Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5) - 25

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soldado, el sistema militar que se había introducido en América en
el último tercio del siglo XVIII, en cuyo tiempo se crearon cuerpos
veteranos de naturales del país, que, si bien en gran parte eran
mandados por coroneles y comandantes europeos, tenían también en sus
filas oficiales subalternos, sargentos y cabos americanos. Del mismo
modo se organizaron milicias de infantería y caballería, a semejanza
las primeras de las de España, y en ellas se apoyó principalmente la
insurrección. Cierto es que, al principio, solo la menor parte de las
tropas se declaró en favor de las novedades, y que hubo parajes,
particularmente en Méjico y en el Perú, en donde los militares
contribuyeron a sofocar las conmociones; mas con el tiempo, cundiendo
el fuego, llegó hasta las tropas de línea.
El motivo principal que alegó Caracas para erigir una junta suprema
e independiente fundose en estar casi toda España sujeta ya a una
dinastía extranjera y tiránica, añadiendo que solo haría uso de la
soberanía hasta que volviese al trono Fernando VII, o se instalase
solemne y legalmente un gobierno constituido por las cortes, a que
concurriesen legítimos representantes de los reinos, provincias y
ciudades de Indias. Entre tanto, ofrecía la nueva junta a los españoles
que aún peleasen por la independencia peninsular, amistad y envío de
socorros. El nombre de Fernando tuvo que sonar a causa del pueblo,
muy adicto al soberano desgraciado; esperanzados los promovedores
del alzamiento que, conllevando así las ideas de la mayoría, la
traerían por sus pasos contados adonde deseaban, mayormente si se
introducían luego innovaciones que le fueran gratas. No tardaron
estas en anunciarse, pues se abolió en breve el tributo de los
indios, repartiéronse los empleos entre los naturales, y se abrieron
los puertos a los extranjeros. La última providencia halagaba a los
propietarios que veían en ella crecer el valor de sus frutos, y ganaban
al propio tiempo la voluntad de las naciones comerciantes, codiciosas
siempre de multiplicar sus mercados.
Así fue que el ministerio inglés, poco explícito en sus declaraciones
al reventar la insurrección, no dejó pasar muchos meses sin expresar,
por boca de Lord Liverpool, «que S. M. B. no se consideraba ligado
por ningún compromiso a sostener un país cualquiera de la monarquía
española contra otro por razón de diferencias de opinión, sobre el modo
con que se debiese arreglar su respectivo sistema de gobierno; siempre
que conviniesen en reconocer al mismo soberano legítimo, y se opusiesen
a la usurpación y tiranía de la Francia...» No se necesitaba testimonio
tan público para conocer que forzoso le era al gabinete de la Gran
Bretaña, aunque hubieran sido otras sus intenciones, usar de semejante
lenguaje, teniendo que sujetarse a la imperiosa voz de sus mercaderes y
fabricantes.
[Sidenote: Levantamiento de Buenos Aires.]
Alzó también Buenos Aires el grito de independencia al saber allí, por
un barco inglés que arribó a Montevideo el 13 de mayo, los desastres de
las Andalucías. Era capitán general Don Baltasar Hidalgo de Cisneros,
hombre apocado y sin cautela, quien, a petición del ayuntamiento,
consintió en que se convocase un congreso, imaginándose que aun después
proseguiría en el gobierno de aquellas provincias. Instalose dicho
congreso el 22 de mayo, y, como era de esperar, fue una de sus primeras
medidas la deposición del inadvertido Cisneros, eligiendo también, a la
manera de Caracas, una junta suprema que ejerciese el mando en nombre
de Fernando VII. Conviene notar aquí que la formación de juntas en
América nació por imitación de lo que se hizo en España en 1808, y no
de otra ninguna causa.
Montevideo, que se disponía a unir su suerte con la de Buenos Aires,
detúvose, noticioso de que en la península todavía se respiraba, y de
que existía en la Isla de León, con nombre de regencia, un gobierno
central.
