Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 13

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pretexto de la confesión: solo consiguió momentáneamente meterle en el
portal de una casa, dentro del cual un soldado portugués de los que
habían venido con el marqués de Alorna le traspasó de un bayonetazo.
Con aquello enfureciose de nuevo el populacho, arrastró por la ciudad
al desventurado Cevallos, y al fin le arrojó al río. Partían el alma
los agudos acentos de la atribulada esposa, que desde su coche ponía
en el cielo sus quejas y lamentos, al paso que empedernidas mujeres se
encarnizaban en la despedazada víctima. Espanta que un sexo tan tierno,
delicado y bello por naturaleza, se convierta a veces y en medio de
tales horrores en inhumana fiera. Mas apartando la vista de objeto
tan melancólico, continuemos bosquejando el magnífico cuadro de la
insurrección, cuyo fondo, aunque salpicado de algunas oscuras manchas,
no por eso deja de aparecer grandioso y admirable.
[Marginal: Levantamiento de Sevilla.]
Las provincias meridionales de España no se mantuvieron más tranquilas
ni perezosas que las que acabamos de recorrer. Movidos sus habitantes
de iguales afectos no se desviaron de la gloriosa senda que a todos
había trazado el sentimiento de la honra e independencia nacional.
Siendo idénticas las causas, unos mismos fueron en su resultado los
efectos. Solamente los incidentes que sirvieron de inmediato estímulo
variaron a veces. Uno de estos notable e inesperado influyó con
particularidad en los levantamientos de Andalucía y Extremadura. Por
entonces residía casualmente en Móstoles, distante de Madrid tres
leguas, Don Juan Pérez Villamil secretario del almirantazgo. Acaeció
en la capital el suceso del 2 de mayo, y personas que en lo recio de
la pelea se habían escapado y refugiado en Móstoles, contaron lo que
allí pasaba con los abultados colores del miedo reciente. Sin tardanza
incitó Villamil al alcalde para que escribiendo al del cercano pueblo
pudiese la noticia circular de uno en otro con rapidez. Así cundió
creciendo de boca en boca, y en tanto grado exagerada que cuando
alcanzó a Talavera pintábase a Madrid ardiendo por todos sus puntos y
confundido en muertes y destrozos. Expidiéronse por aquel administrador
de correos avisos con la mayor diligencia, y en breve Sevilla y otras
ciudades fueron sabedoras del infausto acontecimiento.
Dispuestos como estaban los ánimos, no se necesitaba sino de un
levísimo motivo para encenderlos a lo sumo y provocar una insurrección
general. El aviso de Móstoles estuvo para realizarla en el mediodía.
En Sevilla el ayuntamiento pensó seriamente en armar la provincia, y
tratose de planes de armamento y defensa. Órdenes posteriores de Madrid
contuvieron el primer amago; pero conmovido el pueblo se alentaron
algunos particulares a dar determinado rumbo al descontento universal.
Fue en aquella ciudad uno de los principales conmovedores el conde de
Tilly, de casa ilustre de Extremadura, hombre inquieto, revoltoso y
tachado bastantemente en su conducta privada. Aunque dispuesto para
alborotos, e igualmente amigo de novedades que su hermano Guzmán, tan
famoso en la revolución francesa, nunca hubiera conseguido el anhelado
objeto, si la causa que ahora abrazaba no hubiese sido tan santa, y si
por lo mismo no se le hubiesen agregado otras personas respetables de
la ciudad.
Juntábanse todos en un sitio llamado el Blanquillo hacia la puerta
de la Barqueta, y en sus reuniones debatían el modo de comenzar su
empresa. Apareciose al propio tiempo en Sevilla un tal Nicolás Tap
y Núñez, hombre poco conocido y que había venido allí con propósito
de conmover por sí solo la ciudad. Ardiente y despejado peroraba por
calles y plazas, y llevaba y traía a su antojo al pueblo sevillano,
subiendo a punto su descaro de pedir al cabildo eclesiástico doce mil
duros para hacer el alzamiento contra los franceses; petición a que se
negó aquel cuerpo. Se ejercitaba antes en el comercio clandestino, y
con el título intruso de corredor tenía mucha amistad con las gentes
que se ocupaban en el contrabando con Gibraltar y la costa, a cuyo
punto hacía frecuentes viajes. Callaban las autoridades temerosas
de mayor mal, y los que con Tilly maquinaban procuraron granjearse
la voluntad de quien en pocos días había adquirido más nombre y
popularidad que ningún otro. Buscáronle y fácilmente se concertaron.
