Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 09

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la junta a la partida del infante, dejando a la reina que obrase
según su deseo. Reiteró Murat el 1.º de mayo la demanda acerca del
infante, tomando a su cuidado evitar a la junta cualquiera desazón
o responsabilidad. Tratose largamente en ella si se había o no de
acceder: los pareceres anduvieron muy divididos, y hubo quien propuso
resistir con la fuerza. Consultose acerca del punto con Don Gonzalo
Ofárril como ministro de la guerra, quien trazó un cuadro en tal
manera triste, si bien cierto, de la situación de Madrid apreciada
militarmente, que no solo arrastró a su opinión la de la mayoría,
sino que también se convino en contener con las fuerzas nacionales
cualquiera movimiento del pueblo. Hasta ahora la junta había sido débil
e indecisa: en adelante menos atenta a sus sagrados deberes irá poco
a poco uniéndose y estrechándose con el orgulloso invasor. Resuelto
pues el viaje de la reina de Etruria conforme a su libre voluntad, y el
del infante Don Francisco por consentimiento de la junta, se señaló la
mañana siguiente para su partida.
[Marginal: 2 de mayo.]
Amaneció en fin el 2 de mayo, día de amarga recordación, de luto y
desconsuelo, cuya dolorosa imagen nunca se borrará de nuestro afligido
y contristado pecho. Un présago e inexplicable desasosiego pronosticaba
tan aciago acontecimiento, o ya por aquel presentir oscuro que a veces
antecede a las grandes tribulaciones de nuestra alma, o ya más bien por
la esparcida voz de la próxima partida de los infantes. Esta voz y la
suma inquietud excitada por la falta de dos correos de Francia, habían
llamado desde muy temprano a la plazuela de palacio numeroso concurso
de hombres y mujeres del pueblo. Al dar las nueve subió en un coche con
sus hijos la reina de Etruria, mirada más bien como princesa extranjera
que como propia, y muy desamada por su continuo y secreto trato con
Murat: partió sin oponérsele resistencia. Quedaban todavía dos coches,
y al instante corrió por la multitud que estaban destinados al viaje
de los dos infantes Don Antonio y Don Francisco. Por instantes crecía
el enojo y la ira, cuando al oír de la boca de los criados de palacio
que el niño Don Francisco lloraba y no quería partir, se enternecieron
todos, y las mujeres prorrumpieron en lamentos y sentidos sollozos.
En este estado y alterados más y más los ánimos, llegó a palacio el
ayudante de Murat Mr. Augusto Lagrange encargado de ver lo que allí
pasaba, y de saber si la inquietud popular ofrecía fundados temores de
alguna conmoción grave. Al ver al ayudante, conocido como tal por su
particular uniforme, nada grato a los ojos del pueblo, se persuadió
este que era venido allí para sacar por fuerza a los infantes.
Siguiose un general susurro, y al grito de una mujerzuela: _que nos
los llevan_, fue embestido Mr. Lagrange por todas partes, y hubiera
perecido a no haberle escudado con su cuerpo el oficial de valonas
Don Miguel Desmaisieres y Flórez; mas subiendo de punto la gritería y
ciegos todos de rabia y desesperación, ambos iban a ser atropellados
y muertos si afortunadamente no hubiera llegado a tiempo una patrulla
francesa que los libró del furor de la embravecida plebe. Murat
prontamente informado de lo que pasaba envió sin tardanza un batallón
con dos piezas de artillería: la proximidad a palacio de su alojamiento
facilitaba la breve ejecución de su orden. La tropa francesa llegada
que fue al paraje de la reunión popular, en vez de contener el alboroto
en su origen, sin previo aviso ni determinación anterior, hizo una
descarga sobre los indefensos corrillos, causando así una general
dispersión, y con ella un levantamiento en toda la capital, porque
derramándose con celeridad hasta por los más distantes barrios los
prófugos de palacio, cundió con ellos el terror y el miedo, y en un
instante y como por encanto se sublevó la población entera.
Acudieron todos a buscar armas, y con ansia a falta de buenas se
aprovechaban de las más arrinconadas y enmohecidas. Los franceses
fueron impetuosamente acometidos por doquiera que se les encontraba.