No así el nuevo reino de Granada, que siguió el impulso de Caracas,
creando una junta suprema el 20 de julio. Apearon del mando los nuevos
gobernantes a Don Antonio Amat, virrey semejante en lo quebradizo de
su temple a los jefes de Venezuela y Buenos Aires. Acaecieron luego
en Santa Fe, en Quito y en las demás partes altercados, divisiones,
muertes, guerra y muchas lástimas, que tal esquilmo coge de las
revoluciones la generación que las hace.
Entonces, y largo tiempo después, se mantuvo el Perú quieto y fiel a
la madre patria, merced a la prudente fortaleza del virrey, Don José
Fernando de Abascal, y a la memoria aún viva de la rebelión del indio
Tupac Amaru y sus crueldades.
Tampoco se meneaba Nueva España, aunque ya se habían fraguado varias
maquinaciones y se preparaban alborotos, de que más adelante daremos
noticia.
[Sidenote: Juicio acerca de estas revueltas.]
Por lo demás, tal fue el principio de irse desgajando del tronco
paterno, y una en pos de otra, ramas tan fructíferas del imperio
español. ¿Escogieron los americanos para ello la ocasión más digna y
honrosa? A medir las naciones por la escala de los tiernos y nobles
sentimientos de los individuos, abiertamente diríamos que no, habiendo
abandonado a la metrópoli en su mayor aflicción, cuando aquella
decretara igualdad de derechos, y cuando se preparaba a realizar en
sus cortes el cumplimiento de las anteriores promesas. Los Estados
Unidos separáronse de Inglaterra en sazón en que esta descubría su
frente serena y poderosa, y después que reiteradas veces les había
su metrópoli negado peticiones moderadas en un principio. Por el
contrario, los americanos españoles cortaban el lazo de unión, abatida
la península, reconocidas ya aquellas provincias como parte integrante
de la monarquía, y convidados sus habitantes a enviar diputados a las
cortes. No; entre individuos graduaríase tal porte de ingrato y aun
villano. Las naciones, desgraciadamente, suelen tener otra pauta, y los
americanos quizá pensaron lograr entonces con más certidumbre lo que, a
su entender, fuera dudoso y aventurado, libre la península y repuesto
en el solio el cautivo Fernando.
Controvertible igualmente ha sido si la América había llegado al
punto de madurez e instrucción que eran necesarias para desprenderse
de los vínculos metropolitanos. Algunos han decidido ya la cuestión
negativamente, atentos a las turbulencias y agitación continua de
aquellas regiones, en donde mudando a cada paso de gobierno y leyes,
aparecen los naturales no solo como inhábiles para sostener la libertad
y admitir un gobierno medianamente organizado, pero aun también como
incapaces de soportar el estado social de los pueblos cultos. Nosotros,
sin ir tan allá, creemos, sí, que la educación y enseñanza de la
América española será lenta y más larga que la de otros países; y solo
nos admiramos de que haya habido en Europa hombres, y no vulgares, que
al paso que negaban a España la posibilidad de constituirse libremente,
se la concedieran a la América, siendo claro que en ambas partes
habían regido idénticas instituciones, y que idénticas habían sido las
causas de su atraso; con la ventaja para los peninsulares de que entre
ellos se desconocía la diversidad de castas, y de que el inmediato
roce con las naciones de Europa les había proporcionado hacer mayores
progresos en los conocimientos modernos, y mejorar la vida social. Mas
si personas entendidas y gobiernos sabios olvidaban reflexiones tan
obvias, ¿qué no sería de ávidos especuladores que soñaban montes de oro
con la franquicia y amplia contratación de los puertos americanos?
[Sidenote: Medidas tomadas por el gobierno español.]
La regencia, al instalarse, había nombrado sujetos que llevasen a
las provincias de ultramar las noticias de lo ocurrido en principios
de año, recordando al propio tiempo en una proclama la igualdad de
condición otorgada a aquellos naturales, e incluyendo la convocatoria
para que acudiesen a las cortes por medio de sus diputados. Fuera de
eso, no extendió la regencia sus providencias más allá de lo que lo
había hecho la central, si bien es cierto que ni la situación actual
permitía el mismo ensanche, ni tampoco era político anticipar en muchos
asuntos el juicio de las cortes, cuya reunión se anunciaba cercana.
