Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 06

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con motivo de su abdicación, pues dirigiendo la palabra a Mr. de
Strogonoff, ministro de Rusia, le dijo: «En mi vida he hecho cosa con
más gusto.» Pero por otra parte es de notar que la renuncia fue firmada
en medio de una sedición, no habiendo Carlos IV en la víspera de
aquel día dado indicio de querer tan pronto efectuar su pensamiento,
porque exonerando al príncipe de la Paz del mando del ejército y de la
marina se encargó el mismo rey del manejo supremo. En la mañana del
19 tampoco anunció cosa alguna relativa a su próxima abdicación; y
solo al segundo alboroto en la tarde y cuando creyó juntamente con la
reina poner a salvo por aquel medio a su caro favorito, resolvió ceder
el trono y retirarse a vida particular. El público, lejos de entrar en
el examen de tan espinosa cuestión, censuró amargamente al consejo,
porque conforme a su formulario había pasado a informe de sus fiscales
el acto de la abdicación: también se le reprendió con severidad
por los ministros del nuevo rey, ordenándole que inmediatamente lo
publicase, como lo verificó el 20 a las tres de la tarde. El consejo
obró de esta manera por conservar la fórmula con que acostumbraba
proceder en sus determinaciones, y no con ánimo de oponerse y menos
aún con el de reclamar los antiguos usos y prácticas de España. Para
lo primero ni tenía interés, ni le era dado resistir al torrente del
universal entusiasmo manifestado en favor de Fernando; y para lo
segundo, pertinaz enemigo de cortes o de cualquiera representación
nacional, más bien se hubiera mostrado opuesto que inclinado a indicar
o promover su llamamiento. Sin embargo para desvanecer todo linaje
de dudas, conveniente hubiera sido repetir el acto de la abdicación
de un modo más solemne y en ocasión más tranquila y desembarazada.
Los acontecimientos que de repente sobrevinieron pudieron servir de
fundada disculpa a aquella omisión; mas parándonos a considerar quiénes
eran los íntimos consejeros de Fernando, cuáles sus ideas y cuál su
posterior conducta, podemos afirmar sin riesgo que nunca hubieran
para aquel objeto congregado cortes, graduando su convocación de
intempestiva y peligrosa. Con todo su celebración a ser posible hubiera
puesto a la renuncia de Carlos IV [conformándose con los antiguos usos
de España] un sello firme e incontrastable de legitimidad. Congregar
cortes para asunto de tanta gravedad fue constante costumbre nunca
olvidada en las muchas renuncias que hubo en los diferentes reinos
de España. Las de Doña Berenguela y la intentada por Don Juan I en
Castilla; la de Don Ramiro el monje en Aragón con todas las otras más
o menos antiguas fueron ejecutadas y cumplidas con la misma solemnidad,
hasta que la introducción de dinastías extranjeras alteró práctica tan
fundamental, siendo al parecer lamentable prerrogativa de aquellos
príncipes atropellar nuestros fueros, conservar nuestros vicios, y
olvidándose de lo bueno que en su patria dejaban, traernos solamente
lo perjudicial y nocivo. Así fue que en las dos célebres cesiones de
Carlos I y Felipe V no se llamó a cortes ni se guardaron las antiguas
formalidades. Verdad es que no hubo ni en una ni en otra asomo de
violencia, y a la de [*] [Marginal: (* Ap. n. 2-6.)] Carlos I celebrada
en Bruselas públicamente con gran pompa y aparato asistieron además
muchos grandes. La de Felipe V fue más silenciosa, poniendo en esta
parte nuestros monarcas más y más en olvido la respetable antigüedad
según que se acercaban a nuestro tiempo. El rey dijo que obraba [*]
[Marginal: (* Ap. n. 2-7.)] «con consentimiento y de conformidad con la
reina su muy cara y muy amada esposa.» Singular modo de autorizar acto
de tanta trascendencia y de interés tan general. La opinión entonces a
pesar de estar reprimida no quedó satisfecha, pues los «jurisperitos y
los mismos del consejo real,[*] [Marginal: (* Ap. n. 2-8.)] nos dice
el marqués de San Felipe, veían que no era válida la renuncia no hecha
con acuerdo de sus vasallos... pero nadie replicó, pues al consejo real
no se le preguntó sobre la validación de la renuncia, sino se le mandó
que obedeciese el decreto...» Ahora lo mismo: ni a nadie se le preguntó
cosa alguna, ni nadie replicó esperándolo todo de la caída de Godoy y
del ensalzamiento de Fernando: imprevisión propia de las naciones que
entregándose ciegamente a la sola y casual sucesión de las personas,
no buscan en las leyes e instituciones el sólido fundamento de su
felicidad.
