Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 11

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No satisfecho Napoleón con las cesiones de los príncipes, ni con la
sumisión y petición de las supremas autoridades, pensó en congregar
una diputación de españoles, [Marginal: Diputación de Bayona.] que
con simulacro de cortes diesen en Bayona una especie de aprobación
nacional a todo lo anteriormente actuado. Ya dijimos que a mediados
de abril había intentado Murat llevar a efecto aquel pensamiento; mas
hasta ahora en mayo no se puso en perfecta y cumplida ejecución. La
convocatoria [*] [Marginal: (* Ap. n. 2-31.)] se dio a luz en la Gaceta
de Madrid de 24 del mismo mes, con la singularidad de no llevar fecha.
Estaba extendida a nombre del gran duque de Berg y de la junta suprema
de gobierno, y se reducía en sustancia a que siendo el deseo de S.
M. I. y R. juntar en Bayona una diputación general de 150 individuos
para el 15 de junio siguiente, a fin de tratar en ella de la felicidad
de España, indicando todos los males que el antiguo sistema había
ocasionado, y proponiendo las reformas y remedios para destruirlos, la
junta suprema había nombrado varios sujetos que allí se expresaban,
reservando a algunas corporaciones, a las ciudades de voto en cortes
y otras sus respectivas elecciones. Según el decreto debían también
asistir grandes, títulos, obispos, generales de las órdenes religiosas,
individuos del comercio, de las universidades, de la milicia, de la
marina, de los consejos y de la Inquisición misma. Se escogieron
igualmente seis individuos que representasen la América. Azanza que en
23 de mayo había ido a Bayona para dar cuenta al emperador del estado
de la hacienda de España, se quedó por orden suya a presidir la junta
o diputación general próxima a reunirse. Más adelante examinaremos
la índole y los trabajos de esta junta, y hablaremos del solemne
reconocimiento que ella y los españoles allí presentes hicieron del
intruso José.
[Marginal: Medidas de precaución de Murat.]
Murat luego que estuvo al frente del gobierno de España, recelando
en vista del general desasosiego que hubiese sublevaciones más o
menos parciales, adoptó varios medios para prevenirlas. Agregó a la
división o cuerpo de Dupont dos regimientos suizos españoles, y puso
a la disposición del mariscal Moncey cuatro batallones de guardias
españolas y valonas y los guardias de Corps. Pasó órdenes para enviar
3000 hombres de Galicia a Buenos Aires, y en 19 de mayo dio el mando
de la escuadra de Mahón al general Salcedo con encargo de hacerse a la
vela para Toulon; lo cual afortunadamente no pudo cumplirse por los
acontecimientos que muy luego sobrevinieron. Se ordenó a la división
española acantonada en Extremadura pasase a San Roque, y a Solano
que hasta entonces había sido su jefe se le previno que regresase a
Cádiz para tomar de nuevo el mando de Andalucía, yendo a explorar
sus intenciones el oficial de ingenieros francés Constantin. Con el
mismo objeto y con pretexto de examinar la plaza de Gibraltar se
envió cerca del general Don Francisco Javier Castaños, que mandaba en
el campo de San Roque, al jefe de batallón de ingenieros Rogniat:
otros comisionados fueron enviados a Ceuta. El Buen Retiro se empezó
a fortificar, encerrando dentro de su recinto abundantes provisiones
de boca y guerra, habiéndose los franceses apoderado por todas partes
de cuantos almacenes y depósitos de municiones y armas estuvieron a su
alcance. Cortas precauciones para reprimir el universal descontento.
Pero ahora que ya tenemos a Napoleón imaginándose poder enajenar a su
antojo la corona de España; ahora que ya está internada en Francia la
familia real; Murat mandando en Madrid; sometidos la junta suprema
y los consejos, y convocada a Bayona una diputación de españoles,
será bien que desviando nuestra vista de tantas escenas de perfidia y
abatimiento, de imprevisión y flaqueza, nos volvamos a contemplar un
sublime y grandioso espectáculo.


RESUMEN
DEL
LIBRO TERCERO.

