Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1 de 5) - 10

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Desembarazados de las personas que habían ido a darles el parabién de
su llegada, entre quienes se contaba a Fernando, mirado con desvío y
enojo por su augusto padre, corrieron Carlos y María Luisa a los brazos
de su querido Godoy, a quien tiernamente estrecharon en su seno una y
repetidas veces con gran clamor y llanto.
[Marginal: Come con Napoleón.]
Pasaron en la tarde señalada a comer con Napoleón, y habiéndosele
olvidado a este invitar al favorito español; al ponerse a la mesa,
echándole de menos Carlos fuera de sí exclamó: _¿Y Manuel? ¿Dónde
está Manuel?_ Fuele preciso a Napoleón reparar su olvido, o más
bien condescender con los deseos del anciano monarca: tan grande
era el poderoso influjo que sobre los hábitos y carácter del último
había tomado Godoy, quien no parecía sino que con bebedizos le había
encantado.
[Marginal: Comparece Fernando en presencia de su padre.]
No tardaron mucho unos y otros en ocuparse en el importante y grave
negocio que había provocado la reunión en Bayona de tantos ilustres
personajes. Muy luego de la llegada de los reyes padres, de acuerdo
estos con Napoleón, y siendo Godoy su principal y casi único
consejero, se citó a Fernando e intimole Carlos en presencia del
soberano extranjero, que en la mañana del día siguiente le devolviese
la corona por medio de una cesión pura y sencilla, amenazándole con que
«si no él, sus hermanos y todo su séquito serían desde aquel momento
tratados como emigrados.» Napoleón apoyó su discurso, y le sostuvo
con fuerza; y al querer responder Fernando se lanzó de la silla su
augusto padre, y hablándole con dignidad y fiereza quiso maltratarle,
acusándole de haber querido quitarle la vida con la corona. La reina
hasta entonces silenciosa se puso enfurecida, ultrajando al hijo con
injuriosos denuestos, y a tal punto, según Bonaparte, se dejó arrastrar
de su arrebatada cólera, que le pidió al mismo hiciese subir a Fernando
al cadalso: expresión, si fue pronunciada, espantosa en boca de una
madre.[Marginal: Condiciones de Fernando para su renuncia. (* Ap. n.
2-22.)] Su hijo enmudeció y envió una renuncia con fecha 1.º de mayo
limitada por las condiciones siguientes: «1.ª Que el rey padre volviese
a Madrid, hasta donde le acompañaría Fernando, y le serviría como [*]
su hijo más respetuoso. 2.ª Que en Madrid se reuniesen las cortes, y
pues que S. M. [el rey padre] resistía una congregación tan numerosa,
se convocasen todos los tribunales y diputados del reino. 3.ª Que a la
vista de aquella asamblea formalizaría su renuncia Fernando, exponiendo
los motivos que le conducían a ella. 4.ª Que el rey Carlos no llevase
consigo personas que justamente se habían concitado el odio de la
nación. 5.ª Que si S. M. no quería reinar ni volver a España, en tal
caso Fernando gobernaría en su real nombre, como lugarteniente suyo;
no pudiendo ningún otro ser preferido a él.» Son de notar los trámites
y formalidades que querían exigirse para hacer la nueva renuncia,
siendo así que todo se había olvidado y aun atropellado en la anterior
de Carlos. También es digno de particular atención que Fernando y sus
consejeros, quienes por la mayor parte odiaron tanto años adelante
hasta el nombre de cortes, hayan sido los primeros que provocaron su
convocación, insinuando ser necesaria para legitimar la nueva cesión
del hijo en favor del padre la aprobación de los representantes de la
nación, o por lo menos la de una reunión numerosa en que estuvieran los
diputados de los reinos. Así se truecan y trastornan los pareceres de
los hombres al son del propio interés, y en menosprecio de la pública
utilidad.
[Marginal: No se conforma el padre.]
Carlos IV no se conformó, como era de esperar, con la contestación del
hijo, escribiéndole en respuesta el 2 una carta, en cuyo contenido
en medio de algunas severas si bien justas reflexiones se descubre
la mano de Napoleón, y hasta expresiones suyas. Sonlo por ejemplo
[*] [Marginal: (* Ap. n. 2-23.)] «todo debe hacerse para el pueblo,
y nada por él... No puedo consentir en ninguna reunión en junta...
nueva sugestión de los hombres sin experiencia que os acompañan.»