No transcurría día sin que nuevos motivos de disgusto viniesen a
confirmarlos en su pensamiento, y a perturbar a los tranquilos
ciudadanos. En este caso estuvieron varios papeles publicados contra la
familia de Borbón en el Diario de Madrid que se imprimía desde el 10 de
mayo bajo la inspección del francés Esménard. Disonaron sus frases a
los oídos españoles no acostumbrados a aquel lenguaje, y unos papeles
destinados a rectificar la opinión en favor de las mudanzas acordadas
en Bayona, la alejaron para siempre de asentir a ellas y aprobarlas.
Gradualmente subía de punto la indignación, cuando de oficio se recibió
la noticia de las renuncias de la familia real de España en la persona
de Napoleón. Parecioles a Tilly, Tap y consortes que no convenía
desaprovechar la ocasión, y se prepararon al rompimiento.
Se escogió el día de la Ascensión 26 de mayo y hora del anochecer para
alborotar a Sevilla. Soldados del regimiento de Olivenza comenzaron el
estruendo dirigiéndose al depósito de la real maestranza de artillería
y de los almacenes de pólvora. Reunióseles inmenso gentío, y se
apoderaron de las armas sin desgracia ni desorden. Adelantose a aquel
paraje un escuadron de caballería mandado por Don Adrián Jácome, el
cual lejos de impedir la sublevación, más bien la aplaudió y favoreció.
Prendiendo con inexplicable celeridad el fuego de la revolución hasta
en los más apartados y pacíficos barrios, el ayuntamiento se trasladó
al hospital de la Sangre para deliberar más desembarazadamente. Pero
en la mañana del 27 el pueblo apoderándose de las casas consistoriales
abandonadas, congregó en ellas una junta suprema de personas
distinguidas de la ciudad. Tap y Núñez procediendo de buena fe era
por su extremada popularidad quien escogía los miembros, siendo
otros los que se los apuntaban. Así fue que como forastero obrando a
ciegas, nombró a dos que desagradaron por su anterior y desopinada
conducta. Se le previno, y quiso borrarlos de la lista. Fueron inútiles
sus esfuerzos y aun le acarrearon una larga prisión, mostrándose
encarnizados enemigos suyos los que tenía por parciales. Suerte
ordinaria de los que entran desinteresadamente e inexpertos en las
revoluciones: los hombres pacíficos los miran siempre, aun aplaudiendo
a sus intentos, como temibles y peligrosos, y los que desean la
bulla y las revueltas para crecer y medrar, ponen su mayor conato en
descartarse del único obstáculo a sus pensamientos torcidos.
Instalose pues la junta, y nombró por su presidente a Don Francisco
Saavedra, antiguo ministro de hacienda, confinado en Andalucía por la
voluntad arbitraria del príncipe de la Paz. De carácter bondadoso y
apacible, tenía saber extenso y vario. Las desgracias y persecuciones
habían quizá quitado a su alma el temple que reclamaban aquellos
tiempos. A instancias suyas fue también elegido individuo de la junta
el asistente Don Vicente Hore, a pesar de su amistad con el caído
favorito. Entró a formar parte y se señaló por su particular influjo
el Padre Manuel Gil, clérigo reglar. La espantadiza desconfianza de
Godoy que sin razón le había creído envuelto en la intriga que para
derribarle habían urdido en 1795 la marquesa de Matallana y el de
Malaespina, le sugirió entonces el encerrarle en el convento de
Toribios de Sevilla, en el que se corregían los descarríos ciertos o
supuestos de un modo vergonzoso y desusado ya aun para con los niños.
Disfrutaba el padre Gil, si bien de edad provecta, de la robustez y
calor de los primeros años: con facilidad comunicaba a otros el fuego
que sustentaba en su pecho, y en medio de ciertas extravagancias más
bien hijas de la descuidada educación del claustro que de extravíos de
la mente, lucía por su erudición y la perspicacia de su ingenio.