[Sidenote: Providencia fraguada acerca del comercio libre.]
Sin embargo, publicose en 17 de mayo de 1810, a nombre de dicha
regencia, una real orden de la mayor importancia, y por la que se
autorizaba el comercio directo de todos los puertos de Indias con las
colonias extranjeras y naciones de Europa. Mudanza tan repentina y
completa en la legislación mercantil de Indias, sin previo aviso ni
otra consulta, saltando por encima de los trámites de estilo aún usados
durante el gobierno antiguo, pasmó a todos y sobrecogió al comercio de
Cádiz, interesado más que nadie en el monopolio de ultramar.
Sin tardanza reclamó este contra una providencia en su concepto
injustísima y en verdad muy informal y temprana. La regencia ignoraba,
o fingió ignorar, la publicación de la mencionada orden, y en virtud
de examen que mandó hacer, resultó que sobre un permiso limitado al
renglón de harinas, y al solo puerto de la Habana, había la secretaría
de hacienda de Indias extendido por sí la concesión a los demás frutos
y mercaderías procedentes del extranjero, y en favor de todas las
costas de la América. ¿Quién no creyera que al descubrirse falsía tan
inaudita, abuso de confianza tan criminal y de resultas tan graves,
no se hubiese hecho un escarmiento que arredrase en lo porvenir a los
fabricadores de mentidas providencias del gobierno? Formose causa; mas
causa al uso de España en tales materias, encargando a un ministro del
consejo supremo de España e Indias que procediese a la averiguación del
autor o autores de la supuesta orden.
Se arrestó en su casa al marqués de las Hormazas, ministro de
hacienda, prendiose también al oficial mayor de la misma secretaría
en lo relativo a Indias, Don Manuel Albuerne, y a algunos otros que
resultaban complicados. El asunto prosiguió pausadamente, y después
de muchas idas y venidas, empeños, solicitaciones, todos quedaron
quitos. Hormazas había firmado a ciegas la orden sin leerla, y como si
se tratase de un negocio sencillo. El verdadero culpado era Albuerne,
de acuerdo con el agente de la Habana Don Claudio María Pinillos,
y Don Esteban Fernández de León, siendo sostenedor secreto de la
medida, según voz pública, uno de los regentes. Tal descuido en unos,
delito en otros, e impunidad ilimitada para todos, probaban más y
más la necesidad urgente de purgar a España de la maleza espesa que
habían ahijado en su gobierno, de Godoy acá, los patrocinadores de la
corrupción más descarada.
La regencia, por su parte, revocó la real orden, y mandó recoger los
ejemplares impresos. Pero el tiro había ya partido, y fácil es
adivinar el mal efecto que produciría, sugiriendo a los amigos de las
alteraciones de América nueva y fundada alegación para proseguir en su
comenzado intento.
Supo la regencia, el 4 de julio, las revueltas de Caracas, y al
concluirse agosto, las de Buenos Aires. Apesadumbráronla noticias para
ella tan impensadas, y para la causa de España tan funestas, mas vivió
algún tiempo con la esperanza de que cesarían los disturbios, luego que
allá corriese no haber la península rendido aún su cerviz al invasor
extranjero. ¡Vana ilusión! Alzamientos de esta clase o se ahogan al
nacer, o se agrandan con rapidez. La regencia, indecisa y sin mayores
medios, consultó al consejo, no tomando de pronto resolución que
pareciera eficaz.
[Sidenote: Nómbrase a Cortavarría para ir a Caracas.]
Aquel cuerpo opinó que se enviase a ultramar un sujeto condecorado y
digno, asistido de algunos buques de guerra y con órdenes para reunir
las tropas de Puerto Rico, Cuba y Cartagena, previniéndole que solo
emplease el medio de la fuerza cuando los de persuasión no bastasen. La
regencia se conformó en un todo con el dictamen del consejo, y nombró
por comisionado, revestido de facultades omnímodas, a Don Antonio
Cortavarría, individuo del consejo real, magistrado respetable por
su pureza, pero anciano y sin el menor conocimiento de lo que era la
América. Figurábase el gobierno español, equivocadamente, que no eran
pasados los días de los Mendozas y los Gascas, y que a la vista del
enviado peninsular se allanarían los obstáculos y se remansarían los
tumultos populares. Llevaba Cortavarría instrucciones que no solo se
extendían a Venezuela, sino que también abrazaban las islas, Santa
Fe y aun la Nueva España, debiendo obrar con él mancomunadamente el
gobernador de Maracaibo Don Fernando Miyares, electo capitán general de
Caracas, en recompensa de su buen proceder.