Tal fue la invariable aversión con que Bonaparte miró siempre las
asambleas populares, siendo así que sin ellas hubiera perpetuamente
quedado oscurecido en el humilde rincón en que la suerte le había
colocado.[*] [Marginal: (* Ap. n. 2-24.)] Fernando insistió el 4 en su
primera respuesta «que el excluir para siempre del trono de España a
su dinastía, no podía hacerlo sin el expreso consentimiento de todos
los individuos que tenían o podían tener derecho a la corona de España,
ni tampoco sin el mismo expreso consentimiento de la nación española,
reunida en cortes y en lugar seguro.» Y tanto y tanto reconocía
entonces Fernando los sagrados derechos de la nación, reclamándolos y
deslindándolos cada vez más y con mayor claridad y conato.
[Marginal: Comparece por segunda vez Fernando delante de su padre.]
En este estado andaban las pláticas sobre tan grave negocio cuando el
5 de mayo se recibió en Bayona la noticia de lo acaecido en Madrid
el día 2: pasó Napoleón inmediatamente a participárselo a los reyes
padres, y después de haber tenido con ellos una muy larga conferencia,
se llamó a Fernando para que también concurriese a ella. Eran las
cinco de la tarde; todos estaban sentados excepto el príncipe. Su
padre le reiteró las anteriores acusaciones; le baldonó acerbamente;
le achacó el levantamiento del 2 de mayo; las muertes que se habían
seguido, y llamándole pérfido y traidor, le intimó por segunda vez que
si no renunciaba la corona, sería sin dilación declarado usurpador,
y él y toda su casa conspiradores contra la vida de sus soberanos.
Fernando atemorizado [*] [Marginal: (* Ap. n. 2-25.)] abdicó el 6
pura y sencillamente en favor de su padre, y en los términos que
este le había indicado. No había aguardado Carlos a la renuncia del
hijo para concluir con Napoleón un tratado por el que le cedía la
corona, [Marginal: Renuncia Carlos IV en Napoleón. (Ap. n. 2-26.)] sin
otra especial restricción que la de la integridad de la monarquía
y la conservación de la religión católica, excluyendo cualquiera
otra. El tratado fue firmado en 5 de mayo por el mariscal Duroc y el
príncipe de la Paz,[*] plenipotenciarios nombrados al efecto; con
cuya vergonzosa negociación dio el valido español cumplido remate a
su pública y lamentable carrera. Ingrato y desconocido puso su firma
en un tratado en el que no estipuló sola y precisamente privar de
la corona a Fernando su enemigo, sino en general y por inducción a
todos los infantes, a toda la dinastía, en fin, de los soberanos sus
bienhechores, recayendo la cesión de Carlos en un príncipe extranjero.
Pequeño y mezquino hasta en los últimos momentos, Don Manuel Godoy
única y porfiadamente altercó sobre el artículo de pensiones. Por
lo demás el modo con que Carlos se despojó de la corona, al paso
que mancillaba al encargado de autorizarla por medio de un tratado,
cubría de oprobio a un padre que de golpe y sin distinción privaba
indirectamente a todos sus hijos de suceder en el trono. Acordada
la renuncia en tierra extraña, faltábale a los ojos del mundo la
indispensable cualidad de haber sido ejecutada libre y espontáneamente,
sobre todo cuando la cesión recaía en favor de un soberano dentro de
cuyo imperio se había concluido aquella importante estipulación. Era
asimismo cosa no vista que un monarca, dueño si se quiere de despojarse
a sí mismo de sus propios derechos, no contase para la cesión ni con
sus hijos, ni con las otras personas de su dinastía, ni con el libre
y amplio consentimiento de la nación española, que era traspasada
a ajena dominación como si fuera un campo propio o un rebaño. El
derecho público de todos los países se ha opuesto constantemente a
tamaño abuso, y en España, en tanto que se respetaron sus franquezas y
libertades, hubo siempre en las cortes un firme e invencible valladar
contra la arbitraria y antojadiza voluntad de los reyes. Cuando Alfonso
el batallador tuvo el singular desacuerdo de dejar por herederos de
sus reinos a los caballeros del Temple, lejos de convenir en su loco
extravío, nombraron los aragoneses en las cortes de Borja por rey
de Aragón a Don Ramiro el monje, y por su parte los navarros para
suceder en Navarra a Don García Ramírez. Hubo otros casos no menos
señalados en que siempre se pusieron a salvo los fueros y costumbres
nacionales. Hasta el mismo imbécil de Carlos II, aunque su disposición
testamentaria fue hecha dentro del territorio, y en ella no se
infringían tan escandalosamente ni los derechos de la familia real ni
los de la nación, creyó necesario por lo menos usar de la fórmula de
«que fuera válida aquella su última voluntad, como si se hubiese hecho
de acuerdo con las cortes.» Ahora por todo se atropelló, y nadie cuidó
de conservar siquiera ciertas apariencias de justicia y legitimidad.