_Insurrección general contra los franceses. — Levantamiento de
Asturias. — Misión a Inglaterra. — Levantamiento de Galicia. —
Levantamiento de Santander. — Levantamiento de León y Castilla la
Vieja. — Levantamiento de Sevilla. — Rendición de la escuadra
francesa surta en Cádiz. — Levantamiento de Granada. — Levantamiento
de Extremadura. — Conmociones en Castilla la Nueva. — Levantamiento
de Cartagena y Murcia. — Levantamiento de Valencia. — Levantamiento
de Aragón. — Levantamiento de Cataluña. — Levantamiento de las
Baleares. — Navarra y Provincias Vascongadas. — Islas Canarias. —
Reflexiones generales. — Portugal. — Su situación. — Divisiones
francesas que intentan pasar a España. — Los españoles se retiran
de Oporto. — Primer levantamiento de Oporto. — Levantamiento de
Tras-os-Montes, y segundo de Oporto. — Se desarma a los españoles de
Lisboa. — Rechazan los españoles a los franceses en Os Pegões. —
Levantamiento de los Algarbes. — Convenciones entre algunas juntas de
España y Portugal._


HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
LIBRO TERCERO.

[Marginal: Insurrección general contra los franceses.]
Encontrados afectos habían agitado durante dos meses a las vastas
provincias de España. Tras la alegría y el júbilo, tras las esperanzas
tan lisonjeras como rápidas de marzo habían venido las zozobras, las
sospechas, los temores de abril. El 2 de mayo había llevado consigo
a todas partes el terror y el espanto, y al propagarse la nueva de
las renuncias, de las perfidias y torpes hechos de Bayona, un grito
de indignación y de guerra lanzándose con admirable esfuerzo de las
cabezas de provincia, se repitió y cundió resonando por caserías y
aldeas, por villas y ciudades. A porfía las mujeres y los niños, los
mozos y los ancianos arrebatados de fuego patrio, llenos de cólera
y rabia, clamaron unánime y simultáneamente por pronta, noble y
tremenda venganza. Renació España, por decirlo así, fuerte, vigorosa,
denodada; renació recordando sus pasadas glorias; y sus provincias
conmovidas, alteradas y enfurecidas se representaban a la imaginación
como las describía Veleyo Patérculo, _tam diffusas, tam frequentes,
tam feras_. El viajero que un año antes pisando los anchos campos de
Castilla hubiese atravesado por medio de la soledad y desamparo de sus
pueblos, si de nuevo hubiese ahora vuelto a recorrerlos, viéndolos
llenos de gente, de turbación y afanosa diligencia, con razón hubiera
podido achacar a mágica transformación mudanza tan extraordinaria y
repentina. Aquellos moradores como los de toda España, indiferentes
no había mucho a los negocios públicos, salían ansiosamente a
informarse de las novedades y ocurrencias del día, y desde el alcalde
hasta el último labriego, embravecidos y airados, estremeciéndose
con las muertes y tropelías del extranjero, prorrumpían al oírlas en
lágrimas de despecho. Tan cierto era que aquellos nobles y elevados
sentimientos, que engendraron en el siglo decimosexto tantos portentos
de valor y tantas y tan inauditas hazañas, estaban adormecidos, pero
no apagados en los pechos españoles, y al dulce nombre de patria, a
la voz de su rey cautivo, de su religión amenazada, de sus costumbres
holladas y escarnecidas se despertaron ahora con viva y recobrada
fuerza. Cuanto mayores e inesperados habían sido los ultrajes, tanto
más terrible y asombroso fue el público sacudimiento. La historia no
nos ha transmitido ejemplo más grandioso de un alzamiento tan súbito
y tan unánime contra una invasión extraña. Como si un premeditado
acuerdo, como si una suprema inteligencia hubiera gobernado y dirigido
tan gloriosa determinación, las más de las provincias se levantaron
espontáneamente casi en un mismo día, sin que tuviesen muchas noticias
de la insurrección de las otras, y animadas todas de un mismo espíritu
exaltado y heroico. A resolución tan magnánima fue estimulada la nación
española por los engaños y alevosías de un falso amigo que, con capa
de querer regenerarla desconociendo sus usos y sus leyes, intentó a
su antojo dictarle otras nuevas, variar la estirpe de sus reyes, y
destruir así su verdadera y bien entendida independencia, sin la que
desmoronándose los estados más poderosos, hasta su nombre se acaba y
lastimosamente perece.