[Sidenote: Jefes y pequeña expedición enviada al Río de la Plata.]
Respecto de Buenos Aires, ya antes de saberse el levantamiento
había tomado la regencia algunas medidas de precaución, advertida
de tratos que la infanta Doña Carlota traía allí desde el Brasil; y
como Montevideo era el punto más a propósito para realizar cualquiera
proyecto que dicha señora tuviese entre manos, se había nombrado, para
provenir toda tentativa, por gobernador de aquella plaza a Don Gaspar
de Vigodet, militar de confianza.
Mas, después que la regencia recibió la nueva de la conmoción de Buenos
Aires, no limitó a eso sus providencias, sino que también resolvió
enviar de virrey de las provincias del Río de la Plata a Don Francisco
Javier de Elío, acompañado de 500 hombres, de una fragata de guerra y de
una urca, con orden de partir de Alicante y de ocultar el objeto del
viaje hasta pasadas las islas Canarias. Se le recomendó asimismo lo
que a Cortavarría en cuanto a que no emplease la fuerza antes de haber
tentado todos los medios de conciliación.
He aquí lo que por mayor se sabía en Europa de las turbulencias
de América, y lo que para cortarlas había resuelto la regencia al
tiempo de instalarse las cortes. [Sidenote: Ocúpanse las cortes en
la materia.] Hallándose en el seno de estas diputados naturales de
ultramar, concíbese fácilmente que no dejarían huelgo a sus compañeros
antes de conseguir que se ocupasen en tan graves cuestiones. Las
propuestas fueron muchas y varias, y ya el 25 de septiembre, tratándose
de expedir el decreto del 24, expuso la diputación americana que al
mismo tiempo que se remitiese aquel a Indias, era necesario hablar a
sus habitantes de la igualdad de derechos que tenían con los de Europa,
de la extensión de la representación nacional como parte integrante
de la monarquía, y conceder una amnistía u olvido absoluto por los
extravíos ocurridos en las desavenencias de algunos de aquellos países.
La discusión comenzó a encresparse, y Don José Mejía, suplente por
Santa Fe de Bogotá y americano de nacimiento, fuese prudencia, fuese
temor de que resonasen en ultramar las palabras que se pronunciaban en
las cortes, palabras que pudieran ser funestas a los independientes,
apoyados todavía en terreno poco firme, pidió que se ventilase el
asunto en secreto. Accedió el congreso a los deseos de aquel señor
diputado, si bien por incidencia se tocaron a veces en público, en las
primeras sesiones, algunos de los muchos puntos que ofrecía materia tan
espinosa.
[Sidenote: Decreto de 15 de octubre. (* Ap. n. 13-7.)]
Después de reñidos debates, aprobaron las cortes los términos de un
decreto que se promulgó con fecha de 15 de octubre,[*] en el que
aparecieron como esenciales bases: 1.º, la igualdad de derechos, ya
sancionada; 2.º, una amnistía general, sin límite alguno.
En pos de esta resolución vinieron, a manera de secuela, otras
declaraciones y concesiones muy favorables a la América, de las que
mencionaremos las más principales en el curso de esta historia. Por
ellas se verá cuánto trabajaron las cortes para grangearse el ánimo de
aquellos habitantes y acallar los motivos que hubiera de justa queja,
debiendo haber finalizado las turbulencias, si el fuego de un volcán de
extensa crátera pudiera apagarse por la mano del hombre.
[Sidenote: Discusión sobre la libertad de la imprenta.]
