Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5) - 23

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aseméjanse, cuando más, a bellas producciones académicas; pero que no
se avienen ni con los incidentes, ni con los altercados, ni con las
vueltas que ocurren en los debates de un parlamento.
Prolongáronse los de aquella noche hasta pasadas las doce, habiendo
sido sucesivamente aprobados todos los artículos de la minuta del señor
Luján. En la discusión, además de este señor diputado y del respetable
Muñoz Torrero, distinguiéronse otros, como Don Antonio Oliveros y Don
José Mejía; empezando a descollar, a manera de primer adalid, Don
Agustín de Argüelles. Nombres ilustres con que a menudo tropezaremos, y
de cuyas personas se hablará en oportuna sazón.
Mientras que las cortes discutían, acechaba la regencia por medio
de emisarios fieles lo que en ellas pasaba. No que solo temiera la
separasen del mando, conforme a la dimisión que había hecho de mero
cumplido; sino, y principalmente, porque contaba con el descrédito de
las cortes, figurándose ya ver a estas, desde sus primeros pasos, o
atolladas o perdidas. Acontecimiento que, a haber ocurrido, la reponía
en favorable lugar y la convertía en árbitro de la representación
nacional.
Grande fue el asombro de la regencia al oír el maravilloso modo con que
procedían las cortes en sus deliberaciones; grande el desánimo al saber
el entusiasmo con que aclamaban a las mismas soldados y ciudadanos.
[Sidenote: Engaño de la regencia.]
Manifestación tan unánime contuvo a los enemigos de la libertad
española. Ya entonces se hablaba de planes y torcidos manejos, y de que
ciertos regentes, si no todos, urdían una trama resueltos a destruir
las cortes o por lo menos a amoldarlas conforme a sus deseos. No eran
muchos los que daban asenso a tales rumores, achacándolos a invención
de la malevolencia; y dificultoso hubiera sido probar lo contrario,
si un año después no lo hubiese pregonado e impreso quien estaba bien
enterado de lo que anotaba. [Sidenote: Palabras de Lardizábal. (*
Ap. n. 13-1.)] «Vimos claramente [dice en su manifiesto [*] uno de
los regentes, el señor Lardizábal] que en aquella noche no podíamos
contar ni con el pueblo ni con las armas, que a no haber sido así, todo
hubiera pasado de otra manera.»
¿Qué manera hubiera sido esta? Fácil es adivinarla. Mas ¿cuáles las
resultas si se destruían las cortes, o se empeñaba un conflicto
teniendo el enemigo a las puertas? Probablemente la entrada de este
en la Isla de León, la dispersión del gobierno, la caída de la
independencia nacional.
Por fortuna, aun para los mismos maquinadores, no se llevaron a efecto
intentos tan criminales. Desamparada la regencia, sometiose silenciosa,
y en apariencia con gusto, a las decisiones del congreso. [Sidenote:
Juramento de la regencia y ausencia del obispo de Orense.] En la
misma noche del 24 pasó a prestar el juramento conforme a la fórmula
propuesta por el señor Luján, que había sido aprobada. Notose la
falta del obispo de Orense, pero por entonces se admitió sin réplica
ni observación alguna la excusa que se dio de su ausencia, y fue de
que siendo ya tarde, los años y los achaques le habían obligado a
recogerse. Con el acto del juramento de los regentes se terminó la
primera sesión de las cortes, solemne y augusta bajo todos respectos;
sesión cuyos ecos retumbarán en las generaciones futuras de la nación
española.
[Sidenote: Decreto de 24 de septiembre. (* Ap. n. 13-2.)]
Aplaudiose entonces universalmente el decreto acordado en aquel
día,[*] comprensivo de las proposiciones formalizadas por los señores
Muñoz Torrero y Luján, de que hemos dado cuenta, y que fue conocido
bajo el título de _Decreto de 24 de septiembre_. Base de todas las
resoluciones posteriores de las cortes, se ajustaba a lo que la razón y
la política aconsejaban.
[Sidenote: Opiniones diversas acerca de este decreto, y su examen.]