[Marginal: Ministros del nuevo monarca.]
Exaltado al solio Fernando VII del nombre, conservó por de pronto a
los mismos ministros de su padre, pero sucesivamente removió a los más
de ellos. Fue el primero que estuvo en este caso Don Miguel Cayetano
Soler, dotado de cierto despejo, y que encargado de la hacienda fue
más bien arbitrista que hombre verdaderamente entendido en aquel
ramo. Se puso en su lugar a Don Miguel José de Azanza, antiguo virrey
de Méjico, quien confinado en Granada gozaba del concepto de hombre
de mucha probidad. Quedó en estado Don Pedro Cevallos con decreto
honorífico para que no le perjudicase su enlace con una prima hermana
del príncipe de la Paz. Teníanle en el reinado anterior por cortesano
dócil, estaba adornado de cierta instrucción, y si bien no descuidó
los intereses personales y de familia, pasó en la corrompida corte de
Carlos IV por hombre de bien. Se notó posteriormente en su conducta
propensión fácil a acomodarse a varios y encontrados gobiernos.
Continuó al frente de la marina Don Francisco Gil y Lemus, anciano
respetable y de carácter entero y firme. Sucedió a pocos días en
guerra al enfermizo y ceremonioso Don Antonio Olaguer Feliú el general
Don Gonzalo Ofárril, recién venido de Toscana, en donde había mandado
una división española. Gozaba créditos de hombre de saber y de más
aventajado militar. Empezó por nombrársele director general de
artillería, y elevado al ministerio fue acometido de una enfermedad
grave que causó vivo y general sentimiento: tanta era la opinión de que
gozaba, la cual hubiera conservado intacta si la suerte de que todos se
lamentaban hubiera terminado su carrera. El marqués Caballero, ministro
de gracia y justicia, enemigo del saber, servidor atento y solícito
de los caprichos licenciosos de la reina, perseguidor del mérito y de
los hombres esclarecidos, había sido hasta entonces universalmente
despreciado y aborrecido. Viendo en marzo a qué lado se inclinaba la
fortuna, varió de lenguaje y de conducta, y en tanto grado que se le
creyó por algún tiempo autor en parte de lo acaecido en Aranjuez: debió
a su oportuna mudanza habérsele conservado en su ministerio durante
algunos días. Pero perseguido por su anterior desconcepto y ofreciendo
poca confianza, pasó en cambio de su puesto a ser presidente de uno de
los consejos: contribuyó mucho a su separación el haber maliciosamente
retardado cuatro días el despacho de la orden que llamaba a Madrid
de su confinamiento a Don Juan Escóiquiz. Entró en el despacho de
gracia y justicia Don Sebastián Piñuela, ministro anciano del consejo.
Se alzaron los destierros a Don Mariano Luis de Urquijo, al conde
de Cabarrús y al sabio y virtuoso Don Gaspar Melchor de Jovellanos,
víctima la más desgraciada y con más saña perseguida en la privanza de
Godoy. También fueron llamados todos los individuos comprendidos en la
causa del Escorial, mereciendo entre ellos particular mención Don Juan
Escóiquiz, el duque del Infantado y el de San Carlos.
[Marginal: Escóiquiz.]
Era Don Juan Escóiquiz hijo de un general y natural de Navarra.
