegar a la de San José, entre el muro y el
río, se situaron cuatro cañones y dos obuses, impidiendo lo sólido del
malecón que se abriese un foso. Diose a esta obra el nombre de batería
de Santa Catalina, del de una torre antes demolida y que ocupaba
el mismo espacio. Lo expresamos por su importancia en la defensa.
Dentro del recinto se cortaron y atajaron las calles, callejuelas y
principales avenidas con carros, coches, vigas, calesas y tartanas.
Tapáronse las entradas y ventanas de las casas con colchones, mesas,
sillas y todo género de muebles, cubriendo por el mismo término y
cuidadosamente lo alto de las azoteas o terrados. Detrás de semejantes
y tan repentinos atrincheramientos estaban preparados sus dueños con
armas arrojadizas y de fuego, y aun hubo mujeres que no olvidaron el
aceite hirviendo. Afanados todos mutuamente se animaban, habiendo
resuelto defender heroicamente sus hogares.
[Marginal: Refriega en el pueblo de Cuarte.]
La junta además para dilatar el que los franceses se acercasen, trató
de formar un campo avanzado a la salida del pueblo de Cuarte, distante
una legua de Valencia. Le componían cuerpos de nueva formación y se
había puesto a las órdenes de Don Felipe Saint-March. Situose la gente
en la ermita de San Onofre a orillas del canal de regadío que atraviesa
el camino que va a las Cabrillas. Entretanto Don José Caro, nombrado
brigadier al principio de la insurrección, y que mandaba una división
de paisanos en el ejército de Cervellón, apostado según dijimos en
Almansa, corrió apresuradamente al socorro de la capital luego que
supo el progreso del enemigo. A su llegada se unió a Saint-March, y
juntos dispusieron el modo de contener al mariscal francés. Emboscaron
al efecto en los algarrobales, viñedos y olivares que pueblan aquellos
contornos, tiradores diestros y esforzados. El cuerpo principal se
colocó a espaldas de una batería que enfilaba el camino hondo, por
donde era de creer arremetiese la caballería enemiga y cuyo puente se
había cortado. Como los generales habían previsto que al fin tendrían
que ceder a la superioridad y pericia francesa, deseosos de que su
retirada no causara terror en Valencia, habían pensado, Caro en tirar
por la izquierda y Saint-March pasar el río por la derecha y situarse
en el collado del almacén de pólvora. Pero para verificar, llegado
el caso, su movimiento con orden y evitar que dispersos fueran a la
ciudad, establecieron a su retaguardia una segunda línea en el pueblo
de Cuarte, rompiendo el camino y guarneciendo las casas para su defensa.
[Marginal: Defensa de Valencia.]
A las 11 de la mañana del día 27 empezó el fuego, duró hasta las tres,
siendo muy vivo durante dos horas. Al fin los franceses cruzaron el
canal, y forzaron la primera línea. Caro y Saint-March se retiraron
según habían convenido. Los franceses vencedores iban a perseguirlos
cuando notaron que desde el pueblo de Cuarte se les hacía fuego.
Molestados también por el continuado de los paisanos metidos en los
cañamares de dicho pueblo, no pudieron entrarle hasta las seis de la
tarde; huyendo los vecinos al amparo de las acequias, cañaverales y
moreras que cubren sus campos. La pérdida fue considerable de ambas
partes: la artillería quedó en poder de los franceses.
[Marginal: Proposición de Moncey para que capitule la ciudad.]
Avanzó entonces Moncey hasta el huerto de Juliá, media legua de
Valencia. Por la noche pasó al capitán general conde de la Conquista
un oficio para que rindiese la plaza. Fue portador el coronel Solano.
Congregose la junta, a la que se unieron para deliberar en asunto tan
espinoso el ayuntamiento, la nobleza e individuos de todos los gremios.
El de la Conquista inclinábase a la entrega, viendo cuán imposible
sería resistir con gente allegadiza, y en ciudad, por decirlo así,
abierta a enemigos aguerridos. Sostuvo la misma opinión el emisario
Solano y en tanto grado que se esforzó en probar no había nada que
temer respecto de lo pasado, así por la condición suave y noble del
mariscal francés, como también por los vínculos particulares que le
enlazaban con los valencianos; lo cual aludía a conocerse en aquel
reino familias del nombre de Moncey, y haber quien le conceptuara
oriundo de la tierra. Así se discurría acerca de la proposición, cuando
el pueblo advertido de que se negociaba, desaforadamente se agolpó a la
sala de sesiones de la junta. Atemorizados los que en su seno buscaban
la rendición y alentados los de la parcialidad opuesta, no se titubeó
en desechar la demanda del enemigo. Y puestos todos sus individuos al
frente del mismo pueblo, recorrieron la línea animando y exhortando a
la pelea. Con la oportuna resolución se embraveció tanto la gente que
no hubo ya otra voz que la de vencer o morir.