La víspera de la promulgación del decreto sobre América entablose en
público la discusión de la libertad de la imprenta. Don Agustín de
Argüelles era quien primero la había provocado, indicando en la sesión
de la tarde del 27 de septiembre la necesidad de ocuparse a la mayor
brevedad en materia tan grave. Sostuvo su dictamen Don Evaristo Pérez
de Castro, y aun insistió en que desde luego se formase para ello una
comisión, cuya propuesta aprobaron las cortes inmediatamente, sin
obstáculo alguno.
Dedicose con aplicación continua a su trabajo la comisión nombrada,
y el 14 de octubre, cumpleaños del rey Fernando VII, leyó el informe
en que habían convenido los individuos de ella; casual coincidencia
o modo nuevo de celebrar el natalicio de un príncipe, cuyo horóscopo
viose después no cuadraba con el festejo. Al día siguiente se trabó
la discusión, una de las más brillantes que hubo en las cortes, y
de la que reportaron estas fama esclarecida. Lástima ha sido que no
se hayan conservado enteros los discursos allí pronunciados, pues
todavía no se publicaban de oficio las sesiones, según comenzó a usarse
en el promedio de diciembre, habiéndose desde entonces establecido
taquígrafos que siguiesen literalmente la palabra del orador. Sin
embargo, algunos curiosos, y entre ellos ingleses, tomaron nota
bastante exacta de las discusiones más principales, y eso nos habilita
para dar una razón algo circunstanciada de lo que ocurrió en aquella
ocasión.
Antes de reunirse las cortes, la libertad de la imprenta apenas contaba
otros enemigos sino algunos de los que gobernaban; mas después que
el congreso mostró querer proseguir su marcha con hoz reformadora,
despertose el recelo de las clases y personas interesadas en los
abusos, que empezaron a mirar con esquivez medida tan deseada. No
pareciéndoles, con todo, discreto impugnarla de frente, idearon los
que pertenecieron a aquel número y estaban dentro de las cortes, pedir
que se suspendiese la deliberación.
Escogieron para hacer la propuesta al diputado que entre los suyos
juzgaron más atrevido, a Don Joaquín Tenreiro, quien, después de
haber el día 14 procurado infructuosamente diferir la lectura del
informe de la comisión, persistió el 15 en su propósito de que se
dejase para más adelante la discusión, alegando que se debería pedir
con antelación el parecer de ciertas corporaciones, en especial el
de las eclesiásticas, y sobre todo aguardar la llegada de diputados
próximos a aportar de las costas de Levante. Manifestó su opinión el
señor Tenreiro acaloradamente, y excitó la réplica de varios señores
diputados que demostraron haber seguido el expediente, no solo los
trámites de costumbre, sino que también, viniendo ya instruido desde el
tiempo de la junta central, había recibido con el mayor detenimiento
la dilucidación necesaria. Reprodujo no obstante sus argumentos el
señor Tenreiro, pero no por eso pudo estorbar que empezase de lleno
la discusión. El señor Argüelles fue de los primeros que entrando
en materia hizo palpables los bienes que resultan de la libertad
de la imprenta. «Cuantos conocimientos, dijo, se han extendido por
Europa han nacido de esta libertad, y las naciones se han elevado a
proporción que ha sido más perfecta. Las otras, oscurecidas por la
ignorancia y encadenadas por el despotismo, se han sumergido en la
proporción contraria. España, siento decirlo, se halla entre las
últimas: fijemos la vista en los postreros 20 años, en ese periodo
henchido de acontecimientos más extraordinarios que cuantos presentan
los anteriores siglos, y en él podremos ver los portentosos efectos de
esa arma, a cuyo poder casi siempre ha cedido el de la espada. Por su
influjo vimos caer de las manos de la nación francesa las cadenas que
la habían tenido esclavizada. Una facción sanguinaria vino a inutilizar
tan grande medida, y la nación francesa, o más bien su gobierno, empezó
a obrar en oposición a los principios que proclamaba... El despotismo
fue el fruto que recogió... Hubiera habido en España una arreglada
libertad de imprenta, y nuestra nación no hubiera ignorado cual fuese
la situación política de la Francia al celebrarse el vergonzoso tratado
de Basilea. El gobierno español, dirigido por un favorito corrompido y
estúpido, incapaz era de conocer los verdaderos intereses del estado.