Educado en la casa de pajes del rey, prefirió al estruendo de las
armas el quieto y pacífico estado eclesiástico, y obtuvo una canonjía
en la catedral de Zaragoza de donde pasó a ser maestro del príncipe
de Asturias. En el nuevo y honroso cargo en vez de formar el tierno
corazón de su augusto discípulo infundiendo en él máximas de virtud
y tolerancia; en vez de enriquecer su mente y adornarla de útiles y
adecuados conocimientos, se ocupó más bien en intrigas y enredos de
corte ajenos de su estado, y sobre todo de su magisterio. Queriendo
derribar a Godoy se atrajo su propia desgracia y se le alejó de la
enseñanza del príncipe, dándole en la iglesia de Toledo el arcedianato
de Alcaraz. Desde allí continuó sus secretos manejos, hasta que al
fin de resultas de la causa del Escorial se le confinó al convento
del Tardón. Aficionado a escribir en prosa y verso no descolló en
las letras más que en la política. Tradujo del inglés, con escaso
numen, el _Paraíso perdido_ de Milton, y de sus obras en prosa debe
en particular mencionarse una defensa que publicó del tribunal de la
Inquisición; parto torcido de su poco venturoso ingenio. Fue siempre
ciego admirador de Bonaparte, y creciendo de punto su obcecación
comprometió con ella al príncipe su discípulo, y sepultó al reino en
un abismo de desgracias. Presumido y ambicioso, somero en su saber,
sin conocimiento práctico del corazón humano y menos de la corte y
de los gobiernos extraños, se imaginó que, cual otro Jiménez de
Cisneros, desde el rincón de su coro de Toledo saliendo de nuevo al
mundo, regiría la monarquía y sujetaría a la estrecha y limitada
esfera de su comprensión la extensa y vasta del indomable emperador
de los franceses. Condecorado con la gran cruz de Carlos III, fue
nombrado por el nuevo rey consejero de Estado, y como tal asistió a
las importantes discusiones de que hablaremos muy pronto. [Marginal:
El duque del Infantado.] El duque del Infantado dado al estudio de
algunas ciencias, fomentador en sus estados de la industria y de
ciertas fábricas, gozaba de buen nombre, realzado por su riqueza, por
el lustre de su casa, y principalmente por las persecuciones que su
desapego al príncipe de la Paz le habían acarreado. Como coronel ahora
de guardias españolas y presidente del consejo real tomó parte en los
arduos negocios que ocurrieron, y no tardó en descubrir la flojedad
y distracción de su ánimo, careciendo de aquella energía y asidua
aplicación que se requiere en las materias graves. Tan cierto es que
hombres cuyo concepto ha brillado en la vida privada o en tiempos
serenos, se eclipsan si son elevados a puesto más alto, o si alcanzan
días turbulentos y borrascosos. [Marginal: El duque de San Carlos.]
Dio la América el ser al duque de San Carlos, quien después de haber
hecho la campaña contra Francia en 1793, fue nombrado ayo del príncipe
de Asturias, y desterrado al fin de la corte con motivo de la causa
del Escorial. La reina María Luisa decía que era el más falso de todos
los amigos de su hijo; pero sin atenernos ciegamente a tan parcial
testimonio, cierto es que durante la privanza de Godoy no mostró
respecto del favorito el mismo desvío que el duque del Infantado, y
solícito lisonjero buscó en su genealogía el modo de entroncarse y
emparentar con el ídolo a quien tantos reverenciaban. Escogido para
mayordomo mayor en lugar del marqués de Mos, estuvo especialmente a
su cargo, junto con el del Infantado y Escóiquiz, dirigir la nave del
estado en medio del recio temporal que había sobrevenido, e inexperto
y desavisado la arrojó contra conocidos escollos tan desatentadamente
como sus compañeros.
[Marginal: Primeras providencias del nuevo reinado.]
Fueron las primeras providencias del nuevo reinado o poco importantes o
dañosas al interés público, empezándose ya entonces el fatal sistema de
echar por tierra lo actual y existente, sin otro examen que el de ser
obra del gobierno que había antecedido. Se abolía la superintendencia
general de policía creada el año anterior, y se dejaba resplandeciente
y viva la horrible Inquisición. Permitíase en los sitios y bosques
reales la destrucción de alimañas, y se suspendía la venta del séptimo
de los bienes eclesiásticos concedida y aprobada dos años antes por
bula del Papa: medida necesaria y urgentísima en España, obstruida en
su prosperidad con la embarazosa traba del casi total estancamiento
de la propiedad territorial; medida que, repetimos, hubiera convenido
mantener con firmeza, cuidando solamente de que se invirtiese el
producto de la venta en procomunal. Se suprimió también un impuesto
sobre el vino con el objeto de halagar a los contribuyentes, como si
abandonando el verdadero y sólido interés del estado no fuera muy
reprensible dejarse llevar de una mal entendida y efímera popularidad.