[Marginal: Carlos IV y María Luisa.]
Así terminó Carlos IV su reinado, del que nadie mejor que él mismo nos
dará una puntual y verdadera idea. Comía en Bayona con Napoleón cuando
se expresó en estos términos: «todos los días invierno y verano iba
a caza hasta las doce, comía y al instante volvía al cazadero hasta
la caída de la tarde. Manuel me informaba como iban las cosas, y me
iba a acostar para comenzar la misma vida al día siguiente, a menos
de impedírmelo alguna ceremonia importante.» De este modo gobernó por
espacio de veinte años aquel monarca, quien según la pintura que hace
de sí propio, merece justamente ser apellidado con el mismo epiteto que
lo fueron varios de los reyes de Francia de la estirpe merovingiana.
Sin embargo adornaban a Carlos prendas con que hubiera brillado como
rey, llenando sus altas obligaciones, si menos perezoso y débil no se
hubiese ciegamente entregado al arbitrio y desordenada fantasía de la
reina. Tenía comprensión fácil y memoria vasta; amaba la justicia, y
si alguna vez se ocupaba en el despacho de los negocios, era expedito
y atinado; mas estas calidades desaparecieron al lado de su dejadez
y habitual abandono. Con otra esposa que María Luisa su reinado
no hubiera desmerecido del de su augusto antecesor; y bien que la
situación de Europa fuese muy otra a causa de la revolución francesa,
tranquila España en su interior y bien gobernada, quizá hubiera podido
sosegadamente progresar en su industria y civilización sin revueltas ni
trastornos.
[Marginal: Renuncia de Fernando como príncipe de Asturias.]
Formalizadas las renuncias de Fernando en Carlos IV, y de este en
Napoleón, faltaba la del primero como príncipe de Asturias, porque si
bien había devuelto en 6 de mayo la corona a su padre, no había por
aquel acto renunciado a sus derechos en calidad de inmediato sucesor.
Parece ser, según Don Pedro Cevallos, que Fernando resistiéndose a
acceder a la última cesión, Napoleón le dijo: «no hay medio, príncipe,
entre la cesión y la muerte.» Otros han negado la amenaza, y admira en
efecto que hubiera que acudir a requerimiento tan riguroso con persona
cuya debilidad se había ya mostrado muy a las claras. El mariscal
Duroc habló en el mismo sentido que su amo, y los príncipes entonces
se determinaron a renunciar. Nombrose a dicho mariscal con Escóiquiz
para arreglar el modo,[*] [Marginal: (* Ap. n. 2-27.)] y el 10 firmaron
ambos un tratado por el que se arreglaron los términos de la cesión
del príncipe de Asturias, y se fijó su pensión como la de los infantes
con tal que suscribiesen al tratado; lo cual verificaron Don Antonio y
Don Carlos por medio de una proclama que en unión con Fernando dieron
en Burdeos el [*] [Marginal: (* Ap. n. 2-28.)] 12 del mismo mayo. El
infante Don Francisco no firmó ninguno de aquellos actos, ya fuera
precipitación, o ya por considerarle en su minoridad.