Respetáronse en general los que estaban dentro de las casas o iban
desarmados, y con vigor se ensañaron contra los que intentaban juntarse
con sus cuerpos o hacían fuego. Los hubo que arrojando las armas e
implorando clemencia se salvaron, y fueron custodiados en paraje
seguro. ¡Admirable generosidad en medio de tan ciego y justo furor! El
gentío era inmenso en la calle Mayor, de Alcalá, de la Montera y de
las Carretas. Durante algún tiempo los franceses desaparecieron, y los
inexpertos madrileños creyeron haber alcanzado y asegurado su triunfo;
pero desgraciadamente fue de corta duración su alegría.
Los extranjeros prevenidos de antemano, y estando siempre en
vela, recelosos por la pública agitación de una populosa ciudad,
apresuradamente se abalanzaron por las calles de Alcalá y carrera
de San Jerónimo barriéndola con su artillería, y arrollando a la
multitud la caballería de la guardia imperial a las órdenes del jefe
de escuadron Daumesnil. Señaláronse en crueldad los lanceros polacos
y los mamelucos, los que conforme a las órdenes de los generales de
brigada Guillot y Daubray forzaron las puertas de algunas casas, o ya
porque desde dentro hubiesen tirado, o ya porque así lo fingieron para
entrarlas a saco y matar a cuantos se les presentaban. Así asaltando
entre otras la casa del duque de Híjar en la carrera de San Jerónimo
arcabucearon delante de sus puertas al anciano portero. Estuvieron
también próximos a experimentar igual suerte el marqués de Villamejor
y el conde de Talara, aunque no habían tomado parte en la sublevación.
Salváronlos sus alojados. El pueblo combatido por todas partes fue
rechazado y disperso, y solo unos cuantos siguieron defendiéndose
y aun atacaron con sobresaliente bizarría. Entre ellos los hubo
que vendiendo caras sus vidas se arrojaron en medio de las filas
francesas hiriendo y matando hasta dar el postrer aliento: hubo otros
que parapetándose en las esquinas de las calles iban de una en otra
haciendo continuado y mortífero fuego: algunos también en vez de huir
aguardaban a pie firme, o asestaban su último y furibundo golpe contra
el jefe u oficial conocido por sus insignias. ¡Estériles esfuerzos de
valor y personal denuedo!
La tropa española permanecía en sus cuarteles por orden de la junta
y del capitán general Don Francisco Javier Negrete, furiosa y
encolerizada, mas retenida por la disciplina. Entretanto paisanos
sin resguardo ni apoyo se precipitaron al parque de artillería, en
el barrio de las Maravillas, para sacar los cañones y resistir con
más ventaja. Los artilleros andaban dudosos en tomar o no parte con
el pueblo, a la misma sazón que cundió la voz de haber sido atacado
por los franceses uno de los otros cuarteles. Decididos entonces y
puestos al frente Don Pedro Velarde y D. Luis Daoiz abrieron las
puertas del parque, sacaron tres cañones y se dispusieron a rechazar al
enemigo, sostenidos por los paisanos y un piquete de infantería a las
órdenes del oficial Ruiz. Al principio se cogieron prisioneros algunos
franceses, pero poco después una columna de estos de los acantonados en
el convento de San Bernardino se avanzó mandada por el general Lefranc,
trabándose de ambos lados una porfiada refriega. El parque se defendió
valerosamente, menudearon las descargas, y allí quedaron tendidos
número crecido de enemigos. De nuestra parte perecieron bastantes
soldados y paisanos: el oficial Ruiz fue desde el principio gravemente
herido. Don Pedro Velarde feneció atravesado de un balazo: y escaseando
ya los medios de defensa con la muerte de muchos, y aproximándose
denodadamente los franceses a la bayoneta, comenzaron los nuestros a
desalentar y quisieron rendirse. Pero cuando se creía que los enemigos
iban a admitir la capitulación se arrojaron sobre las piezas, mataron
a algunos, y entre ellos traspasaron desapiadadamente a bayonetazos a
Don Luis Daoiz, herido antes en un muslo. Así terminaron su carrera los
ilustres y beneméritos oficiales Daoiz y Velarde: honra y gloria de
España, dechado de patriotismo, servirán de ejemplo a los amantes de
la independencia y libertad nacional. El reencuentro del parque fue el
que costó más sangre a los franceses, y en donde hubo resistencia más
ordenada.