Sin embargo, pintáronle después algunos como subversivo del gobierno
monárquico y atentatorio de los derechos de la majestad real. Sirvioles
en especial de asidero para semejante calificación el declararse en el
decreto que la soberanía nacional residía en las cortes, alegando que
habiendo estas, en el juramento hecho en la iglesia mayor, apellidado
_soberano_ a Don Fernando VII, ni podían sin faltar a tan solemne
promesa trasladar ahora a la nación la soberanía, ni tampoco erigirse
en depositarias de ella.
A la primera acusación se contestaba que en aquel juramento, juramento
individual y no de cuerpo, no se había tratado de examinar si la
soberanía traía su origen de la nación o de solo el monarca: que la
regencia había presentado aquella fórmula y aprobádola los diputados,
en la persuasión de que la palabra _soberano_ se había empleado allí
según el uso común por la parte que de la soberanía ejerce el rey como
jefe del estado, y no de otra manera; habiendo prescindido de entrar
fundamentalmente en la cuestión.
Si cabe, más satisfactoria era aun la respuesta a la segunda acusación,
de haber declarado las cortes que en ellas residía la soberanía. El
rey estaba ausente, cautivo; y ciertamente que a alguien correspondía
ejercer el poder supremo, ya se derivase este de la nación, ya del
monarca. Las juntas de provincia, soberanas habían sido en sus
respectivos territorios; habíalo sido la central en toda plenitud, lo
mismo la regencia; ¿por qué, pues, dejarían de disfrutar las cortes de
una facultad no disputada a cuerpos mucho menos autorizados?
Por lo que respecta a la declaración de la soberanía nacional,
principio tan temido en nuestros tiempos, si bien no tan repugnante a
la razón como el opuesto de la legitimidad, pudiera quizá ser cuerda
que vibrase con sonido áspero en un país en donde sin sacudimiento
se reformasen las instituciones de consuno la nación y el gobierno;
pues, por lo general, declaraciones fundadas en ideas abstrusas ni
contribuyen al pro común, ni afianzan por sí la bien entendida libertad
de los pueblos. Mas ahora no era este el caso.
Huérfana España, abandonada de sus reyes, cedida como rebaño y tratada
de rebelde, debía, y propio era de su dignidad, publicar a la faz del
orbe, por medio de sus representantes, el derecho que la asistía de
constituirse y defenderse; derecho de que no podían despojarla las
abdicaciones de sus príncipes, aunque hubiesen sido hechas libre y
voluntariamente.
Además, los diputados españoles, lejos de abusar de sus facultades,
mostraron moderación y las rectas intenciones que los animaban;
declarando al propio tiempo la conservación del gobierno monárquico, y
reconociendo como legítimo rey a Fernando VII.
Que la nación fuese origen de toda autoridad no era en España doctrina
nueva ni tomada de extraños: conformábase con el derecho público que
había guiado a nuestros mayores, y en circunstancias no tan imperiosas
como las de los tiempos que corrían. A la muerte del rey Don Martín,
[Sidenote: (* Ap. n. 13-3.)] juntáronse en Caspe [*] para elegir
monarca los procuradores de Aragón, Cataluña y Valencia. Los navarros
y aragoneses, fundándose en las mismas reglas, habían desobedecido
[Sidenote: (* Ap. n. 13-4.)] la voluntad de Don Alonso el Batallador
[*] que nombraba por sucesores del trono a los Templarios: y los
castellanos, sin el mismo ni tan justo motivo, en la minoría de Don
Juan el II,[*] [Sidenote: (* Ap. n. 13-5.)] ¿no ofrecieron la corona,
por medio del condestable Ruy López Dávalos, al infante de Antequera?
Así que las cortes de 1810, en su declaración de 24 de septiembre,
además de usar de un derecho inherente a toda nación, indispensable
para el mantenimiento de la independencia, imitaron también, y
templadamente, los varios ejemplos que se leían en los anales de
nuestra historia.
[Sidenote: Número de diputados que concurrieron el primer día.]