El 28 a las once de la mañana se rompió el fuego. Como Moncey era
dueño de casi todo el arrabal de Cuarte, le fue fácil ordenar sus
batallones detrás del convento de San Sebastián. A su abrigo dirigieron
los enemigos sus cañones contra la puerta de Cuarte y batería de Santa
Catalina. Tres veces atacaron con el mayor ímpetu del lado de la
primera, y otras tantas fueron rechazados. Mandaba la batería española
con mucho acierto el capitán Don José Ruiz de Alcalá, y el puesto los
coroneles barón de Petrés y Don Bartolomé de Georget. Los enemigos no
perdonaron medio de flanquear a los nuestros por derecha e izquierda,
pero de un costado se lo estorbaron los fuegos de Santa Catalina, y
del otro el graneado de fusilería que desde la muralla hacían los
habitantes. El entusiasmo de los defensores tocaba en frenesí cada vez
que el enemigo huía, pero siempre se mantuvo el mejor orden. Temiose
por un rato carecer de metralla, y sin tardanza de las casas inmediatas
se arrancaron rejas, se enviaron barras y otros utensilios de hierro
que cortados en menudos pedazos pudieron suplir aquella falta,
acudiendo a porfía las señoras de la clase más elevada a coser los
saquillos de la recién fabricada metralla. Con tal ejemplo, ¿qué brazo
varonil hubiera cedido el paso al enemigo? El capitán general, los
magistrados y aun el arzobispo aparecíanse a veces en medio de aquel
importante puesto dando brío con su presencia a los menos esforzados.
Moncey tratando de variar su ataque, recogió sus soldados a la cruz
de Mislata, y acometió, después de un respiro, la batería de Santa
Catalina, a la derecha como dijimos de la de Cuarte. Era comandante
del punto el coronel Don Firmo Vallés, y de la batería Don Manuel de
Velasco y Don José Soler. Dos veces y con gran furia embistieron los
franceses. La primera ciaron abrasados por el fuego de cañón y el que
por su flanco izquierdo les hacía la fusilería; y la segunda huyeron
atropelladamente sin que los contuviesen las exhortaciones de sus
jefes. No por eso desistió Moncey, y fingiendo querer atacar el muro
por donde mira a la plazuela del Carbón, emprendió nueva acometida
contra la batería de Santa Catalina. Vano empeño. Sus soldados
repelidos dejaron el suelo empapado en su sangre. Distinguiose allí el
oficial Don Santiago O’Lalor, asesinado alevemente en el propio día por
mano desconocida.
Los franceses perturbados con defensa tan inesperada y recia, trataron
de dar una última embestida a la ciudad. Eran las cinco de la tarde
cuando avanzando Moncey con el grueso de su ejército hacia la puerta de
Cuarte, hizo marchar una columna por el convento de Jesús para atacar
la de San Vicente situada a la izquierda de la primera, y confiada al
cuidado del coronel Don Bruno Barrera, bajo cuyas órdenes dirigían
la artillería los oficiales Don Francisco Cano y Don Luis Almela.
Considerábase aquella parte del muro la más flaca, mayormente su centro
en donde está colocada en medio de las otras dos la puerta tapiada de
Santa Lucía, antiguamente dicha de la Boatella. Empezose el ataque,
y los españoles apuntaron con tal acierto sus cañones que lograron
desmontar los de los enemigos, y desalojarlos del punto que ocupaban
con notable matanza. Desde aquella hora que era ya la de las ocho de
la noche cesó el fuego en ambas líneas. Durante los diversos ataques
arrojaron los franceses a la ciudad granadas que no causaron daño.
[Marginal: Hechos notables de algunos españoles.]
El padre Rico anduvo constantemente por los parajes de mayor riesgo,
y coadyuvó grandemente a la defensa con su energía y brioso porte.
Fue imperturbable en su valor Juan Bautista Moreno que sin fusil y
con la espada en la mano alentaba a sus compañeros, y tomó a su cargo
abrir y cerrar las puertas sin reparar en el peligro que a cada paso
le amenazaba. Más sublime ejemplo dio aún con su conducta Miguel
García, mesonero de la calle de San Vicente, quien hizo solo a caballo
cinco salidas, y sacando en cada una de ellas cuarenta cartuchos los
empleaba como diestro tirador atinadamente. Hechos son estos dignos
de la recordación histórica, y no deben desdeñarse aunque vengan de
humilde lugar. Al contrario conviene repetirlos y grabarlos en la
memoria de los buenos ciudadanos, para que sean imitados en aquellos
casos en que peligre la independencia de la patria.