Entretanto la débil junta azorada y sorprendida pensó en buscar
remedio a tamaño mal. Ofárril y Azanza habiendo recorrido inútilmente
los alrededores de palacio, y no siendo escuchados de los franceses,
montaron a caballo y fueron a encontrarse con Murat, quien desde el
principio de la sublevación para estar más desembarazado y más a mano
de dar órdenes, ya a las tropas de afuera, ya a las de adentro, se
colocó con el mariscal Moncey y principales generales fuera de puertas
en lo alto de la cuesta de San Vicente. Llegaron allí los comisionados
de la junta, y dijeron al gran duque que si mandaba suspender el
fuego y les daba para acompañarlos uno de sus generales se ofrecían
a restablecer la tranquilidad. Accedió Murat y nombró al efecto al
general Harispe. Juntos los tres pasaron a los consejos, y asistidos
de individuos de todos ellos se distribuyeron por calles y plazas, y
recorriendo las principales alcanzaron que la multitud se aplacase
con oferta de olvido de lo pasado y reconciliación general. En aquel
paseo se salvó la vida a varios desgraciados, y señaladamente a algunos
traficantes catalanes a ruego de Don Gonzalo Ofárril.
Retirados los españoles, todas las bocacalles y puntos importantes
fueron ocupados por los franceses, situando particularmente en las
encrucijadas cañones con mecha encendida.
Aunque sumidos todos en dolor profundo, se respiraba algún tanto con
la consoladora idea de que por lo menos haría pausa la desolación y la
muerte. ¡Engañosa esperanza! A las tres de la tarde una voz lúgubre
y espantosa empezó a correr con la celeridad del rayo. Afirmábase
que españoles tranquilos habían sido cogidos por los franceses y
arcabuceados junto a la fuente de la Puerta del Sol y la iglesia de la
Soledad, manchando con su inocente sangre las gradas del templo. Apenas
se daba crédito a tamaña atrocidad, y conceptuábanse falsos rumores
de ilusos y acalorados patriotas. Bien pronto llegó el desengaño.
En efecto, los franceses después de estar todo tranquilo habían
comenzado a prender a muchos españoles, que en virtud de las promesas
creyeron poder acudir libremente a sus ocupaciones. Prendiéronlos
con pretexto de que llevaban armas: muchos no las tenían, a otros
solo acompañaba o una navaja o unas tijeras de su uso. Algunos fueron
arcabuceados sin dilación, otros quedaron depositados en la casa de
correos y en los cuarteles. Las autoridades españolas fiadas en el
convenio concluido con los jefes franceses, descansaban en el puntual
cumplimiento de lo pactado. Por desgracia fuimos de los primeros a
ser testigos de su ciega confianza. Llevados a casa de Don Arias Mon
gobernador del consejo con deseo de librar la vida a Don Antonio
Oviedo, quien sin motivo había sido preso al cruzar de una calle, nos
encontramos con que el venerable anciano, rendido al cansancio de la
fatigosa mañana, dormía sosegadamente la siesta. Enlazados con él por
relaciones de paisanaje y parentesco, conseguimos que se le despertase,
y con dificultad pudimos persuadirle de la verdad de lo que pasaba,
respondiendo a todo que una persona como el gran duque de Berg no
podía descaradamente faltar a su palabra... ¡tanto repugnaba el falso
proceder a su acendrada probidad! Cerciorado al fin, procuró aquel
digno magistrado reparar por su parte el grave daño, dándonos también
a nosotros en propia mano la orden para que se pusiese en libertad a
nuestro amigo. Sus laudables esfuerzos fueron inútiles, y en balde
fueron nuestros pasos en favor de Don Antonio Oviedo. A duras penas
penetrando por las filas enemigas con bastante peligro, de que nos
salvó el hablar la lengua francesa, llegamos a la casa de correos donde
mandaba por los españoles el general Sesti. Le presentamos la orden del
gobernador, y friamente nos contestó que para evitar las continuadas
reclamaciones de los franceses, les había entregado todos sus presos
