Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 18

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mismo tenor y según costumbre fue la contestación de José, no echando
en olvido la repetida cantilena de que los ingleses eran los que
fomentaban la inquietud de los pueblos.
Presentose el día 20 el proyecto de constitución y ordenó la junta
su impresión, habiéndose oído en los siguientes varios discursos
acerca de sus artículos. Se ventilaron también otros puntos, y en la
citada sesión del 20 se propuso para halagar al pueblo la supresión de
los cuatro maravedís en cuartillo de vino, y la de tres y un tercio
por ciento de los frutos que no diezmaban, cuyo acuerdo quedó en el
inmediato día aprobado por José. En la del 22 Don Ignacio de Tejada,
designado por Murat para representar el nuevo reino de Granada, sostuvo
en un vehemente discurso lo conveniente que sería afianzar la unión
con la metrópoli de las provincias americanas. Cuatro religiosos que
tenían voz como diputados de los regulares, pidieron en otra sesión que
no se suprimiesen del todo los conventos, y que solo se minorase el
número. ¡Ojalá se hubieran mostrado siempre tan sumisos y conformes!
Se atrevió a proponer la abolición del santo oficio Don Pablo Arribas,
sosteniéndole Don José Gómez Hermosilla, pero el inquisidor Ethenard
levantándose muy alborotado, se opuso e intentó probar lo útil del
establecimiento, considerado por el lado político. Apoyáronle con
fuerza los consejeros de Castilla, siendo natural se estrechasen para
defensa mutua dos cuerpos que en sus respectivas jurisdicciones tanto
daño habían acarreado a España. El duque del Infantado quería que no
se rebajase a menos de 80.000 ducados el máximo de los mayorazgos:
desechose la propuesta, no habiendo tampoco las dos anteriores tenido
resulta. Fue notable y digna de loa la que promovió Don Ignacio
Martínez de Villela, si no con mejor éxito, de que se comprendiese
en la ley fundamental un artículo para que ninguno pudiese ser
incomodado por sus opiniones políticas y religiosas. Admiraría que
aquel mismo magistrado años adelante se convirtiese en duro y constante
perseguidor si, por desgracia, no ofreciese la flaqueza humana, la
rencorosa envidia o la desapoderada ambición repetidos ejemplos de tan
lamentables mudanzas. Por tal término anduvieron las discusiones, hasta
que el 30 se concluyeron y cerraron las de la constitución; en cuyo
día se le añadió un último artículo declarando que después del año 20
se presentarían de orden del rey las mejoras y modificaciones que la
experiencia hubiese enseñado ser necesarias y convenientes.
[Marginal: Si se gozó de libertad.]
En vista de la adición de este artículo y de las cortas discusiones
que hubo, han pretendido algunos y de aquellos que han tratado de
defenderse, que la junta había gozado de libertad. Concediendo que esto
fuese cierto, levantaríase contra los miembros un grave cargo por no
haber sostenido mejor los derechos de la nación, ya que hubiesen creído
inútil recordar los de Fernando y su familia. Parecería pues imposible,
a no leerlo en sus obras, que hombres graves hayan querido persuadir al
público que allí se procedió sin embarazo, discutiéndose las materias
con toda franqueza y al sabor y según el dictamen de los vocales. No
hay duda que sobre puntos accesorios fue lícito hablar, y aun indicar
leves modificaciones. Pero ¿que hubiera acontecido si alguno se
hubiese propasado, no a renovar la cuestión decidida ya de mudanza de
dinastía, sino a enmendar cualquiera artículo de los sustanciales de
la constitución? ¿Qué si hubiese reclamado la libertad de imprenta,
la publicidad de las sesiones, una manera en fin más acertada de
constituirse las cortes? O para siempre hubiera enmudecido el audaz
diputado de cuyos labios hubieran salido semejantes proposiciones, o
deprisa y estrepitosamente se hubiera disuelto el congreso de Bayona.
Así en el corto número de doce sesiones se cumplió con las formalidades
de estilo, se tocaron varias materias, y se discutió y aprobó a la
unanimidad una constitución de 146 artículos. ¿Mas a qué cansarse? Para
conceptuar de qué libertad gozaron los diputados, basta decir que fue
en Bayona, y a vista de Napoleón, donde celebraron sus sesiones.