Abandonose ciegamente y sin tino a cuantos gobiernos tuvo la Francia,
y desde la convención hasta el imperio seguimos todas las vicisitudes
de su revolución, siempre en la más estrecha alianza, cuando llegó el
momento desgraciado en que vimos tomadas nuestras plazas fuertes y el
ejército del pérfido invasor en el corazón del reino. Hasta entonces a
nadie le fue lícito hablar del gobierno francés con menos sumisión que
del nuestro, y no admirar a Bonaparte fue de los más graves delitos. En
aquellos días miserables se echaron las semillas cuyos amargos frutos
estamos cogiendo ahora. Extendamos la vista por el mundo: Inglaterra
es la sola nación que hallaremos libre de tal mengua. ¿Y a quién lo
debe? Mucho hizo en ella la energía de su gobierno, pero más hizo la
libertad de la imprenta. Por su medio pudieron los hombres honrados
difundir el antídoto con más presteza que el gobierno francés su
veneno. La instrucción que por la vía de la imprenta logró aquel pueblo
fue lo que le hizo ver el peligro y saber evitarlo...»
El señor Morros, diputado eclesiástico, sostuvo con fuerza «ser la
libertad de la imprenta opuesta a la religión católica apostólica
romana, y ser, por tanto, detestable institución.» Añadió: «que, según
lo prevenido en muchos cánones, ninguna obra podía publicarse sin la
licencia de un obispo o concilio, y que todo lo que se determinase en
contra, sería atacar directamente la religión.»
Aquí notará el lector que desesperanzados los enemigos de la libertad
de la imprenta de impedir los debates, trataron ya de impugnarla sin
disfraz alguno y fundamentalmente.
Fácil fue al señor Mejía rebatir el dictamen del señor Morros,
advirtiendo «que la libertad de que se trataba, limitábase a la parte
política y en nada se rozaba con la religión ni la potestad de la
iglesia... Observó también la diferencia de tiempos, y la errada
aplicación que había hecho el señor Morros de sus textos, los cuales
por la mayor parte se referían a una edad en que todavía no estaba
descubierta la imprenta...» Y continuando después dicho señor Mejía
en desentrañar con sutileza y profundidad toda la parte eclesiástica
en que, aunque seglar, era muy versado, terminó diciendo: «que en las
naciones en donde no se permitía la libertad de imprenta, el arte de
imprimir había sido perjudicial, porque había quitado la libertad
primitiva que existía de escribir y copiar libros sin particulares
trabas, y que si bien entonces no se esparcían las luces con tanta
rapidez y extensión, a lo menos eran libres. Y más vale un pedazo de
pan comido en libertad que un convite real con una espada que cuelga
sobre la cabeza, pendiente del hilo de un capricho.»
El señor Rodriguez de la Bárcena, bien que eclesiástico como el señor
Morros, no recargó tanto en punto a la religión, pero con maña trazó
una pintura sombría «de los males de la libertad de la imprenta en
una nación no acostumbrada a ella, se hizo cargo de las calumnias
que difundía, de la desunión en las familias, de la desobediencia a
las leyes y otros muchos estragos, de los que, resultando un clamor
general, tendría al cabo que suprimirse una facultad preciosa, que
coartada con prudencia, era fácil conservar. Yo, continuó el orador,
amo la libertad de la imprenta, pero la amo con jueces que sepan de
antemano separar la cizaña de con el grano. Nada aventura la imprenta
con la censura previa en las materias científicas, que son en las
que más importa ejercitarse, y usada dicha censura discretamente,
existirá en realidad con ella mayor libertad que si no la hubiera, y
se evitarán escándalos y la aplicación de las penas en que incurrirán
los escritores que se deslicen, siendo para el legislador más hermoso
representar el papel de prevenir los delitos que el de castigarlos.»