Bien que Escóiquiz hubiese obedecido a las órdenes de Fernando firmando
el tratado del 10, no por eso pone en seguro su buen nombre, harto
mancillado ya. Y fue singular que los dos hombres, Godoy y Escóiquiz,
cuyo desgobierno y errada conducta habían causado los mayores daños
a la monarquía, y cuyo respectivo valimiento con los dos reyes padre
e hijo les imponía la estrecha obligación de sacrificarse por la
conservación de sus derechos, fuesen los mismos que autorizasen los
tratados que acababan en España con la estirpe de los Borbones. La
proclama de Burdeos dada el 12, y en la que se dice a los españoles,
«que se mantengan tranquilos esperando su felicidad de las sabias
disposiciones y del poder de Napoleón», fue producción de Escóiquiz,
queriendo este persuadir después que con ella había pensado en provocar
a los españoles para que sostuviesen la causa de sus príncipes
legítimos. Si realmente tal fue su intento, se ve que no estaba dotado
de mayor claridad cuando escribía, que de previsión cuando obraba.
[Marginal: La reina de Etruria.]
La reina de Etruria, a pesar de los favores y atentos obsequios que
había dispensado a Murat y a los franceses, no fue más dichosa en
sus negociaciones que las otras personas de su familia. No se podía
cumplir con su hijo el tratado de Fontainebleau, porque el emperador
había ofrecido a los diputados portugueses conservar la integridad
de Portugal: no podían tampoco concedérsele indemnización en Italia,
siendo opuesto a las _grandes miras_ de Napoleón permitir que en parte
alguna de aquel país reinase una rama, cualquiera que fuese, de los
Borbones; con cuya contestación tuvo la reina que atenerse a la pensión
que se le señaló, y seguir la suerte de sus padres.
[Marginal: Planes de evasión.]
Durante la estancia en Bayona del príncipe de Asturias y los infantes,
hubo varios planes para que se evadiesen. Un vecino de Cervera de
Alhama recibió dinero de la junta suprema de Madrid con aquel objeto.
Con el mismo también había ofrecido el duque de Mahón una fuerte suma
desde San Sebastián: los consejeros de Fernando, a nombre y por orden
suya, cobraron el dinero, mas la fuga no tuvo efecto. Se propuso como
el medio mejor y más asequible el arrebatar a los dos hermanos Don
Fernando y Don Carlos, sosteniendo la operación por vascos diestros y
prácticos de la tierra, e internarlos en España por San Juan de Pie de
Puerto. Fue tan adelante el proyecto que hubo apostados en la frontera
300 miqueletes para que diesen la mano a los que en Francia andaban de
concierto en el secreto. Después se pensó en salvarlos por mar, y hasta
hubo quien propuso atacar a Napoleón en el palacio de Marracq. Había
en todas estas tentativas más bien muestras de patriotismo y lealtad,
que probable y buena salida. Hubiérase necesitado para llevarlas a
cabo menos vigilancia en el gobierno francés, y mayor arrojo en los
príncipes españoles, naturalmente tímidos y apocados.
[Marginal: Se interna en Francia la familia real de España.]
No tardó Napoleón, extendidas y formalizadas que fueron las renuncias
por medio de los convenios mencionados, en despachar para lo interior
de Francia a las personas de la familia real de España. El 10 de
mayo Carlos IV y su esposa María Luisa, la reina de Etruria con sus
hijos, el infante Don Francisco y el príncipe de la Paz salieron para
Fontainebleau y de allí pasaron a Compiègne. El 11 partieron también de
Bayona el rey Fernando VII y su hermano y tío, los infantes Don Carlos
y Don Antonio; habiéndoseles señalado para su residencia el palacio de
Valençay, propio del príncipe de Talleyrand.
Tal fin tuvieron las célebres vistas de Bayona entre el emperador de
los franceses y la mal aventurada familia real de España. Solo con
muy negra tinta puede trazarse tan tenebroso cuadro. En él se presenta
Napoleón pérfido y artero; los reyes viejos padres desnaturalizados;
Fernando y los infantes débiles y ciegos; sus consejeros por la mayor
parte ignorantes o desacordados, dando todos juntos principio a un
sangriento drama, que ha acabado con muchos de ellos, desgarrado a
España, y conmovido hasta en sus cimientos la suerte de la Francia
misma.