Este uniforme y profundo sentimiento quiso en Asturias,[*] [Marginal:
Levantamiento de Asturias. (* Ap. n. 3-1.)] primero que en otra
parte, manifestarse de un modo más legal y concertado. Contribuyeron
a ello diversas y muy principales causas. Juntamente con la opinión
que era común a toda España de mirar con desvío y odio la dominación
extranjera, aún se conservaba en aquel principado un ilustre recuerdo
de haber ofrecido su enmarañado y riscoso suelo seguro abrigo a
los venerables restos de los españoles esforzados, que huyendo de
la irrupción sarracénica dieron principio a la larga y porfiada
lucha que acabó por afianzar la independencia y unión de los
pueblos peninsulares. Le inspiraba también confianza su ventajosa y
naturalmente resguardada posición. Bañada al norte por las olas del
océano, rodeada por otras partes de caminos a veces intransitables, la
ceñían al mediodía fragosas y encumbradas montañas. Acertó igualmente
a estar entonces congregada la junta general del principado, reliquia
dichosamente preservada del casi universal naufragio de nuestros
antiguos fueros. Sus facultades, no muy bien deslindadas, se limitaban
a asuntos puramente económicos; pero en semejante crisis, compuesta en
lo general de individuos nombrados por los concejos, se la consideró
como oportuno centro para legitimar y dirigir atinadamente los ímpetus
del pueblo. Reuníase cada tres años, y casualmente en aquel cayó el de
su convocación, habiendo abierto sus sesiones el 1.º de mayo.
A pocos días con la aciaga nueva del 2 en Madrid llegó a Oviedo la
orden para que el coronel comandante de armas Don Nicolás de Llano
Ponte publicase el sanguinario bando que el 3 había Murat promulgado
en la capital del reino. Los moradores de Asturias conmovidos y
desasosegados al par de los demás de España, habían ya en 29 de abril
apedreado en Gijón la casa del cónsul francés, de resultas de haber
este osado arrojar desde sus ventanas varios impresos contra la familia
de Borbón. En tal situación y esparciéndose la voz de que iban a
cumplirse instrucciones rigurosas remitidas de Madrid por el desacato
cometido contra el cónsul, se encendieron más y más los ánimos en gran
manera estimulados por las patrióticas exhortaciones del marqués de
Santa Cruz de Marcenado, de su pariente Don Manuel de Miranda y de
Don Ramón de Llano Ponte, canónigo de aquella iglesia, quien habiendo
servido antes en el cuerpo de guardias estaba adornado de hidalgas y
distinguidísimas prendas.
Decidida pues la audiencia territorial de acuerdo con el jefe militar
a publicar el 9 el bando que de Madrid se había enviado, empezaron
a recorrer juntos las calles, cuando a poco tiempo agolpándose y
saliéndoles al encuentro gran muchedumbre a los gritos de viva Fernando
VII y muera Murat, los obligaron a retroceder y desistir de su intento.