y puéstolos en sus manos: así aquel italiano al servicio de España
retribuyó a su adoptiva patria los grados y mercedes con que le había
honrado. En dicha casa de correos se había juntado una comisión militar
francesa con apariencias de tribunal; mas por lo común sin ver a los
supuestos reos, sin oírles descargo alguno ni defensa los enviaba en
pelotones unos en pos de otros para que pereciesen en el Retiro o en
el Prado. Muchos llegaban al lugar de su horroroso suplicio ignorantes
de su suerte; y atados de dos en dos, tirando los soldados franceses
sobre el montón, caían o muertos o mal heridos, pasando a enterrarlos
cuando todavía algunos palpitaban. Aguardaron a que pasase el día
para aumentar el horror de la trágica escena. Al cabo de veinte años
nuestros cabellos se erizan todavía al recordar la triste y silenciosa
noche, solo interrumpida por los lastimeros ayes de las desgraciadas
víctimas y por el ruido de los fusilazos y del cañón que de cuando
en cuando y a lo lejos se oía y resonaba. Recogidos los madrileños a
sus hogares lloraban la cruel suerte que había cabido o amenazaba al
pariente, al deudo o al amigo. Nosotros nos lamentábamos de la suerte
del desventurado Oviedo, cuya libertad no habíamos logrado conseguir,
a la misma sazón que pálido y despavorido le vimos impensadamente
entrar por las puertas de la casa en donde estábamos. Acababa de deber
la vida a la generosidad de un oficial francés movido de sus ruegos y
de su inocencia, expresados en la lengua extraña con la persuasiva
elocuencia que le daba su crítica situación. Atado ya en un patio del
Retiro, estando para ser arcabuceado le soltó, y aun no había salido
Oviedo del recinto del palacio cuando oyó los tiros que terminaron la
larga y horrorosa agonía de sus compañeros de infortunio.[*] [Marginal:
(* Ap. n. 2-21.)] Me he atrevido a entretejer con la relación general
un hecho que si bien particular, da una idea clara y verdadera del
modo bárbaro y cruel con que perecieron muchos españoles, entre los
cuales había sacerdotes, ancianos y otras personas respetables. No
satisfechos los invasores con la sangre derramada por la noche,
continuaron todavía en la mañana siguiente pasando por las armas a
algunos de los arrestados la víspera, para cuya ejecución destinaron
el cercado de la casa del príncipe Pío. Con aquel sangriento suceso se
dio correspondiente remate a la empresa comenzada el 2 de mayo, día que
cubrirá eternamente de baldón al caudillo del ejército francés, que
friamente mandó asesinar, atraillados sin juicio ni defensa a inocentes
y pacíficos individuos. Lejos estaba entonces de prever el orgulloso y
arrogante Murat que años después cogido, sorprendido y casi atraillado
también a la manera de los españoles del 2 de mayo, sería arcabuceado
sin detenidas formas y a pesar de sus reclamaciones, ofreciendo en su
persona un señalado escarmiento a los que ostentan hollar impunemente
los derechos sagrados de la justicia y de la humanidad.
Difícil sería calcular ahora con puntualidad la pérdida que hubo por
ambas partes. El consejo interesado en disminuirla la rebajó a unos
200 hombres del pueblo. Murat aumentando la de los españoles redujo
la suya acortándola el Monitor a unos 80 entre muertos y heridos. Las
dos relaciones debieron ser inexactas por la sazón en que se hicieron
y el diverso interés que a todos ellos movía. Según lo que vimos y
atendiendo a lo que hemos consultado después y al número de heridos
que entraron en los hospitales, creemos que aproximadamente puede
computarse la pérdida de unos y otros en 1200 hombres.
Calificaron los españoles el acontecimiento del 2 de mayo de trama
urdida por los franceses, y no faltaron algunos de estos que se
imaginaron haber sido una conspiración preparada de antemano por
aquellos: suposiciones falsas y desnudas ambas de sólido fundamento.