A la primera sesión solo concurrieron unos cien diputados: cerca de
dos terceras partes nombrados en propiedad, el resto en Cádiz bajo la
calidad de suplentes. Por lo cual más adelante tacharon algunos de
ilegítima aquella corporación; como si la legitimidad pendiese solo del
número, y como si este, sucesivamente y antes de la disolución de las
cortes, no se hubiese llenado con las elecciones que las provincias,
unas tras otras, fueron verificando. Tocaremos en el curso de nuestro
trabajo la cuestión de la legitimidad. Ahora nos contentaremos con
apuntar que, desde los primeros días de la instalación de las cortes,
se halló completa la representación del populoso reino de Galicia,
la de la industriosa Cataluña, la de Extremadura, y que asistieron
varios diputados de las provincias de lo interior, elegidos a pesar
del enemigo, en las claras que dejaba este en sus excursiones. Tres
meses no habían aún pasado, y ya tomaron asiento en las cortes los
diputados de León, Valencia, Murcia, Islas Baleares y, lo que es más
pasmoso, diputados de la Nueva España nombrados allí mismo: cosa antes
desconocida en nuestros fastos.
[Sidenote: Aplausos que de todas partes reciben las cortes.]
De todas partes se atropellaron las felicitaciones, y nadie levantó
el grito respecto de la legitimidad de las cortes. Al contrario, ni
la distancia ni el temor de los invasores impidieron que se diesen
multiplicadas pruebas de adhesión y fidelidad: espontáneas en un tiempo
y en lugares en que carecieron las cortes de medios coactivos, y cuando
los mal contentos impunemente hubieran podido mostrar su oposición y
hasta su desobediencia.
[Sidenote: Nombramiento de comisiones y orden llevado en los debates.]
En las sesiones sucesivas fue el congreso determinando el modo de
arreglar sus tareas. Se formaron comisiones de guerra, hacienda y
justicia: las cuales después de meditar detenidamente las proposiciones
o expedientes que se les remitían, presentaban su informe a las cortes,
en cuyo seno se discutía el negocio y votaba. Posteriormente se
nombraron nuevas comisiones, ya para otros ramos o ya para especiales
asuntos. También en breve se adoptó un reglamento interior, combinando
en lo posible el pronto despacho con la atenta averiguación y debate
de las materias. Los diputados que, según hemos indicado, pronunciaban
casi siempre de palabra sus discursos, poníanse en un principio para
recitarlos en uno de dos sitios preparados al intento, no lejos del
presidente, y que se llamaron tribunas. Notose luego lo incómodo y aun
impropio de esta costumbre, que distraía con la mudanza y continuo paso
de los oradores; por lo que los más hablaron después sin salir de su
puesto y en pie, quedando las tribunas para la lectura de los informes
de las comisiones. Se votaba de ordinario levantándose y sentándose:
solo en las decisiones de mayor cuantía daban los diputados su opinión
por un _sí_ o por un _no_, pronunciándolo desde su asiento en voz alta.
[Sidenote: Tratamiento.]
Asimismo tomaron las cortes el tratamiento de majestad, a petición del
señor Mejía: objeto fue de crítica, aunque otro tanto habían hecho
la junta central y la primera regencia; y era privilegio en España
de ciertas corporaciones. Algunos diputados nunca usaron de aquella
fórmula, creyéndola ajena de asambleas populares, y al fin se desterró
del todo al renacer de las cortes en 1820.
[Sidenote: Aclaración pedida por la regencia.]
No bien se hubo aprobado el primer decreto, acudió la regencia pidiendo
que se declarase: 1.º «cuáles eran las obligaciones anexas a la
responsabilidad que le imponía aquel decreto, y cuáles las facultades
privativas del poder ejecutivo que se le había confiado. 2.º Qué
método habría de observarse en las comunicaciones que necesaria y
continuamente habían de tener las cortes con el consejo de regencia.»
Apoyábase la consulta en no haber de antemano fijado nuestras leyes
la línea divisoria de ambas potestades, y en el temor por tanto de
incurrir en faltas de desagradables resultas para la regencia, y
perjudiciales al desempeño de los negocios. A primera vista no parecía
nada extraña dicha consulta; antes bien, llevaba visos de ser hija
de un buen deseo. Con todo, los diputados miráronla recelosos, y la
atribuyeron al maligno intento de embarazarlos y de promover reñidas
y ociosas discusiones. Fuera este el motivo oculto que impelía a la
regencia, o fuéralo el recelo de comprometerse, intimidada con la
enemistad que el público le mostraba, a pique estuvo aquella de que,
por su inadvertido paso, le admitiesen las cortes la renuncia que antes
había dado.