La nombrada junta intitulose suprema de España e Indias. Desazonó
a las otras la presuntuosa denominación; pero ignorando lo que
allende ocurría, quizá juzgó prudente ofrecer un centro común, que
contrapesando el influjo de la autoridad intrusa y usurpadora de
Madrid, le hiciese firme e imperturbable rostro. Fue desacuerdo
insistir en su primer título luego que supo la declaración de las
otras provincias. Su empeño hubiera podido causar desavenencias que
felizmente cortaron la cordura y tino de ilustrados patriotas.
Para la defensa y armamento adoptó la junta medidas activas y
acertadas. Sin distinción mandó que se alistasen todos los mozos de
dieciséis hasta cuarenta y cinco años. Se erigieron asimismo por orden
suya juntas subalternas en las poblaciones de 2000 y más vecinos.
La oportuna inversión de los donativos cuantiosos que se recibían,
como también el cuidado de todo el ramo económico, se puso a cargo
de sujetos de conocida integridad. En ciudades, villas y aldeas se
respondió con entrañable placer al llamamiento de la capital, y en
Arcos como en Carmona, y en Jerez como en Lebrija y Ronda no se oyeron
sino patrióticos y acordes acentos.
En la conmoción de la noche del 26 y en la mañana del 27 nadie se había
desmandado, ni se habían turbado aquellas primeras horas con muertes
ni notables excesos. Estaba reservado para la tarde del mismo 27 que
se ensangrentasen los muros de la ciudad con un horrible asesinato.
Ya indicamos como el ayuntamiento había trasladado al hospital de la
Sangre el sitio de sus sesiones. Dio con este paso lugar a hablillas
y rencores. Para calmarlos y obrar de concierto con la junta creada,
envió a ella en comisión al conde del Águila procurador mayor en
aquel año. A su vista se encolerizó la plebe, y pidió con ciego furor
la cabeza del conde. La junta para resguardarle prometió que se le
formaría causa, y ordenó que entre tanto fuese enviado en calidad de
arrestado a la torre de la puerta de Triana. Atravesó el del Águila a
Sevilla entre insultos, pero sin ser herido ni maltratado de obra. Solo
al subir a la prisión que le estaba destinada, entrando en su compañía
una banda de gente homicida, le intimó que se dispusiese a morir, y
atándole a la barandilla del balcón que está sobre la misma puerta de
Triana, sordos aquellos asesinos a los ruegos del conde y a las ofertas
que les hizo de su hacienda y sus riquezas, bárbaramente le mataron
a carabinazos. Fue por muchos llorada la muerte de este inocente
caballero, cuya probidad y buen porte eran apreciados en general por
todos los sevillanos. Hubo quien achacó imprudencias al conde; otros, y
fueron los más, atribuyeron el golpe a enemiga y oculta mano.
Rica y populosa Sevilla, situada ventajosamente para resistir a una
invasión francesa, afianzó, declarándose, el levantamiento de España.
Mas era menester para poner fuera de todo riesgo su propia resolución
contar con San Roque y Cádiz, en donde estaba reunida la fuerza militar
de mar y tierra más considerable y mejor disciplinada que había dentro
de la nación. Convencida de esta verdad despachó la junta a aquellos
puntos dos oficiales de artillería que eran de su confianza. El que
fue a San Roque desempeñó su encargo con menos embarazos, hallando
dispuesto a Don Francisco Javier Castaños que allí mandaba, a someterse
a lo que se le prescribía. Ya de antemano había entablado este general
relaciones con Sir Hugo Dalrymple, gobernador de Gibraltar, y lejos de
suspender sus tratos por la llegada a su cuartel general del oficial
francés Roquiat, de cuya comisión hicimos mención en el anterior libro,
las avivó y estrechó más y más. Tampoco se retrajo de continuarlos ni
por las ofertas que le hizo otro oficial de la misma nación despachado
al efecto, ni con el cebo del virreinato de Méjico que tenían en Madrid
como en reserva para halagar con tan elevada dignidad la ambición de
los generales, cuya decisión se conceptuaba de mucha importancia. Es
de temer no obstante que las pláticas con Dalrymple en nada hubieran
terminado, si no hubiese llegado tan a tiempo el expreso de Sevilla. A
su recibo se pronunció abiertamente Castaños, y la causa común ganó con
su favorable declaración 8941 hombres de tropa reglada que estaban bajo
sus órdenes.