Mas, desechando los rumores de entonces, nos inclinamos sí a que
Murat celebró la ocasión que se le presentaba y no la desaprovechó,
jactándose como después lo hizo de haber humillado con un recio
escarmiento la fiereza castellana. Bien pronto vio cuán equivocado
era su precipitado juicio. Aquel día fue el origen del levantamiento
de España contra los franceses, contribuyendo a ello en gran manera
el concurso de forasteros que había en la capital con motivo del
advenimiento al trono de Fernando VII. Asustados estos y horrorizados,
volvieron a sus casas difundiendo por todas las provincias la infausta
nueva y excitando el odio y la abominación contra el cruel y fementido
extranjero.
[Marginal: Día 3.]
Profunda tristeza y abatimiento señalaron el día 3. Las tiendas y
las casas cerradas, las calles solitarias y recorridas solamente
por patrullas francesas ofrecían el aspecto de una ciudad desierta
y abandonada. Murat mandó fijar en las esquinas una proclama [*]
[Marginal: (* Ap. n. 2-20.)] digna de Atila, respirando sangre y
amenazas, con lo que la indignación, si bien reconcentrada entonces,
tomó cada vez mayor incremento y braveza.
[Marginal: Salida de los infantes para Francia el 3 y el 4.]
Aterrado así el pueblo de Madrid, se fue adelante en el propósito de
trasladar a Francia toda la real familia, y el mismo día 3 salió para
Bayona el infante Don Francisco. No se había pasado aquella noche sin
que el conde de Laforest y Mr. Freville indicasen en una conferencia
secreta al infante Don Antonio la conveniencia y necesidad de que
fuese a reunirse con los demás individuos de su familia, para que en
presencia de todos se tomasen de acuerdo con el emperador las medidas
convenientes al arreglo de los negocios de España. Condescendió el
infante consternado con los sucesos precedentes, y señaló para su
partida la madrugada del 4, habiéndose tomado un coche de viaje de la
duquesa viuda de Osuna, a fin de que caminase más disimuladamente.
Dirigió antes de su salida un papel o decreto [no sabemos qué nombre
darle] a Don Francisco Gil y Lemus como vocal más antiguo de la junta y
persona de su particular confianza. Aunque temamos faltar a la gravedad
de la historia, lo curioso del papel así en la sustancia como en la
forma exige que le insertemos aquí literalmente. «Al señor Gil. — A
la junta para su gobierno la pongo en su noticia como me he marchado
a Bayona de orden del rey, y digo a dicha junta que ella sigue en
los mismos términos como si yo estuviese en ella. — Dios nos la dé
buena. — A Dios, señores, hasta el valle de Josafat. — Antonio
Pascual.» Basta esta carta del buen infante Don Antonio Pascual para
conjeturar cuán superior era a sus fuerzas la pesada carga que le
había encomendado su sobrino. Había sido siempre reputado por hombre
de partes poco aventajadas, y en los breves días de su presidencia no
ganó ni en concepto ni en estimación. La reina María Luisa le graduaba
en sus cartas de hombre de muy _poco talento y luces_, agregábale
además la calidad de _cruel_. El juicio de la reina en su primera
parte era conforme a la opinión general; pero en lo de _cruel_, a
haberse entonces sabido, se hubiera atribuido a injusta calificación
de enemistad personal. Por desgracia la saña con que aquel infante
se expresó el año de 1814 contra todos los perseguidos y proscritos,
confirmó triste y sobradamente la justicia e imparcialidad con que
la reina había bosquejado su carácter. Aquí acabó por decirlo así la
primera época de la junta de gobierno, hasta cuyo tiempo si bien se
echa de menos energía y la conveniente previsión, falta disculpable
en tan delicada crisis, no se nota en su conducta connivencia ni
reprensibles tratos con el invasor extranjero. En adelante su modo de
proceder fue variando y enturbiándose más y más. Pero ya es tiempo de
que volvamos los ojos a las escenas no menos lamentables que al mismo
tiempo se representaban en Bayona.
[Marginal: Llega Napoleón a Bayona.]