Sosegáronse, sin embargo, por entonces los ánimos, y se pasó la
consulta de la regencia a una comisión, compuesta de los señores
Hermida, Gutiérrez de la Huerta y Muñoz Torrero. No habiéndose
convenido estos en la contestación que debía darse, cada uno de ellos
al siguiente día presentó por separado su dictamen. [Sidenote: Debate
sobre las facultades de la potestad ejecutiva.] Se dejó a un lado el
del señor Hermida que se reducía a reflexiones generales, y ciñose
la discusión al de los otros dos individuos de la comisión. Tomaron
en ella parte, entre otros, los señores Pérez de Castro y Argüelles.
Sobresalió el último en rebatir al señor Gutiérrez de la Huerta,
relator del consejo real, distinguido por sus conocimientos legales, y
de suma facilidad en producirse, si bien sobrado verboso, que carecía
de ideas claras en materias de gobierno, confundiendo unas potestades
con otras: achaque de la corporación en que estaba empleado. Así fue
que, en su dictamen, trabando en extremo a la regencia, entremetíase
en todo, y hasta desmenuzaba facultades solo propias del alcalde
de una aldehuela. D. Agustín de Argüelles impugnó al señor Huerta,
deslindando con maestría los límites de las autoridades respectivas,
y en consecuencia se atuvieron las cortes a la contestación del señor
Muñoz Torrero, terminante y sencilla. Decíase en esta «que en tanto que
las cortes formasen acerca del asunto un reglamento, usase la regencia
de todo el poder que fuese necesario para la defensa, seguridad y
administración del estado en las críticas circunstancias de entonces; e
igualmente que la responsabilidad que se exigía al consejo de regencia,
únicamente excluía la inviolabilidad absoluta que correspondía a la
persona sagrada del rey. Y que en cuanto al modo de comunicación entre
el consejo de regencia y las cortes, mientras estas estableciesen el
más conveniente, se seguiría usando el medio usado hasta el día.»
Era este el de pasar oficios o venir en persona los secretarios del
despacho, quienes por lo común esquivaban asistir a las cortes, no
avezados a las lides parlamentarias.
Meses adelante se formó el reglamento anunciado, en cuyo texto se
determinaron con amplitud y claridad las facultades de la regencia.
No se limitó esta a urgar a las cortes y hostigarlas con consultas,
sino que procuró atraer los ánimos de los diputados y formarse un
partido entre ellos. Escogió, para conseguir su objeto, un medio
inoportuno y poco diestro. [Sidenote: Empleos conferidos a diputados.]
Fue, pues, el de conferir empleos a varios de los vocales, prefiriendo
a los americanos, ya por miras peculiares que dicha regencia tuviese
respecto de ultramar, ya porque creyese a aquellos más dóciles a
semejantes insinuaciones. La noticia cundió luego, y la gran mayoría
de los diputados se embraveció contra semejante descaro, o más bien
insolencia que redundaba en descrédito de las cortes. Atemorizáronse
los distribuidores de las mercedes y los agraciados, y supusieron para
su descargo que se habían concedido los empleos con antelación a haber
obtenido los últimos el puesto de diputados, sin alegar motivo que
justificase la ocultación por tanto tiempo de dichos nombramientos.
De manera que a lo feo de la acción agregose desmaño en defenderla y
encubrirla; falta que entre los hombres suele hallar menos disculpa.
[Sidenote: Proposición del Sr. Capmany.]