[Marginal: Juramento prestado a la constitución.]
Al fin el 7 de julio reunido el congreso en el mismo sitio de los
anteriores días, que fue en el palacio llamado del obispado viejo,
juró José la observancia de la constitución en manos del arzobispo de
Burgos, y también la juraron, aceptaron y firmaron los diputados cuyo
número no pasó de noventa y uno, siendo de notar que apenas veinte
habían sido nombrados por las provincias. Los demás o eran de aquellos
que habían acompañado al rey Fernando, o individuos de diversas
corporaciones o clases residentes en Madrid y ciudades oprimidas por
los soldados franceses. Para que subiera la cuenta obligaron también a
españoles transeúntes casualmente en Bayona, a que pusiesen su firma
en la nueva constitución. Pero a pesar de tales esfuerzos nunca pudo
completarse el número de 150 que era el determinado en la convocatoria.
[Marginal: Reflexiones sobre la constitución.]
Ahora sería oportuno entrar en el examen de esta constitución, si por
lo menos hubiera gobernado de hecho la monarquía. Mas ilegítima en su
origen, y bastarda producción de tierra extraña nunca plantada en la
nuestra, no sería justo que nos detuviese largo tiempo, ni cortase el
hilo de nuestra narración. Sin embargo atendiendo al elogio que de
algunos ha merecido, séanos lícito poner aquí ciertas observaciones,
que si bien restrictas y generales, no por eso dejarán de dar una idea
de los defectos fundamentales que la oscurecían y anulaban.
Desde luego nótase que falta en aquella constitución lo que forma
la base principal de los gobiernos representativos, a saber, la
publicidad. Por ella se ilustra y conoce la opinión, y la opinión es
la que dirige y guía a los que mandan en estados así constituidos. Dos
son los únicos y verdaderos medios de conseguir que la voz pública
suba con rapidez a los representantes de una gran nación, y que la de
estos descienda y cunda a todas las clases del pueblo. Son pues la
libertad de imprenta y la publicidad en las discusiones del cuerpo
o cuerpos que deliberan. Por la última, como decía el mismo Burke,
llega a noticia de los poderdantes el modo de pensar y obrar de sus
diputados, sirviendo también de escuela instructiva a la juventud: y
por la primera, esencialmente unida a la naturaleza de un estado libre,
conforme a la expresión del gran jurisconsulto Blackstone, se enteran
los que gobiernan de las variaciones de la opinión y de las medidas
que imperiosamente reclama, por cuya mutua y franca comunicación,
acumulándose cuantiosa copia de saber y datos, las resoluciones que
se toman en una nación de aquel modo regida no se apartan en lo
general de lo que ordena su interés bien entendido; desapareciendo en
cotejo de tamaño beneficio los cortos inconvenientes que en ciertos
y contados casos pudieran acompañar a la publicidad, y de que nunca
se ve del todo desembarazada la humana naturaleza. Pues aquellos dos
medios tan necesarios de estamparse en una constitución que se preciaba
de representativa, no se vislumbraban siquiera en la de Bayona. Al
contrario, por el artículo 80 se prevenía «que las sesiones de las
cortes no fuesen públicas.» Y en tanto grado se huía de conceder dicha
facultad, que en el 81 íbase hasta graduar de rebelión el publicar
impresas o por carteles las opiniones o votaciones. Quien con tanto
esmero había trabado la libertad de los diputados, no era de esperar
obrase más generosamente con la de la imprenta. Deferíase su goce a dos
años después que la constitución se hubiese planteado, no debiendo esta
tener su cumplido efecto antes de 1813. Pero aun entonces, además de
las limitaciones que hubieran entrado en la ley, parece ser que nunca
se hubieran comprendido en su contexto los papeles periódicos. Así se
infiere de lo prevenido en el artículo 45. Porque al paso que se crea
una junta de cinco senadores encargados de velar acerca de la libertad
de imprenta, se exceptúan determinadamente semejantes publicaciones,
las que sin duda reservaba el gobierno a su propio examen. Véase pues
cuán tardía y escatimada llegaría concesión de tal importancia.