La resistencia de Valencia aunque de corta duración tuvo visos de
maravillosa. No tenía soldados que la defendiesen, habiendo salido a
diversos puntos los que antes la guarnecían, ni otros jefes entendidos
sino oficiales subalternos que guiaron el denuedo de los paisanos.
Los franceses perdieron más de 2000 hombres, y entre ellos al general
de ingenieros Cazals con otros oficiales superiores. Los españoles
resguardados detrás de los muros y baterías tuvieron que llorar pocos
de sus compatriotas, y ninguno de cuenta.
[Marginal: Retírase Moncey.]
Al amanecer del 29 Don Pedro Túpper puesto de vigía en el miguelete
o torre de la catedral avisó que los enemigos daban indicio de
retirarse. Apenas se creía tan plausible nueva, mas bien pronto todos
se cercioraron de ello viendo marchar al enemigo por Torrente para
tomar la calzada que va a Almansa. La alegría fue colmada, y esperábase
que el conde de Cervellón acabaría en el camino de destruir al mariscal
Moncey, o por lo menos le molestaría y picaría por todos lados.
[Marginal: Inacción de Cervellón.] Muy lejos estaba de obrar conforme
al común deseo. El general español había venido a Alcira cuando supo el
paso de los franceses por las Cabrillas, y su marcha sobre Valencia.
Allí permaneció tranquilo, y no trató de disputar a Moncey el paso
del Júcar después de su derrota delante de los muros de la capital.
Tachósele de remiso, principalmente porque habiendo consultado a los
oficiales superiores sobre el rumbo que en tal oportunidad convendría
seguir, opinaron todos que se impidiese a los franceses cruzar el río:
no abrazó su dictamen fundándose en lo indisciplinados que todavía
estaban sus soldados: prudencia quizá laudable, pero amargamente
censurada en aquellos tiempos.
[Marginal: Conducta laudable de Llamas.]
Perjudicó también a su fama, aun en el concepto de los juiciosos,
la contraposición que con la suya formó la conducta de Don Pedro
González de Llamas y la de Don José Caro. A este le hemos visto acudir
al socorro de Valencia, y si bien no con feliz éxito por lo menos
retardó con su movimiento el progreso del enemigo, lo cual fue de
suma utilidad para que se preparasen los vecinos de la ciudad a una
notable y afortunada resistencia. El general Llamas que de Murcia se
había acercado al puerto de Almansa, noticioso por su parte de que los
franceses iban a embestir a Valencia, había avanzado rápidamente y
colocádose a la espalda en Chiva, cortándoles así sus comunicaciones
con el camino de Cuenca. Y después obedeciendo las órdenes de la
junta provincial hostigó al enemigo hasta el Júcar, en donde se paró
asombrado de que Cervellón hubiese permanecido inactivo. Prodigáronse
pues alabanzas a Llamas, y achacose a Cervellón la culpa de no haber
derrotado al ejército de Moncey antes de la salida del territorio
valenciano. Como quiera que fuese, costole al fin el mando tal modo
de comportarse, graduado por los más de reprensible timidez. Moncey
prosiguió su retirada incomodado por el paisanaje, y a punto que no
osaba desviarse del camino real. Pasó el 2 de julio el puerto de
Almansa, y en Albacete hizo alto y dio descanso a sus fatigadas tropas.
[Marginal: Enfermedad de Murat.]
Entretanto no sabía el gobierno de Madrid cuál partido le convenía
abrazar. Notaba con desconsuelo burladas sus esperanzas, no habiendo
reprimido prontamente la insurrección de las provincias con las
expediciones enviadas al intento. Temía también que las tropas
desparramadas por diversos y lejanos puntos, y molestadas sin gozar de
un instante de sosiego, no acabasen por perder la disciplina. Mucho
contribuyó a su desconcierto la enfermedad grave de que fue acometido
el gran duque de Berg en los primeros días de junio, con lo cual se
hallaron los individuos de la junta faltos de un centro principal que
diera unión y fuerza. Hubo entre los suyos quien le creyó envenenado, y
entre los españoles no faltó también quien atribuyera su mal a castigo
del cielo por las tropelías y asesinatos del 2 de mayo. Los ociosos y
lenguaraces buscaban el principio en un origen impuro, dando lugar a
sus sueltas palabras los deslices de que no estaba exento el duque.
Mas la verdadera enfermedad de este era uno de aquellos cólicos por
desgracia harto comunes en la capital del reino, y que por serlo tanto
los ha distinguido en una disertación el docto Luzuriaga con el nombre
de cólicos de Madrid. Agregáronsele unas tercianas tan pertinaces y
recias que descaeciendo su espíritu y su cuerpo, tuvo que conformarse
con el dictamen de los facultativos de trasladarse a Francia, y tomar
las aguas termales de Barèges. [Marginal: Enfermedades en su ejército.
Opinión de Larrey.] Provocó también a sospecha de emponzoñamiento el
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