Agavillándose entonces con mayor aliento los alborotados, entre los
que se señalaron los estudiantes de la universidad, reunidos todos
enderezaron sus pasos a la sala de sesiones de la junta general del
principado. Hallaron allí firme apoyo en varios de los vocales. Don
José del Busto, juez primero de la ciudad, y en secreto de inteligencia
con los amotinados, arengó en favor de su noble resolución;
sostuviéronle el conde Marcel de Peñalva y el de Toreno [padre del
autor de esta historia], y sin excepción acordaron sus miembros
desobedecer las órdenes de Murat, y tomar medidas correspondientes a su
atrevida determinación. La audiencia en tanto desamada del pueblo, ya
por estar formando causa a los que habían apedreado la casa del cónsul
francés, y ya también porque compuesta en su mayor parte de agraciados
y partidarios del gobierno de Godoy, miraba al soslayo unos movimientos
que al cabo habían de redundar en daño suyo, procuró por todos medios
apaciguar aquella primera conmoción, influyendo con particulares y con
militares y estudiantes, y dando sigilosamente cuenta a la superioridad
de lo acaecido. Consiguió también que en la junta el diputado por
Oviedo Don Francisco Velasco, apoyado por el de Grado, Don Ignacio
Flórez, discurriese largamente en el día 13 acerca de los peligros a
que se exponía la provincia por los inconsiderados acuerdos del 9, y no
menos la misma junta habiéndose excedido de sus facultades. El Velasco
gozando de concepto por su práctica y conocida experiencia, alcanzó
que se suspendiese la ejecución de las medidas resueltas, y solo el
marqués de Santa Cruz de Marcenado que presidía, se opuso con fortaleza
admirable, diciendo que «protestaba solemnemente, y que en cualquiera
punto en que se levantase un hombre contra Napoleón tomaría un fusil y
se pondría a su lado.» Palabras tanto más memorables cuanto salían de
la boca de un hombre que rayaba en los sesenta años, propietario rico y
acaudalado, y de las más ilustres familias de aquel país: digno nieto
del célebre marqués del mismo nombre, distinguido escritor militar y
hábil diplomático, que en el primer tercio del siglo último, arrastrado
de su pundonor, había perecido gloriosa pero desgraciadamente en los
campos de Orán.
Noticiosos Murat y la junta suprema de Madrid de lo que pasaba en
Asturias procuraron con diligencia apagar aquella centella, llenos
del recelo de que saltando a otros puntos no acabase por excitar una
general conflagración. Dieron por tanto órdenes duras a la audiencia,
y enviaron en comisión al conde del Pinar, magistrado conocido por
su cruel severidad, y a Don Juan Meléndez Valdés, más propio para
cantar con acordada lira los triunfos de quien venciese que para
acallar los ruidos populares. Se mandó al propio tiempo al apocado Don
Crisóstomo de la Llave, comandante general de la costa cantábrica, que
pasase a Oviedo para tomar el mando de la provincia, disponiendo que
concurriesen allí a sus órdenes un batallón de Hibernia procedente de
Santander, y un escuadron de carabineros que estaba en Castilla.
Mas estas providencias en vez de aquietar los ánimos solo sirvieron
para irritarlos. Los complicados en los acontecimientos del 9 vieron
en ellas la suerte que se les preparaba, y persistieron en su primer
intento. Vinieron en su ayuda los avisos de Bayona que provocaban cada
día más a la alteración y al enojo, y la relación que del sanguinario
día 2 de mayo hacían los testigos oculares que sucesivamente llegaban
escapados de Madrid. Redoblaron pues su celo los de la asonada del
9, y pensaron en ejecutar su suspendida pero no abandonada empresa.
Citábanse en casa de Don Ramón de Llano Ponte, y con tan poco
recato que de distintas y muchas partes se acercaba a aquel foco de
insurrección gente desconocida con todo linaje de ofrecimientos.
Asistimos recién llegados de la corte a las secretas reuniones, y
pasmábanos el continuo acudir de paisanos y personas de todas clases
que con noble desprendimiento empeñaban y comprometían su hacienda y
sus personas para la defensa de sus hogares. Se renovaban las asonadas
todas las noches, habiendo sido bastantemente estrepitosas las del 22
y 23; pero se difirió hasta el 24 el final rompimiento por esperarse
en aquel día al nuevo comandante la Llave, enviado por Murat. Para su
ejecución se previno a los paisanos de los contornos que se metiesen
en Oviedo al toque de oraciones, circulando al efecto Don José del
Busto esquelas a los alcaldes de su jurisdicción. Se tomaron además
otras convenientes prevenciones, y se cometió el encargo de acaudillar
a la multitud a los Señores Don Ramón de Llano Ponte y Don Manuel de
Miranda. Antes de que llegase la Llave, con gran priesa se le había
anticipado un ayudante del mariscal Bessières, napolitano de nación,
quien estuvo muy inquieto hasta que vio que el comandante se acercaba a
las puertas de la ciudad. Entró por ellas el 24 acompañado de algunas
personas sabedoras de la trama dispuesta para aquella noche. Se había
convenido en que el alboroto comenzaría a las once de la misma, tocando
a rebato las campanas de las iglesias de la ciudad y de las aldeas de
alrededor. Por equivocación habiéndose retardado una hora el toque
se angustiaron sobremanera los patriotas conjurados, mas un repique
general a las doce en punto los sacó de pena.