En verdad tiempos eran estos ásperos y difíciles, mas los encargados
del timón del estado ya en Bayona, ya en Madrid, parece que solo
tuvieron tino en el desacierto. Los primeros acabamos de ver qué
cuenta dieron de sus príncipes: examinaremos ahora qué providencias
tomaron los segundos [Marginal: Inacción de la junta suprema.] para
defender el honor y la verdadera independencia nacional, puesto que
por sus discordias y malos consejos se habían perdido el rey Fernando,
sus hermanos y toda la real familia. Mencionamos anteriormente la
comisión de Don Evaristo Pérez de Castro, quien con felicidad entró en
Bayona el 4 de mayo. A su llegada se presentó sin dilación a Don Pedro
Cevallos, y este comunicó al rey las proposiciones de la junta suprema
de Madrid de que aquel era portador, y cuyo contenido hemos insertado
más arriba. De resultas se dictaron dos decretos el 5 de mayo, uno
escrito de la real mano estaba dirigido a la junta suprema de gobierno,
y otro firmado por Fernando con la acostumbrada fórmula de _Yo el rey_
era expedido al consejo, o en su lugar a cualquiera chancillería o
audiencia libre del influjo extranjero. Por el primero el rey decía:
«que se hallaba sin libertad, y consiguientemente imposibilitado de
tomar por sí medida alguna para salvar su persona y la monarquía; que
por tanto autorizaba a la junta en la forma más amplia para que en
cuerpo, o sustituyéndose en una o muchas personas que la representasen,
se trasladara al paraje que creyese más conveniente, y que en nombre de
S. M. representando su misma persona ejerciese todas las funciones de
la soberanía. Que las hostilidades deberían empezar desde el momento
en que internasen a S. M. en Francia, lo que no sucedería sino por la
violencia. Y por último, que en llegando ese caso tratase la junta
de impedir del modo que creyese más a propósito la entrada de nuevas
tropas en la península.» El decreto al consejo decía: «que en la
situación en que S. M. se hallaba, privado de libertad para obrar por
sí, era su real voluntad que se convocasen las cortes en el paraje que
pareciese más expedito; que por de pronto se ocupasen únicamente en
proporcionar los arbitrios y subsidios necesarios para atender a la
defensa del reino, y que quedasen permanentes para lo demás que pudiese
ocurrir.»
Algunos de los ministros o consejeros de Fernando en Bayona creyeron
fundadamente que la junta suprema autorizada, como lo había sido desde
aquella ciudad, para obrar con las mismas e ilimitadas facultades que
habrían asistido al rey estando presente, hubiera por sí debido adoptar
aquellas medidas, evitando las dilaciones de la consulta; mas la junta
que se había apartado del modo de pensar de los de Bayona, y que en
vez de tomar providencias se contentó con pedir nuevas instrucciones,
llegadas que fueron tampoco hizo nada, continuando en su inacción, so
color de que las circunstancias habían variado. Cierto que no eran las
mismas, y será bien que para pesar sus razones refiramos antes lo que
en ese tiempo había pasado en Madrid.
[Marginal: Murat presidente de la junta.]
En la mañana misma del 4 de mayo en que partió el infante Don Antonio,
el gran duque de Berg manifestó a algunos individuos de la junta que
era preciso asociar su persona a las deliberaciones de aquel cuerpo,
estando en ello interesado el buen orden y la quietud pública. Se le
hicieron reflexiones sobre su propuesta; no insistió en ella por aquel
momento, pero en la noche sin anuncio anterior se presentó en la junta
para presidirla. Opúsose fuertemente a su atropellado intento Gil y
Lemus; parece ser que también resistieron Azanza y Ofárril, quienes
aunque al principio protestaron e hicieron dejación de sus destinos, al
fin continuaron ejerciéndolos. Temerosa la junta del compromiso en que
la ponía Murat, y queriendo evitar mayores males, cedió a sus deseos y
resolvió admitir en su seno al príncipe francés. Mucho se censuró esta
su determinación, y se pensó que excedía de sus facultades, mayormente
cuando se trataba del jefe del ejército de ocupación, y cuando para
ello no había recibido órdenes ni instrucciones de Bayona. Hubiera sido
más conforme a la opinión general, o que se hubiera negado a deliberar
ante el general francés, o haber aguardado a que una violencia clara
y sin rebozo hubiese podido disculpar su sometimiento. Pesarosa tal
vez la junta de su fácil condescendencia, en medio de su congoja [*]
[Marginal: (* Ap. n. 2-29.)] le sacó algún tanto de ella y a tiempo un
decreto que recibió el 7 de mayo, y que con fecha del 4 había expedido
en Bayona Carlos IV, nombrando a Murat lugarteniente del reino, en
cuya calidad debía presidir la junta suprema: decreto precursor de
la abdicación de la corona que al día siguiente hizo en Napoleón.