Tampoco se había compuesto ni deslindado atinadamente la potestad
legislativa. Al sonido de la voz senado cualquiera se figuraría haber
sido erigido aquel cuerpo con la mira de formar una segunda y separada
cámara que tomase parte en la discusión y aprobación de las leyes;
pero no era así. Ceñidas sus facultades en los tiempos tranquilos
a velar sobre la conservación de la libertad individual y de la de
imprenta, ensanchábanse en los borrascosos o cuando parecieren tales
a la potestad ejecutiva, a suspender la constitución y a adoptar las
medidas que exigiese la seguridad del estado. Un cuerpo autorizado con
facultad tan amplia y poderosa, debiera al menos haber ofrecido en su
independencia un equilibrio correspondiente y justo. Mas constando de
solos veinticuatro individuos nombrados por el rey y escogidos entre
empleados antiguos, antes era sostenimiento de la potestad ejecutiva
que valladar contra sus usurpaciones.
Para evitar estas o resistirles gananciosamente no era más propicia
ni recomendable la manera como se habían constituido las cortes, las
cuales además de verse privadas de la publicidad, sólido cimiento de su
conservación, llevaban consigo la semilla de su propia desorganización
y ruina. Por de pronto el rey estaba obligado solamente a convocarlas
cada tres años, y como para todo este intermedio se votaban las
contribuciones, no era probable que se las hubiera congregado con más
frecuencia. El número de vocales se limitaba a 162 divididos en tres
estamentos, clero, nobleza y pueblo; componiéndose los dos primeros
de 50 individuos. Debían, reunidos en la misma sala, discutir las
materias y decidirlas a pluralidad de votos y no por separación de
clase. En cuya virtud sin resultar las ventajas de la cámara de lores
en Inglaterra, ni la del senado en los Estados Unidos, sirviendo de
contrapeso entre la potestad real o ejecutiva y la popular; aquí juntos
y amontonados todos los estamentos o brazos, hubieran presentado la
imagen del desorden y la confusión. Cuando el cuerpo que ha de formar
las leyes está dividido en dos cámaras, al choque funesto de las
clases que es temible exista estando reunidos los privilegiados y los
que no lo son, sucede cuando deliberan separadamente el saludable
contrapeso de las opiniones individuales, estableciéndose una mutua
correspondencia entre los vocales de ambas cámaras que no disienten
en el modo de pensar; sin atender a la clase a que pertenecen. Por lo
menos así nos lo muestra la experiencia, gran maestra en semejantes
materias. Cuanto más se reflexiona acerca del artificio de esta
constitución, mas se descubre que solo en el nombre quería darse a
España un gobierno monárquico representativo.
Había empero artículos dignos de alabanza. Merécenla pues aquellos
en que se declaraba la supresión de privilegios onerosos, la
abolición del tormento, la publicidad en los procesos criminales y
el límite de 20.000 pesos fuertes de renta, señalado a la excesiva
acumulación de mayorazgos. Mas estas mejoras que ya desaparecían
junto a las imperfecciones sustanciales arriba indicadas, del todo
se deslustraban y ennegrecían con la monstruosidad [no puede dársele
otro nombre] de insertar en la ley fundamental del estado que habría
perpetuamente una alianza ofensiva y defensiva, tanto por tierra como
por mar entre España y Francia. Todo tratado o liga de suyo variable,
supone por lo menos el convenio recíproco de los dos o más gobiernos
que están interesados en su cumplimiento. Exigíase aún más en este
caso: ya que quisiera darse a la alianza la duración y firmeza de
una ley fundamental, menester era que la otra parte, la Francia, se
hubiese comprometido a lo mismo en las constituciones del imperio.
Podrá redargüirse que estaba sujeta esta determinación a un tratado
posterior y especial entre ambas naciones. Pero según el artículo 24
de la constitución que era en donde se adoptaba el principio, debía el
tratado limitarse a especificar el contingente con que cada una había
de contribuir, y no de manera alguna a variar la base admitida de una
alianza perpetua ofensiva y defensiva. No es de este lugar examinar
la utilidad o perjuicio que se seguiría a España, país casi aislado,
de atarse con semejante vínculo y abrazar todas las desavenencias de
una nación como la Francia contigua a tantas otras y con intereses
tan complicados. Aquí solo consideramos la cuestión constitucional,
bajo cuyo respecto no pudo ser ni más fuera de sazón ni más extraña.