Napoleón al día siguiente de su llegada el 16 de abril, dio
audiencia en aquella ciudad a una diputación de portugueses enviada
para cumplimentarle, y les ofreció conservar su independencia, no
desmembrando parte alguna de su territorio ni agregándolos tampoco a
España. No pudo verle el infante Don Carlos por hallarse indispuesto;
mas Napoleón pasó a visitar en persona a Fernando una hora después
de su arribo, el que se verificó como hemos dicho el día 20. El
recién llegado bajó a recibirle a la puerta de la calle, en donde
habiéndose estrechamente abrazado estuvieron juntos corto rato, y
solamente se tocaron en la conversación puntos indiferentes. Fernando
fue convidado a comer para aquella misma tarde con el emperador, y a
la hora señalada yendo en carruajes imperiales con su comitiva, fue
conducido al palacio de Marracq donde Napoleón residía. Saliole este a
recibir hasta el estribo del coche, etiqueta solo usada con las testas
coronadas. En la mesa evitó tratarle como príncipe o como rey. Acabada
la comida permanecieron poco tiempo juntos, y se despidieron quedando
los españoles muy contentos del agasajo con que habían sido tratados,
y renaciendo en ellos la esperanza de que todo iba a componerse bien
y satisfactoriamente. Vuelto Fernando a su posada entró en ella muy
luego el general Savary con el inesperado mensaje de que el emperador
había resuelto irrevocablemente derribar del trono la estirpe de los
Borbones, sustituyendo la suya, [Marginal: Se anuncia a Fernando
que renuncie.] y que por consiguiente S. M. I. exigía que el rey en
su nombre y en el de toda su familia renunciase la corona de España
e Indias en favor de la dinastía de Bonaparte. No se sabe si debe
sorprender más la resolución en sí misma y el tiempo y ocasión de
anunciarla, o la serenidad del mensajero encargado de dar la noticia.
No habían transcurrido aun cinco días desde que el general Savary había
respondido con su cabeza de que el emperador reconocería al príncipe
de Asturias por rey si hiciese la demostración amistosa de pasar a
Bayona; y el mismo general encargábase ahora no ya de poner dudas o
condiciones a aquel reconocimiento, sino de intimar al príncipe y a
su familia el despojo absoluto del trono heredado de sus abuelos.
¡Inaudita audacia! Aguardar también para notificar la terrible decisión
de Napoleón el momento en que acababa de darse a los príncipes de
España pruebas de un bueno y amistoso hospedaje, fue verdaderamente
rasgo de inútil y exquisita inhumanidad, apenas creíble a no habérnoslo
trasmitido testigos oculares. Los héroes del político florentino César
Borja y Oliveretto di Fermo en sus crueldades y excesos parecidos en
gran manera a este de Napoleón, hallaban por lo menos cierta disculpa
en su propia debilidad y en ser aquella la senda por donde caminaban
los príncipes y estados de su tiempo. Mas el hombre colocado al frente
de una nación grande y poderosa, y en un siglo de costumbres más suaves
nunca podrá justificar o paliar siquiera ni su aleve resolución, ni el
modo odioso e inoportuno de comunicarla.
[Marginal: Conferencias de Escóiquiz y Cevallos.]
Después del intempestivo y desconsolador anuncio, tuvieron acerca
del asunto Don Pedro Cevallos y Don Juan Escóiquiz importantes
conferencias. Comenzó la de Cevallos con el ministro Champagny, y
cuando sostenía aquel con tesón y dignidad los derechos de su príncipe,
en medio de la discusión presentose el emperador, y mandó a ambos
entrar en su despacho, en donde enojado con lo que a Cevallos le había
oído, pues detrás de una puerta había estado escuchando, le apellidó
_traidor_, por desempeñar cerca de Fernando el mismo destino de que
había disfrutado bajo Carlos IV. Añadidos otros denuestos, se serenó
al fin y concluyó con decir que «tenía una política peculiar suya; que
debía [Cevallos] adoptar ideas más francas, ser menos delicado sobre
el pundonor y no sacrificar la prosperidad de España al interés de la
familia de Borbón.»