Pero aquellas providencias fueran o no oportunas, apenas fijaron la
atención de España, inquieto el ánimo con el cúmulo de acontecimientos
que unos en pos de otros sobrevinieron y se atropellaron.
[Marginal: Proceso del príncipe de la Paz y de otros, 23 de marzo.]
El príncipe de la Paz en la mañana del 23 de marzo había sido
trasladado desde Aranjuez al castillo de Villaviciosa, escoltándole los
guardias de corps a las órdenes del marqués de Castelar, comandante
de alabarderos, y allí fue puesto en juicio. Fuéronlo igualmente su
hermano Don Diego, el ex-ministro Soler, Don Luis Viguri, antiguo
intendente de la Habana, el corregidor de Madrid Don José Marquina,
el tesorero general Don Antonio Noriega, el director de la caja de
consolidación Don Miguel Sixto Espinosa, Don Simón de Viegas, fiscal
del consejo, y el canónigo Don Pedro Estala, distinguido como literato.
Para procesar a muchos de ellos no hubo otro motivo que el de haber
sido amigos de Don Manuel Godoy, y haberle tributado esmerado obsequio;
delito, si lo era, en que habían incurrido todos los cortesanos y
algunos de los que todavía andaban colocados en dignidades y altos
puestos. Se confiscaron por decreto del rey los bienes del favorito,
aunque las leyes del reino entonces vigentes autorizaban solo el
embargo y no la confiscación, puesto que para imponer la última pena
debía preceder juicio y sentencia legal, no exceptuándose ni aquellos
casos en que el individuo era acusado del crimen de lesa majestad.
Además conviene advertir que no obstante la justa censura que merecía
la ruinosa administración de Godoy, en un gobierno como el de Carlos
IV, que no reconocía límite ni freno a la voluntad del soberano,
difícilmente hubiera podido hacérsele ningún cargo grave, sobre todo
habiendo seguido Fernando por la pésima y trillada senda que su padre
le había dejado señalada. El valido había procedido en el manejo de
los negocios públicos autorizado con la potestad indefinida de Carlos
IV, no habiéndosele puesto coto ni medida, y lejos de que hubiese
aquel soberano reprobado su conducta después de su desgracia, insistió
con firmeza en sostenerle y en ofrecer a su caído amigo el poderoso
brazo de su patrocinio y amparo. Situación muy diversa de la de Don
Álvaro de Luna, desamparado y condenado por el mismo rey a quien debía
su ensalzamiento. Don Manuel Godoy, escudado con la voluntad expresa
y absoluta de Carlos, solo otra voluntad opresora e ilimitada podía
atropellarle y castigarle; medio legalmente atroz e injusto, pero
debido pago a sus demasías, y correspondiente a las reglas que le
habían guiado en tiempo de su favor.
[Marginal: Grandes enviados para obsequiar a Murat y a Napoleón.]
Pasados los primeros días de ceremonia y públicos regocijos se
volvieron los ojos a los huéspedes extranjeros que insensiblemente se
aproximaban a la capital. La nueva corte soñando felicidades y pensando
en efectuar el tan ansiado casamiento de Fernando con una princesa de
la sangre imperial de Francia, se esmeró en dar muestras de amistad y
afecto al emperador de los franceses y a su cuñado Murat, gran duque de
Berg. Fue al encuentro de este para obsequiarle y servirle el duque del
Parque, y salieron en busca del deseado Napoleón, con el mismo objeto
los duques de Medinaceli y de Frías, y el conde de Fernán Núñez.
[Marginal: Avanza Murat hacia Madrid.]
Ya hemos indicado como las tropas francesas se avanzaban hacia Madrid.
El 15 de marzo había Murat salido de Burgos, continuando después su
marcha por el camino de Somosierra. Traía consigo la guardia imperial,
numerosa artillería y el cuerpo de ejército del mariscal Moncey, al que
reemplazaba el de Bessières en los puntos que aquel iba desocupando.