Tropezó en Cádiz con mayores obstáculos el conde de Teba, que fue el
oficial enviado de Sevilla. Habitualmente residía en aquella plaza el
capitán general de Andalucía, siéndolo a la sazón Don Francisco Solano,
marqués del Socorro y de la Solana. No hacía mucho tiempo que había
regresado a su puesto desde Extremadura y de vuelta de la expedición
de Portugal, en donde le vimos soñar mejoras para el país puesto a
su cuidado. Después del 2 de mayo solicitado y lisonjeado por los
franceses, y sobre todo vencido por los consejos de españoles antiguos
amigos suyos, con indiscreción se mostraba secuaz de los invasores,
graduando de frenesí cualquiera resistencia que se intentase. Ya antes
de mediados de mayo corrió peligro en Badajoz por la poca cautela
conque se expresaba. No anduvo más prudente en todo su camino. Al
cruzar por Sevilla se avistaron con él los que trabajaban para que
aquella ciudad definitivamente se alzase. Esquivó todo compromiso,
mas molestado por sus instancias pidió tiempo para reflexionar, y se
apresuró a meterse en Cádiz. No satisfechos de su indecisión, luego
que tuvo lugar el levantamiento del 27, siendo ya algunos de los
conspiradores individuos de la nueva junta, impelieron a esta para
que el 28 enviase a aquella plaza al mencionado conde de Teba, quien
con gran ruido y estrépito penetró por los muros gaditanos. Era allí
muy amado el general Solano: debíalo a su anterior conducta en el
gobierno del distrito, en el que se había desvelado por hacerse grato
a la guarnición y al vecindario. En idolatría se hubiera convertido la
afición primera, si se hubiese francamente declarado por la causa de
la nación. Continuó vacilante e incierto, y el titubear de ahora en un
hombre antes presto y arrojado en sus determinaciones, fue calificado
de premeditada traición. Creemos ciertamente que las esperanzas y
promesas con que de una parte le habían traído entretenido, y los
peligros que advertía de la otra examinando militarmente la situación
de España, le privaron de la libre facultad de abrazar el honroso
partido a que era llamado de Sevilla. Así fue que al recibir sus
pliegos ideó tomar un sesgo con que pudiera cubrirse.
Convocó a este propósito una reunión de generales, en la que se
decidiese lo conveniente acerca del oficio traído por el conde de Teba.
Largamente se discurrió en su seno la materia, y prevaleciendo como
era natural el parecer de Solano, se acordó la publicación de un bando
cuyo estilo descubría la mano de quien le había escrito. Dábanse en
él las razones militares que asistían para considerar como temeraria
la resistencia a los franceses, y después de varias inoportunas
reflexiones se concluía con afirmar que puesto que el pueblo la
deseaba, no obstante las poderosas razones alegadas, se formaría un
alistamiento y se enviarían personas a Sevilla y otros puntos, estando
todos los once, que suscribían al bando, prontos a someterse a la
voluntad expresada. Contento Solano con lo que se había determinado le
faltó tiempo para publicarlo, y de noche con hachas encendidas y grande
aparato mandó pregonar bando por las calles, como si no bastase el solo
acuerdo para dar suficiente pábulo a la inquietud del pueblo.
La desusada ceremonia atrajo a muchos curiosos, y luego que oyeron lo
que de oficio se anunciaba, irritáronse sobremanera los circunstantes,
y con el bullicio y el numeroso concurso pensaron los más atrevidos en
aprovecharse de la ocasión que se les ofrecía, y de montón acudieron
todos a casa del capitán general. Allí un joven llamado Don Manuel
Larrús, subiendo en hombros de otro, tomó la palabra y respondiendo una
tras de otra a las razones del bando, terminó con pedir a nombre de
la ciudad que se declarase la guerra a los franceses, y se intimase
la rendición a su escuadra fondeada en el puerto. Abatiose el altivo
Solano a la voz del mozo, y quien para dicha suya y de su patria
hubiera podido, acaudillándolas, ser árbitro y dueño de las voluntades
gaditanas, tuvo que arrastrarse en pos de un desconocido. Convino pues
en juntar al día siguiente los generales, y ofreció que en todo se
cumpliría lo que demandaba el pueblo.