Acompañaba al nombramiento una proclama del mismo Carlos a la nación,
que concluía con la notable cláusula de que: «no habría prosperidad ni
salvación para los españoles, sino en la amistad del grande emperador
su aliado.» Bien que la resolución del rey padre viniese en apoyo de
la prematura determinación de la junta, en realidad no hubiera debido
a los ojos de este cuerpo tener aquella fuerza alguna autoridad: la de
dicha junta delegada por Fernando VII, solo a las órdenes del último
tenía que obedecer. Sin embargo en el día 8 acordó su cumplimiento;
y solamente suspendió la publicación, creyendo con ese medio y
equívoco proceder salir de su compromiso. [Marginal: (* Ap. n. 2-30.)]
Finalmente le libró de él y de su angustiada posición la noticia de
haber devuelto Fernando la corona a su padre, recibiendo un decreto [*]
del mismo para que se sometiese a las órdenes del antiguo monarca.
[Marginal: Equívoca conducta de la junta.]
Hasta el día en que Murat se apoderó de la presidencia, hubiera podido
atribuirse la debilidad de la junta a circunspección, su imprevisión
a prudencia excesiva, y su indolencia a falta de facultades o a
temor de comprometer la persona del rey. Mas ahora había mudado el
aspecto de las cosas, y así o estaban sus individuos en el caso de
poner en ejecución las convenientes medidas para salvar el honor y la
independencia nacional, o no lo estaban. Si no, ¿por qué en vez de
mancillar su nombre aprobando con su presencia las inicuas decisiones
del extranjero, no se retiraron y le dejaron solo? ¿Y si pudieron
obrar, por qué no llevaron a efecto los decretos dados por el rey en
Bayona a consulta suya? ¿Por qué no permitieron la formación acordada
de otra junta, fuera del poder del enemigo? Lejos de seguir esta vereda
tomaron la opuesta y fijaron todo su conato en impedir la ejecución de
aquellas saludables medidas. Un propio había entregado a Don Miguel
José de Azanza en su mano los dos decretos del rey; por uno de los
cuales se autorizaba a la junta con poderes ilimitados, y por el otro
al consejo para la convocación de cortes. Azanza los comunicó a sus
compañeros y todos convinieron en que dados estos decretos el 5 de
mayo y el de renuncia de Fernando el 6 del mismo, no debían cumplirse
ni obedecerse los primeros; ¡cosa extraña! Decretos arrancados por la
violencia, en los que se destruían los legítimos derechos de Fernando
y su dinastía, y se hollaban los de la nación, tuvieron a sus ojos más
fuerza que los que habiendo sido acordados en secreto y despachados
por personas de toda confianza, tenían en sí mismos la doble ventaja
de haber sido dictados con entera libertad, y de acomodarse a lo
que ordenaba el honor nacional. Pone aún más en descubierto la buena
fe y rectitud de intenciones de los que así procedieron, el no haber
comunicado al consejo el decreto de convocación de cortes, cuya
promulgación y ejecución se encomendaba particularmente a su cuidado,
tocando solo a aquel cuerpo examinar las razones de prudencia o
conveniencia pública de detenerle o circularle. No contentos con esto
los individuos de la junta suprema, y temerosos de que los nombrados
para reemplazarla fuera de Madrid en caso necesario ejecutasen lo que
se les había mandado, tomaron precauciones para estorbarlo. Al conde de
Ezpeleta, a quien se había comunicado por medio de Don José Capeleti la
primera determinación de que presidiese la junta cuya instalación debía
seguirse a la falta de libertad de la de Madrid, se le dio después
expresa contraorden; y apremiado por Gil Taboada para que pasase
a Zaragoza en donde aquel aguardaba, le contestó como se le había
posteriormente mandado lo contrario.