Replicó a este orador Don Juan Nicasio Gallego que, aunque revestido
igualmente de los hábitos clericales, descollaba en el saber político,
si bien no tanto como en el arte divino de los Herreras y Leones. «Si
hay en el mundo, dijo, absurdo en este género, eslo el de asentar
como lo ha hecho el preopinante, que la libertad de la imprenta podía
existir bajo una previa censura. _Libertad_ es el derecho que todo
hombre tiene de hacer lo que le parezca, no siendo contra las leyes
divinas y humanas. _Esclavitud_ por el contrario existe donde quiera
que los hombres están sujetos sin remedio a los caprichos de otros,
ya se pongan o no inmediatamente en práctica. ¿Cómo puede, según eso,
ser la imprenta libre, quedando dependiente del capricho, las pasiones
o la corrupción de uno o más individuos? ¿Y por qué tanto rigor y
precauciones para la imprenta, cuando ninguna legislación las emplea
en los demás casos de la vida y en acciones de los hombres no menos
expuestas al abuso? Cualquiera es libre de proveerse de una espada, ¿y
dirá nadie por eso que se le deben atar las manos no sea que cometa
un homicidio? Puedo, en verdad, salir a la calle y robar a un hombre,
más ninguno, llevado de tal miedo, aconsejará que se me encierre en
mi casa. A todos nos deja la ley libre el albedrío, pero por horror
natural a los delitos, y porque todos sabemos las penas que están
impuestas a los criminales, tratamos cada cual de no cometerlos...»
Hablaron en seguida otros diputados en favor de la cuestión, tales como
los señores Luján, Pérez de Castro y Oliveros. El primero expresó:
«que los dos encargos particulares que le había hecho su provincia [la
de Extremadura] habían sido: que fuesen públicas las sesiones de las
cortes y que se concediese la libertad de la imprenta.» Puso el último
su particular cuidado en demostrar que aquella libertad «no solo no
era contraria a la religión, sino que era compatible con el amor más
puro hacia sus dogmas y doctrinas... Nosotros [continuó tan respetable
eclesiástico] queremos dar alas a los sentimientos honrados, y cerrar
las puertas a los malignos. La religión santa de los Crisóstomos y
de los Isidoros no se recata de la libre discusión; temen esta los
que desean convertir aquella en provecho propio. ¡Qué de horrores y
escándalos no vimos en tiempo de Godoy! ¡Cuánta irreligiosidad no
se esparció! Y ¿había libertad de imprenta? Si la hubiera habido,
dejáranse de cometer tantos excesos con el miedo de la censura pública,
y no se hubieran perpetrado delitos, sumidos ahora en la impunidad del
silencio. Ciertos obispos ¿hubieran osado manchar los púlpitos de la
religión predicando los triunfos del poder arbitrario y, por decirlo
así, los del ateísmo? ¿Hubieran contribuido a la destrucción de su
patria y a la tibieza de la fe, incensando impíamente al ídolo de Baal,
al malaventurado valido?...»
Contados fueron los diputados que después impugnaron la libertad de
la imprenta, y aun de ellos el mayor número antes provocó dudas
que expresó una opinión opuesta bien asentada. Los señores Morales
Gallego y Don Jaime Creus fueron quienes con mayor vigor esforzaron
los argumentos en contra de la cuestión. Dirigiose el principal conato
de ambos a manifestar «la suelta que iba a darse a las pasiones y
personalidades, y el riesgo que corría la pureza de la fe, siendo de
dificultoso deslinde en muchos casos el término de las potestades
política y eclesiástica.» El señor Argüelles rechazó de nuevo muchas
de las objeciones; pero quien entre los postreros de los oradores
habló de un modo luminoso, persuasivo y profundo fue el dignísimo Don
Diego Muñoz Torrero, cuya candorosa y venerable presencia, repetimos,
aumentaba peso a la ya irresistible fuerza de su raciocinación. «La
materia que tratamos, dijo, tiene, según la miro, dos partes: la una
de _justicia_, la otra de _necesidad_. La justicia es el principio
vital de la sociedad civil, e hija de la justicia es la libertad de la
imprenta... El derecho de traer a examen las acciones del gobierno es
un derecho imprescriptible que ninguna nación puede ceder sin dejar
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