La algazara promovida por la publicación del bando siguió hasta rayar
la aurora, y la muchedumbre cercó y allanó en uno de sus paseos la casa
del cónsul francés Mr. Le Roi, cuyo lenguaje soberbio y descomedido le
había atraído la aversión aun de los vecinos más tranquilos. Refugiose
el cónsul en el convento de S. Agustín y de allí fue a bordo de su
escuadra. Acompañó a este desmán el de soltar a algunos presos, pero
no pasó más allá el desorden. Los amotinados se aproximaron después al
parque de artillería para apoderarse de las armas, y los soldados en
vez de oponerse los excitaron y ayudaron.
A la mañana inmediata 29 de mayo celebró Solano la ofrecida junta de
generales, y todos condescendieron con la petición del pueblo. Antes
había ya habido algunos de ellos que en vista del mal efecto causado
por la publicación del bando, procuraron descargar sobre el capitán
general la propia responsabilidad, achacando la resolución a su
particular conato: indigna flaqueza que no poco contribuyó a indisponer
más y más los ánimos contra Solano. Ayudó también a ello la frialdad e
indiferencia que este dejaba ver en medio de su carácter naturalmente
fogoso. No descuidaron la malevolencia y la enemistad emplear contra
su persona las apariencias que le eran adversas, y ambas pasiones
traidoramente atizaron las otras y más nobles que en el día reinaban.
Por la tarde se presentó en la plaza de S. Antonio el ayudante Don
José Luquey anunciando al numeroso concurso allí reunido que según
una junta celebrada por oficiales de marina, no se podía atacar la
escuadra francesa sin destrozar la española todavía interpolada con
ella. Se irritaron los oyentes y serían las cuatro de la tarde cuando
en seguida se dirigieron a casa del general. Permitiose subir a tres
de ellos, entre los que había uno que de lejos se parecía a Solano.
El gentío era inmenso y tal el bullicio y la algazara que nadie se
entendía. En tanto el joven que tenía alguna semejanza con el general
se asomó al balcón. La multitud aturdida tomole por el mismo Solano, y
las señas que hacía para ser oído, por una negativa dada a la petición
de atacar a la escuadra francesa. Entonces unos sesenta que estaban
armados hicieron fuego contra la casa, y la guardia mandada por el
oficial San Martín, después caudillo célebre del Perú, se metió dentro
y atrancó la puerta. Creció la saña, trajeron del parque cinco piezas y
apuntaron contra la fachada, separada de la muralla por una calle baja,
un cañón de a veinticuatro de los que coronaban aquella. Rompieron las
puertas, huyó Solano, y encaramándose por la azotea se acogió a casa
de su vecino y amigo el irlandés Strange. Al llegarse encontró con
Don Pedro Olaechea, hombre oscuro, y que habiendo sido novicio en la
Cartuja de Jerez, se le contaba entre los principales alborotadores de
aquellos días. Presumiendo este que el perseguido general se habría
ocultado allí, habíasele adelantado entrando por la puerta principal.
Sorprendiose Solano con el inesperado encuentro, mas ayudado del
comandante del regimiento de Zaragoza Creach que casualmente entraba
a visitar a la señora de Strange, juntos encerraron al ex-cartujo en
un pasadizo, de donde queriendo el tal por una claraboya escaparse se
precipitó a un patio, de cuyas resultas murió a pocos días. Pero Solano
no pudiendo evadirse por parte alguna, se escondió en un hueco oculto
que le ofrecía un gabinete alhajado a la turca, donde la multitud
corriendo en su busca desgraciadamente le descubrió. Pugnó valerosa,
pero inútilmente, por salvarle la esposa del señor Strange Doña María
Tuker; hiriéronla en un brazo, y al fin sacaron por violencia de su
casa a la víctima que defendía. Arremolinándose la gente colocaron en
medio al marqués y se le llevaron por la muralla adelante con propósito
de suspenderle en la horca. Iba sereno y con brío, no apareciendo
en su semblante decaimiento ni desmayo. Maltratado y ofendido por
el paisanaje y soldadesca, recibió al llegar a la plaza de San Juan
de Dios una herida que puso término a sus días y a su tormento.