Fue su primer paso apoderarse de la casa de armas, en donde había
un depósito de 100.000 fusiles, no solamente fabricados en Oviedo
y sus cercanías, sino también trasportados allí por anteriores
órdenes del príncipe de la Paz. Favorecieron la acometida los mismos
oficiales de artillería partícipes del secreto, señalándose con
singular esmero Don Joaquín Escario. Entretanto se encaminaron otros
a casa del comandante la Llave, y de puerta en puerta llamando a los
individuos de la junta del principado, se formó esta en hora tan
avanzada de la noche agregándosele extraordinariamente vocales de
afuera. Entonces reasumiendo la potestad suprema afirmó la revolución,
nombró por presidente suyo al marqués de Santa Cruz, y le confió el
mando de las armas. Al día siguiente 25 se declaró solemnemente la
guerra a Napoleón, y no hubo sino un grito de indecible entusiasmo.
¡Cosa maravillosa que desde un rincón de España hubiera habido quien
osase retar al desmedido poder ante el cual se postraban los mayores
potentados del continente europeo! A frenesí pudiera atribuirse, si una
resolución tan noble y fundada en el deseo de conservar el honor y la
independencia nacional no mereciese más respeto.
La junta se componía de personas las más principales del país por
su riqueza y por su ilustración. El procurador general Don Álvaro
Flórez Estrada, enterado de antemano de la conmoción urdida, la sostuvo
vigorosamente, y la junta en cuerpo adoptó con actividad oportunas
medidas para armar la provincia y ponerla en estado de defensa. Los
carabineros reales llegaron muy luego así como el batallón de Hibernia,
y ni unos ni otros pusieron obstáculo al levantamiento. Los primeros
pasaron después a Castilla a las órdenes de Don Gregorio de la Cuesta,
y se entresacaron del último varios oficiales, sargentos y cabos para
cuadros de la fuerza armada que se iba formando. La junta había
resuelto poner en pie un cuerpo de 18.000 hombres. Multiplicó para ello
inconsideradamente los grados militares, y con razón se le hicieron
justos cargos por aquella demasía. Sin embargo disculpola algún tanto
la escasez en que se encontraba de oficiales veteranos para llenar
plazas que exigía el completo del ejército que se disciplinaba. Echose
mano de estudiantes o personas consideradas como más aptas, y en verdad
que de los nuevos salieron excelentes oficiales que o se sacrificaron
por su patria, o la honraron con su conducta, denuedo y adelantamiento
en la ciencia militar. No poco contribuyeron a la presteza de la nueva
organización los dones cuantiosos que generosamente se ofrecieron por
particulares, y que entraban todos los días en las arcas públicas.
Como en el alzamiento de Asturias habían intervenido las personas
de más valía del país, no se había manchado su pureza con ningún
exceso de la plebe, y menos con atropellamientos ni asesinatos.
Pero transcurridos algunos días estuvo a riesgo de representarse
un espectáculo lastimoso y sumamente trágico. Los comisionados de
Murat de que arriba hablamos, el conde del Pinar y Don Juan Meléndez
Valdés, por su propia seguridad habían sido detenidos a su arribo a
Oviedo juntamente con el comandante la Llave, el coronel de Hibernia
Fitzgerald y el comandante de carabineros Ladrón de Guevara, que
solos se habían separado de la unánime decisión de los oficiales de
sus respectivos cuerpos. Desde el principio el marqués de Santa
Cruz, pertinaz y de condición dura, no había cesado de pedir que se
les formase causa. Halagaba su opinión a la muchedumbre; pero la
junta dilataba su determinación esperando que se templase la ira que
contra los arrestados había. Acaeció en el intermedio que acudiendo
sucesivamente de los puntos más distantes los nuevos alistados,
llegaron los de los concejos que median entre el Navia y Eo, y notose
que eran más inquietos y turbulentos que los de los otros partidos.