Dupont también se avanzaba por el lado de Guadarrama con toda su
fuerza, a excepción de una división que dejó en Valladolid para
observar las tropas españolas de Galicia. Se había con particularidad
encargado a Murat que se hiciera dueño de la cordillera que divide las
dos Castillas, antes que se apoderase de ella Solano u otras tropas;
igualmente se le previno que interceptara los correos, con otras
instrucciones secretas, cuya ejecución no tuvo lugar a causa de la
sumisa condescendencia de la nueva corte.
Murat, inquieto y receloso con lo acaecido en Aranjuez, no quiso
dilatar más tiempo la ocupación de Madrid, y el 23 entró en la capital
llevando delante, con deseo de excitar la admiración, la caballería
de la guardia imperial, y lo más escogido y brillante de su tropa,
y rodeado él mismo de un lujoso séquito de ayudantes y oficiales
de estado mayor. No correspondía la infantería a aquella primera y
ostentosa muestra, constando en general de conscriptos y gente bisoña.
El vecindario de Madrid, si bien ya temeroso de las intenciones de los
franceses, no lo estaba a punto que no los recibiese afectuosamente,
ofreciéndoles por todas partes refrescos y agasajos. Contribuía no poco
a alejar la desconfianza el traer a todos embelesados las importantes
y repentinas mudanzas sobrevenidas en el gobierno. Solo se pensaba en
ellas y en contarlas y referirlas una y mil veces; ansiando todos ver
con sus propios ojos y contemplar de cerca al nuevo rey, en quien se
fundaban lisonjeras e ilimitadas esperanzas, tanto mayores cuanto así
descansaba el ánimo fatigado con el infausto desconcierto del reinado
anterior.
[Marginal: Entrada de Fernando en Madrid en 24 de marzo.]
Fernando, cediendo a la impaciencia pública, señaló el día 24 de marzo
para hacer su entrada en Madrid. Causó el solo aviso indecible
contento, saliendo a aguardarle en la víspera por la noche numeroso
gentío de la capital, y concurriendo al camino con no menor diligencia
y afán todos los pueblos de la comarca. Rodeado de tan nuevo y
grandioso acompañamiento llegó a las Delicias, desde donde por la
puerta de Atocha entró en Madrid a caballo, siguiendo el paseo del
Prado, y las calles de Alcalá y Mayor hasta palacio. Iban detrás y en
coche los infantes Don Carlos y Don Antonio. Testigos de aquel día de
placer y holganza, nos fue más fácil sentirle que nos será dar de él
ahora una idea perfecta y acabada. Horas enteras tardó el rey Fernando
en atravesar desde Atocha hasta palacio: con escasa escolta, por
doquiera que pasaba, estrechado y abrazado por el inmenso concurso,
lentamente adelantaba el paso, tendiéndosele al encuentro las capas
con deseo de que fueran holladas por su caballo: de las ventanas se
tremolaban los pañuelos, y los vivas y clamores saliendo de todas las
bocas se repetían y resonaban en plazuelas y calles, en tablados y
casas, acompañados de las bendiciones más sinceras y cumplidas. Nunca
pudo monarca gozar de triunfo más magnífico ni más sencillo; ni nunca
tampoco contrajo alguno obligación más sagrada de corresponder con todo
ahínco al amor desinteresado de súbditos tan fieles.
[Marginal: Conducta impropia de Murat.]
Murat oscurecido y olvidado con la universal alegría, procuró recordar
su presencia con mandar que algunas de sus tropas maniobrasen en medio
de la carrera por donde el rey había de pasar. Desagradó orden tan
inoportuna en aquel día, como igualmente el que no estando satisfecho
con el alojamiento que se le había dado en el Buen Retiro, por sí y
militarmente, sin contar con las autoridades, se hubiese mudado a la
antigua casa del príncipe de la Paz, inmediata al convento de Doña
María de Aragón. Acontecimientos eran estos de leve importancia,
pero que influyeron no poco en indisponer los ánimos del vecindario.