Revelaríamos para execración de la posteridad el nombre del asesino,
si con certeza hubiéramos podido averiguarlo. Bien sabemos a quién y
cómo se ha inculpado, pero en la duda nos abstenemos de repetir vagas
acusaciones.
Reemplazó al muerto capitán general D. Tomás de Morla, gobernador
de Cádiz. Aprobó la junta de Sevilla el nombramiento, y envió para
asistirle y quizá para vigilarle al general Don Eusebio Antonio
Herrera, individuo suyo. Se hizo marchar inmediatamente hacia lo
interior parte de las tropas que había en Cádiz y sus contornos, no
contándose en la plaza otra guarnición que los regimientos provinciales
de Córdoba, Écija, Ronda y Jerez, y los dos de línea de Burgos y
Órdenes militares, que casi se hallaban en cuadro. El 31 se juró
solemnemente a Fernando VII y se estableció una junta dependiente de la
suprema de Sevilla. En la misma mañana parlamentaron con los ingleses
el jefe de escuadra Don Enrique Macdonnell y el oidor Don Pedro Creux.
Conformáronse aquellos con las disposiciones de la junta sevillana,
reconocieron su autoridad y ofrecieron 5000 hombres que a las órdenes
del general Spencer iban destinados a Gibraltar.
Cobrando cada vez más aliento la junta suprema de Sevilla hizo el 6
de junio una declaración solemne de guerra contra Francia, afirmando
«que no dejaría las armas de la mano hasta que el emperador Napoleón
restituyese a España al rey Fernando VII y a las demás personas
reales, y respetase los derechos sagrados de la nación que había
violado, y su libertad, integridad e independencia.» Publicó por el
mismo tiempo que esta declaración otros papeles de grande importancia,
señalándose entre todos el conocido con el nombre de _Prevenciones_.
En él se daban acomodadas reglas para la guerra de partidas, única que
convenía adoptar; se recomendaba el evitar las acciones generales,
y se concluía con el siguiente artículo, digno de que a la letra se
reproduzca en este lugar: «se cuidará de hacer entender y persuadir a
la nación que libres, como esperamos, de esta cruel guerra a que nos
han forzado los franceses, y puestos en tranquilidad y restituido al
trono nuestro rey y señor Fernando VII, bajo él y por él se convocarán
cortes, se reformarán los abusos y se establecerán las leyes que el
tiempo y la experiencia dicten para el público bien y felicidad;
cosas que sabemos hacer los españoles, que las hemos hecho con otros
pueblos sin necesidad de que vengan los... franceses a enseñárnoslo...»
Dedúzcase de aquí si fue un fanatismo ciego y brutal el verdadero móvil
de la gloriosa insurrección de España, como han querido persuadirlo
extranjeros interesados o indignos hijos de su propio suelo.
Jaén y Córdoba se sublevaron a la noticia de la declaración de Sevilla,
y se sometieron a su junta, creando otras para su gobierno particular,
en que entraron personas de todas clases. En Jaén desconfiándose del
corregidor Don Antonio María de Lomas, le trasladaron preso a pocos
días a Valdepeñas de la Sierra, en donde el pueblo alborotado le mató a
fusilazos. Córdoba se apresuró a formar su alistamiento, dirigió gran
muchedumbre de paisanos a ocupar el puente de Alcolea, dándose el mando
de aquella fuerza armada, llamada vanguardia de Andalucía, a Don Pedro
Agustín de Echevarri. Aprobó la junta de Sevilla dicho nombramiento;
la que por su parte no cesaba de activar y promover las medidas de
defensa. Confió el mando de todo el ejército a Don Francisco Javier
Castaños, recompensa debida a su leal conducta, y el 9 de junio salió
este general a desempeñar su honorífico encargo.
[Marginal: Rendición de la escuadra francesa surta en Cádiz.]