Al ver adoptado semejante artículo no podemos menos de asombrarnos
por segunda vez de que haya habido españoles de los firmantes, tan
olvidados de sí propios, que hayan asegurado en sus defensas haberse
gozado en Bayona de entera e ilimitada libertad. Porque si a sabiendas
y voluntariamente le admitieron y aprobaron ¿cómo pudieran disculparse
de haber encadenado la suerte de su patria a la de otra nación, sin que
esta se hubiera al propio tiempo comprometido a igual reciprocidad? Mas
afortunadamente y para honra del nombre español si hubo algunos que con
placer firmaron la constitución de Bayona, justo es decir que el mayor
número lo hicieron obligados de la penosa e involuntaria situación en
que los había colocado su aciaga estrella.
[Marginal: Visita de la Junta de Bayona a Napoleón.]
En el mismo día 7 de julio Don Miguel de Azanza propuso y se acordó
la acuñación de dos medallas que perpetuasen la memoria del juramento
a la constitución, trasladándose en seguida la junta en cuerpo al
palacio de Marracq a cumplimentar a Napoleón. Llevó la palabra el
presidente, y en silencio aguardaron todos con ansiosa curiosidad la
respuesta del soberano de Francia, rodeado de los diputados españoles.
Tres cuartos de hora duró el discurso del último, embarazoso en la
expresión e infecundo en sus conceptos. Levantando pues la cabeza y
echando una mirada esquiva y torva, la inclinaba después aquel príncipe
sobre el pecho, articulando de tiempo en tiempo palabras sueltas
o frases truncadas e interrumpidas, sin que centellease ninguno de
aquellos rasgos originales que a veces brillaban en sus conversaciones
o arengas. Parecía representar su voz el estado de su conciencia.
Impacientábanse todos, mas el disimulo reinaba por todas partes. Sus
cortesanos quedaron inmobles; y aturdidos los españoles, a cuyos ojos
achicose en gran manera el objeto que tan agigantado les había parecido
de lejos. Fatigado el concurso y quizá Napoleón mismo, despidió este
a los diputados que sobrecogidos y silenciosos se retiraron. Azaroso
andaba en todo lo de España.
Aún duraban las discusiones de la constitución cuando llegó a Bayona
una carta escrita en Valençay en 22 de junio por la servidumbre de
Fernando y los infantes, en la que «juraban [*] [Marginal: Felicitación
de la servidumbre de Fernando. (* Ap. n. 4-11.)] obediencia a la nueva
constitución de su país y fidelidad al rey de España José I.» Según
Escóiquiz fue efecto de intimación del príncipe de Talleyrand hecha a
nombre de Napoleón, añadiendo que para evitar mayores males accedieron
encargándose él mismo de extender la carta en términos estudiados y
medidos. Si así hubiera pasado, merecían disculpa Escóiquiz y sus
compañeros; pero aconteció muy de otra manera. Y o aquel se imaginó que
nunca se trasluciría el contenido de su carta, o con los infortunios
se había enteramente desmemoriado. En ella se prestaba el juramento de
un modo claro no ambiguo; y lo que era peor se pedían nuevas gracias
expresadas en una nota adjunta, afirmándose también que _estaban
prontos a obedecer ciegamente su voluntad_ [la de José] _hasta en lo
más mínimo_. Véase pues lo que llamaba Escóiquiz juramento condicional
y aéreo, y carta escrita en términos medidos.
Así mismo Fernando escribió con igual fecha [*] [Marginal: Felicitación
de Fernando mismo. (* Ap. n. 4-12.)] a Napoleón en nombre suyo y de
su hermano y tío, dándole el parabién de haber sido ya instalado en
el trono de España su hermano José; con una carta [leída en 30 de
junio ante los diputados de Bayona] inclusa para el último en que se
decía después de felicitarle «que se consideraba miembro de la augusta
familia de Napoleón, a causa de que había pedido al emperador una
sobrina para esposa, y esperaba conseguirla:» tan caída y por el suelo
andaba la corona de Carlos V y Felipe II.