Recelosa la junta de algún desmán, resolvió poner a los detenidos
fuera de los lindes del principado. Por atolondramiento u oculta
malicia de mano desconocida, se trató de sacarlos en medio del día
y públicamente, para que en coche emprendiesen su viaje. A su vista
gritaron unas mujerzuelas _que se marchan los traidores_; y juntándose
a sus descompasados clamores un tropel de los reclutas mencionados,
cogieron en medio a los cinco desventurados y los condujeron al campo
de San Francisco extramuros de la ciudad, en donde atándolos a los
árboles se dispusieron a arcabucearlos. En tamaño aprieto felizmente se
le ocurrió al canónigo Don Alonso Ahumada buscar para la desordenada
multitud el freno de la religión, único que ya podía contenerla, y con
el sacramento en las manos y ayudado de personas autorizadas salvó de
inminente muerte a los atribulados perseguidos, habiéndose mantenido
impávido en el horroroso trance el coronel de Hibernia. Con lo que
al paso que se preservaron sus vidas, quedó terso y limpio de todo
lunar el bello aspecto del levantamiento de Asturias. Raro ejemplo de
moderación en tiempos en que desencadenándose el furor popular se da a
veces suelta bajo el manto de patriotismo a las enemistades personales.
[Marginal: Misión de Inglaterra.]
Desde el momento en que la junta de Asturias se pronunció y declaró
soberana, trató de entablar negociaciones con Inglaterra. Nombró
para que con aquel objeto pasasen a Londres a Don Andrés Ángel de la
Vega y al vizconde de Matarrosa, autor de esta historia, así entonces
llamado por vivir todavía su padre. La misión era importante y de
empeño. Pendía en gran parte de su feliz resultado dar fortunada cima
a la comenzada empresa. El viaje por sí presentó dificultades, no
habiendo en aquel momento crucero inglés en toda la costa asturiana, y
era arriesgado para el deseado fin aventurarse en barco de la propia
nación. A los tres días de la insurrección y muy al caso apareció sobre
el cabo de Peñas un corsario de Jersey, el cual sospechando engaño
resistió al principio entrar en tratos; mas con el cebo de una crecida
suma convino en tomar a su bordo los diputados nombrados, quienes desde
Gijón se hicieron a la vela el 30 de mayo.
No es de más ni obra del amor propio el detenernos en contar algunos
pormenores de la mencionada misión, habiendo servido de cimiento a la
nueva alianza que se contrajo con la Inglaterra, y la cual dio ocasión
a tantos y tan portentosos acontecimientos. En la noche del 6 de junio
arribaron los diputados a Falmouth, y acompañados de un oficial de la
marina real inglesa se dirigieron en posta y con gran diligencia a
Londres. No eran todavía las siete de la mañana cuando pisaron los
umbrales del almirantazgo, y su secretario Mr. Wellesly Pool apenas
daba crédito a lo que oía, procurando con ansia descubrir en el mapa
el casi imperceptible punto que osaba declararse contra Napoleón.
Poco después y en hora tan temprana se avistó con los diputados Mr.
Canning, ministro entonces de relaciones extranjeras. En vista de
las proclamas y del calor y persuasivo entusiasmo que animaba a los
enviados asturianos [común entonces a todos los españoles], no dudó un
instante el ministro inglés en asegurarles que el gobierno de S. M. B.
protegería con el mayor esfuerzo el glorioso alzamiento de la provincia
que representaban. Su pronta y viva penetración de la primera vez
columbró el espíritu que debía reinar en toda España cuando en Asturias
se había levantado el grito de independencia, previendo igualmente las
consecuencias que una insurrección peninsular podría tener en la suerte
de Europa y aun del mundo.