El enojo de todos excitó a Don Antonio Capmany a formalizar una
proposición que hizo proceder de la lectura de un breve discurso,
salpicándole de palabra con punzantes agudezas, propio atributo de
la oratoria de aquel diputado, escritor diligente y castizo. La
proposición estaba concebida en los siguientes términos: «Ningún
diputado, así de los que al presente componen este cuerpo, como de los
que en adelante hayan de completar su total número, pueda solicitar
ni admitir para sí, ni para otra persona, empleo, pensión y gracia,
merced ni condecoración alguna de la potestad ejecutiva interinamente
habilitada, ni de otro gobierno que en adelante se constituya bajo
de cualquiera denominación que sea; y si desde el día de nuestra
instalación se hubiese recibido algún empleo o gracia sea declarado
nulo.» Aprobose así esta proposición, salvo alguna que otra levísima
mudanza, y con el aditamento de que «la prohibición se extendiese a un
año después de haber los actuales diputados dejado de serlo.»
[Sidenote: Juicio acerca de ella.]
Nacida de acendrada integridad, flaqueaba semejante providencia por el
lado de la previsión, y se apartaba de lo que enseña la práctica de los
gobiernos representativos. El diputado que se mantenga sordo a la voz
de la conciencia, falto de pundonor y atento solo a no traspasar la
letra de la ley, medios hallará bastantes de concluir a las calladas
un ajuste que, sin comprometerle, satisfaga sus ambiciosos deseos o
su codicia. La prohibición de obtener empleos, siendo absoluta, y
mayormente extendiéndose hasta el punto de no poder ser escogidos los
secretarios del despacho entre los individuos del cuerpo legislativo,
desliga a este del gobierno, y pone en pugna a entrambas autoridades.
Error gravísimo y de enojosas resultas, pero en que han incurrido casi
todas las naciones al romper los grillos del despotismo. Ejemplo la
Francia en su asamblea constituyente; ejemplo la Inglaterra cuando el
largo parlamento dio el acta llamada _self-denying ordinance_, bien
que aquí, en el mismo instante, hubo sus excepciones para Cromwell
y otros, en ventaja de la causa que defendían. Sálese entonces de
una región aborrecida: desmanes y violencias del gobierno han sido
causa de los males padecidos, y sin reparar que en la mudanza se ha
desquiciado aquel, o que su situación ha variado ya, olvidando también
que la potestad ejecutiva es condición precisa del orden social, y que
por tanto vale más empuñen las riendas manos amigas que no adversas,
clámase contra los que sostienen esta doctrina, y forzoso es que los
buenos patricios, por temor o mal entendida virtud, se alejen de los
puestos supremos, abandonándolos así a la merced del acaso, ya que no
al arbitrio de ineptos o revoltosos ciudadanos. En España, no obstante,
siguiose un bien de aquella resolución: el abuso, en materia de
empleos, de las juntas y de las corporaciones que las habían sucedido
en el mando, tenía escandalizado al pueblo con mengua de la autoridad
de sus gobiernos. La abnegación y el desapropio de todo interés de que
ahora dieron muestra los diputados, realzó mucho su fama: beneficio que
en lo moral equivalió algún tanto al daño que en la práctica resultaba
de la muy lata proposición del señor Capmany.
[Sidenote: Elecciones de Aragón.]
Metió también por entonces ruido un acontecimiento, en el cual, si bien
apareció inocente la mayoría de la regencia, desconceptuose esta en
gran manera, y todavía más sus ministros. Don Nicolás María de Sierra,
que lo era de gracia y justicia, para ganar votos y aumentar su influjo
en las cortes, ideó realizar de un modo particular las elecciones de
Aragón. Y violentando las leyes y decretos promulgados en la materia,
dirigió una real orden a aquella junta, mandándole que por sí nombrase
la totalidad de los diputados de la provincia, con remisión al mismo
tiempo de una lista confidencial de candidatos. En el número no había
olvidado su propio nombre el señor Sierra, ni el de su oficial mayor
Don Tadeo Calomarde, ni tampoco el del ministro de estado Don Eusebio
de Bardají, y por consiguiente todos tres con varios amigos y deudos
suyos, igualmente aragoneses, fuesen elegidos, entremezclados a la
verdad con alguno que otro sujeto de indisputable mérito y de condición
independiente. Llegó arriba la noticia del nombramiento, e ignorando la
mayoría de los regentes lo que se había urdido, al darles cuenta dicho
señor Sierra del expediente, «quedaron absortos [según las expresiones
del señor Saavedra] de oír una real orden de que no hacían memoria.»