[Marginal: Ministerio nombrado por José.]
En 4 de julio había José arreglado definitivamente su ministerio.
Tocó a Don Mariano Luis de Urquijo la secretaría de estado, a cuyo
puesto correspondía, según la constitución de Bayona, refrendar todos
los decretos. En el reinado de Carlos IV, todavía aquel muy joven,
había sido nombrado ministro interino de estado. Adornado de ciertas
calidades brillantes y exteriores, no se le reputaba por hombre de
saber profundo: tachábanle de presuntuoso. Quiso en su ministerio
enfrenar el tribunal de la Inquisición, y restablecer a los obispos
en sus primitivos derechos. Acarreole su intento la enemistad de
Roma y de una parte del clero español. Con esto y haber el príncipe
de la Paz recobrado su antigua e ilimitada privanza, fue desgraciado
Urquijo, encerrado en la ciudadela de Pamplona, y confinado después
a Bilbao su patria. No tuvo parte en los primeros desaciertos de
Madrid y Bayona, y solo acudió a esta ciudad en virtud de reiterado
llamamiento de Napoleón, quien le deslumbró prodigando lisonjas a su
amor propio. Encargose Don Pedro Cevallos del ministerio de negocios
extranjeros, con repugnancia y violencia según el propio se expresa,
con gusto y solicitud suya según otros. Don Sebastián de Piñuela y
Don Gonzalo Ofárril se mantuvieron en sus respectivos ministerios de
gracia y justicia y de guerra. Obtuvo el de Indias Don Miguel José
de Azanza, reservándose el de marina para Don José Mazarredo, quien
en dicho ramo gozaba de gran concepto, habiendo ilustrado su nombre
en varias campañas; pero que sin práctica en las materias de estado,
y preocupado y nimio en otras, abrazó sin discernimiento a manera de
frenesí el partido del rey intruso. Púsose la hacienda al cuidado del
conde de Cabarrús, francés de nación, mas por afición y enlaces de
corazón español. Decidido en Zaragoza a seguir la gloriosa causa de
aquellos moradores, fuese temor o enfado de algún peligro que había
corrido en Ágreda, mudó después de parecer y aceptó el ministerio que
José le confirió. «Hombre extraordinario [según le pinta su amigo
Jovellanos] en quien competían los talentos con los desvaríos y las
más nobles calidades con los más notables defectos.» No era fácil que
en un tiempo en que el nuevo rey ansiaba granjearse la estimación
pública, se hubiese olvidado en la repartición de empleos y gracias
del hombre insigne que acabamos de citar, [Marginal: Jovellanos.] de
Don Gaspar Melchor de Jovellanos. Libertado de su largo y penoso
encierro al advenimiento al trono de Fernando VII, habíase retirado
a Jadraque en casa de un amigo para recobrar su salud debilitada y
perdida con los malos tratamientos y duro padecer. Buscole en su rincón
Murat mandándole pasase a Madrid: excusose con el mal estado de su
cuerpo y de su espíritu. Acosáronle poco después los de Bayona; José de
oficio para que fuese a Asturias a reducir al sosiego a sus paisanos,
y confidencialmente Don Miguel de Azanza, anunciándole que se le
destinaba para el ministerio de lo interior. Disculpose con el primero
en términos parecidos a los que había usado con Murat, y al segundo le
manifestó «que estaba lejos de admitir ni el encargo, ni el ministerio,
y que le parecía vano el empeño de reducir con exhortaciones a un
pueblo tan numeroso y valiente, y tan resuelto a defender su libertad.»
Reiteráronse las instancias por medio de Ofárril, Mazarredo y Cabarrús.
Acometido tan obstinadamente de todos lados, expresó en una de sus
contestaciones «que cuando la causa de la patria fuese tan desesperada
como ellos se pensaban, sería siempre la causa del honor y la lealtad,
y la que a todo trance debía preciarse de seguir un buen español.»