Aumentose el disgusto a vista del desvío que mostró el mismo Murat
con el nuevo rey, desvío imitado por el embajador Beauharnais, único
individuo del cuerpo diplomático que no le había reconocido. La
corte disculpaba a entrambos con la falta de instrucciones, debida
a lo impensado de la repentina mudanza; mas el pueblo comparando el
anterior lenguaje de dicho embajador amistoso y solícito con su fría
actual indiferencia, atribuía la súbita transformación a causa más
fundamental. Así fue que la opinión, respecto de los franceses, de día
en día fue trocándose y tomando distinto y contrario rumbo.
[Marginal: Opinión de España sobre Napoleón.]
Hasta entonces, si bien algunos se recelaban de las intenciones de
Napoleón, la mayor parte solo veía en su persona un apoyo firme de la
nación y un protector sincero del nuevo monarca. La perfidia de la toma
de las plazas u otros sucesos de dudosa interpretación, los achacaban a
viles manejos de Don Manuel Godoy o a justas precauciones del emperador
de los franceses. Equivocado juicio sin duda, mas nada extraño en un
país privado de los medios de publicidad y libre discusión que sirven
para ilustrar y rectificar los extravíos de las opiniones. De cerca
habían todos sentido las demasías de Godoy, y de Napoleón solo y de
lejos se habían visto sus pasmosos hechos y maravillosas campañas. Los
diarios de España, o más bien la miserable Gaceta de Madrid, eco de los
papeles de Francia, y unos y otros esclavizados por la censura previa,
describían los sucesos y los amoldaban a gusto y sabor del que en
realidad dominaba acá y allá de los Pirineos. Por otra parte el clero
español, habiendo visto que Napoleón había levantado los derribados
altares, prefería su imperio y señorío a la irreligiosa y perseguidora
dominación que le había precedido. No perdían los nobles la esperanza
de ser conservados y mantenidos en sus privilegios y honores por aquel
mismo que había creado órdenes de caballería, y erigido una nueva
nobleza en la nación en donde pocos años antes había sido abolida y
proscrita. Miraban los militares como principal fundamento de su gloria
y engrandecimiento al afortunado caudillo, que para ceñir sus sienes
con la corona no había presentado otros abuelos ni otros títulos que su
espada y sus victorias. Los hombres moderados, los amantes del orden y
del reposo público, cansados de los excesos de la revolución, respetaban
en la persona del emperador de los franceses al severo magistrado
que con vigoroso brazo había restablecido concierto en la hacienda y
arreglo en los demás ramos. Y si bien es cierto que el edificio que
aquel había levantado en Francia no estribaba en el duradero cimiento
de instituciones libres, valladar contra las usurpaciones del poder,
había entonces pocos en España y contados eran los que extendían tan
allá sus miras.
[Marginal: Juicio sobre la conducta de Napoleón.]
Napoleón bien informado del buen nombre con que corría en España, cobró
aliento para intentar su atrevida empresa, posible y hacedera a haber
sido conducida con tino y prudente cordura. Para alcanzar su objeto dos
caminos se le ofrecieron, según la diversidad de los tiempos. Antes
de la sublevación de Aranjuez la partida y embarco para América de la
familia reinante era el mejor y más acomodado. Sin aquel impensado
trastorno, huérfana España y abandonada de sus reyes hubiera saludado a
Napoleón como príncipe y salvador suyo. La nueva dominación fácilmente
se hubiera afianzado, si adoptando ciertas mejoras hubiera respetado
el noble orgullo nacional y algunas de sus anteriores costumbres y
aun preocupaciones. Acertó pues Napoleón cuando vio en aquel medio el
camino más seguro de enseñorearse de España, procediendo con grande
desacuerdo desde el momento en que desbaratado por el acaso su primer
plan, no adoptó el único y obvio que se le ofrecía en el casamiento de
Fernando con una princesa de la familia imperial: hubiera hallado en su
protegido un rey más sumiso y reverente que en ninguno de sus hermanos.
Cuando su viaje a Italia, no había Napoleón desechado este pensamiento,
y continuó en el mismo propósito durante algún tiempo, si bien con más
tibieza. El ejemplo de Portugal le sugirió más tarde la idea de repetir
en España lo que su buena suerte le había proporcionado en el país
vecino. Afirmose en su arriesgado intento después que sin resistencia
se había apoderado de las plazas fuertes, y después que vio a su
ejército internado en las provincias del reino. Resuelto a su empresa
nada pudo ya contenerle.