Entre tanto quedaba por terminar un asunto que al paso que era grave
interesaba a la quietud y aun a la gloria de Cádiz. La escuadra
francesa surta en el puerto todavía tremolaba a su bordo el pabellón de
su nación, y el pueblo se dolía de ver izada tan cerca de sus muros y
en la misma bahía una bandera tenida ya por enemiga. Era además muy de
temer, abierta la comunicación con los ingleses, que no consintiesen
estos tener largo tiempo casi al costado de sus propias naves y en
perfecta seguridad una escuadra de su aborrecido adversario. Instó por
consiguiente el pueblo en que prontamente se intimase la rendición al
almirante francés Rossilly. El nuevo general Morla, fuera prudencia
para evitar efusión de sangre, o fuera que anduviese aún dudoso en el
partido que le convenía abrazar [sospecha a que da lugar su posterior
conducta], procuraba diferir las hostilidades divirtiendo la atención
pública con mañosas palabras y dilaciones. El almirante francés con
la esperanza de que avanzasen a Cádiz tropas de su nación, pedía
que no se hiciese novedad alguna hasta que el emperador contestase
a la demanda hecha en proclamas y declaraciones de que se entregase
a Fernando VII: estratagema que ya no podía engañar ni sorprender a
la honradez española. Aprovechándose de la tardanza mejoraron los
franceses su posición, metiéndose en el canal del arsenal de la
Carraca, y colocándose de suerte que no pudieran ofenderles los fuegos
de los castillos ni de la escuadra española. Constaba la francesa de
cinco navíos y una fragata: su almirante Mr. de Rossilly hizo después
una nueva proposición, y fue que para tranquilizar los ánimos saldría
de bahía si se alcanzaba del británico, anclado a la boca, el permiso
de hacerse a la vela sin ser molestado; y si no, que desembarcaría sus
cañones, conservaría a bordo las tripulaciones y arriaría la bandera,
dándose mutuamente rehenes, y con el seguro de ser respetado por los
ingleses. Morla rehusó dar oídos a proposición alguna que no fuese la
pura y simple entrega.
Hasta el 9 de junio se habían prolongado estas pláticas, en cuyo día
temiéndose el enojo público se rompió el fuego. El almirante inglés
Collingwood que de Toulon había venido a suceder a Purvis, ofreció su
asistencia, pero no juzgándola precisa fue desechada amistosamente.
Empezó el cañón del Trocadero a batir a los enemigos, sosteniendo
sus fuegos las fuerzas sutiles del arsenal y las del apostadero de
Cádiz que fondearon frente de Fort-Luis. El navío francés Algeciras
incomodado por la batería de morteros de la cantera, la desmontó:
también fue a pique una cañonera mandada por el alférez Valdés y el
místico de Escalera, pero sin desgracia. La pérdida de ambas partes fue
muy corta. Continuó el fuego el 10, en cuyo día a las tres de la tarde
el navío Héroe francés que montaba el almirante Rossilly, puso bandera
española en el trinquete, y afirmó la de parlamento el navío Príncipe,
en el que estaba Don Juan Ruiz de Apodaca comandante de nuestra
escuadra. Abriéronse nuevas conferencias que duraron hasta la noche
del 13, y en ella se intimó a Rossilly que a no rendirse romperían
fuego destructor dos baterías levantadas junto al puente de la nueva
población. El 14 a las siete de la mañana izó el navío Príncipe la
bandera de fuego, y entonces se entregaron los franceses a merced del
vencedor. Regocijó este triunfo, si bien no costoso ni difícil, porque
con eso quedaba libre y del todo desembarazado el puerto de Cádiz, sin
haber habido que recurrir a las fuerzas marítimas de los nuevos aliados.
En tanto Sevilla, acelerando el armamento y la organización militar,
envió a todas partes avisos y comisionados; y Canarias y las provincias
de América no fueron descuidadas en su solícita diligencia. Quiso
igualmente asentar con el gobierno inglés directas relaciones de
amistad y alianza, no bastándole las que interinamente se habían
entablado con sus almirantes y generales: a cuyo fin diputó con plenos
poderes a los generales D. Adrián Jácome y D. Juan Ruiz de Apodaca,
que después veremos en Inglaterra. Ahora conviene seguir narrando la
insurrección de las otras provincias.
[Marginal: Levantamiento de Granada.]
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