La primera conferencia de Escóiquiz fue desde luego con Napoleón mismo,
quien le trató con más dulzura y benignidad que a Cevallos, merced
probablemente a los elogios que el canónigo le prodigó con larga
mano. La conversación tenida entre ambos nos ha sido conservada por
Escóiquiz, y aunque dueño este de modificarla en ventaja suya, lleva
visos de verídica y exacta, así por lo que Bonaparte dice, como también
por aparecer en ella el bueno de Escóiquiz en su original y perpetua
simplicidad. El emperador francés poco atento a floreos y estudiadas
frases, insistió con ahínco en la violencia con que a Carlos IV se le
había arrancado su renuncia, siendo el punto que principalmente le
interesaba. No por eso dejó Escóiquiz de seguir perorando largamente;
pero su _cicerónica arenga_, como por mofa la intitulaba Napoleón,
no conmovió el imperial ánimo de este, que terminó la conferencia con
autorizar a Escóiquiz para que en nombre suyo ofreciese a Fernando el
reino de Etruria en cambio de la corona de España; en cuya propuesta
quería dar al príncipe una prueba de su estimación, prometiendo además
casarle con una princesa de su familia. Después de lo cual y de tirarle
amistosa si bien fuertemente de las orejas, según el propio relato del
canónigo, dio fin a la conversación el emperador francés.
Apresuradamente volvió a la posada del rey Fernando Don Juan Escóiquiz,
a quien todos aguardaban con ansia. Comunicó la nueva propuesta de
Napoleón, y se juntó el consejo de los que acompañaban al rey para
discutirla. En él los más de los asistentes, a pesar de los repetidos
desengaños, solo veían en las nuevas proposiciones el deseo de pedir
mucho para alcanzar algo, y todos a excepción de Escóiquiz votaron por
desechar la propuesta del reino de Etruria. Cierto que si por una parte
horroriza la pérfida conducta de Napoleón, por otra causa lástima y
despecho el constante desvarío de los consejeros de Fernando y aquel
continuado esperar en quien solo había dado muestras de mala voluntad.
La opinión de Escóiquiz fue aún menos disculpable; la de los otros
consejeros se fundaba en un juicio equivocado, pero la del último no
solo le deshonraba como español queriendo que se trocase el vasto y
poderoso trono de su patria por otro pequeño y limitado, no solo daba
indicio de mísera y personal ambición, sino que también probaba de
nuevo imprevisión incurable en imaginarse que Bonaparte respetaría más
al nuevo rey de Etruria que lo que había respetado al antiguo y a los
que eran legítimamente príncipes de España.
Continuaron las conferencias habiendo sustituido a Cevallos Don Pedro
Labrador, y entendiéndose con Escóiquiz Mr. de Pradt, obispo de
Poitiers. Labrador rompió desde luego sus negociaciones con Mr. de
Champagny: los otros prosiguieron sin resultado alguno su recíproco
trato y explicaciones. Daba ocasión a muchas de estas conferencias la
vacilación misma de Napoleón, quien deseaba que Fernando renunciase
sus derechos, sin tener que acudir a una violencia abierta, y también
para dar lugar a que Carlos IV y el otro partido de la corte llegasen a
Bayona. Así fue que la víspera del día en que se aguardaba a los reyes
viejos, anunció Napoleón a Fernando que ya no trataría sino con su
padre.
[Marginal: Llegada de Carlos IV a Bayona.]
Ya hemos visto como el 25 de abril habían salido aquellos del Escorial,
ansiosos de abrazar a su amigo Godoy, y persuadidos hasta cierto punto
de que Napoleón los repondría en el trono. Pruébanlo las conversaciones
que tuvieron en el camino, y señaladamente la que en Villa Real trabó
la reina con el duque de Mahón; a quien habiéndole preguntado qué
noticias corrían, respondió dicho duque «asegúrase que el emperador de
los franceses reúne en Bayona todas las personas de la familia real de
España para privarlas del trono.» Parose la reina como sorprendida,
y después de haber reflexionado un rato, replicó: «Napoleón siempre
ha sido enemigo grande de nuestra familia: sin embargo ha hecho a
Carlos reiteradas promesas de protegerle, y no creo que obre ahora con
perfidia tan escandalosa.» Arribaron pues a Bayona el 30, siendo desde
la frontera cumplimentados y tratados como reyes, y con una distinción
muy diversa de aquella con que se había recibido a su hijo. Napoleón
los vio el mismo día, y no los convidó a comer sino para el siguiente
1.º de mayo; queriéndoles hacer el obsequio de que descansasen.
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