Por lo tanto la junta suprema de Madrid que con pretexto de carecer de
facultades, a pesar de haberlas desde Bayona recibido amplias, anduvo
al principio descuidada y poco diligente, ahora que con más claridad
y extensión si era posible las recibía, suspendió hacer uso de su
poder, alegando ser ya tarde, y recelosa de mayores comprometimientos.
Aparece más oscura y dudosa su conducta al considerar que algunos de
sus individuos débiles antes, pero resistiendo al extranjero, sumisos
después si bien todavía disculpables, acabaron por ser sus firmes
apoyos, trabajando con ahínco por ahogar los gloriosos esfuerzos que
hizo la nación en defensa de su independencia. Es cierto que en seguida
los españoles de Bayona estuvieron igualmente llenos de sobresalto y
zozobra con el miedo de que se ejecutasen los dos consabidos decretos.
Así lo anunciaba Don Evaristo Pérez de Castro que volvió a Madrid por
aquellos días. Todo lo cual prueba que ni entre los españoles que en
Bayona influían principalmente en el consejo del rey, ni entre los que
en España gobernaban, había ningún hombre asistido de aquella constante
decisión e invariable firmeza que piden extraordinarias circunstancias.
[Marginal: Napoleón piensa dar la corona de España a José.]
Napoleón por su parte considerándose ya dueño de la corona de España en
virtud de las renuncias hechas en favor suyo, había resuelto colocarla
en las sienes de su hermano mayor José rey de Nápoles, y continuando
siempre por la senda del engaño quiso dar a su cesión visos de generosa
condescendencia con los deseos de los españoles. Así fue que en 8
de mayo dirigió al gran duque sus instrucciones para que la junta
suprema y el consejo de Castilla le indicasen en cuál de las personas
de su familia les sería más grato que recayese el trono de España. En
12 respondió acertadamente el consejo que siendo nulas las cesiones
hechas por la familia de Borbón, no le tocaba ni podía contestar a lo
que se le preguntaba. Mas convocado al siguiente día a palacio por la
tarde y sin ceremonia, y bien recibido y tratado por Murat, y habiendo
fácilmente convenido este en la cortapisa que el consejo quería poner
a su exposición de que «no por eso se entendiese que se mezclaba en
la aprobación o desaprobación de los tratados de renuncia, ni que
los derechos del rey Carlos y su hijo y demás sucesores a la corona,
según las leyes del reino, quedasen perjudicados por la designación
que se le pedía;» cedió entonces y acordó en consulta del 13 dirigida
al gran duque, que bajo las propuestas insinuadas «le parecía que en
ejecución de lo resuelto por el emperador podía recaer la elección
en su hermano mayor el rey de Nápoles.» Llevaba trazas de juego y de
mutua inteligencia el modo de preguntar y de responder. A Murat le
importaban muy poco aquellas secretas protestas, con tal que tuviese
un documento público de las principales autoridades del reino que
presentar a los gobiernos europeos, pudiendo con él Napoleón dar a
entender que había seguido la voluntad de los españoles más bien que la
suya propia. El consejo empezando desde entonces aquel sistema medio
y artificioso que le guió después, más propio de un subalterno de la
curia que de un cuerpo custodio de las leyes, se avino muy bien con lo
que se le propuso, imaginando así poner en cobro hasta cierto punto su
comprometida existencia, ya que se afirmase la dominación de Napoleón,
ya que fuese destruida. Conducta no atinada en tiempos de grandes
tribulaciones y vaivenes, y con la que perdió su crédito e influjo
entre nacionales y extranjeros. Escribió también el mismo consejo una
carta al emperador, y a ruego de Murat nombró para presentarla en
Bayona a los ministros Don José Colón y Don Manuel de Lardizábal. La
junta suprema y la villa de Madrid practicaron por su parte iguales
diligencias, pidiendo que José Bonaparte fuese escogido para rey de
España.
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