Sordos a sus razones y a sus disculpas le nombraron ministro mal de su
grado, e insertaron en la Gaceta de Madrid su nombramiento: señalada
perfidia con que trataron de comprometerle. Por dicha salvole la honra
lo terso y limpio de su noble conducta, y sirvió de obstáculo a la
persecución, que su constante resistencia hubiera podido acarrearle,
la victoria de Bailén: con cierta prolijidad hemos referido este hecho
como ejemplo digno de ser transmitido a la posteridad.
Formado que hubo su ministerio el rey intruso, se ocupó en proveer los
empleos de palacio en los grandes que estaban en Bayona; [*] [Marginal:
Empleos de palacio. (* Ap. n. 4-13.)] y cuya enumeración omitimos por
inútil y fastidiosa. El duque del Infantado fue nombrado coronel de
guardias españolas, y de valonas el príncipe de Castel-Franco. Mucho
desmereció el primero, viéndole la nación volver favorecido por la
estirpe que había despojado del trono al rey Fernando, y cuya pérdida
había en gran parte provenido de haber escuchado sus consejos. Pocos
fueron los franceses que acompañaron a José, y en eminente puesto
solamente colocó al general Saligny, duque de San Germán, escogido
para ser uno de los capitanes de guardias de Corps. Imitó en eso la
política de Luis XIV, quien según expresa el marqués de San Felipe
[*] [Marginal: (* Ap. n. 4-14.)] «mandó prudentísimamente que ningún
vasallo suyo entrase en España... Con lo que explicaba entregar
enteramente al rey [Felipe V] al dictamen de los españoles, y que ni
los celos de su favor, ni el mando turbase la pública quietud.»
[Marginal: José entra en España el 9 de julio.]
Al fin arreglado lo interior de palacio y el supremo gobierno,
determinó José de acuerdo con su hermano entrar en España el 9 de
julio, confiados ambos en que a favor de ciertas ventajas militares
alcanzadas por las armas francesas sería fácil llegar sin impedimento
a la capital del reino; por lo cual es ya ocasión de hablar de las
acciones de guerra, y reencuentros que hubo por aquel tiempo antes de
proceder más adelante.
[Marginal: Primera expedición de los franceses contra Santander.]
Santander, punto marítimo y cercano a las provincias aledañas de
Francia, fijó primero la atención de Napoleón. Por su orden se
encomendó al mariscal Bessières que destacase la suficiente fuerza
para ahogar aquella insurrección. Este en 2 de junio hizo partir de
Burgos al general Merle, poniendo bajo su mando seis batallones y 200
caballos. Ya dijimos que al levantarse Santander se había colocado en
las principales gargantas de su cordillera la gente de nuevo alistada.
El 4 advertidos los jefes españoles de que los franceses avanzaban,
dispusieron replegarse a las posiciones más favorables, resueltos a
impedir el paso. Aguardaban ser acometidos en la mañana del 5; mas
aclarando el día y disipada la densa niebla que con frecuencia cubre
aquellas alturas, notaron con sorpresa que los franceses habían alzado
el campo y desaparecido. La bisoña tropa atribuyó la retirada a temores
del ejército enemigo, con lo que adquirió una desgraciada y ciega
confianza: muy otra era la causa.
[Marginal: Expedición contra Valladolid.]
Habíase insurreccionado Valladolid, cundía el fuego de un pueblo
en otro, y tocando casi a los mismos muros de Burgos, en donde el
mariscal Bessières tenía asentado su cuartel general, recelose este de
ver cortadas sus comunicaciones, si de pronto no acudía al remedio.