Los sacó el ministro de la confusión exponiendo que él era el autor de
la tal orden, expedida de motu propio, aunque si bien después pesaroso
la había revocado por medio de otra que desgraciadamente llegaba tarde.
¿Quién no creería con tan paladina confesión que inmediatamente se
habría exonerado al ministro, y perseguídole como a falsario digno
de ejemplar castigo? Pues no: la regencia contentose con declarar
nula la elección y mantuvo al ministro en su puesto. Presúmese que
enredados en la maraña dos de los regentes, se huyó de ahondar
negocio tan vergonzoso y criminal. Mas de una vez en las cortes se
trató de él en público y en secreto, y fueron tales los amaños, tales
los impedimentos, que nunca se logró llevar a efecto medida alguna
rigorosa.
Otros dos asuntos de la mayor importancia ocuparon a las cortes durante
varias sesiones que se tuvieron en secreto; método que, por decirlo de
paso, reprobaban varios diputados, y que en lo venidero casi del todo
llegó a abandonarse.
Cuando el 30 de septiembre comenzaban las cortes a andar muy atareadas
en estas discusiones secretas, ocurrió un incidente que, aunque no de
grande entidad para la causa general de la nación, hízose notable por
el personaje augusto que le motivó. El duque de Orleans, apeándose a las
puertas del salón de cortes, pidió con instancia que se le permitiese
hablar a la barandilla.
[Sidenote: El duque de Orleans quiere hablar a la barandilla de las
cortes. (* Ap. n. 13-6.)]
Para explicar aparición tan repentina conviene volver atrás.[*] En
1808, el príncipe Leopoldo de Sicilia arribó a Gibraltar en reclamación
de los derechos que creía asistían a su casa a la corona de España.
Acompañábale el duque de Orleans. La junta de Sevilla no dio oídos
a pretensiones, [Sidenote: Relación sucinta de este suceso.] en su
concepto intempestivas, y de resultas tornó el de Sicilia a su tierra,
y el de Orleans se encaminó a Londres. No habrá el lector olvidado
este suceso de que en su lugar hicimos mención. Pocos meses habían
transcurrido y ya el duque de Orleans de nuevo se mostró en Menorca. De
allí solicitó directamente o por medio de Mr. de Broval, agente suyo
en Sevilla, que se le emplease en servicio de la causa española. La
junta central, ya congregada, no accedió a ello de pronto, y solamente
poco antes de disolverse decidió, en su comisión ejecutiva, dar al de
Orleans el mando de un cuerpo de tropas que había de maniobrar en la
frontera de Cataluña. Acaeciendo después la invasión de las Andalucías,
el duque y Mr. de Broval regresaron a Sicilia, y la resolución del
gobierno quedó suspensa.
Instalose en seguida la regencia, y sus individuos recibiendo avisos
más o menos ciertos del partido que tenía en el Rosellón y otros
departamentos meridionales la antigua casa de Francia, acordáronse de
las pretensiones de Orleans, y enviáronle a ofrecer el mando de un
ejército que se formaría en la raya de Cataluña. Fue con la comisión
Don Mariano Carnerero, a bordo de la fragata de guerra Venganza. El
duque aceptó, y en el mismo buque dio la vela de Palermo el 22 de mayo
de 1810. Aportó a Tarragona, pero en mala ocasión, perdida Lérida y
derrotado cerca de sus muros el ejército español. Por esto, y porque
en realidad no agradaba a los catalanes que se pusiera a su cabeza
un príncipe extranjero, y sobre todo francés, reembarcose el duque y
fondeó en Cádiz el 20 de junio.
Viose entonces la regencia en un compromiso. Ella había sido quien
había llamado al duque, ella quien le había ofrecido un mando, y por
desgracia las circunstancias no permitían cumplir lo antes prometido.