Esperaba con impaciencia Napoleón el aviso de haber salido para
Andalucía los reyes de España, a la misma sazón que supo el importante
e inesperado acontecimiento de Aranjuez. [Marginal: Propuesta de
Napoleón a su hermano Luis.] Desconcertado al principio con la
noticia, no por eso quedó largo tiempo indeciso; y obstinado y tenaz
en nada alteró su primera determinación. Claramente nos lo prueba un
importante documento. Había el sábado en la noche 26 de marzo recibido
en Saint-Cloud un correo con las primeras ocurrencias de Aranjuez,
y otro pocas horas después con la abdicación de Carlos IV. Hasta
entonces solo él era sabedor de lo que contra España maquinaba: sin
compromiso y sin ofensa del amor propio hubiera podido variar su plan.
Sin embargo al día siguiente, el 27 del mismo, decidido a colocar en
el trono de España a una persona de su familia, escribió con aquella
fecha a su hermano Luis rey de Holanda.[*] [Marginal: (* Ap. n. 2-9.)]
«El rey de España acaba de abdicar la corona, habiendo sido preso el
príncipe de la Paz. Un levantamiento había empezado a manifestarse
en Madrid, cuando mis tropas estaban todavía a cuarenta leguas de
distancia de aquella capital. El gran duque de Berg habrá entrado
allí el 23 con 40.000 hombres, deseando con ansia sus habitantes mi
presencia. Seguro de que no tendré paz sólida con Inglaterra sino
dando un grande impulso al continente, he resuelto colocar un príncipe
francés en el trono de España... En tal estado he pensado en ti para
colocarte en dicho trono... Respóndeme categóricamente cuál sea tu
opinión sobre este proyecto. Bien ves que no es sino proyecto, y aunque
tengo 100.000 hombres en España, es posible por circunstancias que
sobrevengan, o que yo mismo vaya directamente, o que todo se acabe
en quince días, o que ande más despacio siguiendo en secreto las
operaciones durante algunos meses. Respóndeme categóricamente: si te
nombro rey de España, ¿lo admites? ¿Puedo contar contigo?...» Luis
rehusó la propuesta. Documento es este importantísimo, porque fija
de un modo auténtico y positivo desde qué tiempo había determinado
Napoleón mudar la dinastía de Borbón, estando solo incierto en los
medios que convendría emplear para el logro de su proyecto. También por
estos días conferenciando con Izquierdo le preguntó, si los españoles
le querrían como a soberano suyo. Replicole aquel con oportunidad
plausible: «con gusto y entusiasmo admitirán los españoles a V. M. por
su monarca, pero después de haber renunciado a la corona de Francia.»
Imprevista respuesta y poco grata a los delicados oídos del orgulloso
conquistador. Continuando pues Napoleón en su premeditado pensamiento,
y pareciéndole que era ya llegado el caso de ponerle en ejecución,
trató de aproximarse al teatro de los acontecimientos, habiendo salido
de París el 2 de abril con dirección a Burdeos.
En tanto Murat, retrayéndose de la nueva corte, anunciaba todos los
días la llegada de su augusto cuñado. En palacio se preparaba la
habitación imperial, adornábase el Retiro para bailes, y un aposentador
enviado de París lo disponía y arreglaba todo. Para despertar aún más
la viva atención del público se enseñaba hasta el sombrero y botas del
deseado emperador. Bien que en aquellos preparativos y anuncios hubiese
de parte de los franceses mucho de aparente y falso, es probable que
sin el trastorno causado por el movimiento de Aranjuez, Napoleón
hubiera pasado a Madrid. Sorprendido con la súbita mudanza determinó
buscar en Bayona ocasión que desenredase los complicados asuntos de
España. [Marginal: Correspondencia entre Murat y los reyes padres.]
Ofreciósela oportuna una correspondencia entablada entre Murat y los
reyes padres, y a que dio origen el ardiente deseo de libertar a Don
Manuel Godoy, y poner su vida fuera de todo riesgo. Fue mediadora
en la correspondencia la reina de Etruria, y Murat, considerándola
como conveniente al final desenlace de los intentos de Napoleón,
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