Consideraba mayor el peligro y más graves las conmociones cercanas
con un caudillo de nombre, como lo era Don Gregorio de la Cuesta. Y
en tal estado pareciole oportuno no alejar ni esparcir su fuerza, y
obrar solamente contra el enemigo más inmediato. Mandó por tanto a las
tropas enviadas antes camino de Santander que retrocediendo viniesen
al encuentro del general Lassalle, quien asistido de cuatro batallones
de infantería y 700 caballos se dirigía hacia Valladolid. Había el
último salido de Burgos el 5 de junio, y al anochecer del 6 llegó a
Torquemada, [Marginal: Quema de Torquemada] villa situada cerca del
Pisuerga, y que domina el campo de la margen opuesta. Muchos vecinos
abandonaron el pueblo, algunos se quedaron; y preparándose para la
defensa, atajaron con cadenas y carros el puente bastante largo por
donde se va a la villa. Ciento de los más animosos parapetados detrás
o subidos en la iglesia y casas inmediatas, dispararon contra los
franceses que se adelantaban. No arredrados estos con el incierto
y lejano fuego del paisanaje, aceleraron el paso y bien pronto
desembarazando el puente, penetraron por las calles y saquearon y
quemaron lastimosamente sus casas y edificios. Dispersos los defensores
fueron unos acuchillados por la caballería, otros atravesados por las
bayonetas de los infantes, y tratados los demás moradores con todo el
rigor de la guerra, sin que se perdonase a edad ni sexo.
[Marginal: Entrada en Palencia.]
En Palencia se habían también reunido los mozos con varios soldados
sueltos a las órdenes del anciano general Don Diego de Tordesillas.
Mas atemorizados con el incendio de Torquemada, se retiraron a tierra
de León, procurando el obispo aplacar la furia de los franceses con un
obsequioso recibimiento. Llegaron el 7, y a sus ruegos se contentaron
con desarmar a los habitantes, imponiéndoles además una contribución
bastante gravosa.
[Marginal: Acción de Cabezón.]
En Dueñas se engrosó la división de Lassalle con la de Merle de vuelta
de Reinosa, y allí acordaron el modo de atacar a Don Gregorio de la
Cuesta. Había el general español ocupado a Cabezón, distante dos leguas
de Valladolid. Contaba bajo su mando 5000 paisanos mal armados y sin
instrucción militar, 100 guardias de Corps de los que habían acompañado
a Bayona a la familia real, y 200 hombres del regimiento de caballería
de la reina. Reducíase su artillería a cuatro piezas que habían salvado
del colegio de Segovia sus oficiales y cadetes. Cabezón, situado a
la orilla izquierda del Pisuerga, contiguo al puente adonde viene a
parar la calzada de Burgos, y en paraje más elevado, ofrecía abrigo y
reparo a la gente allegadiza de Cuesta si hubiera sabido o querido este
aprovecharse de tamaña ventaja. Pero con asombro de todos, haciendo
pasar al otro lado del río lo grueso de sus tropas, colocó en una misma
línea la caballería y los paisanos, entre los que se distinguía por
su mejor arreo y disciplina el cuerpo de estudiantes. Situó cerca y
a la salida del puente dos cañones, y dejó los otros dos del lado de
Cabezón. Quedaron asimismo por esta parte algunas compañías de paisanos
de las parroquias de Valladolid cada una con su bandera para guardar
los vados del río: inexplicable arreglo y ordenación en un general
veterano.
Temprano en la mañana del 12 empezó el ataque. El francés Lassalle
marchó por el camino real, cubriendo el movimiento de su izquierda con
el monasterio de bernardos de Palazuelo. El general Merle tiró por su
derecha hacia Cigales con intento de interceptar a Cuesta si quería
retirarse del lado de León, como se lo habían los enemigos pensado
al verle pasar el río, no pudiendo achacar a ignorancia semejante
determinación. La refriega no fue ni larga ni empeñada. A las primeras
descargas los caballos, que estaban avanzados y al descubierto en
campo raso, empezaron a inquietarse sin que fueran dueños los jinetes
de contenerlos. Perturbaron con su desasosiego a los infantes y
los desordenaron. Al punto diose la señal de retirada, agolpándose
al puente la caballería, precedida por los generales Cuesta y Don
Francisco Eguía, su mayor general. Los estudiantes se mantuvieron aún
firmes, pero no tardaron en ser arrollados. Unos huyendo hacia Cigales
fueron hechos prisioneros por los franceses, o acuchillados en un soto
a que se habían acogido. Otros procurando vadear el río o cruzarle a
nado, se ahogaron con la precipitación y angustia. No fueron tampoco
más afortunados los que se dirigieron al puente. Largo y angosto caían
sofocados con la muchedumbre que allí acudía o muertos por los fuegos
franceses, y el de un destacamento de españoles situado al pie de la
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