Varios generales españoles, y en especial O’Donnell, miraban con malos
ojos la llegada del duque; los ingleses repugnaban que se le confiriese
autoridad o comandancia alguna, y las cortes, ya convocadas, imponían
respeto para que se tomase resolución contraria a tan poderosas
indicaciones. El de Orleans reclamó de la regencia el cumplimiento
de su oferta, y resultaron contestaciones agrias. Mientras tanto
instaláronse las cortes, y desaprobando el pensamiento de emplear al
duque, manifestaron a la regencia que, por medios suaves y atentos,
indicase a S. A. que evacuase a Cádiz. Informado el de Orleans de esta
orden, decidió pasar a las cortes, y verificolo según hemos apuntado el
30 de septiembre. Aquellas no accedieron al deseo del duque de hablar
en la barandilla, mas le contestaron urbanamente y cual correspondía a
la alta clase de S. A. y a sus distinguidas prendas. Desempeñaron el
mensaje D. Evaristo Pérez de Castro y el marqués de Villafranca, duque
de Medina Sidonia. Insistió el de Orleans en que se le recibiese, mas
los diputados se mantuvieron firmes; entonces, perdiendo S. A. toda
esperanza, se embarcó el 3 de octubre y dirigió el rumbo a Sicilia, a
bordo de la fragata de guerra Esmeralda.
Dícese que mostró su despecho en una carta que escribió a Luis XVIII, a
la sazón en Inglaterra. Sin embargo, las cortes en nada eran culpables,
y causoles pesadumbre tener que desairar a un príncipe tan esclarecido.
Pero creyeron que recibir a S. A. y no acceder a sus ruegos, era tal
vez ofenderle más gravemente. La regencia, cierto que procedió de
ligero y no con sincera fe en hacer ofrecimientos al duque, y dar luego
por disculpa para no cumplirlos que él era quien había solicitado
obtener mando, efugio indigno de un gobierno noble y de porte
desembozado. Amigos de Orleans han atribuido a influjo de los ingleses
la determinación de las cortes: se engañan. Ignorábase en ellas que
el embajador británico hubiese contrarrestado la pretensión de aquel
príncipe. El no escuchar a S. A. nació solo de la íntima convicción de
que entonces desplacía a los españoles general que fuese francés, y de
que el nombre de Borbón, lejos de granjear partidarios en el ejército
enemigo, solo serviría para hacerle a este más desapoderado, y dar
ocasión a nuevos encarnizamientos.
[Sidenote: Altercado con el obispo de Orense sobre prestar el
juramento.]
De los dos asuntos enunciados que ocupaban en secreto a las cortes,
tocaba uno de ellos al obispo de Orense. Este prelado que, como
dijimos, no había acudido con sus compañeros en la noche del 24 a
prestar el juramento exigido de la regencia, hizo al siguiente día
dejación de su puesto, no solo fundándose en la edad y achaques
[excusas que para no presentarse en las cortes se habían dado la
víspera], sino que también alegó la repugnancia insuperable de
reconocer y jurar lo que se prescribía en el primer decreto. Renunció
también al cargo de diputado, que confiado le había la provincia
de Extremadura, y pidió que se le permitiese sin dilación volver a
su diócesis. Las cortes, desde luego, penetraron que en semejante
determinación se encerraba torcido arcano, valiéndose mal intencionados
de la candorosa y timorata conciencia del prelado como de oportuno
medio para provocar penosos altercados. Pero prescindiendo aquel cuerpo
de entrar en explicaciones, accedió a la súplica del obispo, sin exigir
de él antes de su partida juramento ni muestra alguna de sumisión, con
lo que el negocio parecía quedar del todo zanjado. No acomodaba remate
tan inmediato y pacífico a los sopladores de la discordia.
El obispo en vez de apresurar la salida para su diócesis, detúvose
y provocó a las cortes a una discusión peligrosa sobre la manera de
entender el decreto de 24 de septiembre; a las cortes, que no le
habían en nada molestado ni puesto obstáculo a que regresase como
buen pastor en medio de sus ovejas. En un papel fecho en Cádiz a 3 de
octubre, después de reiterar gracias por haber alcanzado lo que pedía,
expresadas de un modo que pudiera calificarse de irónico, metíase
a discurrir largamente acerca del mencionado decreto, y parábase,
sobre todo, en el artículo de la soberanía nacional. Deducía de él
ilaciones a su placer, y trayendo a la memoria la revolución francesa,
intentaba comparar con ella los primeros pasos de las cortes. Es
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