Ya con fecha de 12 de junio Mr. Canning comunicaba a los diputados
de oficio y por escrito: [*] [Marginal: (* Ap. n. 3-2.)] «el rey me
manda asegurar a VV. SS. que S. M. ve con el más vivo interés la
determinación leal y valerosa del principado de Asturias para sostener
contra la atroz usurpación de la Francia una contienda en favor de la
restauración e independencia de la monarquía española. Asimismo S. M.
está dispuesto a conceder todo género de apoyo y de asistencia a un
esfuerzo tan magnánimo y digno de alabanza... El rey me manda declarar
a VV. SS. que está S. M. pronto a extender su apoyo a todas las demás
partes de la monarquía española que se muestren animadas del mismo
espíritu que los habitantes de Asturias.»
Siguiose a esta declaración el envío a aquella provincia de víveres,
municiones, armas y vestuarios en abundancia: no fue al principio
dinero por no haber los diputados creídolo necesario. Fueron nombrados
para que pasasen a Asturias dos oficiales y el mayor general sir Thomas
Dyer, quien desde entonces fue el protector constante y desinteresado
de los desgraciados patriotas españoles.
Era a la sazón primer lord de la tesorería el duque de Portland, y
los nombres tan conocidos después de Castlereagh, Liverpool y Canning
entraban a formar parte de su ministerio. Tenían por norma de su
política las reglas que habían guiado a Mr. Pitt, con quien habían
estado estrechamente unidos. Pero en cuanto a la causa española todos
los partidos concurrieron en la misma opinión, sin que hubiese la
menor diferencia ni disenso. Claramente apareció esta conformidad
en la discusión parlamentaria del 15 de junio en la cámara de los
comunes. Mr. Sheridan uno de los corifeos de la oposición, célebre como
literato, y célebre como orador, decía en aquella sesión:[*] [Marginal:
(* Ap. n. 3-3.)] «¿El denodado ánimo de los españoles no tomará mayor
aliento cuando sepa que su causa no solo ha sido abrazada por los
ministros aisladamente, sino también por el parlamento y el pueblo
de Inglaterra? Si hay en España una predisposición para sentir los
insultos y agravios que sus habitantes han recibido del tirano de la
tierra, y que son sobrado enormes para poder expresarlos con palabras,
¿aquella predisposición no se elevará al más sublime punto con la
certeza de que sus esfuerzos han de ser cordialmente sostenidos por una
grande y poderosa nación? Pienso que se presenta una importante crisis.
Jamás hubo cosa tan valiente, tan generosa, tan noble como la conducta
de los asturianos.»
Ambos lados de la cámara aplaudieron aquellas elocuentes palabras
que expresaban el común sentir de todos sus individuos. Trafalgar y
las famosas victorias alcanzadas por la marina inglesa nunca habían
excitado ni mayor alegría ni más universal entusiasmo. El interés
nacional anduvo unido en esta ocasión con lo que dictaban la justicia
y la humanidad, y así las opiniones más divergentes y encontradas
en otros asuntos, se juntaron ahora y confundieron para celebrar en
común y de un modo inexplicable el alzamiento de España. Bastó solo
la noticia del de Asturias para causar efecto tan prodigioso. No les
era dado a los diputados moverse ni ir a parte alguna sin que se
prorrumpiese enderredor suyo en vítores y aplausos. Detenemos aquí la
pluma ciertos de que se achacaría a estudiada exageración el repetir
aun compendiosamente lo que en realidad pasó.[*] [Marginal: (* Ap. n.
3-4.)] En medio sin embargo de la universal satisfacción estaban los
diputados contristados, habiendo transcurrido más de quince días sin
que aportase barco ni aviso alguno de las costas de España. No por eso
menguó el entusiasmo inglés: más bien, a ser posible, vino a aumentarle
y a sacar a todos de dudas y sobresalto la llegada de Don Francisco
Sangro enviado por la junta de Galicia, y el cual traía consigo no
solamente la noticia del levantamiento de tan importante y populosa
provincia, mas también el de toda la península.
[Marginal: Levantamiento de Galicia.]
Galicia en efecto se había alzado el 30 de mayo, día de San Fernando.
La extensión de sus costas, sus muchas rías y abrigados puertos, la
desigualdad de su montuoso terreno, su posición lejana y guarecida de
angostas y por la mayor parte difíciles entradas, sus arsenales, y en
fin sus cuantiosos y variados recursos realzaban la importancia de la
declaración de aquel reino.
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